miércoles, septiembre 13, 2023

Stalin-Beria. 1: Consolidando el poder (8): Secretario general

La URSS, y su puta madre
Casi todo está en Lenin
Buscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado  



En aquellos tiempos en los que Lenin todavía estaba vivo, Stalin procuró acercarse lo más posible a las que consideró figuras más eficientes del Partido, sobre todo en el campo de la economía. Esto es hablar, fundamentalmente, de Nikolai Ivanovitch Bukharin, Alexei Ivanovitch Rykov y Milhail Pavlovitch Tomsky (nacido Yefremov). De los tres, claramente, el más importante era Bukharin. En aquellos tiempos Bukharin, quien por otra parte era persona bastante accesible, y Stalin, llegaron a ser algo parecido a buenos amigos. Eran vecinos, pues vivían en apartamentos muy cercanos; y Stalin pronto se dio cuenta de que Bukharin, al contrario que Zinoviev, no albergaba ninguna ambición personal de poder. Respecto de Alexei Rykov, Stalin tenía una actitud mucho más cauta. Primero, porque Rykov fue quien sustituyó a Lenin al frente del Sovnarkom, lo cual lo convertía en una persona temible por su poder. Y, segundo, porque Rykov era muy directo y cortante. A mucha gente le costaba trabajar con él y, tarde o temprano, acababan por solicitar traslados si tenían que relacionarse con Rykov diariamente. Era, por lo demás, el principal teórico de la NEP; consideraba que el socialismo, si quería crecer, debería cuidarse de mantener la autonomía de los pequeños productores. Con su habitual estilo directo y poco diplomático, Rykov hizo un discurso en 1922 ante el soviet de Moscú en el que puso de vuelta y media a los críticos de la NEP; un discurso que Stalin nunca olvidaría.

Bukharin y Rykov, por otra parte, eran, probablemente, los comunistas de más alto rango que se movían por la calle sin guardaespaldas. Eran tremendamente populares, entre otras cosas porque ambos estaban convencidos de que a los agricultores había que respetarlos y ganarlos para la causa comunista por convencimiento, no colectivizarlos a la fuerza como habremos de ver que acabaría haciendo Stalin.

Si Stalin no las tenía todas consigo con Rykov, lo mismo le pasaba con Tomsky. Milhail Pavlovitch Yefremov era un revolucionario hecho a sí mismo (tenía a gala recordar que había hecho tres revoluciones) y sindicalista de toda la vida. Con el tiempo, Tomsky acabaría por cometer suicidio en medio de la primera gran purga estalinista, consciente de que iba a acabar en el banquillo inmediatamente. Fue el 22 de agosto de 1936, apenas horas antes de que a Zinoviev y Kamenev les reventasen los cráneos con el tiro de gracia; suicidio que, para Stalin, confirmó que era culpable de todo lo que pensaban acusarle.

Otro posible competidor en esos momentos, por el grado de poder que tenía, era Felix Edmundovitch Dzerzhinsky, el “proletario jacobino” como lo llamaba Bukharin. El Partido le debía muchas cosas a este militante de primera hora que había trabajado mucho para organizar el comunismo en Polonia y en Lituania. Stalin y Dzerzhinsky tenían una relación bastante buena, pero siempre nos quedaremos con las ganas de saber si habría seguido siéndolo, porque murió prematuramente, en 1926. Es una cuestión colateral que nos aparta del relato fundamental de estas notas; pero habréis de saber que Dzerzhinsky es una de las personas más importantes dentro del conflicto de la actual sociedad rusa con su pasado soviético. El centro de esta polémica es el conocido como Félix de Hierro o Iron Felix: una estatua de 15 toneladas, efectivamente de hierro, que estuvo colocada en la plaza de la Lubianka, sede de la KGB, recordando el papel de Dzerzhinsky como jefe de la Cheka. El soviet de Moscú votó en 1991 (tras el golpe de Estado) la retirada de la estatua. Primero la llevaron a un parque memorial y luego a un patio de la llamada Casa de los Artistas donde están aparcadas varias estatuas de antiguos líderes soviéticos. La Duma, ya en el siglo XXI, ha rechazado varias veces la restitución de la estatua a su lugar original, aunque parece ser que una mayoría de rusos actuales apoyaría el gesto.

