... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica
Un presidente Missing in Action
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A pesar de la mucha información y el importante volumen de las transcripciones ahora publicadas, el Comité Judicial acabó por dictaminar que toda aquella información era insuficiente para cubrir toda la demanda de datos que ellos habían hecho. John Doar dijo bien claro que todo aquello no se ajustaba a las necesidades percibidas por el comité. Un importante congresista republicano, William Steiger (Wisconsin), resumió muy bien la situación cuando afirmó que, en ese mismo momento, presentarse a una elección exhibiendo el apoyo de Nixon no era sino “una forma más de suicidarse”.
En esos días, también,
la generosa interpretación según la cual la Patri Hearst había sido pasto del
síndrome de Estocolmo se fue diluyendo. William Saxby, el fiscal general de los
Estados Unidos, declaró que el Ejército Simbiótico de Liberación era una
organización criminal; y, lo que es más importante, también definió que Patty
Hearst formaba parte del mismo. Inicialmente, dijo que el FBI no tendría
problema en sacar las pipas si los encontraba; pero, presionado por los
periódicos (porque los periodistas son muy ecuánimes y toda esa mierda, pero
sólo hasta que les aprietan a ellos algún testículo) tuvo que recular y asegurar
que, hicieran lo que hicieran, los special agents nunca pondrían la vida de la
niña en yeopardi. A partir de ahí, la verdad, el país se acabaría tirando
varios años discutiendo si la Patri era o no responsable de sus actos (que yo
creo que sí, lo que pasa es que, ejem, muy lista no me parece que sea).
Tania apareció de nuevo
en la sexta cinta simbiótica, que fue distribuida el 23 de abril. Ella misma
decía en la cinta que la idea de que le habían lavado el cerebro era una
gilipollez “que va más allá de cualquier comprensión”.
A mediados de mayo,
una sedicente unidad de combate del ESL, que contaba entre sus miembros a la miembra
Hearst, se encontraba en un hotel cerca de Disneyworld, después de haber dado
un palo en una tienda de deportes. Allí, en el motel, sentaditos frente al
televisor, porque ya sabemos cómo gustan los americanos de estas
retransmisiones en vivo, pudieron ver cómo el FBI se llevaba por delante,
quemándola, una casa franca donde había otros seis camaradas, incluyendo a
Cinque quien, como ya hemos contado, acabó allí sus días.
En esos días,
asimismo, Nixon volvió a declarar que no dimitiría. Para entonces, pasar a pie
por la avenida Pensilvania era una puta tortura, porque todos los coches que
conducían por allí iban dando la barrila con la bocina. El presidente se fue de
viaje por los Estados Unidos para darse baños de masas adecuadamente
organizados. De hecho, Nixon pasó al ataque creando un grupo de publicistas
para que lo defendiesen. Estaba dirigido por quien había sido responsable de la
campaña de Barry Goldwater, Dean Burch; también estaban un especialista en
comunicación pública llamado Ken Clawson, y otro llamado Bruce Herschensohn. La
gran obsesión de Burch era convencer a los americanos de que el lenguaje rudo y
malsonante que se podía leer en las transcripciones no era el lenguaje de un grupo
de delincuentes aupados a la Casa Blanca, sino la forma en la que América
hablaba. Asimismo, otro gran defensor de Nixon fue un sacerdote jesuita llamado
John McLaughlin, que hizo nada menos que un análisis teológico de las
transcripciones. Sus superiores en la orden le conminaron a abandonar su
trabajo en la Casa Blanca, y él respondió secularizándose. No era, sin embargo,
el único personaje religioso de aquella extraña troupe de defensores de lo
indefendible. También estaba el rabino ortodoxo retirado de Taunton, Massachusetts,
Baruch Korff. Korff concedió docenas de entrevistas en las que acusó al Washington Post de haber esclerotizado el país y afirmaba que Nixon no era más culpable
de lo que lo habían sido Johnson, Kennedy, Eisenhower o Truman (que vaya consuelo, no es por nada...)
En todo caso, sin
embargo, en el edificio de oficinas Rayburn habían comenzado las reuniones para
estudiar el impeachment. 21 parlamentarios demócratas y 17 republicanos estaban
allí, en el Comité Judicial. La mayoría eran inusitadamente jóvenes para lo que todavía entonces se
estilaba en la política americana. John Doar comenzó la exposición de sus
evidencias el 9 de mayo. Los miembros del Comité Judicial disponían de cascos
que les permitían escuchar, de tiempo en tiempo y cuando hacía falta, tal o
cual punto de las cintas. Sin embargo, la infraestructura no era muy buena; el
sonido solía ser pobre.
