Como quiera que en estos días casi todos (yo, por lo menos) descansaremos, no esperes encontrarte novedades en el blog. Pero, bueno, como también es cierto que los días de asueto son más propios para la molicie y la lectura, algo te puedo dejar para que entretengas los ratos.
Hace tres años escribí esta breve historia de la Noche de los Cuchillos Largos. Es uno de esos textos a los que, por lo que veo, llega mucha gente de cuando en cuando, pues es habitual que en Google Analytics aparezca alguno de sus capítulos entre las lecturas más frecuentes. Esto me hizo pensar que nunca refundí todos los textos en uno solo. Considerando que, además, a mí mismo me apetecía releer esta Historia, se juntó, como se suele decir, el hambre con las ganas de comer.
Aquí está, pues, el texto completo sobre la Noche de los Cuchillos Largos. Se hace largo, sí, pero por lo menos no corta. Espero que lo disfrutes.
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La Noche de los Cuchillos Largos. Su génesis, sus motivaciones, su desarrollo, sus consecuencias.
By JdJ
A lo largo de este texto, voy a
contarte lo que sé de la Noche de los Cuchillos Largos o, si lo prefieres, de
esa especie de golpe de Estado dentro del Estado que realizó Adolf Hitler, y
del que la consecuencia más conocida, pero no necesariamente la más importante,
fue la muerte de Ernst Röhm y el desmantelamiento de sus Sturmabteilung o,
como mejor se las conoce, SA. Que no son sociedades anónimas, sino secciones de
asalto.
Este relato, como todos los relatos
históricos de una mínima calidad (y éste, sin grandes ambiciones, pretende ser
aseado), supone que debes de sumergirte a una profundidad a la que no vives.
Que tienes que bucear en el tiempo y situarte en un punto del océano de los
hechos que le han ocurrido al hombre, o que el hombre ha provocado que
ocurriesen, que está a una profundidad distinta que aquél en el que tú has
nacido y vives. Dentro de décadas, otros tendrán que hacer el mismo ejercicio
de descompresión que has de hacer tú hoy para poder entenderte a ti y a tu
tiempo: el día de hoy. Con seguridad, el día de hoy, dentro de cien años,
estará caracterizado por una serie de lugares comunes, en los que además, como
hoy, los historiadores serán los primeros en caer, que tenderán a simplificar
la enorme complejidad del día presente. Pues bien: exactamente lo mismo le
ocurre a la Alemania nacionalsocialista, y te ocurre a ti que lees esto en el
año 2018. Antes de salir de las profundidades del presente, tienes que
descomprimirte.
Tienes que descomprimirte, primero que
todo, de la idea, que como te digo es fruto de cómo se ven las cosas hoy en
día, de que Adolf Hitler y su partido nazi experimentaron una travesía en el
desierto de muchos años, con golpe de Estado fallido incluido; pero que, una
vez que en 1933 ganaron las elecciones, se convirtieron en dueños y señores del
país, y ya no se volvieron a preocupar de ser desalojados del poder hasta que
los echaron sus enemigos bélicos. No hay nada de eso. Adolf Hitler ganó las
elecciones de 1933 con márgenes muy estrechos; las ganó, además, en un momento
en que su partido, como tal, comenzaba a flojear en el apoyo popular. Y las
ganó, esto es muy importante entenderlo, con socios.
Hitler no llegó al poder, en expresión que
la sentencia del asesinato de los marqueses de Urquijo hizo famosa, solo, sino en
compañía de otros. Y esos otros,
además, en algún caso, entiéndelo, tenían más predicamento ante el pueblo
alemán que él. En 1933, por lo tanto, Hitler era el Führer, el jefe
incontestado, de sus propios correligionarios; pero no de Alemania. Si no
entiendes esto, no entenderás la Noche de los Cuchillos Largos.
La Alemania sobre la que actuó Hitler
llegando al poder era un país harto. No tanto harto de la crisis económica, que
se comenzaba a remontar; sino de la inestabilidad. Era un país joven, que como
tal existía desde hacía bastante menos de un siglo; un país cuyo nacimiento se
había, en buena medida, explicado por la figura del rey, el káiser. Sin
embargo, tras acabar la Gran Guerra, el país había dicho adiós a esa figura
señera, culpándola en buena medida de todos los males; pero, en la etapa
siguiente, había pasado a sufrir una durísima inestabilidad, de izquierdas, de
derechas, con situaciones prerrevolucionarias, tendencias centrífugas, exaltación
de la depresión posderrota, manías persecutorias; todo ello acrisolado en un
desencanto bastante elevado respecto de la República de Weimar.
En un proceso de reconocimiento del pasado
sin reconocerlo, esto es un proceso de dificilísima relación con la institución
monárquica, el pueblo alemán, o por lo menos la mayoría de él, decidió salvar a
una figura: la del mariscal Paul Ludwig Hans Anton von Beneckendorff und von
Hindenburg, presidente de la nación. Héroe de la guerra, hombre ya provecto
relacionado con los viejos tiempos de la Alemania prusiana, Hindenburg
representa el vínculo con el pasado sin el cual los alemanes, sobre todo los
prusianos y entre ellos los propietarios rurales o junkers, no sabrían
vivir. Y mucho menos habrían votado a Hitler.
Hindenburg es el hombre que abrocha a los
alemanes con su pasado admirado, y Franz von Papen, que en los albores de la
NCL es vicecanciller alemán, es quien abrocha a Hindenburg con Hitler. Antiguo
oficial de caballería convertido, en la vejez del mariscal, en la principal voz
de la derecha conservadora alemana, Von Papen cultiva de siempre su diferencia
con el alemán paleto que nunca ha salido de lugares donde se coma chucrut.
Casado con una mujer emparentada con un diplomático francés, es un tipo viajado
y muy chic, que dice haberse curado viajando de algunas cosas, y por eso
va de que él, en realidad, no es un derechista fanatizado; aunque, en realidad,
es más derechona que don Pelayo.
Aunque Von Papen va de pijopera con
pañuelito al cuello, en plan socio de club exclusivo tipo inglés, es persona de
armas tomar. Durante la guerra ha sido agregado militar en la embajada alemana
en Estados Unidos, puesto desde el cual ha organizado o alentado diversas
acciones terroristas, incluso cuando el país aún era neutral. Es el
conocimiento de la correspondencia secreta de Von Papen lo que mueve a
Washington a romper con el Reich. Es, pues, en buena parte, el responsable de
la entrada de EEUU en la guerra, que es como decir de la derrota de Alemania. Y
también lo es de haber apuntalado, con armas y bagages, a la derecha
conservadora ultranacionalista alemana, a la lista nacionalsocialista. Él ha
traído a Hitler; y lo sabe.
Von Papen, experto en hablar el lenguaje
de los viejos militares, hombre versado en la excitación de los sentimientos
nacionalistas, y con un indudable corte aristocrático, enamora, literalmente, a
Von Hindenburg desde el día en que el coronel Oskar von Beneckendorff und von
Hindenburg, hijo del anciano Papa alemán, se lo presenta.
Apenas volveremos a ver a Oskar Hindenburg
en estas notas y, sin embargo, tiene, a su manera, tanta importancia como
muchos a los que citaremos muchas veces. El coronel que tenía el derecho a
portar el apellido de mayor valor en Alemania en aquellos tiempos había consolidado
en la propiedad de Neudeck, en la Prusia Oriental, todo un grupo de adláteres,
la mayor parte de ellos arribistas y la otra, terratenientes prusianos. La
mayoría de ellos están arruinados por la guerra y sus consecuencias, a pesar de
sentirse miembros de la casta original que hizo grande a Prusia. Cuentan con
Oskar para que convenza a su padre de que debe salvarlos; de que debe
reconstruir un orden antiguo en Alemania.
Este movimiento, que no es otra cosa que
la típica, tópica y sempiterna búsqueda de la subvención (pues eso busca este
pequeño lobby: que el Estado les riegue con pasta para poder seguir
viviendo como hasta entonces) es el padre de una idea sin la cual el nazismo
difícilmente habría alcanzado el poder: el peligro cernido sobre Alemania por
el Este; la necesidad de consolidar una zona de seguridad en la parte oriental
del país. El vestíbulo de la Lebensraun, como de la Anschluss.
El mismísimo Hindenburg, que entonces
tiene 85 años, cree en este rollo. Su propia familia hubo en su día de vender
una parte muy significativa de Neudeck, dejando la heredad familiar en la mitad
de la mitad. Estos obsequiosos junkers que amenizan las tertulias de su
hijo Oskar las compran, y se las regalan.
Desde mediados de 1931, el pensamiento de
la seguridad de Alemania por su frontera oriental obsesiona al viejo mariscal,
a quien su hijo come la oreja inmisericordemente en dicha dirección; y es la
razón de que acabe por concluir que Hitler es su hombre. Yo ya sé que los
libros de texto y tal dicen eso de que a Hitler lo encumbró la crisis económica
y la humillación de Versalles; es verdad, aunque en proporción bastante parva.
