miércoles, mayo 22, 2024

Stalin-Beria. 2: Las purgas y el Terror (25): No hay peor ciego que el que no quiere ver

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De la purga al mando
Los poderes de Lavrentii
El XVIII Congreso
El pacto Molotov-Ribentropp
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No hay peor ciego que el que no quiere ver
Que no, que no y que no  

    



Pero regresemos a los prolegómenos de la guerra. El 10 de mayo de 1940, Hitler comenzó su ofensiva en Europa. Los ingleses tuvieron que volver como pudieron a la isla. El 15 de mayo capituló Holanda, y Bélgica dos días después. A mediados de junio, Hitler estaba en París.

Estos hechos le provocaron una gran depresión a Stalin. Khruschev escribió que, cuando se recibieron en el Kremlin las noticias de la rendición francesa, Stalin tuvo una crisis nerviosa. Él sabía que, ahora que la Europa continental era alemana, la URSS estaba en gravísimo peligro. Eso, en todo caso, no le impidió moverse para consolidar las ganancias territoriales que había pactado con Berlín. Conforme Hitler se paseaba por París, la URSS le dio un ultimátum a los países bálticos sobre la entrada de tropas soviéticas en sus territorios, ya que las ya colocadas eran insuficientes, dijeron. Los tres gobiernos aceptaron el ultimátum, y la ocupación se produjo sin lucha. Molotov, uno de los líderes del régimen soviético nacido, básicamente, como resistencia frente a los zares, tuvo el puto cuajo de explicarle la invasión al viceprimer ministro lituano, Vincas Kreve-Mickevicius, argumentando que “todos los zares, desde Iván Grozny, habían buscado una salida al Báltico por razones de Estado”.

La invasión de los países bálticos no fue como Stalin había esperado. Él había diseñado una entrada de las tropas soviéticas lanzando perfume y salvando gatitos de los árboles; pero, en realidad, fue lo que son todas las invasiones realizadas por una tropa formada por chavalotes chulos y borrachos haciendo el servicio militar. Contraviniendo las instrucciones que llevaban, los soldados soviéticos entraron en las tiendas y se llevaron todo lo que quisieron sin pagar, o pagaron con pagarés que nunca se atendieron. En las fotos de los encuentros “espontáneos” organizados por los comunistas locales para celebrar la llegada de sus liberadores las caras eran tan largas que la Prensa soviética no publicó ni una. En julio de 1940 se celebraron unas elecciones de lista única a unos Soviet Supremos que solicitaron la integración en la URSS; ésta se produjo en agosto.

Era el turno de Rumania. La Besarabia, terreno que había sido de los zares (lo cual, parece ser, para sus enemigos declarados era un precedente viable, que tiene huevos) había figurado en los pactos con Hitler. El 23 de junio de 1940, Molotov contactó con Schelenburg para decirle que el tema de la Besarabia se tenía que resolver lo antes posible; y que la URSS pensaba reclamar la Bukovina, dado que tenía un alto porcentaje de ucranianos. Dos días después, Berlín dio su OK sobre Besarabia, pero no dijo nada sobre Bukovina. Los soviéticos entendieron el mensaje y retrucaron que no se referían a toda la Bukovina, sino sólo la septentrional; pero insistieron en que el gobierno alemán debía apoyar las peticiones de Moscú ante el gobierno rumano. En cuanto Ribentropp se mostró de acuerdo, Moscú se apresuró a lanzarle un ultimátum a Bucarest, que los rumanos aceptaron. Así, la Bukovina septentrional y una pequeña parte de Besarabia pasaron a ser parte de Ucrania, mientras que la mayor parte de Besarabia, junto con lo que había sido la República Moldava Autónoma integrada en Ucrania, se convirtió en una nueva república soviética de Moldavia con su capital en Kishinev, hoy en día Chisinau. En la antigua Polonia oriental, en los países bálticos, en Besarabia y Bukovina soviéticas, se desplegaron otras tantas campañas de represión en las que se ha estimado una cifra de dos millones de detenidos, con especial interés en los integrantes del Ejército polaco, muchos de los cuales ya sabemos la suerte que tuvieron en Katyn y en los campos de concentración soviéticos. 1,2 millones de personas fueron deportadas desde estos territorios hacia la URSS interior; uno de cada cuatro había muerto en campos de concentración en el verano de 1941. Unas 100.000 personas fueron directamente ejecutadas por la NKVD.

Mola el marxismo, ¿eh?

