miércoles, junio 19, 2019

El cisma (14: la cosa se pone violenta)

Sermones ya pasados

La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
El concilio de Constanza estaba en un impasse, que sólo podía romper un movimiento táctico de la delegación castellana. Éste acabó por producirse cuando los prelados españoles desarrollaron algunos contenidos sobre las condiciones mínimas que, en su opinión, debería tener la elección del nuevo Papa. Aceptaron, en este sentido que, de forma totalmente excepcional, dicha elección debería producirse con el concurso combinado de los asistentes al concilio y del colegio de cardenales. Si se garantizaba, pues, que los purpurados participarían de forma muy principal en la elección, entonces se unirían al concilio.

Nada más hacer oficial los castellanos su posición, comenzó por parte de los cardenales la búsqueda de votos. La situación de partida no era halagüeña para ellos. A mediados de mayo, Segismundo podía contar con los votos ingleses, alemanes, aragoneses, navarros, y la mitad de los italianos. Sin embargo, el 29 de mayo de 1417 los cardenales publicaron su plan electoral, basado fundamentalmente en propuestas elaboradas por castellanos. Se aceptarían algunas personas eclesiásticas en el cónclave, de forma excepcional, pero no en número superior a los cardenales. Cada miembro elegido debería haber recibido, como mínimo, dos tercios de los votos posibles. Al día siguiente, Francia se mostró dispuesta a apoyar este plan si Castilla se incorporaba al concilio, y lo mismo hizo Italia.

De esta manera, en aquel concilio en el que formalmente Castilla todavía no había entrado, las cosas se equilibraban entre franceses e italianos, por una parte; y alemanes e ingleses, por el otro. Esto hacía que los españoles fuesen el fiel de la balanza; pero los españoles estaban, asimismo, divididos en castellanos y aragoneses, con opiniones e intereses muy distintos. Segismundo reaccionó a la situación tratando de coaccionar, más que de convencer, a los castellanos. Sin embargo, fueron los cardenales los que movieron primero, atrayendo para su bando a un conspicuo miembro de la grey aragonesa, el conde de Cardona, que de hecho presidía la delegación de su país. Cardona fue contactado por Gonzalo García de Santa María, miembro de una importante familia de conversos conocida como los Cartagena; y para que veamos hasta qué punto en todo aquel follón se estaban ventilando cuestiones morales, el buen noble aragonés se limitó a pedir 30.000 ducados por su apoyo. Fue un pago brutal, era un pastón para la época; pero con ese dinero los cardenales salvaron la organización monárquica de la Iglesia y la prelación total de los cónclaves, así pues, probablemente, lo dieron por bien invertido. A ello hay que unir el detalle de que, de toda la vida, el dinero que manejan los curas ni lo han ganado ni lo han sudado ellos; así pues, no parece que les importe mucho tener que soltarlo.

Una vez que estuvo todo, que diría el general Franco, atado y bien atado, los embajadores castellanos anunciaron el 15 de junio de 1417 que se incorporaban al concilio que ahora sabían podían mangonear según sus deseos. Casi su primer acto como diputados conciliares fue protestar por el privilegio que se le había concedido a Aragón en el sentido de tener votos específicos por sus posesiones no ibéricas. En la sesión del 25 de junio, ya con ellos dentro, el plan electoral de los cardenales fue aprobado.

Un proceso éste que, claro, tenía un perdedor: Segismundo. Al monarca, la verdad, le habían robado la merienda. Tuvo el rey de romanos amarguísimas palabras hacia el conde de Cardona, y tampoco fue mucho más suave cuando se dirigió a los embajadores castellanos. El 26 de junio, un día después de perpetrarse la aprobación del plan de electoral, hizo convocar a representantes de todas las naciones en el lugar habitual de reunión de los italianos. Bueno, todos no, porque a los castellanos los echó. En todo caso, la reunión fue írrita.

En todo caso, el concilio, ahora que había encontrado una vía mayoritaria para arreglar los problemas pendientes, de repente tenía prisa por desarrollar las herramientas de Derecho canónico para cargarse a Benedicto XIII que era, de todos los papas que habían estado metidos en el cisma, el único que se negaba a dimitir. El 11 de julio ya tenían redactada una sentencia, lo cual demuestra que los buenos padres fueron a pelo puta. Sin embargo, en dicha fecha se produjo una nueva dilación, puesto que fue el momento que eligieron los castellanos para exigir aquéllo por lo que habían apoyado a los cardenales, esto es, la eliminación del privilegio aragonés de voto.