Lo que encumbró a Hitler no fue lo, sino quién: fue Hindenburg. Y Hindenburg lo
encumbró porque estaba obsesionado con la visión de hordas de zombies eslavos
bajando por la colina a matar alemanes, entre otras cosas porque pensaba, como
pensaba Hitler, y también pensará o dirá que piensa el general Franco, que
había una conspiración mundial para acabar con Alemania, puesto que Alemania
era un estudiante demasiado listo. Lo único que hizo Hitler fue perfeccionar
esa teoría.¶
Pero Hindenburg no llegará a Hitler por sí
solo.
La camarilla de Oskar von Hindenburg se
alimenta, fundamentalmente, de dos miembros. Uno es Von Papen, quien ha
conseguido rápidamente vencer las resistencias de los prusianos protestantes hacia su
catolicismo. El otro es Kurt Ferdinand Friederich Hermann von Schleicher, quien
entonces dirige la oficina política del Ministerio de la Guerra alemán, en la
Bedlerstrasse. Son estos dos elementos los que convencen al Presidente para que
labre la caída del canciller Heinrich Brüning, sustituido precisamente por Von
Papen. Sin embargo, el viejo mariscal acaba por preferir a Von Schleicher,
verdaderamente más cercano a su perfil, lo cual es algo que Papen no soportará.
Él quiere ser visir; sabe que el viejo mariscal es viejo, y eso supone una
importante silla que se va a quedar vacía. Necesita contrapesar a Schleicher; y
es buscando este contrapeso que piensa en Hitler.
Von Papen y Hitler se encuentran por
primera vez en el domicilio de un oficial retirado que se gana la vida
representando en Alemania vinos de Champagne, llamado Joachim von Ribentropp.
El político católico le promete a Hitler convencer a Hindenburg de que el
austríaco merece la pena, si él acepta apoyarle. Hitler acepta; en parte por
ambición, y en parte por odio: Von Schleicher ha osado prohibir la exhibición pública
de camisas pardas.
Tu proceso de descompresión, querido
lector, debe empezar por asumir que cuando Hitler llegue al poder, lo hará
debiendo favores: muchos, y muy importantes, favores, fundamentalmente a Von
Papen. Pero, además, no llegará siendo la principal figura de Alemania. La
principal figura de Alemania, la que da y quita, no es él; es Von Hindenburg.
Otro elemento importante de descompresión:
para poder entender la NCL es básico que te quites de la cabeza esas escenas de
las pelis en las que los militares alemanes se saludan unos a otros brazo en
alto. Es más: debes de asumir que todo aquél que utiliza una expresión muy
común: «Ejército nazi», está cometiendo un error muy gordo, debido a la
ausencia de descompresión.
Meses después de la llegada de Hitler al
poder, en la cúpula del Ejército alemán apenas ha habido, si es que ha habido
alguna, purgas de miembros considerados como no puramente arios; esto ya nos
debería dar la pista de que la nazificación del estamento militar es
mucho más difícil de lo que admiten los guiones de Hollywood; de hecho, en
realidad Hitler nunca confió en sus generales, y siempre pensó (en buena parte,
no se equivocaba) que todos aquellos tipos con interminables apellidos, tan
repletos de von und von und von que sus nombres parecían un after hours de
música trance, en el fondo despreciaban a aquel tipo de Linz que había
progresado con un apellidito inventado.¶
El Ejército alemán, por imperativo de
Versalles, tiene sólo 100.000 miembros, y todos ellos son veteranos; por
mucho que esto no sea del todo cierto, porque ya antes de Hitler las tropas
alemanas están realizando proyectos secretos de rearme. Por ejemplo, el primer
submarino será construido, en la semiclandestinidad, por orden precisamente de
Von Schleicher, no de Hitler.
En puridad, un elemento importante de la
descompresión necesaria, lector, es entender que, más que sostener Hitler al
Ejército, en el momento de llegar el austríaco al poder, han sido las Fuerzas
Armadas, durante mucho tiempo, las que le han sostenido a él. Es más: en buena
parte, El Ejército ha «inventado» las SA. Tan pronto como 1923, es la Séptima
División de la Reichswehr, la de Munich, bajo el mando del general Franz Ritter
von Epp, la que financia las SA. Era el general el que mandaba la infantería de
aquella división, mientras que el entonces capitán Ernst Röhm era apenas un
miembro del Estado Mayor. El jefe superior de la división, el general Otto von
Lossow, a pesar de ser radicalmente nacionalista, no gustaba de financiar
elementos que estuviesen contra el Estado, por lo que terminó por cortar el
grifo del dinero. Las vinculaciones entre las SA y la Reichswehr son tan
estrechas que las secciones de asalto de las primeras tenían exactamente los
mismos límites territoriales que la organización de la segunda. Por lo demás,
un Ejército que, por imperativo del armisticio, no podía superar un determinado
tamaño, no podía dar la espalda a una fuerza que andaba por el millón y medio
de miembros.
Sin embargo, cuando Hitler llegó a la
Cancillería, la posición del Ejército respecto de las SA cambió radicalmente.
En primer lugar, porque la llegada al poder de los nacionalsocialistas viene a
suponer el levantamiento progresivo de las limitaciones a los medios de las
Fuerzas Armadas; entre otras cosas, se abre seriamente la posibilidad de poder
imponer el servicio militar obligatorio. En este punto, paradójicamente, Hitler
trabajó contra sí mismo, puesto que reforzando las posibilidades del Ejército
conseguía que la dependencia de éste respecto de las milicias
nacionalsocialistas se disolviese.
El segundo gran factor son los problemas
que la existencia de las SA plantea al Ejército alemán a la hora de conseguir
un clima de confianza con los vencedores de la Gran Guerra. En el marco de la
Sociedad de Naciones primero, y después de las conversaciones bilaterales
francoalemanas que se desarrollaron entre diciembre de 1933 y abril de 1934,
cada vez que París quería estirar la cuerda y hacer parecer que la rompía,
sacaba el tema de las SA. Es importante, lector, que retengas el dato de que el
17 de abril de 1934, apenas seis semanas antes de la matanza, los
contactos francoalemanes, monitorizados por Londres, terminan en fracaso con la
Nota Barthou, en la que el ministro de Exteriores galo Louis Barthou escribe
que «el Gobierno francés rechaza de plano el rearme alemán». A partir de ese
día, en el Ejército alemán habrá muchos mandos que creerán firmemente que son
las SA las que impiden un entendimiento con París (porque forma parte de tu
ejercicio de descompresión entender que no todo el mundo en la Alemania de
Hitler quería la guerra).
La tercera y gran razón para el cambio de
ideas de las Fuerzas Armadas es la consecuencia que tiene la llegada al poder
del NSDAP en términos de soberbia por parte de las SA. El obergruppenführer de
estas secciones de asalto en Berlín tenía a su cargo 250.000 personas, lo cual
es dos veces y media más que los que tenía su par en la Reichswehr. Es normal
que se sintiese más poderoso y más importante. Con la llegada de Hitler al poder,
las SA se dan cuenta de su fuerza, y comienzan a coquetear con la idea de, en
lugar de ser ellas absorbidas por el Ejército, se acabe haciendo la operación
contraria. Cuando menos, los mandos de las secciones se hacen fuertes en la
reivindicación de ser admitidos en el Ejército con el mismo grado que
alcanzaron en las secciones de asalto.
Paulatinamente, pues, el Ejército empieza
a desarrollar la idea de que una cosa es aceptar a Hitler, y otra es aceptar a
las SA.
Hay que tener en cuenta, además, que al
frente del Ministerio de Defensa del gobierno de Hitler no está una persona de
su confianza; en realidad, Hitler, cuando nombra al general Werner von
Blomberg, ni siquiera lo conoce. Forma parte de tu ejercicio de descompresión
entender que, si es estúpido hablar, en 1934, de «Ejército nazi», lo es casi en
la misma proporción hablar de «gobierno nazi». Esto es así porque el viejo
Hindenburg (y este detalle debería bastarte para entender que Hitler no tenía
el poder absoluto) se ha negado a que los dos ministerios fundamentales del
gobierno: Asuntos Exteriores y Guerra, estén ocupados por nacionalsocialistas.
Así las cosas, Hitler escoge para el primero al embajador en Roma, el barón
Konstantin von Neurath; y, para el segundo, al comandante de la división
radicada en Könisberg, Von Blomberg. El ministro de la Guerra no es un
aristócrata al uso, y es probable que por eso lo eligiese el de Linz; además,
se demuestra un hombre con mucha mano izquierda, que, si bien acepta que el
uniforme militar incluya la cruz gamada, se niega al ingreso en las Fuerzas
Armadas de instructores nacionalsocialistas.