Un dirigente al que Stalin respetaba mucho era Milhail Vasilievitch Frunze. Frunze había sido condenado a muerte por dos veces, penas que le habían sido conmutadas por trabajos forzados que hubo de cumplir en las peores condiciones. Frío y rara vez presa de los nervios, la victoria del comunismo le debía muchos hitos, especialmente en las regiones orientales. Era, por lo demás, un impulsor de la modernización del Ejército. Milhail Frunze sufría de varias úlceras de estómago que trataba, básicamente, con estoicismo. Finalmente, le recomendaron pasar por el quirófano. Según diversos testimonios, fueron Stalin y Mikoyan quienes le buscaron al cirujano, un tal doctor (posiblemente Nikolai, aunque no puedo jurarlo) Rozanov. Poco antes de la operación, Frunze le escribió a su mujer que se sentía perfectamente y que no veía necesaria la cirugía, aunque le estaban presionando.

A partir de ahí, la especulación. Porque lo único cierto es que Frunze la roscó. Muchos médicos opinaron entonces y siguen opinando hoy en día, que la operación, además de innecesaria, era, incluso en aquella época, una operación de pura rutina.

En la lista de hombres que ocupaban el entorno de Stalin en los tiempos en los que Lenin estaba ya pidiendo pista no se puede dejar de citar a Yakov Milhailovitch Sverdlov; de todos los hombres que trabajaban con Lenin, probablemente, el más ambicioso de todos. Sverdlov era esa típica persona que nunca se apartaba ni un milímetro del Libro Gordo del Partido; un Patxi López a la soviética, para que nos entendamos. Era, además, el mejor conocedor del Partido y, por lo tanto, la persona que, de largo, mejor sabía, a cada momento, de qué pie cojeaba el Comité Central. A Stalin le gustaba pero, obviamente, también le temía.

La mayoría de las personas citadas, junto con muchas otras, cometió, por otra parte, en esos primeros años de la década de los veinte, el gravísimo error de no valorar a Stalin. Para muchos de ellos, no era nada más que un oscuro miembro más de la alta dirección del Partido, con un cometido no muy importante (ocuparse de ser la voz de las nacionalidades) y unas habilidades que no se le suponían tampoco impresionantes, precisamente. Stalin, además, tenía en su contra que los generales de la guerra civil, los hombres victoriosos, casi todos eran, de una manera o de otra, enemigos suyos: Trotsky, Vasili Kostantinovitch Blyukher, Alexander Ilitch Yegorov, Milhail Nikolaievitch Tukhachevsky, Ieronim Petrovitch Uborevitch, Pavel Efinovitch Dybenko, Vladimir Alexandrovitch Antonov-Ovseyenko, Iván Tenisovitch Smilga o Nikolai Ivanovitch Muralov, podían mirar por encima del hombro a su camarada; y lo hacían. De muchos de ellos volveremos a saber en estas notas, pues Stalin tomó buena nota de los desprecios que le hicieron, y los pagaron caros.

El XI Congreso del Partido se celebró en 1922 y fue, aunque eso obviamente nadie lo sabía entonces, el último al que acudiría Lenin. Viacheslav Molotov fue el encargado de la ponencia relativa a asuntos de organización en el Partido. Su informe no es otra cosa que la descripción de lo que pasa cuando decides que todo un país pase por ti: trabajo, trabajo y más trabajo, y muy poco indio para hacerlo. Los delegados del Congreso, de hecho, en mucha medida concibieron aquella reunión como una lógica oportunidad para quejarse de lo mal que funcionaba el Comité Central. Fue consecuencia de estas quejas y llamadas a, por así decirlo, centrarse en lo importante, por lo que se aprobó que el Comité Central centralizase su alta gestión en tres órganos: el Politburo, el Orgburo y el Ekonomburo.