Los miembros del comité
habían votado desde el primer momento que no querían ni espectadores ni cámaras
en sus sesiones. Los pasillos estaban invadidos de periodistas.
El 20 de mayo, el
juez Sirica apoyó la petición por parte del comité de recibir 64 cintas más. Nixon
no sólo se negó, sino que presentó una apelación en la que venía a defender que
ya no tendría que responder ni a ésa ni a ninguna otra solicitud. El comité
votó 28 contra 10 la redacción y remisión de una carta en la que se calificaba
el renuncio presidencial de cuestión muy grave que “podría convertirse en
materia de impeachment”. Teniendo en cuenta que un demócrata votó con los republicanos,
eso quería decir que para entonces en el bando republicano había 8 miembros de
17 que votaban contra el presidente.
El fiscal especial
Jaworski decidió instar al Tribunal Supremo para que se ocupase del caso
inmediatamente. El 31 de mayo, el tribunal le dio la razón. El comité reaccionó
a esta decisión ordenando la entrega de 45 cintas más.
La cosa estaba tan
mal en casa para Nixon que el presidente decidió abandonar el país. En El
Cairo, el presidente se dio un baño de masas, en pie en una limusina junto con
Anwar el-Sadat. Estaba claro que el presidente egipcio había decidido colaborar
para echarle una mano a su ilustre visitante, al que sabía en situación
comprometida. Hubo incluso masas de gente aplaudiendo a ambos lados de la vía
del ferrocarril que llevó al presidente a Alejandría. En una de esas escenas
que son en el fondo tan difíciles de entender, los ciudadanos de un país que estaba
siendo armado hasta los dientes por la URSS se echaron a la calle con banderas
de los Estados Unidos y vitoreaban sin parar a su presidente.
Después de Egipto,
en Arabia Saudí, el rey Faisal abrazó a Nixon y lo significó con la Gran Orden
del Rey Abdel Aziz al Saud, y hasta se permitió de sugerirle al pueblo
americano que nunca dejase de apoyarle. En Damasco, Nixon anunció el restablecimiento
de las relaciones diplomáticas con Siria. En Jordania se juró amistad y
cooperación con el rey Hussein. Con todos estos precedentes, claro, cuando
llegó a Israel, su última parada, se encontró al personal un tanto mosqueado;
pero traía en la cartera una suculenta provisión de uranio para el país, así
que a los judíos se les pasó pronto el cabreo.
En casa, sin
embargo, el 52% de los estadounidenses adultos que contestaron la encuesta de
Gallup se mostraron partidarios de melocotonear al presidente. Para colmo,
comenzaron a aparecer noticias en la Prensa según las cuales investigaciones
del Comité Judicial, usando alta tecnología del momento, habían descubierto que
las cintas entregadas por la Casa Blanca habían sido manipuladas. Y es que lo
estaban. Según los sonidos entregados, había una conversación en la que Nixon daba
órdenes sobre acciones para esconder el escándalo Watergate que se habrían
producido semanas antes del momento en el que, en esas mismas cintas, se enteraba
de que dichas acciones existían. La Casa Blanca contestó afirmando que esos
errores eran errores honestos y sin intención. Pero, la verdad, su credibilidad
estaba al nivel de la TVE cuando dice lo mismo.
Así las cosas, no
hay que culpar a Nixon de que tuviese la sensación de que en Estados Unidos no
había nada bueno esperándole. Así las cosas, poco tiempo después de regresar de
Oriente Medio, se fue a la Unión Soviética. Sin embargo, hasta los soviéticos eran
conscientes de que al enfermo le olía mal la orina. Pravda eliminó, en su
información sobre la cena de gala ofrecida por Nixon a Breznev, la referencia a
la “estrecha relación personal” entre ambos líderes que había hecho Nixon en el
curso del brindis.
El mismo día que
Nixon estaba haciendo catleyas, que diría Proust, con su enemigo en la Guerra
Fría, James St. Clair, uno de sus abogados, es de suponer que musitando para sí
eso de “esto no está pagado”, estaba delante del Comité Judicial. Hizo lo que
pudo defendiendo a su cliente, pero la verdad no fue mucho. Herb Kalmbach
estaba entrando en el maco. El 3 de julio, el presidente, de nuevo en el país, se
fue a su refugio de Cayo Vizcaíno y se recluyó allí cuatro días con sus noches.
