martes, diciembre 26, 2023

El caso Dreyfus (4): Cualquier cosa menos un nuevo juicio

El conde arruinado
Comienza el juicio
Otro traidor entre nosotros
Cualquier cosa menos un nuevo juicio
Zola
El principio del fin
Por la República 


Fuese como fuese que se había conseguido la carta, no estaba timbrada. Eso es: o bien Schwartzkoppen la había escrito y la había roto; o bien alguien la había sacado del buzón. Esto, con el tiempo, le daría problemas a Picquart, puesto que muchas personas llegarían a decir que aquel telegrama era totalmente falso.

Picquart, en todo caso, solicitó informes sobre Esterhazy. Todos coincidieron en señalar que era un buscavidas. Encargó que se lo vigilara, pero parece ser que el comandante Henry advirtió a Esterhazy, por lo que éste se ocupó de no hacer ni decir nada sospechoso. Picquart, además, recibió un informe de la embajada francesa en Berlín, en el que se decía que un alemán llamado Cuers, que se había convertido en informador de los franceses, les había dicho que en París había un oficial entre cuarenta y cincuenta años que le estaba pasando información a Alemania. Lo último que había llegado por su mano a Berlín habían sido los apuntes de un curso de tiro; Picquart comprobó que, efectivamente, Esterhazy se había interesado especialmente por hacerse con un ejemplar. Con todos estos elementos, Picquard se decidió a comunicar sus cuitas al ministro de la Guerra, general Jean-Baptiste Billot; y a su propio jefe en el Estado Mayor, Boisdeffre. El ministro acababa de recibir una carta de Esterhazy, solicitando un puesto en el Ministerio, y se la entregó al investigador.

Nada más ver la carta que Billot le había dado, Picquart saltó: “¡Ésta es la escritura del memorando!” Fotografió las cartas y, con las imágenes, se fue a ver a Paty de Clam y a Bertillon. El primero dijo, sin duda alguna, que aquella carta era de Mateo Dreyfus. Bertillon dijo que la letra de la carta era, sin duda, la del memorando. Picquard, probablemente hasta los cojones de aquel puto gordo que llevaba jugando con los militares dos años, le tiró una piedra al cabolo informándole de que aquella carta era muy reciente; tan reciente que no podía haber sido escrita por Dreyfus. Muy tranquilo, Bertillon concluyó: “entonces, los judíos han sido capaces de encontrar a otro que imite su letra”.

Aquellos hechos hicieron de Picquard un hombre crecientemente mosqueado con el escándalo Dreyfus. Pidió el famoso informe secreto con los documentos de última hora que lo habían condenado. Descubrió que el general Mercier había ordenado que los documentos del sobre fuesen dispersados pero, quién sabe por qué, el comandante Henry no había cumplido la orden. Observó los documentos a la luz de las nuevas cosas que sabía y, después, redactó un informe para el general Boisdeffre. En ese momento, además, el caso Dreyfus volvía a estar en la Prensa a causa de un falso rumor según el cual el militar se habría fugado de la Isla del Diablo. Picquard le rogó al general Gouse, segundo del Estado Mayor, que iniciase un proceso contra Esterhazy y la revisión del de Dreyfus. Gouse, sin embargo, le contestó que eso no era una opción. En la condena del judío habían intervenido muchos generales de alcurnia, y no era posible decir ahora que el juicio había sido defectuoso. El teniente coronel Picquard retrucó que la familia del Dreyfus podría acabar sabiéndolo todo; a lo que Gouse respondió que sólo si él se iba de la lengua.

La justicia francesa.

El ya teniente coronel Picquart se encontró rápidamente con la pared del Estado Mayor en su intención de abrir el caso Esterhazy y revisar el caso Dreyfus. Sus jefes se mostraron escépticos sobre la culpabilidad de Esterhazy, al tiempo que dejaron muy claro que la revisión de la cosa juzgada no era posible, porque en aquel juicio habían declarado contra el acusado muchos generales cuyo honor quedaría comprometido, y porque la oficialidad del Estado Mayor no soportaría que a Dreyfus ahora se le declarase inocente.