Para que entendamos el cariño con que los bálticos contemplan y recuerdan a los rusos, en Estonia la represión se llevó por delante a toda la clase política y dirigente administrativa del país, y a los oficiales del Ejército. Se detuvo a unas 7.200 personas y, luego, sólo en la noche del 14 de junio de 1941, la NKVD deportó a más de 10.000 estonios a Siberia. Cuando los nazis entraron en Estonia; repetimos, cuando los nazis, que consideraban a los bálticos seres inferiores, entraron en Estonia, hasta 90.000 estonios huyeron hacia el oeste.

El 1 de agosto, la Prensa anunció que, en una reciente reunión del Comité Central, éste había aprobado un informe sobre la política exterior soviética. Es muy poco lo que ha trascendido de este informe, pero dentro de esa información muy esquemática sabemos que Molotov afirmó la plena sintonía entre la política soviética y la alemana. Lo que sí sabemos es que en esa sesión Litvinov perdió su condición de miembro del Comité Central. Antes tuvo que aguantar un discurso de Molotov en el que éste lo acusó de varias cosas, entre otras cosas de ser un anglófilo. Litvinov ya no pudo más, o tal vez pensó que como la era de las purgas había pasado estas cosas se podían hacer; así que tomó la palabra, algo que no estaba previsto, para decir que un ataque de Alemania sobre la URSS era algo inevitable. Luego dijo que no alcanzaba a entender por qué había sido cesado como comisario de Asuntos Exteriores, y que no lograba entender cómo en el Partido había ahora tanta gente como Vyshinsky. Luego miró a Stalin y exclamó: “¿Me ves como un enemigo del pueblo?” Stalin lo señaló y dijo: “No consideramos a Papasha un enemigo del pueblo. Papasha es un revolucionario honesto”. Papasha era el nick revolucionario de Litvinov. Eso fue lo que dijo. Lo que hizo fue ordenar que, nada más terminar el Comité, se procediese a abrirle un proceso por “enemigo del pueblo” al camarada Litvinov. El caso, sin embargo, no se planteó, pues Stalin decidió mantener a Litvinov en la reserva, por si los tiempos cambiaban.

En el otoño de 1940, el historiador Arkadi Yerusamilsky terminó de preparar una versión en ruso de las memorias de Otto von Bismarck. El libro iba acompañado de un ensayo introductorio que defendía la idea de que Bismarck siempre había defendido la necesidad de una Alemania en paz con Rusia. La introducción le llegó, como siempre, a Stalin antes de la publicación, y no le gustó. Especialmente la afirmación de que Bismarck siempre había encontrado inapropiada una guerra contra Rusia. El secretario general no quería que se hablase de ello, ni en positivo, ni en negativo.

En octubre, Stalin tuvo informes muy precisos de su inteligencia, en el sentido de que la operación León del Mar, es decir la planificación de la invasión de las Islas Británicas, había sido abandonada. Hitler, decían los informes, y no mentían, le había dicho a la Wehrmacht que dejaba el tema británico porque había decidido ajustar cuentas antes con la URSS. Stalin, sin embargo, se negó a creer estos informes.

En lugar de prepararse para una eventual agresión alemana, Stalin decidió que su estrategia más lógica era profundizar las relaciones políticas entre ambos países. Hitler se mostró receptivo y, de hecho, la administración nacionalsocialista le sugirió a los soviéticos que enviasen una alta delegación a Berlín para sostener nuevas conversaciones. El mundo, decían y no mentían, había cambiado mucho desde que Ribentropp había aterrizado en Moscú en 1939; hacía falta revisar los pactos y, quizás firmar otros nuevos. El 22 de octubre de 1940, Molotov le dio a Schulenburg una carta de Stalin a Ribentropp en la que decía: “Estoy de acuerdo con usted en que es completamente posible una mejora de las relaciones entre nuestras dos naciones, sobre la base permanente de una fijación de nuestros intereses mutuos a largo plazo”. Seguía diciendo que Molotov estaba dispuesto a devolverle la visita que Ribentropp había hecho a Moscú.

El 11 de noviembre, Molotov salió hacia Berlín en tren, acompañado de dieciséis guardaespaldas, un médico y tres sirvientes. Llegó a la mañana siguiente y estuvo 48 horas, durante las cuales se vio con Hitler, Rudolf Hess, Hermann Göring y Ribentropp. Lo que se dice un completo. El mismo 12 de noviembre, el Führer había dictado una orden secreta en la que dejaba claro que “todos los preparativos anteriores [de orden militar] relativos al este, deben continuar”. Por la parte alemana, pues, la visita se usó para hacer creer a los soviéticos que estaban muy tranquilos; para que no movilizasen a sus tropas.