El XI Congreso es, por otra parte, la última ocasión en la Historia de la URSS en la que los auténticos revolucionarios hablaron. Hablamos de algunos (sólo algunos) de los miembros de la vanguardia revolucionaria, que habían expuesto sus vidas en una victoria política sin creer, en realidad, que el resultado de ello debía de ser el Estado híper burocrático que acabaría formando, el sistema político mafioso del vodka y las putas, y que de alguna manera ya se anunciaba en aquel momento. Como quiera que Lenin era tan sólo un aprendiz de Stalin, lo cual quiere decir que no reprimía la disidencia dentro del Partido (simplemente, no le hacía caso) se pudieron escuchar en aquella reunión intervenciones como la de David Borisovitch Goldendakh, normalmente conocido como David Ryazanov, el primer editor de las obras completas de Marx y Engels, quien llegó a decir que el Comité Central estaba metamorfoseando a los revolucionarios en “un grupo de viejas”. Y continuó: “Mientras el Partido y sus miembros sigan sin tomar parte en la discusión colectiva de todas las medidas que se toman en su nombre; mientras todas esas medidas caigan sobre nuestras cabezas como la nieve, seguiremos teniendo eso que el camarada Lenin llama una mentalidad de pánico”, es decir, una mentalidad sólo formalmente revolucionaria. Resulta curioso que textos como éste sean usados por los hagiógrafos, más o menos escondidos, de Lenin, para justificar su idea de que era poco menos que un demócrata avant la lettre que permitía la libre opinión y discusión. En mi opinión, textos así, en su fondo, prueban exactamente lo contrario.

Lo que sí era más que evidente para todo el mundo, antes y durante el congreso, es que, cuando menos desde 1920, el Partido se había convertido en un monstruo que necesitaba mucha más coordinación y mucho más mando para coordinarse. Ya en el pleno del Comité del 5 de abril de 1920 se había decidido nombrar tres secretarios: Nikolai Nikolayevitch Krestinsty, Yevgueni Alexesevitch Preobrazhensky y Leonid Petrovitch Serebryakov; tres hombres muy cercanos a Trotsky que, de hecho, lo apoyarían en sus polémicas con el propio Lenin. También se aprobó el nombramiento, lo antes posible, de un secretario general (debo recordaros, para que no os perdáis, que un cosa es ser secretario del Comité Central, y otra secretario general). Asimismo, para reforzar el trabajo organizativo, el Orgburo incorporó entonces tanto a Rykov como a Stalin. Durante los meses siguientes, en todo caso, Kamenev y Stalin, a veces cada uno por su cuenta, a veces por colleras, siguieron haciendo lobby en favor de la creación de una secretaría general. Cada uno, obviamente, calculando que sería para él. Bueno, no exactamente. Vamos a ver si nos explicamos.

El 3 de abril de 1922, siguiendo las decisiones del XI Congreso, el Comité Central fue convocado para elegir un Politburo un Orgburo y, last but not least, un secretariado. Aquel día, el pleno del Comité eligió a Stalin secretario del Comité, además de miembro del Politburo y del Orgburo. Concentrar en una sola persona estos tres puestos, prácticamente de nueva creación, tenía un significado que no se le podía escapar a nadie. Y, ojo, tampoco a Lenin. Dos personajes importantes: Viacheslav Molotov y Valerian Vladimirovitch Kuibyshev, que eran miembros candidatos del Politburo, accedieron al Sangri-la del mando comunista. Poco tiempo después, Stalin sería, además, secretario general.