¿Qué piensa Hitler, en el momento de
llegar a la Cancillería, de las SA? Con casi total seguridad, ni tiene una mala
opinión de ellas, ni las considera inútiles, una vez que el poder se ha
conquistado. De hecho, una de sus primeras declaraciones tras llegar a la
Cancillería será, precisamente, afirmar que la labor de las SA no ha terminado.
En enero de 1934, para más inri, decide que Röhm, jefe de Estado Mayor de las
secciones de asalto, se siente en el Consejo de Ministros. Este favoritismo
convierte a todo aquél que esté apuntado a las SA en una especie de
privilegiado, al que, por ejemplo, en el caso de que sea llamado para algún
servicio, su empresario deberá pagarle las horas que ha faltado como si las
hubiese trabajado. Por lo demás, cuando ese hombre, solo o sobre todo en
comandita, se pasa un poco de la raya, rara vez tiene problemas con la Policía,
entre otras cosas porque en muchos lugares de Alemania, el jefe de Policía lo
es también de la sección de asalto local.
Convertidas en una fuerza impresionante de
dos millones y medio de hombres, muchos de ellos desempleados o gentes
totalmente desinteresadas de la política que todo lo que quieren es el poder que
aporta la camisa parda, las SA no cesan de ocupar edificios hermosos en las
mejores zonas de las ciudades de Alemania para crear sus cuarteles generales.
Todo se les permite, y se compran para ellos los mejores equipamientos.
Röhm y Hitler, es cosa sabida, habían
entrado en el NSDAP más o menos al mismo tiempo. El capitán Röhm fue la primera
persona que apreció la habilidad dialéctica de Hitler y lo animó a convertirse
en un líder político, como también fue el hombre que facilitó su
desmovilización. En 1919, se había apuntado a uno de esos cuerpos francos
paramilitares o Freikorps que surgieron, normalmente al mando de
antiguos militares retirados, y que hicieron de los comunistas su principal
objetivo. Formó parte de las fuerzas que, al mano de Von Epp, lucharon para
implantar en Munich el gobierno derechista de Gustav von Kahr (su vinculación
con Röhm irá más allá, pues Von Kahr será una de las víctimas de la NCL). El
éxito de la iniciativa le devolvió al capitán Röhm un puesto en el Estado Mayor
de la fuerza bávara. Este nombramiento es oro molido para Hitler pues, desde
allí, su amigo Ernst desviará todos los fondos que pueda en favor de los
nacionalsocialistas y de sus primeras fuerzas, entonces al mando de Emil
Maurice. Es Röhm quien convencerá a importantes jefes de cuerpos francos para
que los disuelvan y los integren en la fuerza nazi; él llena de plaquetas las
venas del nacionalsocialismo. Por supuesto, también atrae a los más echados
para delante: Manfred Freiherr von Killinger, el asesino de Matthias Erzberger;
o Edmund Heines, el de Walther Rathenau.
El putsch nacionalsocialista de
1923 supone su expulsión del Ejército, además de la prisión y más tarde el
exilio, que le llevará a prestar servicio al Ejército boliviano. Pero el 30 de
enero de 1933, tras la victoria, estará al lado de Hitler en el momento en que
éste traspase la Puerta de Brandenburgo. Bajo el paraguas del poder hitleriano,
las SA se convertirán en un cuerpo muy poderoso. Para empezar, la cúpula de las
secciones de asalto se peta de aristócratas. En la misma se escuchan y se leen
los títulos del barón de Falkenhausen, del conde Spreti, del príncipe de
Waldeck. Los diez obergruppenführeren manejan recursos ingentes. Ya hemos
dicho que Karl Ernst, que es el de Berlín, comanda un cuarto de millón de
hombres sin apenas tener 35 años. No mucho tiempo atrás era camarero, y ahora
manda sobre el cuarto hijo del káiser, el príncipe Augusto Guillermo de Prusia.
Para entonces, el nazismo ya tiene otra
fuerza propia, las SS. Las SS son distintas, sin embargo. Las SA se vanaglorian
de aceptar a cualquiera; para entrar en las SS, hay que ser invitado. Es una
fuerza muy inferior. Hitler quiere que sea la décima parte que las fuerzas de
las SA, pero en 1934 está muy lejos de alcanzar ese umbral: apenas tiene 10.000
miembros.
El primer jefe de las SS fue Julius
Schreck, aunque es normal que se no se lo cite porque nunca fue Reichsführer.
Ese cargo fue creado por Joseph Berchtold, aunque muy pronto fue puesto
bajo las órdenes de Heinrich Himmler, que ya dirigía la policía secreta o
Gestapo.
La otra gran cosa que necesito que hagas
para descomprimirte de la imagen que la Historia, digamos, mediática, ha dejado
en muchas cabezas, y tal vez en la tuya, es la del NSDAP como un movimiento
monolítico. A ver: yo no estoy diciendo que el nazismo alemán se plantease
alguna vez tener un jefe distinto de Adolf Hitler; lo que estoy diciendo es
que, por debajo de ese mando superior, el nazismo albergaba ambiciones e
ideologías distintas que, incluso, en ocasiones se llevaban mal, o muy mal.
Hitler, de hecho, no era ningún tonto, y
en aquellos años prebélicos siempre estuvo al cabo de la calle de que los suyos
le pudieran mover la silla. Probablemente, la primera persona de quien lo temió
fue de Gregor Strasser, un farmacéutico bávaro que había sido teniente de
infantería en la guerra y que tenía un porte bastante impresionante. Hitler
nunca lo apreció porque lo temía, y eso a pesar del enorme servicio rendido por
Strasser al NSDAP, ya que es gracias a él que en nazismo prendió en la Alemania
del norte. Siendo el jefe del NSDAP en el Reichstag, Strasser tenía contactos
que a Hitler le faltaban; por no mencionar el hecho de que en la Alemania del
norte tenía, no pocas veces, más predicamento que el propio Hitler, que era
visto allí como un típico bávaro. Sin embargo, también porta el baldón de que
su hermano Otto haya abandonado el nacionalsocialismo. Además, su idea,
anterior a las elecciones de 1933, de que Hitler debería participar en un gobierno
conservador sin exigir la Cancillería, terminará por separar a ambos camaradas.
La caída en desgracia de Strasser tiene su
importancia, porque es la que abre las puertas de la Propaganda del partido a
Josef Göbbels.
La popularidad inicial de Göbbels entre
los nazis queda adverada por estos versos que solían cantar entonces los
camisas pardas:
Mein lieber Gott, mach mich blind
dass ich Göbbels arisch find
Algo así como: «Dios Todopoderoso, déjame
ciego, para que así pueda creer que Göbbels es ario».
Originario de Westfalia, tiene cierta fama
de hombre de izquierdas. Y cultiva esa imagen. No para de decir, y de gritar,
que «el enemigo es la reacción» y que hay que hacerle «la guerra al
capitalismo». Göbbels no controla tropas, ni policía secreta, ni nada. Y tiene
un montón de enemigos dentro del Partido. Muy especialmente, Hermann Göring.
Con su entrada en el NSDAP, Göring ha
aportado al movimiento el prestigio de un soldado con nombre y con fortuna
personal. En 1931 es presidente del Reichstag y, después, además de ser
ministro del Aire, tomará, en competencia con Von Papen, un título de gran
importancia para él: Presidente del Consejo de Prusia.
Porque Göring es, o quiere pensar que es,
uno más de los hombres de poder prusianos que son la esencia de Alemania. Se
identifica con esos propietarios que han convencido a Hindenburg de que hace
falta garantizar la seguridad del país por su frontera oriental, y que ven en
las tradiciones prusianas el alma de Alemania; en oposición a Hitler, a quien
sus raíces bávaras y su afición por la ariosofía (sobre la que hablamos aquí, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí) tienden a situar la grandeza
de Alemania en tiempos legendarios que se pierden en la noche de los siglos.
Göring, al revés que Göbels, sí que tiene en Prusia una fuerza armada propia.
En Berlín, los dos gatos, Göring y
Göbbels, se distribuyen poderes. Todo lo que tiene que ver con Prusia le
pertenece al primero; Göbbels, por su parte, se ha hecho con la jefatura de la
organización política del Partido en Brandenburgo, y como tal maneja una
impresionante red burocrática con mucho poder efectivo.
Ambos elementos del Partido ambicionan la
voluntad de Hitler. No ambicionan sustituirlo, porque son lo suficientemente
inteligentes para saber que eso es prácticamente imposible. Pero ambicionan
llevar al Führer a su terreno y, una vez allí, conspirar para capitidisminuir
y, en el mejor de los casos, fusilar, a su contrario. Göring quiere acabar con
Göbbels, y Göbbels con Göring. Y, en un primer momento, ninguno de ellos cuenta
con fuerza suficiente para intentarlo. Pero, claro, si uno de los dos lograse
atraer hacia así a dos millones y medio de alemanes distribuidos por todo el
país, extraordinariamente bien armados, acostumbrados a obedecer, y dispuestos
a seguir adonde sea a su jefe de Estado Mayor y sus diez comandantes, la cosa
cambiaría.