Hubo de crearse una comisión de prelados para estudiar el asunto. Dicha comisión propuso que el privilegio aragonés fuese eliminado en secreto, para así salvar la cara del rey de Aragón. Los castellanos, aunque no muy convencidos, acabaron aceptando (ellos lo que querían era precisamente que fuese público que un truquito como ése no se volvería a aplicar nunca; de haber sabido entonces que iban a descubrir América, tal vez habrían opinado de otra manera). El 27 de julio, quedó firmada la sentencia contra Pedro de Luna.

Al día siguiente de la firma, un decreto del concilio anuló el privilegio aragonés. Los embajadores de Alfonso V presentaron una protesta muy viva y se negaron a seguir participando en las deliberaciones de la nación española (esto es, los coloquios previos entre castellanos, navarros y ellos mismos). Era un movimiento bastante poco meditado, pues, a pesar del boicot, la nación española del concilio seguiría existiendo, sólo que meramente con los votos castellanos y navarros; esto le daba a los cardenales, y de consuno a sus aliados en Castilla, todo el poder sobre estos votos. Rápidamente, los aragoneses tascaron el freno, volvieron grupas y anunciaron que, si la anulación pública era revocada, volverían al redil. Pero los castellanos les contestaron que Santa Rita, Rita, Rita...

Los aragoneses, sin embargo, no se habían ido del concilio, sino de las deliberaciones de la nación española. Por eso mismo, Segismundo vio la oportunidad de atraerlos hacia el bloque imperial, fortaleciéndolo. Así, el rey se ganó a la mayoría de los conciliares aragoneses, e incluso añadió al premio a los portugueses, ya entonces abiertamente proingleses, que llegaron al concilio por esas fechas. Segismundo maniobró para conseguir lo que los castellanos no querían, y lo consiguió: aragoneses y portugueses quedaron incluidos en la nación española. Las discusiones en el seno de ésta comenzaron a ser incluso violentas.

El problema fundamental se produjo cuando se hizo necesario nombrar un presidente o portavoz para la nación española de cara a las sesiones que comenzaban en septiembre. Castellanos y navarros apoyaban al arcediano de Pamplona; mientras que aragoneses y portugueses apoyaban a un luso, que no era sacerdote (en realidad, casi todos los portugueses que fueron a Constanza eran laicos). La situación era tan insostenible entre las dos banderías que se habían creado que, el 3 de septiembre, en la sesión en la que se leyó la sentencia de Pedro de Luna, no había ni un solo miembro de la nación española escuchándola. Aquel mismo día, en el local donde se reunían los ibéricos, los aragoneses habían introducido hombres con armas ocultas; un gesto que, tras ser conocido por los castellanos, provocó que éstos llamasen a sus propias tropas, que habían rodeado el edificio. Segismundo hizo tomar todas las casas vecinas de la iglesia donde estaban reunidos por tropas húngaras, y él mismo estuvo todo el día deambulando por allí.

El 9 de septiembre, en una reunión de todas las naciones en el local de la nación alemana, toda esta tensión estalló cuando uno de los embajadores aragoneses, Speraindeo Cardona, protestó públicamente, y en términos muy duros, contra la pretensión de castellanos y navarros de actuar en representación de toda la nación española. Diego de Anaya contestó en nombre de los castellanos, y no precisamente aplacando los ánimos.

Lo que siguió fue una escena como ésas que se ven cada cuanto en la tele, procedentes normalmente de los parlamentos taiwanés o ucraniano. Los padres conciliares, divididos en dos bandos casi iguales, se liaron a hostias, y no precisamente consagradas. Segismundo, allí presente, gritó: “¡Estos italianos y franceses quieren imponernos un Papa!”, al tiempo que le arreaba una hostia a un protonotario italiano.

Ese mismo día por la tarde, aragoneses y portugueses se presentaron en la iglesia usada por la nación española, protegidos con una escolta armada provista por Segismundo, y eligieron su presidente portugués.