En el encuentro que tuvieron Molotov y Hitler, ese mismo día 12 en que el segundo estaba firmando la orden citada, el Führer trató de convencer a su interlocutor de que una repartición del mundo entre dos grandes líderes de bloque: Alemania y la URSS, era posible; y Molotov estuvo de acuerdo en que eso es lo que dicta la Historia. Hitler le dijo a Molotov que Alemania sólo estaba esperando que el tiempo mejorase antes de dar el último golpe a Inglaterra. Explicó que Alemania necesitaba nuevas colonias en África, pero opinó que el expansionismo ruso era posible sin solaparse con el avance alemán; se mostró perfectamente sintonizado con la pretensión soviética de obtener puertos libres de hielo en el Mar Negro. Molotov aguantó el tirón de mostrarse demasiado emocionado. No sólo no le contestó a Hitler sobre sus propuestas, algo que consideró innecesario en aquel momento, sino que le planteó las cuestiones incómodas que traía en la cartera. La URSS quería saber por qué había una misión militar alemana en Rumania, y por qué estaban los alemanes enviando tropas a Finlandia. Inmediatamente, Hitler perdió el interés por continuar la conversación, y propuso aplazarla al día siguiente.

Molotov, en todo caso, expresó, dejando claro que sus palabras eran las de Stalin, que la URSS no estaba muy convencida de entrar en el Eje como se le había propuesto, dado que no tenía muy claro cuál habría de ser su papel en el club. Asimismo, recordó que la cuestión finlandesa seguía sin resolverse, y por ello quería saber si el acuerdo firmado en su día con Alemania seguía vigente; Hitler le contestó que Alemania estaba interesada en el níquel y la madera finesas, pero no en el territorio. Tras intercambiar opiniones, Molotov acabó diciéndole a Hitler que veía perfectamente posible la participación de la URSS en el Pacto Tripartito, siempre y cuando la URSS fuese un socio y no un mero objeto. Más tarde, Molotov y Ribentropp llegaron a hablar de un acuerdo público sobre la materia.

Ambas partes, pues, tuvieron claro que su famoso pacto de un año antes ya no regía sus relaciones. Molotov regresó a su hotel, el Bellevue. Todavía estaba convencido de que Hitler no abriría dos frentes, y se sentía apoyado por Beria, que había informado de que los gobiernos occidentales esperaban que la alianza nazi-soviética fuese incluso más lejos de lo que había ido hasta el momento. La verdad de las cosas es que en las mismas horas en las que Molotov estaba en Berlín, el general Franz Halder estaba discutiendo con el mariscal Heinrich Alfred Hermann Walter von Brauchitsch sobre la última versión de la Orden 21, más conocida como Operación Barbarroja. Para no verse pillado por el invierno, quería la invasión el 15 de mayo de 1941, en una operación diseñada para ocho semanas.

La visita de Molotov sirvió para todo lo contrario que pretendía. Los síntomas son claros de que la postura expresada por los soviéticos llevó a Hitler y a Ribentropp a convencerse, todavía más, de que lo mejor que podía hacer Alemania era agredir a la URSS. Stalin, sin embargo, seguía con el mismo piñón. El 26 de noviembre, Molotov le pasó un memorando a Schelenburg, en el que Stalin aceptaba entrar en el Pacto Tripartito si se daban una serie de condiciones: conclusión de un pacto de asistencia mutua entre la URSS y Bulgaria (cerrando la posibilidad de que Bulgaria llegase a un acuerdo con los aliados y pusiera el Mar Negro a su disposición; Hitler y Molotov habían hablado de esto largo y tendido); establecimiento de una base de tropas navales y de tierra soviéticas en el rango de los Dardanelos, con un acuerdo a largo plazo; reconocimiento del área al sur de Batum y Bakú, cerca del Golfo Pérsico, como zona de influencia soviética; y renuncia japonesa a sus derechos sobre concesiones de carbón y petróleo en las Sakhalin septentrionales.

Berlín nunca respondió a este memorando. El único efecto que tuvo en Hitler, como he comentado, fue acelerar los preparativos militares. El 5 de diciembre, de hecho, aprobó el Plan Otto, que el 18 pasó a llamarse Barbarroja.

En Moscú, parece bastante claro que Stalin estaba bastante convencido de haber engañado a Hitler; aunque, en realidad, era justo lo contrario. En realidad, en el momento en que Hitler se llevó por delante a Francia casi en un parpadeo, todo el esquema teórico de Stalin se había venido abajo. El camarada secretario general, sin embargo, permaneció, nunca mejor dicho, impasible el alemán, sin querer entender que nuevos entornos reclaman nuevas políticas.

La sorpresa de la Operación Barbarroja es algo muy relativo. Richard Sorge, que espiaba para Moscú en Tokio, informó meses antes de los planes de invasión de Hitler. A principios de 1941, de hecho, el alto mando soviético tenía informaciones periódicas, cada muy poco tiempo, sobre los avances en los preparativos alemanes. Se hablaba ya de diferentes fechas entre abril y junio.