Picquart, sin embargo, no propugnaba lo que propugnaba sólo porque creyese, que ahora lo creía, que Dreyfus era inocente. Lo hacía porque temía que todo aquello terminase en un escándalo. La fórmula que el general Gouse encontraba tan sencilla: quedarse callados, no terminaba de convencerle. Y tenía razón.

El periódico L’Eclair terminó por publicar un artículo hablando del memorando y las piezas del expediente secreto que los generales le entregaron al tribunal a última hora durante el juicio. Posteriormente Le Matin puso delante de los ojos de los franceses, por primera vez en dos años desde la condena, el facsímil del memorando. Esto supuso liberalizar radicalmente los peritajes del juicio: a partir de aquel día, cualquier calígrafo del mundo, por no mencionar a cualquier perito aficionado de barra de bar, podía comparar la letra del memorando con la de las cartas de Dreyfus.

Fue en ese momento, leyendo Le Matin, cuando Schwartzkoppen, por primera vez, se dio cuenta de lo que había pasado. Hasta entonces sabía que un militar francés judío había sido condenado por espiar a favor de Alemania, y que en la embajada habían comprobado que ese condenado no había tenido relación alguna con ellos. Ahora, sin embargo, el agregado alemán comprendió que el pivote de la acusación había sido un memorando que él conocía bien y que, sobre todo, sabía muy bien quién lo había escrito. Obviamente, pues, fue consciente de que Dreyfus había sido falsamente condenado. Según escribió en su diario, valoró la posibilidad de contar todo lo que sabía para evitar la condena de un inocente; sin embargo, lo desechó por temor a las consecuencias diplomáticas y, además, por tener la sensación, bastante lógica, de que los franceses no le creerían.

Ante la presión de, cuando menos, una parte de la opinión pública, Picquart propuso que se encargase un peritaje que comparase la letra del memorando y la de la carta de Esterhazy. Entonces propuso hacerle una celada a Esterhazy, llamándole a París (estaba de maniobras) mediante una falsa carta de Schwartzkoppen. También se le negó. Es más: el famoso expediente secreto del general Mercier le fue arrebatado, con la disculpa de que lo estaba desordenando.

En noviembre, sin embargo, un triunfante comandante Henry se presentó en el Estado Mayor declarando que había conseguido la prueba definitiva de la culpabilidad de Dreyfus. Entregó los trozos reconstruidos de una carta robada por la señora Bastian de la papelera de Schwartzkoppen, y que había sido escrita por el italiano Panizzardi. Decía:

Mi querido amigo: he leído que un diputado va a interpelar sobre Dreyfus. Si desde Roma piden nuevas explicaciones, yo diré que nunca he tenido relaciones con ese judío. Si le preguntan a usted, diga lo mismo, porque es preciso que nadie sepa lo que ha ocurrido con él.

La mujer de Dreyfus, mientras tanto, hizo una petición formal de revisión de caso, apoyándose en las irregularidades que se describían en el artículo de L’Eclair. La petición fue rechazada y, poco tiempo después, un diputado interpeló al gobierno sobre lo que consideraba maniobras conspiratorias de la familia de Dreyfus. El ministro Billot intervino para solicitar de la cámara que dejase de discutir el asunto pues, argumentó, no existía el escándalo Dreyfus. Efectivamente, el parlamento votó la confianza al gobierno (en efecto: el Parlamento de la nación, democráticamente elegido, votó, en la práctica, por mantener en la cárcel a un inocente; un ejemplo más de de los de la secta Bulén Butá y los que dicen que nadie puede cuestionar el voto parlamentario deberían revisar sus apuntes de Constitucional, si es que alguna vez lo estudiaron).

En ese ambiente, el Estado Mayor llegó a la conclusión de que lo que tenía que hacer era deshacerse de Picquart. Fue enviado fuera de París para mejorar su formación y, después, trasladado a Marsella, y de allí a Túnez. Sin duda alguna, Picquart comenzó a pensar en ese momento que podía cualquier día tener un accidente tonto que acabase con su vida. Añadió a su testamento un codicilo cerrado, que debería abrir el vigente presidente de la República si él moría, en el que detalló todo lo que había descubierto sobre la traición de Esterhazy.