Con ese movimiento, de repente estaba de nuevo cerca la posibilidad de que la respuesta de Castilla fuese alejarse de todo aquello y continuar en la obediencia a Benedicto XIII, prolongando con ello el cisma. El 10 de septiembre, de hecho, los castellanos abandonaron Constanza. Los cardenales, apremiados por franceses e italianos, solicitaron de Segismundo una audiencia, pero éste se la negó. Los purpurados, entonces, convocaron en la catedral de la ciudad una reunión de las naciones, pero se encontraron con que, a la hora que habían señalado del día 10, Segismundo había dado orden de que tanto la catedral como su anejo palacio episcopal permaneciesen cerrados. Al día siguiente intentaron celebrar la reunión, pero aragoneses y alemanes se pusieron tan violentos que tuvieron que aplazarla. Aquel aplazamiento tuvo como consecuencia que los obispos de Cuenca y Badajoz, últimos representantes castellanos que permanecían en la ciudad por si se cumplía el arbitraje que habían solicitado sobre el nombramiento del presidente portugués, dejaron la ciudad. Allí todo el mundo daba por hecho que el colegio de cardenales les seguiría pronto.

Hay que tener claro, sin embargo, que el follón de la presidencia de la nación española juega en todo esto un papel meramente simbólico. El verdadero problema que tenían los castellanos, o mejor deberíamos decir los cardenales, era el proceso de elección del nuevo Papa. Era, de hecho, el tema en el que Segismundo no estaba dispuesto a transigir, pues era consciente de que, si dejaba que la nueva cabeza de la Iglesia fuese elegida por cooptación entre los miembros de una elite que asimismo lo eran por acción de esos mismos papas a los que elegían, todas las esperanzas de conseguir una reforma de la Iglesia serían en vano (cierto: mientras exista el Cónclave, la Iglesia evolucionará a paso de tortuga, y eso si lo hace). Todo esto era algo que el rey de romanos no estaba dispuesto a permitir, pues él, casi mejor que nadie en toda Europa, comenzaba a sentir en su nuca el aliento de esa cosa que, con los años, hemos terminado por conocer con el concepto de Reforma. Segismundo sabía mejor que nadie que algo se estaba moviendo en Alemania, en Bohemia, en Hungría. Que ese algo era mucho más importante de lo que parecía, y que sólo una Iglesia más flexible, más participativa, más adaptable, sería capaz de fagocitarlo. No, no podía admitir que el nuevo Papa, destinado a gobernar una nueva Iglesia, saliese necesariamente de aquella jaula de cacatúas corruptas hasta la médula. Los cardenales deliberaron por su cuenta con los castellanos el 13 de septiembre, y éstos contestaron que sólo regresarían al concilio si se les daba satisfacción en el tema de la presidencia y si se definía exactamente el proceso de elección del nuevo Papa. A Segismundo, la primera de las condiciones le importaba un testículo; habría aceptado el nombramiento de Willy Toledo sin un parpadeo. Era la segunda condición la que no estaba dispuesto a admitir.

El 22 de septiembre, una delegación formada por dos cardenales y un grupo de sacerdotes se desplazó a la cercana residencia de los castellanos, y logró que físicamente regresasen a Constanza. Los cardenales sabían que Segismundo no se movería, y ahora trabajaban para que no terminase todo en la prolongación del cisma. El día 27, tras arduas negociaciones, consiguieron un acuerdo: el portugués seguiría de presidente los días que quedaban de septiembre, pero en octubre lo sería el arcediano de Pamplona.

Aquel consenso salvó el concilio de Constanza. Poco tiempo después, gracias sobre todo a la mediación del obispo de Westminster, se celebró finalmente un cónclave al que asistieron miembros de las naciones conciliares, el 8 de noviembre. Todo el mundo tenía ganas de pasar página y, por eso, apenas tres días después se anunció la elección de Otón Colonna, quien fue Papa con el nombre de Martín V. Fueron votantes españoles en dicho cónclave: Diego de Anaya, obispo de Cuenca, por Castilla; Felipe de Malla por Aragón; Blasco Hernández, por Portugal; el obispo de Dax por Navarra; y, como representantes de la globalidad ibérica: el obispo de Badajoz, castellano; y Gonzalo García de Santa María, también castellano aunque formalmente embajador de Aragón.

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