Esta posibilidad, siquiera teórica
(aunque, ya lo escribiré, en mi opinión no tiene nada de teórica), es la que
labrará la desgracia de las SA, y de su supremo jefe.
En fin, si en este punto piensas que la
Alemania nazi no era, en 1934, ese bloque monolítico, sin grietas, y al que
toda Alemania, Ejército incluido, obedecía a la voz de ya, te has
descomprimido.
Aunque no tenga tanta importancia para
nuestra historia, también conviene contar que en aquella Alemania hay más
fuerzas que tienden a contrapesar al nacionalsocialismo y al propio Hitler.
Están, por ejemplo, los monárquicos. El Kronprinz sueña con llegar a ser káiser
de Alemania desde la caída de la República de Weimar, y sabe que cuenta con un
apoyo importante, que es el Stahlhelm, los Cascos de Acero, fuerzas
formadas por viejos veteranos del Ejército que se muestran muy poco proclives a
asumir que un mísero soldado de primera sea Canciller. El hermano del heredero,
ya lo hemos dicho, es diputado nazi y standartenführer. Él mismo
declarará, en 1932, que votaría a Hitler contra Hindenburg. Pero esos contactos
con el NSDAP son meramente tácticos; cosa que, por otra parte, Hitler sabe
bien. El Stahlhelm está al mando de Theodor Duesterberg y Franz Seldte. El
primero de ellos siempre expresó poca simpatía por los camisas pardas, por lo
que con la llegada de Hitler al poder deberá esconderse un poco. El segundo,
sin embargo, siempre defendió un entendimiento con los nacionalsocialistas.
Nombrado ministro de Trabajo, acabará colocando el Casco de Acero bajo el
paraguas de Hitler, reconvertido en la Asociación Nacionalsocialista de
Antiguos Combatientes.
La primavera de 1934 es un periodo
efervescente para Alemania. Especialmente en la cúpula del poder, donde, desde
la victoria electoral del nacionalsocialismo, una pregunta aparece en todas las
tertulias: ¿quién sucederá a Hindenburg?
El viejo mariscal tiene mil años y su
salud está flaqueando de una forma preocupante. Hindenburg es totalmente
consciente de este deterioro, pues, cada vez más, tiende a quedarse en su feudo
de Neudeck, alejado, literalmente, del mundanal ruido. Y casi nunca convoca a
Adolf Hitler para que despache con él. Presidente y canciller es como si no se
conociesen.
Hindenburg está cabreado. Contra Hitler,
fundamentalmente, aunque también se lleva su ración el resto de su entorno. El
viejo militar no soporta la retórica que el NSDAP ha puesto en marcha, casi
desde el día en que alcanzó el poder, destinada a presentar a su jefe como el
salvador de Alemania. Hindenburg, y las personas de su entorno, consideran que
ese mérito le corresponde a él. Así pues, Alemania vive en esas semanas el caso
increíble, poco conocido en la Historia, de un jefe del Estado que se declara
en huelga. Apenas firma decretos y leyes y nunca aparece en actos oficiales,
escenificando un desencuentro casi absoluto con su jefe de Gobierno.
Los nacionalsocialistas, sin embargo, no
están exentos de terminales en Neudeck. Tanto Otto Meissner, secretario general
de la Presidencia, como el propio Oskar Hindenburg, trabajan, de alguna manera,
para ellos, o cuando menos a favor de un acercamiento del viejo general y el
partido gobernante. La diferencia entre Meissner y Hindenburg junior, por un
lado, y el viejo mariscal, por el otro, es la edad, y las expectativas. Al
presidente del Reich, simple y llanamente, se la sopla que el futuro tenga que
pasar por el nacionalsocialismo, porque él ya sólo tiene pasado y presente. A
las gentes que están con él, sin embargo, les preocupa el hecho de que, faltando
su jefe, ellos tendrán que buscarse las habichuelas, y eso es algo que está muy
difícil si no se entienden con el NSDAP en general, y con Hitler muy en particular. Es por esto que tratan de convencer a Hindenburg de un proceso que,
de todas formas, es prácticamente inapelable: la progresiva pérdida de su
soberanía y de sus labores en favor del canciller. Hindenburg asiste al
espectáculo de cómo su figura va haciéndose crecientemente cosmética, pero
también sabe que tiene un arma total y definitiva que le compete sólo a él.
Su testamento.
Por muy gagá que esté Hindenburg, y por
muchos admiradores que tenga Hitler en la sociedad alemana, en el seno de esa
sociedad con tendencia hacia el conservadurismo y muy nostálgica de los good
old times que el Presidente representa mejor que nadie, un documento
firmado por el mariscal, en modo de testamento político, tendría, y él lo sabe,
el poder de una ley constitucional. No nos debe de sorprender a los españoles
tal nivel de predicamento, pues fue el mismo que tuvo el general Franco, quien
con su dedo designó a un sucesor cuya condición de tal sobrevivió incluso al
desmantelamiento de su régimen dictatorial. El pueblo alemán, por mucho que
marque el paso en las demostraciones de Nuremberg delante de la cámara de Leni
Riefenstahl, aceptará a aquél que Hindenburg designe como su sucesor si el
anciano militar da el paso de decidirse por un nombre. Y, según no pocos
indicios, en su residencia de Neudeck va dando paulatinamente forma a la idea
de testar la primera magistratura de la nación en la persona de alguien que no
sea miembro del Partido Nacionalsocialista.
Hindenburg, viejo zorro, se guarda mucho
de hacer evidentes sus pensamientos. Sus planes no los comenta nada más que con
una persona: Franz von Papen. El vicecanciller visita Neudeck con relativa
frecuencia (mucha más que la del canciller, quien, como ya hemos dicho, nunca
es convocado) y mantiene conciliábulos con el Presidente de los que éste se
guarda mantener ajenos a su propio hijo y, sobre todo, a Meissner. El 11 de
mayo de aquel año de 1934, según la mayoría de los indicios, Hindenburg le
entrega a Papen su testamento.
Hitler, si no es informado de la
existencia del documento, sí lo es, cuando menos, de suposiciones racionales
captadas por el tipo de personas que no suelen errar al hacerlas. Nada más
conocer la noticia o más bien el rumor, comenzará para el canciller
nacionalsocialista el grave ataque de nervios del que será presa durante más de
un año, hasta que solucione toda aquella movida por la vía parda. El que está
tan tranquilo, sin embargo, es Von Papen. Poco tiempo antes, cuando Göring le
había arrebatado el poder efectivo en Prusia, se había sentido acorralado y en
peligro; pero ahora, le dice a sus colaboradores más íntimos, tiene un papel
firmado por Hindenburg que dice que lo quiere a él, a él, en la Presidencia de
Alemania cuando muera. ¡Presidente! En la mentalidad de Von Papen, cuando
Hindenburg muera y estas previsiones se lleven a cabo, será como si Hitler
hubiese ganado la Liga, y él la Champions. El año que un equipo español gana la
Champions, ¡quién se ocupa de quién ganó la Liga! Con todo, y pese a que todo
lo que se diga sobre el presunto testamento de Hindenburg está obviamente
nublado por la especulación, la verdadera bomba de relojería del testamento de
Hindenburg bien pudo ser otra. Resulta plenamente coherente con la sicología
del mariscal, que probablemente veía todo lo ocurrido en Alemania desde 1918
como un paréntesis provocado por la derrota militar, el pensamiento, que en
términos españoles podríamos denominar canovista, de que Alemania tenía, en el
largo plazo, que respetar sus esencias. Cánovas, en efecto, consideraba que
España tenía una serie de características superiores, tradicionales,
esenciales, que estaban por encima de las constituciones y que las
constituciones debían respetar. Estas dos grandes esencias eran, para él, la
monarquía y el catolicismo. El más que probable pensamiento de Hindenburg sería
muy coincidente con este esquema canovista, aunque con obvios matices en lo
religioso. Dicho de otra forma: las probabilidades son muchas, la lógica
aplastante, de que Hindenburg expresase en su testamento el deseo de que
Alemania volviese a ser una monarquía. Tendría toda la lógica, además, que
pensase en Von Papen para que fuese el piloto de ese proceso: literalmente, no
tenía un candidato mejor a mano, y a Von Papen, como católico, no le faltaban
posibles a la hora de armar una coalición de fuerzas conservadoras en este
sentido, cuya argamasa, lejos de ser el NSDAP, podría ser la Iglesia. Lo que
sería muy difícil de creer es que el viejo Presidente dejase la puerta abierta
en su testimonio político final a un Estado nacionalsocialista, sin más
referente que su Jefe.