Para suceder a Picquart al frente de la oficina de Informes, en el Estado Mayor no se rompieron mucho la cabeza. Mejor no hacer experimentos. El elegido fue el comandante Henry, que más comprometido con el caso Dreyfus no se podía haber mostrado. Picquart, en Túnez, comenzó a recibir cartas y telegramas falsificados que “demostraban” que estaba conspirando para revisar el caso. Su correspondencia, por lo demás, llegaba abierta. Consciente de que la situación era muy peligrosa para él, el teniente coronel viajó a París. Allí buscó a un abogado amigo suyo, llamado Leblanc, y le explicó sus impresiones sobre el caso, aunque sin enseñarle documentos. Este Leblanc se puso en contacto con nuestro viejo amigo Scheurer-Kestner. El senador, tras conocer todos estos extremos, comenzó a dar por culo en el Senado con lo de la inocencia de su paisano. Tanto el primer ministro, Jules Méline, como el ministro Billot, le cerraron la puerta a la revisión, argumentando que la cosa juzgada era la cosa juzgada. Billot, de hecho, aludiendo a la carta de Panizzardi, le dijo que se había descubierto un documento que sería un “mazazo” para los defensores de la inocencia.

Los más nerviosos eran los del Estado Mayor. A aquellos tipos, que el asunto se hiciese viral, por así decirlo, es decir, que superase el ámbito estrictamente militar, les jodía mucho. En una estrategia de encastillamiento total, el general Gouse nombró como adjunto a Paty de Clam, e hizo un nuevo informe que resumía todos los cargos contra Dreyfus y añadía la famosa carta. Asimismo, le reclamó al capitán Lebrun-Renault que documentase o confirmase las presuntas confesiones de Dreyfus el día de su degradación.

Lo siguiente que hicieron Gouse, Paty de Clam y Henry fue tratar de cerrar la hemorragia de Esterhazy. Las informaciones sobre su vida privada habían dejado claro que el tío era un nota, lo cual en el Estado Mayor provocaba preocupación. Así que lo colocaron de reemplazo, es decir un poco fuera de todo, e hicieron que recibiese una carta, firmada por una misteriosa Esperanza, en la que se le advertía de que podía ser víctima de un complot. Ese complot era la intención de Picquart de acusarlo. Esterhazy abandonó su guarnición y se estableció en París, para poder estar cerca de lo que se movía.

El gran problema para Gouse y para el Estado Mayor era que, en su informe, como he dicho, había incluido la carta que en su día había falsificado Henry. Los generales sabían que eso se acabaría sabiendo tarde o temprano.

El capitán Grevelin, que trabajaba en los archivos del Ministerio de la Guerra, citó a Esterhazy en el parque de Montsouris para entregarle una carta. El archivero se presentó en el parque disfrazado, con barba postiza y lentes azules. Allí se presentó también Paty de Clam, asimismo disfrazado; mientras que Henry esperó en el landó que les había transportado. Lo que hablaron le dio tanta seguridad a Esterhazy que éste se presentó en la embajada alemana, ostentoso y alegre, ante Schwartzkoppen, quien poco menos que le había recomendado que se confundiese con el empedrado de las calles. El alemán, de hecho, se sintió tan amenazado por la actitud del militar francés, que no paraba de repetir que el Estado Mayor estaba con él (y no mentía), que decidió pedir el traslado a Berlín.

Aunque no podemos saberlo, da la impresión de que Paty de Clam le dijo a Esterhazy en el parque de Montsouris que el apoyo del Ejército francés era total y lo sería siempre. Sólo así se explica que el militar corrupto se volviese tan temerario. Se presentó en el Ministerio de la Guerra a exigir reparaciones para su honor, le escribió tres cartas al presidente de la República, Félix Fauré, en las que, además, de forma extraña lo amenazaba con exigir el apoyo del kaiser alemán si los franceses no se lo daban. En una de estas cartas le contaba al presidente de la República que una extraña mujer de rostro tapado le había entregado la foto de un documento que obraba en poder del Ministerio de la Guerra. Ese documento era la famosa carta de “ese canalla de D.”, y la mujer extraña y misteriosa era, en realidad, Paty de Clam.

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