A pesar de ello, y si hemos de creer testimonios como el de Mikoyan, Stalin siguió convencido de poseer la mejor trump card frente a Hitler; que Alemania nunca se arriesgaría a abrir dos frentes.

A principios de 1941, Stalin le escribió una carta personal a Hitler en la que, inocentemente, le venía a decir que los movimientos de tropas alemanas en las fronteras orientales daban como para pensar que se preparaba una invasión. O sea, un poco lo del viejo chiste de “doctor, menos mal que usted y yo sabemos lo que es un polvo porque, si no, era como para pensar que se está usted follando a mi mujer”. Hitler contestó con una carta en la que admitía la presencia de tropas (lo cual era indesmentible), pero le daba a Stalin seguridades personales de que no iban a actuar contra la Unión Soviética. Le explicó que las Polonias central y occidental estaban bajo el rango de la aviación británica, lo que les había obligado a mover tropas hacia la Polonia oriental, donde no llegaban los pepinacos. Venía a decir que esas tropas estaban allí porque estaban preparando la operación León del Mar, o sea, que algún día invadirían las islas.

El 5 de abril de 1941, Stalin tuvo una nueva ilusión. Un golpe de Estado se produjo en Yugoslavia y llegó un nuevo gobierno que, por cierto, la URSS se apresuró a reconocer. La idea de Stalin era que los alemanes, que invadieron el país al día siguiente, se verían enfangados en aquel terreno tan montañoso; así pues, si eran verdad las informaciones de que querían invadir la URSS aquel verano, no podrían por estar enfangados en el teatro balcánico. De nuevo, sin embargo, Hitler sorprendió a Stalin, y entró en Yugoslavia como por la puerta de su casa, y la hizo suya en un pispás.

En abril de 1941, el Alto Mando soviético tenía informaciones precisas de que la decisión alemana de atacar a la URSS era definitiva; que la operación empezaría por Ucrania para, luego, desplazarse hacia el este. En mayo, un mes antes de la invasión, Stalin le dijo a un grupo de comunistas, en una reunión privada, que “el conflicto con Alemania será inevitable en mayo del año que viene”. Es decir, todavía estaba convencido de que la Wehrmacht era incapaz de atacar tan pronto. El mariscal Zhukov ha dejado escrito que, en los días anteriores a la invasión, “todos los pensamientos y acciones de Stalin estaban dirigidos a evitar la guerra; estaba convencido de que era posible”.

Otro elemento importante de los tiempos anteriores a la guerra fue la política diplomática ajena al propio acuerdo con los alemanes. Entre las tentativas para evitar la guerra en territorio soviético, Stalin también hizo uso de la diplomacia. En abril de 1939, cuando el presidente Franklin Delano Roosevelt, en lo que se suele conocer como “el sábado sorpresa”, le envió una carta a Hitler y Mussolini ofreciéndose como mediador en los conflictos de Europa, el Politburo se lo pensó mucho antes de reaccionar, aunque al final se decidió que Kalinin, en su condición formal de jefe de Estado, firmase un telegrama que sustantivaba un tibio apoyo a la iniciativa. Hasta entonces, la verdad, Stalin había considerado que EEUU no tocaba pito en los temas de Europa, pero ahora cambió de opinión, siquiera ligeramente.

El hombre de Stalin en Washington era Konstantin Alexandrovitch Umansky. Umansky había sido recibido por Roosevelt el 30 de junio de 1939; en esa entrevista, FDR apenas se mostró esperanzado de que los diálogos abiertos en Europa llegasen a buen puerto. Umansky informó a Moscú de que no había encontrado al presidente norteamericano dispuesto a ejercer una influencia real en Francia e Inglaterra.

Como sabemos, sin embargo, Stalin terminó por actuar en la dirección contraria. Una vez que la guerra empezó, y con el pacto Molotov-Ribentropp en la mano, la URSS movió su frontera occidental, haciéndose con terrenos de la Ucrania occidental y de Bielorrusia, a pesar de que eso violaba el tratado de Riga de 1921. Asimismo, la actitud británica de dar seguridades de protección a los Estados bálticos empedró el camino para su invasión por Alemania. De ahí se siguieron las conversaciones necesarias. El 28 de septiembre se firmaba un acuerdo de ayuda mutua con Estonia, el 5 de octubre con Letonia y el 10 con Lituania, incluyendo la región de Vilna. El 26 de junio de 1940, la URSS le enviaba una nota a Rumania exigiendo el retorno de la Besarabia, es decir, Moldavia.

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