La Noche de los Cuchillos Largos, pues, no
es un problema con Röhm. Röhm, y las SA, daban sus problemas, problemazos
incluso. Pero el viejo capitán, de haberse decidido a ponerle la proa a su
Führer, se habría encontrado, de seguro, con importantísimos problemas de
disciplina en sus filas, porque Hitler era el Führer de las SA; así las cosas,
poner a las secciones de asalto contra Hitler habría sido como poner a la
Brunete contra Franco: lo mismo los oficiales te obedecen y sacan los tanques
para bombardear El Pardo, que no. Hindenburg, sin embargo, no tenía esa
limitación. Él no mandaba sobre una porción de Alemania que, en el momento
procesal 1934, le tributase una obediencia ciega a Hitler y al
nacionalsocialismo; le obedecían, le escuchaban, a él. Y resulta
plenamente lógico que desease ver reinstaurada en su país la monarquía que,
como buen «canovista», creía que estaba en la esencia de Alemania (recordemos,
una vez más, que Hitler y el nazismo equilibraban esta idea, hasta
cauterizarla, mediante sus creencias ariosóficas que retrotraían la grandeza de
Alemania a los tiempos de Wotan, los Nibelungos y su pastelera madre).
La clave de la NCL, pues, no es Röhm, ni
sus SA. Es Hindenburg, y su testamento.
Pero volvamos a Von Papen, feliz como una
perdiz con su papelito. Le cuenta todo el tema a Herbert von Bose, su jefe de
gabinete (que pagará el conocimiento en la NCL con su vida); se lo dice,
lógicamente, a Von Tchirchky, su secretario personal. Y, también por supuesto,
a Edgar Julius Jung, su agente de prensa, que será el que más putas las pase
por saberlo, además de apiolarla como Bose.
Von Bose y Jung forman el estrecho círculo
de Von Papen. Y en esos días tibios de principios de mayo de 1934, les pasa lo
que a un corredor de Moto GP demasiado temerario: se pasan de frenada. Dicho de
frente y por derecho: como no conocen a Hitler como lo conocemos ahora, dan la
batalla por ganada. Tal cual. Rien ne va plus. A tomar por saco el
bigotes.
Lo primero que le aconsejan sus áulicos
adláteres a Von Papen es que no discuta el tema con Hitler. Eso, le dicen, y la
verdad es que en esto no se equivocan, sería darle ventaja; otorgarle capacidad
de movimiento para hacer algo que cambiase las cosas. Lo mejor que se puede
hacer, opina Jung, es colocarlo frente al fait accompli de un testamento
público y conocido por todo alemán destetado. Hitler, razonan, no se atreverá a
oponerse a la opinión conocida del mariscal; a decir: el Presidente dirá lo que
quiera, pero el jefe del Estado quiero ser yo, o quiero que sea Fulano.
En todo caso, razona el portavoz del
vicecanciller ante los periodistas, hace falta una campaña de prensa. Es
importante que el pueblo alemán llegue, creyendo que llega por sí solo, a la
convicción de que es necesario que el Presidente de la nación sea un personaje
independiente, no partidario. Esto sacará de la pista, de un plumazo, tanto a
Hitler como a cualquier otro en quien pudiera confiar para presentarlo a la
candidatura en su lugar. Todo esto pasa, concluyen los asesores de Von Papen,
porque, desde ese momento, el viejo vicecanciller comience a labrarse una
imagen propia, de carácter nacional, alejada de los nacionalsocialistas y, muy
específicamente, de Hitler.
El distanciamiento de Papen respecto del
nacionalsocialismo no puede producirse, obviamente, de una forma rupturista. No
sería creíble que ahora se dejase coleta y se dedicase a predicar la
revolución, y tal. La forma de distinguirse es hacer una llamada a las
porciones del electorado que han llevado al poder al NSDAP sin ser nacionalsocialistas.
Esto es: el electorado conservador y, muy especialmente, católico.
La ocasión, además, la pintan calva. En
esos días, Hitler prepara un viaje a Venecia, donde tendrá un encuentro con el
Duce, Benito Mussolini. Esto significa que Von Papen estará al frente del
gobierno en su ausencia. Aprovechará ese día para hacer un discurso público en
el que dé la vuelta a sus cartas.
Jung, obviamente, fue el redactor de dicho
discurso. Von Bose, por su parte, cumple con la importantísima misión de
mensajero que, una vez escrito el discurso, lo lleva personalmente a Neudeck y
se lo lee a Hindenburg, que lo aprueba. Esa actitud acaba de decidir a Von
Papen, que elige la pequeña ciudad católica de Marburgo para dar su discurso.
La elección de Von Papen no es baladí. En
aquella Alemania, pulida la izquierda, la única organización que, como tal,
podía pensar en hacerle sombra al nacionalsocialismo, era la Iglesia católica.
Los jefes naturales de la grey católica, esto es los obispos alemanes, están en
ese momento reunidos en Fulda, a escasos cien kilómetros de la propia Marburgo.
En realidad, partes muy importantes del discurso de Von Papen están
directamente inspirados, sin mácula de duda, en las discusiones de Fulda. En
dicha reunión, monseñor Adolf Bertram, cardenal primado de Silesia, ha bramado:
«¡Guardaos de los falsos profetas!», y ha advertido contra «los ateos, que, brazo
en alto, agitan conscientemente la lucha contra la fe católica.» El
discurso de Von Papen no hace otra cosa que disputarle a esos hombres del brazo
en alto el monopolio del patriotismo.
En esos mismos momentos, Adolf Hitler
está, ya lo hemos dicho, nervioso. Su baño de masas el primero de mayo, en
Tempelhof, frente a un millón de miembros de las SA, no ha sido todo lo
brillante que esperaba y no ha galvanizado a la sociedad alemana. Apenas
duerme. Gasta las noches en compañía de su asistente, el fiel coronel de las SA
Wilhelm Bruckner, escuchando a un pianista. Deja de ir a casa de los Göbels y
comienza, asimismo, cierto distanciamiento personal respecto de Göring y de
Röhm, puesto que ambos, en el poder, se han apuntado rápidamente a las altas
relaciones sociales y las fiestas caras; cosas que Hitler siempre despreció.
El 14 de junio, Hitler y Von Neurath
vuelan a Italia. Es el encuentro de Venecia, del que ya hemos tenido ocasión de
hablar cuando analizamos el proceso de anexión de Austria. Y ahora
tenemos una clave algo más precisa de por qué Hitler, durante aquellas
entrevistas, dejó hablar a Mussolini y no puso el menor reparo al apoyo cerrado
del italiano a los compromisos de Stressa y, consecuentemente, a la
independencia de Austria. En parte, calló porque, estratégicamente, era lo que
debía hacer. Pero en parte, también, calló porque tenía la cabeza en otra cosa.
Tanto es así que el Duce acabó por notarlo. En uno de sus paseos, el italiano
sacó, ladinamente, el tema del liderazgo. Hitler, con pocas palabras, le habló
de los hombres que estaban con él y le obedecían. Y entonces Mussolini hizo
algo que gustaba de hacer a menudo: le contó a Hitler la historia de Tarquinio
el Viejo, quinto rey de Roma y, a decir de algunos historiadores, el verdadero
fundador de la ciudad. Tarquinio, le dijo el jefe fascista italiano al jefe
fascista alemán, tenía una costumbre: llevaba siempre en la mano una vara, con
la que golpeaba en horizontal las flores de su jardín, para nivelarlas. Nunca
dejaba, pues, que una o varias flores destacasen sobre las demás.
«Ahora mismo», le dijo Mussolini a Hitler,
«no eres el Amo. Es tu responsabilidad, y tu labor, poner en orden tu propia
casa».
Siendo como era Mussolini, es más que
probable que si una voz le hubiera dicho, en ese momento, que con esa frase
estaba sellando, a un año vista, el destino de muchas personas, se habría
sonreído y lo habría tomado como algo normal. Mussolini era así.
Hitler, también.
Un síntoma de que en el partido
nacionalsocialista de 1934 había ambiciones muy a flor de piel, y que a menudo
se olvida en algunos papelitos, es que aquélla de Venecia, que fue la primera
salida al exterior de un Hitler en el poder, fue paralela a una serie de
viajes, también fuera de Alemania, realizados por sus lugartenientes
principales; viajes en los que algunos de ellos se hicieron tratar como si
ellos fueran el Poder.
Göbels se hizo invitar a una conferencia
en Varsovia, por ejemplo. Pero fue, sobre todo, Röhm quien destacó en este
tema. Decidió visitar la moderna Duvrovnik, teóricamente para descansar y
tratar de recuperarse de una antigua herida de guerra que se había reactivado.
