martes, septiembre 05, 2023

Stalin-Beria. 1: Consolidando el poder (2): Buscando a Lenin desesperadamente

 La URSS, y su puta madre
Casi todo está en Lenin
Buscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado


A principios del siglo XX, cuando la conversión de Stalin en revolucionario se había perfeccionado, dejó su casa y abandonó a su familia. Desde entonces, parece que sólo volvió a ver a su madre unas pocas veces (Yekaterina Dzughashvili fallecería en 1937, aunque fue bien tratada por Lavrentii Beria). Las personas que le dieron o compartieron clase en las escuelas religiosas recuerdan a un estudiante muy capacitado y dotado de una gran memoria. Fue entonces cuando Stalin, cuyo apelativo familiar era Soso, comenzó a querer ser conocido como Koba. Koba es el nombre del héroe de una novela, El Patricida, de Alexander Kazbegi, un escritor georgiano. La novela cuenta la historia de un muchacho, Iago, que se enamora de Nunu, una bella chica. Nunu, sin embargo, acaba encoñando al señor local, Grigola, quien encarcelará y perseguirá a Iago para quedarse con Nunu, a quien de hecho viola. Koba es el amigo de Iago que lo libera de la cárcel y casi consigue reunirlo con su amada, aunque una traición favorece que Grigola mate al frustrado Romeo. Koba, entonces, se venga matando a Grigola, representante del poder zarista. El hecho de escoger este apodo es una buena pista de que para entonces Stalin ya había desarrollado una honda conciencia social. Da la impresión, pues, que si Stalin hubiese nacido en mi generación, hoy lo conoceríamos como Mazinger.

Con todo, probablemente la principal característica de Stalin durante toda su vida fue la convicción de que sólo contaba consigo mismo. Incapaz de darse a nadie o de recibir, comenzó a labrarse fama de duro, y fue por eso que quiso adoptar el nombre de Stalin, el hombre de hierro. Eso sí, no tenía talento para el marxismo, esa forma de pensamiento tan sutil que es bastante difícil de dominar; como tampoco tenía la capacidad de construir camaraderías. De hecho, los dos únicos gestos de cierta ternura que se le conocen están ligados a sus tiempos primigenios: el gesto, durante la guerra, de enviar un dinero que le sobraba a tres viejos compañeros del seminario; y la remisión de 6.000 rublos a un viejo camarada de los tiempos de exilio en Turukhansk. Extraordinariamente disciplinado, es como si hubiese adquirido la conciencia, una vez que tuvo poder, de que los hombres poderosos no pueden tener amigos. Un compañero de Stalin en el exilio ártico, un tal I. D. Perfilyev, le contó al historiador Dimitri Antonovitch Volkogonov que allí en Turukhansk Stalin había tenido relación con una mujer, que le habría dado un hijo; pero aparte de este testimonio, no existe ninguna otra prueba. Por otro lado, Yakov-Aaron Milhailovitch Sverdlov, conocido revolucionario que compartió el exilio con Stalin, lo describió en sus cartas como un tipo que iba completamente a su bola. Para entonces, Stalin era miembro del Comité Central, junto con Sverdlov, Suren Spandari Spandaryan y Filipp Isayevitch Goloshchekin, nombres que volveremos a encontrar en este relato. Normalmente, Stalin no aportaba gran cosa en las reuniones, y tampoco abordó ningún proyecto intelectual en cuatro años. Aunque mantuvo su costumbre de leer mucho.

En 1917, la caja de reclutas de Krasnoyarsk lo llamó a filas para ir a la guerra; sin embargo, se libró por problemas en un brazo y en un pie. Regresó a su posición en el exilio, donde Sverdlov y Spandaryan lo eran todo. Él no tenía cualificaciones, no tenía pasado que exhibir. Tenía casi cuarenta años, y no había hecho nada. El suyo parecía el futuro de un tercera fila.

Poco tiempo antes de la revolución, Lenin ordenó al partido que trabajase la huida de Sverdlov y Stalin. El líder comunista lo conocía bien, y lo valoraba. Antes de 1917 se habían visto en varias ocasiones, a veces durante largos periodos de tiempo. Aparentemente, Lenin, pese a ser consciente de que su camarada no era nada brillante, valoraba sus dotes organizativas, que eran innegables.

La primera guerra mundial fue la caja de resonancia en la que la cansada monarquía de los Romanov fue haciendo evidentes sus notas cada vez más desafinadas. Las clases medias rusas esperaban, o bien una reforma monárquica, o bien la instauración de una democracia al estilo occidental. En tres años de guerra, el zar cambió cuatro veces de primer ministro. Nicolás II comenzó a hacer concesiones para salvar su machito. Sin embargo, como se ocuparía de destacar el líder del Partido Octubrista y último presidente de la Duma, Milhail Vladimirovitch Rodzianko, en realidad la clase política cercana a la monarquía estaba ya formada por mediocres (esto quiere decir que Rodzianko encontraba que la mediocridad del político medio era un problema; eran otros tiempos).