La pregunta de por qué Stalin le ganó esa batalla a Kamenev no es fácil de contestar. La respuesta que yo tengo por más probable es que no se la ganó; aquél no fue un penalti que Stalin marcase, sino que Kamenev se negó a pararlo. Sabemos que al pleno del Comité llegó ya realizada la propuesta de que Stalin, Molotov y Kuibyshev fueron nombrados secretarios de dicho Comité. Kamenev combatió claramente estas posiciones, que, dijo, eran meramente las de algunos pocos. Parece ser, efectivamente, que, en lo tocante a preferencias en un Comité en el que, no se olvide, los trotskistas no eran precisamente pocos, Kamenev y Zinoviev estaban por delante del georgiano en lo que al poder más elevado se refiere. Lo que yo creo que pasó es que, entre el principio del Congreso y su final, alguien, que tuvo que ser Stalin, convenció a Kamenev de que la mejor forma de consolidar su poder era apoyarle a él como fiel número dos.

Todo esto es consistente con la idea de que quien mangoneó el XI Congreso y su posterior pleno del Comité Central, colocando en los puestos adecuados a su gente, fue Kamenev. Por otra parte, Kamenev estaba entonces en muy buenas relaciones con Stalin. El georgiano, muy probablemente, le había hinchado el pecho a Kamenev, por otra parte bastante sensible a la alabanza. Pero, de alguna manera, Stalin consiguió que Kamenev asumiese que consolidar su posición pasaba por consolidar la del propio Stalin.

Fue en este ambiente en el que el Comité nombró a Stalin, Molotov y Kuibyshev secretarios del propio órgano. Kamenev, probablemente, juzgó que controlando como controlaba el gobierno del país (el Sovnarkom) y a la mayoría de los miembros del Comité (y al propio Stalin) estaba apuntalando su condición de sucesor de Lenin. Lenin, por cierto, hizo una propuesta, que fue rápidamente aprobada, que venía a decir que los tres nuevos nombrados no deberían ocuparse del trabajo del día a día de sus puestos; que para eso deberían reclutar los becarios de toda la vida. Lo suyo, decía la propuesta, era el liderazgo y el trabajo político. Stalin, pues, quedó con las manos libres para conspirar todo lo que le apeteciese. Y eso lo pudo hacer gracias a la propuesta de un tipo que, por lo visto y según la historiografía al uso, estaba acojonado con la personalidad y el poder que Stalin estaba acumulando (o sea, Lenin).

Aquel mismo mes de abril tan prolijo en novedades políticas, que acabarían por marcar el futuro de la URSS durante mucho tiempo (en realidad, durante su existencia toda), fue también el mes en el que los médicos le recomendaron a Lenin un largo descanso en la montaña, en el Cáucaso. Lenin, sin embargo, no les hizo caso y regresó al trabajo. Por sus escritos sabemos que, aparentemente, se había dado cuenta de que el XI Congreso (que, básicamente, había aprobado lo que él quería) había avanzado en el diseño de un Partido excesivamente burocrático. Me encantan estos tipos que se ven mucho en la Historia (y en el presente), que primero crean el problema, luego hacen como que se ponen a buscarle una solución; y siempre pretenden que el futuro sólo les recuerde por lo segundo.

Entre las medidas que impuso durante esa época se encuentra la orden de que el Politburo se reuniera una vez a la semana, lo cual equivalía a decretar que su trabajo fuese diario. Pero no sólo eso: también se decidió, por fin, que, entre los miembros del Politburo, se designase a uno para coordinar el trabajo de secretariado de dicho órgano. Con total probabilidad, ésta fue una propuesta de Kamenev, por colleras con Lenin. Kamenev también presidía la sesión que eligió a Stalin para el puesto.

De Stalin, por otra parte, se pueden decir muchas cosas. Pero que, objetivamente, sus méritos para el puesto eran potísimos, no es algo que se pueda negar. Miembro del Partido desde 1898, del Comité Central desde 1912, miembro del Buro del Comité Central, del Orgburo y del Politburo. Era el único miembro del Politburo con dos responsabilidades administrativas: comisario de Nacionalidades y de la Inspección de Trabajadores y Agricultores. Representante del Comité Central en el consejo de la VeCheka-OGPU o Administración Política Unificada del Estado. Miembro del Revvoensoviet y del Consejo de Trabajo y Defensa. Stalin es, de hecho, una prueba más de que una de las vías para llegar a lo más alto pasa por no negarse cada vez que te encaloman un marrón.

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