Sin embargo, hasta la propia prensa nacionalsocialista alemana reconoció que
había sido recibido por el gobierno yugoslavo «como un soberano». Tras unos
días así, Röhm, con el pretexto de las fiestas de Pascua, inició un viaje de
placer que lo llevó a Atenas y a Budapest, acompañado por un séquito de una
veintena de personas del que formaba parte, incluso, un alto aristócrata
alemán: el príncipe de Hesse.
El periplo del jefe de las SA por
Yugoslavia fue tan intenso desde el punto de vista de la valoración política
que cuando, acto seguido, sea Göring el que viaje a Belgrado, se encontrará con
un gobierno yugoslavo renuente a montarle un recibimiento a todo plan,
pretextando los esfuerzos ya realizados con Röhm. Así pues, Hermann se tiene
que contentar con hacer en Yugoslavia una discreta escala técnica en el
aeropuerto de Ziemun, durante la cual realizó las violentas declaraciones antiitalianas
que esperaba poder haber soltado en grandes banquetes oficiales. De estos
polvos datan los lodos del odio africano de Göring hacia Röhm que, como
veremos, va a ser más que importante en la historia de la NCL.
Es importante destacar aquí, o recordárselo
a quienes sepan sobre la Anchsluss, que viajar a Yugoslavia no era, para Alemania,
ninguna estupidez sin importancia. Yugoslavia era el país que tenía, de alguna
manera, la llave, o por lo menos una llave, del poder italiano en la cuestión
austríaca. Una actitud decididamente proalemana por parte de Belgrado era
susceptible de romper las posibilidades de un frente eslavo antialemán en la
zona, apoyado por Francia y de alguna manera patrocinado por Italia, que era la
jugada con que soñaban los diplomáticos de Londres para ponerse un tampón a
Hitler por su frontera oriental y forzarle, con ello, a entenderse con
Inglaterra y Francia. Así pues, las relaciones entre Berlín y Belgrado eran una
cuestión de la máxima importancia y delicadeza; y, como acabamos de ver, los
segundos escalones del nazismo, aprovechando que el jefe estaba fuera, se
aprestaron, con una notable dosis de temeridad, a jugar sus propias bazas en
aquella partida.
En realidad, el fenómeno es más profundo y
delicado. Hitler era hombre de amores muy apasionados (por muy poca gente) y de
odios insondables (por mucha gente). Con ese concepto que tenía de los hombres
de la vieja Alemania como una, ejem, casta; y puesto que durante mucho tiempo
llevó dicho concepto hasta el extremo, tenía serios problemas para relacionarse
con porciones de la sociedad germana con las que le hubiera venido bien haber
tenido cauces de diálogo abiertos. Odiaba especialmente a aquellas porciones de
la sociedad y del poder que estaban ocupadas por familias o clases seculares,
esto es la aristocracia alemana. Y esto quiere decir: el Ejército y la
diplomacia. Hitler, como ya hemos dicho, y por imposición de Hindenburg, nombró
a un no nazi, Von Neurath, como ministro de Asuntos Exteriores; pero tal vez
precisamente por lo impuesto del nombramiento, practicó una calculada y ancha
distancia respecto del hard core del Ministerio, básicamente formado por
personas de sonoros apellidos cuyas familias llevaban incluso siglos dedicadas
a la cosa. Sin embargo, no tuvo huevos, o no pudo ponerlos sobre la mesa, para
entrar en el Ministerio y dejar los despachos más vacíos que el estómago de
Carpanta. Como consecuencia, la Alemania de 1934 tenía un Ministerio de Asuntos
Exteriores que apenas tenía instrucciones, un canciller que iba a su bola... y
unos ejecutivos del partido gobernante que hacían exactamente lo mismo.
Los principales interlocutores reales de
Francia en aquella época, por ejemplo, eran Von Papen y Hess. Von Neurath,
apoyado en esto por Hjalmar Schacht e incluso algún nazi como Alfred Rosemberg,
era el interlocutor y defensor de la anglofilia. El Ejército presionaba todo lo
que podía para reeditar la vieja alianza con Rusia. Göring era proeslavo; se
podría decir que polonófilo y serbiófilo...
En consecuencia, en aquella época, para
los representantes de intereses extranjeros, un concepto tan sencillo como
«hablar con Berlín» era mucho más difícil de expresar de lo que parece. Los
escalones de poder germanos bullían de interlocutores con filias y fobias
distintas y todos ellos con alguna parcela de poder que por supuesto
exageraban; por lo que resultaba harto difícil dirimir si una conversación
estaba siendo productiva, o no.
En estas circunstancias, nadie deberá
extrañarse de que Von Neurath acabase dirigiéndose a Hitler para decirle que el
ámbito de su Ministerio era un puto cachondeo, y que hiciese algo para
ordenarlo. Curiosamente, la misma demanda que recibía por parte del Ejército al
hablar de las SA.
Es en este ambiente de Estado-cachondeo,
en el que cada círculo nazi hace política por su cuenta, en el que Von Papen,
sin haber consultado al jefe de su gobierno y aprovechando que está fuera del
país, pronuncia el discurso de Marburgo.
El discurso de Papen en Marburgo no es
fácil de encontrar; y es una pena porque hay que reconocer que, incluso en una
versión traducida, se aprecia muy bien la elevada calidad propagandística de la
pluma de Jung, que escribió unas notas brillantes y ponderadas. El tema del
discurso, debemos recordar que pronunciado por el vicepresidente de un
gobierno nacionalsocialista, es la tolerancia. El retorno a un régimen
liberal, aunque sin perder las raíces conservadoras del movimiento que ha
ganado el poder en el país. Von Papen dice que el régimen vigente en ese
momento responde a «una necesidad provisional», y que es necesario que en un
Estado sano haya una distinción estricta entre el Partido y el poder. Anuncia
la llegada de una nueva etapa, la de la Alemania renovada, en la cual la
libertad de pensamiento renacería garantizada por un Presidente del Reich
consolidado como árbitro entre los partidos.
También dice en su discurso cosas como «no
hay derecho a calificar de intelectualismo la vía del espíritu» (alambicada
defensa del catolicismo y la religión); o que hay que estar en guardia respecto
de «estos revolucionarios jóvenes y demasiado violentos que tratan de
reaccionarios a aquellos conservadores que se dedican a lo que consideran su
deber». También criticó el hecho de que «cada crítica se considere una
traición» y que a los que las hacen «se les estigmatice como enemigos del
Estado».
En Berlín, un innominado operador de
teletipos de la Deutches Nachrichten Büro o DNB, la agencia de prensa oficial,
recibe el comunicado con el texto del discurso de Papen y, asustado, se dirige
a la mesa de su también innominado redactor-jefe, quien, tras leer el texto,
casi tiene un infarto. Abrumado por el peso de tamaña toma de posición, decide
llamar a Göbels.
El ministro de Propaganda, sin embargo, no
duda ni un minuto: censura el discurso de su superior. Si algo no le faltaba a
Joseph, era agilidad y agudeza a la hora de interpretar estos gestos. Nada más
leer el discurso, juntó piezas y vio claro por dónde iba la movida.
Inmediatamente, cursó una orden a todos los periódicos alemanes para que no
publicasen ni una línea del tema, así como una orden a las estaciones de tren
fronterizas para que interceptasen los ejemplares del diario suizo Bale
Nachrichten, que llevaba una larga crónica del discurso, y que se solía
vender en Alemania. La prohibición abarcaba incluso al hecho de informar de que
se había producido el acto de Marburgo.
Quede para la Historia el dato de que un
solo periódico alemán informó aquel día del acto de Marburgo. Fue La Gaceta
de Francfort, un periódico que, para cuando recibió la orden de Berlín,
había impreso ya, y distribuido, su primera edición, destinada a los abonados.
Göbels reaccionó cursando una orden urgente al servicio de Correos para que no
la repartiese.
Göbels entendió inmediatamente que el
movimiento de Von Papen sólo se podía haber producido con una condición: que
contase con el apoyo (el testamento) de Hindenburg. Así pues, no quedaba otra
que iniciar en la prensa nacionalsocialista un contraataque inmediato. Sin
embargo, Göbels siempre tuvo su punto de cobardía, expresado en sus últimas
consecuencias en el gesto de llevarse a sus hijos por delante cuando decidió
suicidarse. No podía olvidar que Papen tenía en ese momento el gobierno de
Alemania, y que, por consiguiente, si actuaba él solo podía encontrarse con ser
una víctima del proceso antes incluso de que Hitler acudiese en su ayuda (si es
que acudía, claro). Consciente, pues, de que necesitaba compañeros en su
coalición, decidió levantar el teléfono y trazar las cifras de un número que de
seguro le provocaba herpes labial marcar: el de Hermann Göring.
Göring era la llave. Tenía el control
sobre las fuerzas policiales prusianas, y eso quiere decir que si había alguien
capaz de encapsular a Von Papen y al círculo 15M de Hindenburg, ése era él.