Cuando llegó la revolución de febrero, es decir, la caída propiamente dicha de la monarquía, nadie lo esperaba. Los revolucionarios que, como Stalin, estaban comiéndose los mocos en sus lugares de exilio, habían aprendido en 1905 que las cosas no siempre son lo que parecen, y que lo que parece ganado, luego se pierde. Vasily Vitalievitch Shulgin, un ruso blanco que regresaría en 1945 a la URSS a cumplir condena y viviría casi cien años hasta 1978, fue, junto con Alexander Ivanovitch Guchkov, el encargado de recoger de manos de Nicolás su abdicación. En ese momento, los hombres del régimen todavía esperaban salvar la monarquía. Nicolás les explicó, sin emoción alguna, que hasta las tres de la tarde del día de su abdicación, había pensado en dejarle el trono a su hijo; pero que luego cambió de opinión y decidió legárselo a su hermano Milhail; éste, en todo caso, renunció días después.

Los dos últimos días de aquel mes de febrero pasaron por encima de cualquier idea de prolongar la monarquía. Los bolcheviques hicieron un trabajo excelente soliviantando a las unidades militares emplazadas en Moscú, y el resultado fue que sus mandos perdieron toda capacidad sobre las mismas. En la noche del 28 de febrero, los ministros del último gobierno del zar de Rusia fueron trasladados como prisioneros a la fortaleza de Pedro y Pablo. En ese momento, en los distantes puntos donde se encontraban, Stalin y otros revolucionarios entonces mucho más importantes que él estaban preparándose para dejarse caer por Petrogrado, Moscú, Kiev o Tibilisi. Stalin se quedó en casa de un bolchevique que se había interesado mucho por él: Sergei Yakovlevitch Aliluyev, quien pronto se convertiría en su suegro, y que tendría ese mismo año un papel importante al esconder a Lenin del Gobierno Provisional que lo quería trincar, y no precisamente para ofrecerle un bombón de licor.

Rusia estaba en ese momento tó er mundo é güeno, en el que las diferencias apenas se notan entre los compañeros de lucha. Pero, en la práctica, había dos grandes tendencias de poder, cada vez más conscientes de que sólo podía quedar uno. En el ala del palacio Tauride donde se había reunido la Duma sentó sus reales el llamado Comité Provisional de la Duma Estatal, dominado por los demócratas constitucionalistas, normalmente conocidos como cadetes o kadetes. En el otro ala se colocaron los mencheviqures, liderados por Nikolai Semionovitch Chkheidze y Matvei Ivanovitch Skobelev. También estaba el socialrrevolucionario Alexander Fiodorovitch Kerensky. Allí también se reunió el soviet de Petrogrado, en cuyo comité ejecutivo, en ese momento, había bolcheviques y mencheviques. En realidad, eran éstos últimos los que tenían la sartén por el mango, porque estaban donde debían estar. Lenin seguía exiliado en Suiza y el gotha bolchevique: Andrei Sergeyevitch Bubnov, Grigory Konstantinovitch, normalmente llamado Sergo, Ordzhonikizde, Felix Edmundovitch Dzerzhinsky, Janis Rudzutaks, Yakov-Aaron Milhailovitch Sverdlov, Yelena Dimitrievna Stasova o el propio Stalin, estaban todavía lejos de los centros de poder, viajando.

En estas circunstancias, Kerensky consiguió la transferencia de todo el poder al gobierno provisional. En ese momento, tenía decidido expulsar del país a la familia real, que sería enviada a Inglaterra. Los soviets, sin embargo, exigían su asesinato. En el verano, con la posición de los Romanov muy difícil en Tsarskoe Selo, el gobierno provisional recibió comunicación del gobierno británico en el sentido de que, mientras hubiese guerra, el país no los aceptaría. Fue entonces cuando la familia real fue traslada a Tobolsk, viaje que marcó su destino. Los Romanov, pues, acabarían por ser asesinados porque los ingleses, one more time, no quisieron mancharse la jarretera de los cojones.

Rusia era entonces, en buena medida, la dificilísima convivencia del gobierno provisional, asentado sobre la vieja burocracia zarista, y el soviet de Petrogrado como mayor expresión de las ideas revolucionarias. Eran como dos dictaduras intentando eliminar a la otra. Los bolcheviques seguían gobernándose sin Lenin, a través, sobre todo, del Buró Ruso del Comité Central, que en marzo aceptó a tres nuevos miembros, entre ellos Stalin.