A su regreso a
Washington, el presidente se tomó otros cuatro días más para sopesar, sobre
todo, la decisión del Supremo de abrir la causa United States vs Nixon, además
de la necesidad de liberar 4.000 páginas más de transcripciones. El nuevo
material amenazaba con hacer públicos datos como que Nixon conocía de las
maniobras de distracción sobre el Watergate cuando menos desde junio de 1972,
por no mencionar el uso fraudulento de fondos.
El 13 de julio,
John Ehrlichman fue sentenciado por perjurio y por conspirar para dañar los derechos
de Daniel Ellsberg (el siquiatra cuyo despacho había sido violado). Al día siguiente,
se supo que Kissinger le había mentido al Senado sobre la (in)existencia de órdenes
para grabar conversaciones telefónicas.
El día 15, el Comité
Judicial hizo público un informe absolutamente devastador acerca de cómo el gobierno
había usado el IRS (la Agencia Tributaria) para premiar a los amigos y joder a
los enemigos. Al día siguiente, 16, Elisabeth Holtzman, miembro del comité,
desveló ante el público que dicho comité estaba pensando en acusar al presidente
de soborno en el caso del milk
money. El 17, el jefe de la
División Criminal del Ministerio de Justicia testificó que el presidente le
había ordenado dejar de investigar el sucio episodio de la entrada en la
consulta de Ellsberg porque, le dijo, era una acción “totalmente justificada
por las circunstancias”.
Todo el mundo
esperaba ya, la verdad, que Nixon dimitiese. Pero, lejos de ello, el día 18,
James St. Clair, en sus conclusiones finales, se pasó una hora y media de reloj
“demostrando” que ni una sola de las malas actuaciones de los hombres del
presidente podía ser trazada hasta el propio presidente. El optimismo no había
desaparecido entre los nixonianos: aquel mismo día. 1.500 personas disfrutaron
de un almuerzo en el Shoreham Hotel a cuenta del National Citizens’ Committee
for Fairness to the Presidency, un meconio inventado por Baruch Korff. No estuvo
Nixon, que estaba escondido en San Clemente, California; pero sí su querida
hija, Julie Nixon Eisenhower, que había concedido nada menos que 138 entrevistas y conferencias
de prensa defendiendo la inocencia de su padre.
Dicen las crónicas
que el 24 de julio, como tiene que ser, hizo un calor aplastante en Washington.
Era miércoles, y a las 11 de la mañana Lorenzo caía sobre la Tierra con
apabullante violencia arábiga. A esa hora, el Tribunal Supremo entregó su fallo
(unánime) sobre el caso 73-1766, United States vs Nixon; y la cross petition 73-1834, Nixon versus United States.
La cosa no empezaba
bien para los críticos del presidente. La primera cosa que decía el Supremo es
que el privilegio ejecutivo era algo real; era, es, algo que existe. El
presidente tiene el derecho de mantener las deliberaciones que tenga con su
gente más allá del escrutinio judicial.
Pero Warren Earl
Burger, el hombre que el 23 de mayo de 1969 había sido designado Chief Justice
por Richard Nixon, no había terminado de leer: “La afirmación generalizada del
privilegio debe, sin embargo, decaer ante la necesidad específica y demostrada
de evidencias en un caso criminal en curso”. En consecuencia, la Corte fallaba
en contra del presidente; from
this very moment, once de la
mañana, las cintas con las conversaciones de la Casa Blanca ya no eran propiedad
de Nixon; pertenecían al Congreso de los Estados Unidos.
[Me interesa hacerte
un inciso. La Corte que falló contra Nixon estaba formada por el Chief Justice
Warren E. Burger, y por los Associate Justices: William O. Douglas, William J.
Brennan Jr., Potter Stewart, Byron White, Thurgood Marshall, Harry Blackmun, Lewis
F. Powell Jr., y William Rehnquist. El ultimo de ellos, Rehnquist, sería el siguiente Chief Justice, nombrado
en 1986 por Ronald Reagan. El nombramiento de Rehnquist levantó toda una
polvareda de críticas por su perfil ultraconservador que, se decía, iba a meter
a los EEUU en la caverna. Lo cierto es que no sólo fue Chief Justice hasta el
2005, periodo durante el cual los Estados Unidos aprobarían muchas leyes muy
abiertas y progresistas; sino que, como os acabo de decir, formó parte del
grupo de jueces que unánimemente decidieron que Nixon no tenía derecho a
guardarse unas cintas en las que, además del Watergate, sabe Elohim de qué más
cosas hablaba. El corolario es: no creas demasiado en esas etiquetas de “juez
conservador”, y tal. Los jueces, al menos en algunos países, no son políticos.
Todavía.]
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