Göbels no podía hacer nada de eso. Pero, al mismo tiempo, tenía que ser cauto,
porque Göring, él lo sabía bien, no le habría hecho ascos a un movimiento que
tuviese como consecuencia la eliminación o cauterización del ala izquierda del
NSDAP, del jonsismo del nacionalsocialismo, representado por el propio Göbels,
el de muerte al capitalismo, la casta de los aristócratas y bla.
Cuando Göbels contacta con Göring, se
encuentra con un dirigente nazi que tiene claro que lo de Von Papen no tiene un
pase, y que hay que hacer algo. De hecho, casi inmediatamente la presión del
poder nacionalsocialista sobre los católicos se hace más estrecha, y los
enfrentamientos de las organizaciones hitlerianas con las católicas comenzarán
a ser la orden del día. Los obispos reunidos en Fulda, entendiendo lo delicado
de la situación, terminan su reunión sin pactar ni publicar un comunicado
final. En este gesto puede que tuviera algo que ver el viejo canciller Brüning,
quien al parecer había tenido no malas relaciones con Göring cuando éste era
diputado de la oposición, y que pudo tener en aquellos días alguna conversación
con él (el hecho innegable, en este sentido, es que Brünning dejó Alemania diez
días antes de la NCL, en la que más que probablemente habría sido asesinado).
En todo caso, lo importante es que el gesto de los obispos demuestra que el
discurso de Papen ha tenido en ellos el efecto contrario al buscado, porque los
ha acojonado.
La jugada ha salido mal. Si Von Papen
quiere, verdaderamente, luchar por el poder, no le va a bastar con insinuar que
tiene el testamento de Hindenburg. Pero si los nazis han sido capaces de
conseguir que todo un país desconozca un discurso, más fácil aún les será hacer
desaparecer un papel.
Por primera vez, probablemente, Franz von
Papen se acaricia preocupadamente la garganta, pensando en Hitler.
En la pizpireta villa de Neubabelsberg, a
orillas del lago Wannsee, los vecinos se encuentran a menudo con un hombre
entrado en años, que pasea a menudo por sus calles. Es el general Von
Schleicher, voluntariamente retirado del mundanal ruido desde la llegada del
nacionalsocialismo al poder. Sin embargo, cuando ha transcurrido un año, más o
menos, desde su retirada, algunas cosas comienzan a pasar. En los meses
anteriores, por la casa de Schleicher apenas se ha visto entrar a viejos
compañeros de armas, como Kurt von Hammerstein o Ferdinand von Bredow. La
calidad de los encuentros, sin embargo, cambia de forma nada sutil. El general
comienza a verse, por ejemplo, con representantes diplomáticos en Alemania,
como es el caso de Rumania, o de la propia Francia. Incluso se habla de que ha
podido verse con Strasser, quien, entre otras cosas, era el único jerarca nazi
con el que se entendía durante sus tiempos de canciller, hasta el punto de
haberse planteado incluso hacerlo ministro (algo que de Hitler no pensó en modo
alguno).
Todo esto pertenece al terreno de las
hipótesis. Pasados los años, poco o nada se sabe de los posibles movimientos
que se pudieron producir en junio de 1934, que tuviesen como eventuales
protagonistas a Schleicher y a Strasser. Pero la cosa tiene cierta lógica. Como
hemos dicho, el general apreciaba al dirigente nazi y, asimismo, éste era,
dentro del Partido, el que siempre se había mostrado más proclive a la
colaboración con otras fuerzas de derecha. Por tener, Strasser incluso tenía
abierta la puerta de la izquierda, puesto que su hermano Otto, emigrado a
Praga, tenía allí importantes contactos en ese mundo.
Strasser conservaba, como por otra parte
es lógico en un hombre que tenía una larga historia dentro del partido nazi,
importantes amistades dentro de las SA. No está claro, sin embargo, si pudo
contactar, de alguna manera, con Röhm; hecho éste que habría sido un importante
desencadenante de las acciones de Hitler. En aquella época, principios de
junio, por Berlín circulaba el rumor de que entre los camisas pardas había un
sector de jóvenes militantes especialmente radicales, muy enfrentados con el
Ejército, que tenía el plan de atentar contra el Estado Mayor para robarle
documentación. El rumor bien pudo tener su origen en el ataque de nervios
permanente que tenían los militares alemanes desde el denominado affaire Sosnowski,
en el cual un grupo de miembros del Estado Mayor habían sido engañados por un
espía polaco (y bien digno de contarse algún día, por cierto).
El Ejército alemán vivía en permanente
estado de alerta ante un posible ataque de las SA. Una noche, un oficial activó
la alarma, y todo el edificio se iluminó. Nadie estaba atacando a nadie, pero
el suceso es importante a la hora de entender el estado de nervios y la manía
persecutoria que sufría el Ejército en aquel momento.
Sin poder aseverar nada con totalidad,
trato de hacer ver con estos párrafos que el principio de junio, así como las
semanas anteriores, fue un periodo en el cual la inquietud militar respecto de
las secciones de asalto alcanzó el paroxismo y que, tal vez, el canciller Adolf
Hitler estaba recibiendo informes de que las cosas en la institución militar se
estaban moviendo hasta el punto de resucitar a sus viejas glorias, como
Schleicher. Es muy difícil que todo esto no pesase en el ánimo del canciller a
la hora de tomar la decisión, que a sus correligionarios les pareció insólita,
de declarar, por primera vez desde que el NSDAP estaba en el poder, un periodo
de inactividad para las SA a partir del 1 de julio. Esto significaba, entre
otras cosas, que durante la duración de esta inactividad estaría prohibido
llevar el uniforme de las secciones de asalto, con la única excepción de los
hombres que fuesen estrictamente necesarios para mantener los servicios indispensables
(y, de todas formas, éstos llevarían un brazalete, no la camisa). La decisión,
por cierto, no se aplicaba a las SS.
Hitler y el Partido «vendieron» esta
decisión como una justa retribución a unos esforzados militantes que tanto habían
hecho por la victoria del Partido. La realidad, sin embargo, era otra. La
decisión respondió a presiones sutiles desde el extranjero, y a otras menos
susurrantes en el interior, procedentes de Von Blomberg y Schacht. Tanto la
vertiente militar como la económica del gobierno de Hitler (la segunda de ella,
objeto de presiones extranjeras) exigieron que se lanzase al mundo la idea de
que las SA no eran una fuerza permanente, puesto que la idea de que Alemania
era un país gobernado por patotas semilegales, a menudo confundidas con las
fuerzas policiales propiamente dichas, no ayudada al país, precisamente.
La decisión dejó pijarriba a los oficiales
de las SA. Ellos estaban en la onda radicalmente contraria. Estaban
acostumbrados a desfilar por las calles de igual a igual con los generales del
Ejército regular y, en realidad, manejando muchos más efectivos que ellos. En
realidad, no pocos de los mandos de las secciones de asalto reputaban como
altamente probable que Hitler acabase por realizar una operación que podríamos
calificar de leninista, esto es: disolver el Ejército regular (blanco) para crear
el Ejército Rojo (léase nazi); labor para la cual, obviamente, habría de contar
con sus muy curtidos cuadros de mando de asalto. Röhm de seguro que habría
protestado por la desmovilización, pero no pudo porque cuando la decisión se
tomó, y esto no es en modo alguno fruto de la casualidad, él no estaba en
Berlín.
A la vuelta del jefe de las SA a la
capital, tuvo una larga entrevista de cinco horas con Hitler, que el propio
canciller confesaría fue una tortura. Hitler trató de convencerle de que la
medida no tenía ningún matiz negativo y se declaró fuertemente partidario de
las SA, además de jurar que jamás se le había pasado por cabeza disolverlas.
Röhm le escuchó fríamente y terminó por afirmar, disciplinadamente, que
trabajaría para reconstruir la moral de las secciones de asalto. Según diría
Hitler con posterioridad, fue en esa entrevista en la que Röhm se dio cuenta de
que su viejo compañero de fatigas se le quedaba corto para lo que él quería
hacer, y decidió matarlo. Lo cual, probablemente, quiere decir que fue en esa
entrevista cuando Hitler se dio cuenta de que nunca conseguiría sujetar a Röhm
hasta el punto que otros cuya relación le interesaba le reclamaban, así que
decidió, él, cargárselo.
Y bien pudo pasar, desde luego, que uno y
otro decidiesen matar a su contrario a la vez.
Según los testimonios de aquella
entrevista, publicados entre otros por Otto Strasser, Röhm llegó a la
cancillería en un tono duro y demandante y sacó, casi de inmediato, la
reivindicación que era la gran madre del cordero de las SA en ese momento: la
incorporación de sus mandos en el Ejército con el grado que tenían en las
secciones de asalto. Hitler le dijo que no podía garantizar dicha integración;
al canciller, y todo esto a pesar de la imagen cultivada de él como persona de
poder omnímodo que hacía y deshacía como le daba la gana, le había llegado la
hora de tascar el freno. Es lo que le suele ocurrir a todos los movimientos revolucionarios
o, más bien, lo que le ocurre a todos; la única diferencia entre Hitler y otros
casos es que él no tuvo que pasar a esta fase para ganar las elecciones, sino
que tuvo que hacerlo después. Pero tuvo que hacerlo como todo chichi.