La literatura oficial, en tiempos de Stalin, construiría el mito de que en ese periodo entre marzo y noviembre, Stalin se convirtió en un dirigente principal que dictó la estrategia de la revolución. Todo eso, sin embargo, carece de base documental alguna. Según todos los indicios, Stalin fue uno más en Petrogrado, y nadie recordaba haber recibido de él órdenes de contenido importante.

Stalin había llegado a Petrogrado a finales de marzo. El hombre que acabaría acostumbrado a que, cada vez que tocase una estación de tren, en el andén estuviera para recibirle un ejército de burócratas, no tuvo ese día a nadie esperando por él, y eso que viajaba con Lev Borisovitch Kamenev y Matvei Konstantinovitch Muranov, entonces dos piezas mucho más valiosas que él dentro del Partido. La misma tarde que llegó fue elegido miembro del Buró Ruso del Comité Central y del consejo editorial de Pravda, periódico que precisamente volvía a publicarse esos días. Kamenev era un escritor muy rápido y productivo, por lo que pronto se hizo con la mayoría de las planas del periódico. Aun así, en esos primeros días Stalin logró colocar un artículo, Sobre la guerra, del que pronto no querría hablar por estar bastante en contradicción con las ideas de Lenin. Como digo, no es precisamente un hito que Stalin quisiera recordar; aunque hay que decir, en honor a la verdad, que en 1924, en una reunión de sindicatos, reconoció públicamente su error por haber escrito lo que escribió.

El elemento fundamental de la teoría de Stalin era la demanda de que Kerensky iniciase cuanto antes conversaciones de paz. Ciertamente, era una tesis muy difundida, pues el Buro la adoptó como propia una semana después del artículo. A pesar de esta victoria, sin duda el que mandaba en el Partido en ese momento era Kamenev, que tenía las ideas más claras, y muchos más amigos.

Cuando, un mes más tarde, Lenin llegó a Petrogrado, casi nadie, y desde luego no Stalin, esperaba que decretase la marcha inmediata hacia el socialismo. El Buro Ruso, en ese momento, era un órgano fuertemente influido por Kamenev hacia ideas seudo mencheviques; algo que, con el tiempo, le haría un excelente servicio a Stalin.

En cuanto Lenin y Trotsky llegaron a Rusia, comenzaron a eclipsar al resto de camaradas; quizás con la única excepción de Kamenev, que no dejaba de ser una persona de cierta altura intelectual (he escrito "cierta altura"; tampoco comviene sobrarse a la hora de ponderar las capacidades reflexivas de aquellos revolucionarios). Como Stalin, gentes como Piotr Antonovitch Zalutsky (purgado por Stalin en 1937), Viacheslav Milhailovitch Molotov, Alexander Gavrilovitch Shlyapnikov, Milhail Ivanovitch Kalinin o Milhail Stepanovitch Olminsky, a pesar de que alguno de ellos acabaría siendo estudiado en las escuelas de marxismo como gran teórico, estaban en el Buro Ruso, pero no podían hacer sombra a los dos grandes líderes. Durante los meses de abril y mayo, la elite de speakers bolcheviques se fue consolidando. Pero no estaba Stalin. Estaba, más bien, formada por Lenin, Trotsky, Anatoli Vasilievitch Lunacharsky, Moisei Markovitch Goldstein, normalmente conocido como Victor Volocharsky, Kamenev y Grigori Yevseievitch Zinoviev. De entre todos ellos el mejor, según los testimonios, era Lev Davidovitch Bronstein; las apariciones de Trotsky se asemejaban a las de una estrella de rock de hoy en día.

A Stalin le quedó el parlamento de papel. Entre marzo y octubre, publicó unos sesenta artículos. Por lo demás, desde marzo estaba en el comité ejecutivo del soviet de Petrogrado.

Cuando Lenin llegó a Rusia, por todo el país, y a pesar del criterio en contra del Comité Central bolchevique, mencheviques y bolcheviques habían creado órganos conjuntos de conciliación. Las confluencias de toda la vida entre comunistas, que nunca sabes muy bien si las construyen para derrotar al enemigo político, o para masacrarse entre ellos. En la estación de tren, el líder menchevique Chkheidze estaba allí para recibirlo. Era el 16 de abril de 1917 y la estación, Beloostrov, la primera en suelo ruso. Chkheidze vino a decir que esperaba que Lenin se adhiriera a los esfuerzos del gobierno por consolidar la revolución. Lenin, sin embargo, desde el primer momento actuó como si ese compromiso no fuese con él.

En la delegación comunista que recibió a Lenin estaban Kamenev, Alexandra Mihailovna Kollontai, María Ulyanova, hermana de Lenin, Fiodor Raskolnikov, Alexander Shyapnikov, además de Stalin. Si a Raskolnikov le hubieran dicho que algún día huiría del camarada que estaba en la fila con él para salvar su vida, supongo que no lo habría creído.

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