Cuando se llega al poder, uno descubre que
no todo está en el BOE, y que hay cosas que uno pensaba, cuando estaba en su
cuartel, en su cátedra o en su celda, que se podrían hacer sin más, y que
resulta que no es tan fácil. Hitler odiaba los despachos con Schacht o con Von
Neurath por esto; porque aquel tipo era el cabrón que le enseñaba que cosas que
cuando él era un matao en la oposición pensaba que se podían ordenar con un
chasquido de dedos, resulta que dependían de miles de combinaciones, o que
podían generar problemas con tal o cual capo de la industria, o que podían
irritar a los obreros, o que blablabla, con lo que el corolario era que ni
chasquido de dedos, ni una leche. Tanto le jodía que le pusieran problemas que,
en cuanto tuvo el poder absoluto, puso en esos puestos a gente que no le
llevase la contraria; las consecuencias son bien conocidas.
Como buen soldado radicalizado, Adolf
Hitler había crecido en un caldo moral basado en el convencimiento de que uno
de los culpables de la desgracia de Alemania era el clasismo de las Fuerzas
Armadas alemanas; lo que podríamos denominar «esclerosis prusiana», y no sé si
hace falta recordar que para alguien que tiraba para lo bávaro, creer de los
«otros» alemanes que eran una pandilla de estirados llenos de von y von y von y
tal, no resultaba nada difícil. Dado que, como dijo Muñoz Seca, los extremeños
se tocan, lo que quería Hitler, como ya hemos dicho, era llevar a cabo el plan
practicado por sus odiados comunistas en Rusia y, ejem, en España: laminar al
Ejército regular en favor de una milicia de partido encomendada de la seguridad
del país. Lenin lo tuvo más fácil que Hitler, porque tuvo una guerra civil que,
lógicamente, le dio la patente para mandar a tomar por saco a todo lo que le
interesó. Hitler adoptó una estrategia distinta, que se basó en la creación de
unidades propias tanto en el Ejército como en la Policía (SA, SS, Gestapo...),
con el objetivo de, progresivamente, y echando mano del catón fascista de
identificar partido, nación y gobierno (catón también aplicado por los
comunistas; no por casualidad, el gobernante efectivo de la URSS era el
camarada primer secretario general del Comité Central del PCUS) acabar
identificando sus patotas con las unidades regulares.
En 1933 y 1934, sin embargo, Hitler, en
gran parte de la mano de Göring, que era su lugarteniente más cercano a los
cuartos de banderas, descubrió que una cosa es salir a la calle a dar
mamporros, y otra muy distinta tomar la cota 345 con fuerte viento de Levante.
O tal vez siempre lo supo y entonces especuló desde el primer momento con la
idea de que algún día tendría que pararle los pies a las SA en su pretensión de
ser el Ejército alemán, no lo sé y, la verdad, tampoco sé si alguien lo
sabe. Lo que sí opino, más que sé, es que llegado al gobierno manejó la idea de
la integración y precisamente por eso nombró ministro a un tipo como Von
Blomberg, que no se podía considerar miembro del gotha prusiano formado
por los nietos de los miles gloriosus que habían sitiado París; un tipo
que aceptaba medidas de nazificación en las Fuerzas Armadas; en suma, que,
pensaba él, acabaría tragando. Pero Blomberg le salió rana. El tipo tenía
criterio, en según qué momentos le importaba una higa ocho que ochenta, y no se
callaba. Aunque yo cuando menos no lo sé con precisión, es evidente que en
algún momento del 34, Von Blomberg le quitó de la cabeza a Hitler la idea de
integrar las SA en el Ejército. Y, si le quedaba alguna duda, el consejo de
Mussolini, acompañado con el relato de la vida de Tarquinio el Viejo, le acabó
de convencer: ya no se trataba sólo del interés de Von Blomberg y el Ejército;
se trataba de la posibilidad de que, si Hitler le daba a Röhm todo el poder que
quería, éste se lo acabase comiendo por las patas. Sin ir más lejos: si había
un testamento de Hindenburg, si ese testamento favorecía a Von Papen y las
derechas conservadoras religiosas, ¿qué le impedía a un Röhm investido de poder
efectivo pactar con Papen y adelantar diez años la Historia del mundo,
reservando para Hitler el destino de morir de un tiro en el patio de la
Cancillería?
Volvamos a la entrevista y al momento,
tenso, en que Hitler le dice a Röhm que no puede garantizar la integración.
Esta confesión levantó, de seguro, un muro de hielo entre los dos viejos
camaradas. En compensación por esta negativa, Hitler hizo una oferta: el 1 de
julio, esto es el primer día que la inactividad de las SA comenzaba, se
reuniría un Gran Consejo de jefes de las SA para estudiar las condiciones de
una reorganización de los camisas pardas, así como discutir con los militares
el estatus de estas fuerzas. De esta manera, la inactividad aparecía como una
mera transición hacia un estatus definitivo, de cuya definición participaría el
Ejército, lo que contribuiría para hacerlo todo más armónico.
A Röhm la propuesta no le sonó mal. Lo
único que pidió fue el adelanto de la reunión en un día, al 30 de junio, para
que ésta se produjese antes de la desmovilización. Hitler aceptó esta
condición.
Ernst Röhm, sin embargo, no era tonto. No
se fiaba de Hitler, lo cual es lógico porque lo conocía bien. Y es por eso que
tomó una medida rápida: realizar, con publicidad, la convocatoria de la
reunión. Röhm quería darle luz y taquígrafos al proceso, para que luego el de
Linz no tuviese la oportunidad de darle gato por liebre. El jefe de las SA
quería que al pueblo alemán le quedase claro que la desmovilización del 1 de
julio no era permanente y que seguiría habiendo secciones de asalto. El 9 de
junio, por lo tanto, el Estado Mayor de las SA publicó una nota de prensa que
advertía contra «los falsos rumores surgidos sobre el futuro de las secciones
de asalto».
El comunicado reproducía un discurso de
Röhm a sus tropas, afirmando que se iba de nuevo de vacaciones por causa de los
sufrimientos que le provocaba su herida, y que, además, quería disponer de
calma en la campiña para poder preparar la reunión del día 30. Anunciaba que en
su ausencia todas sus funciones serían asumidas por el gruppenführer Fritz
von Krauser (una más, por supuesto, de las víctimas de junio del 34). Y añadía:
«si nuestros enemigos se imaginan que las secciones de asalto no volverán de su
inactividad o que sólo volverán en parte, se van a decepcionar. El destino de
Alemania reposa sobre estas tropas».
Este comunicado fue publicado en primera
página por toda la prensa nacionalsocialista. Ni Hitler ni Göbels pudieron
impedirlo, y es bastante probable que el segundo se llevase una buena bronca
del primero por ello. Lo cierto es que este comunicado de prensa exasperó al
canciller, y lo puso mucho más nervioso de lo que ya estaba.
La razón es bien obvia. En aquella
Alemania, nadie con un mínimo coeficiente de inteligencia habría imaginado,
jamás, que aquella nota de prensa había sido suscitada por la sola voluntad de
Röhm. Hitler y su amigo, en aquel entonces, eran contemplados como una unidad;
de hecho, la Noche de los Cuchillos Largos viene a ser algo tan traumático como
si, en el año 1983, Felipe González hubiese decretado la detención y ejecución
de Alfonso Guerra. Así pues, probablemente, en toda Alemania las únicas dos
personas que sabían a ciencia cierta que Hitler no había formado parte
de esa nota de prensa, no la había conocido, redactado, corregido, y sobre todo
aprobado, eran el propio Hitler, y Röhm. El resto del personal, dentro y fuera
de Alemania, asumió que el texto portaba el nihil obstat del jefe del
Partido (razón por la cual, la prensa lo publicó todo con tanto alarde).
Ahora, Hitler había quedado ante todos
como el avalista de aquél a quien había querido narcotizar por demanda de otros
miembros del Gobierno. Y no podía deshacer el entuerto, porque hacerlo habría
supuesto aflorar una división dentro del movimiento nacionalsocialista que no
haría sino dar alas a la banda Hindenburg-Papen, que habría encontrado más de
un motivo para sostener la necesidad de un mando arbitral.
Röhm se la metió doblada aquel día a
Hitler. El canciller, en cosa de un mes, le respondería reventándole el pecho.
Nada más regresar de Venecia, la primera
persona con la que se vio Hitler fue Göring. El máximo mandatario prusiano le
trajo a esa reunión lo que le había prometido: un grueso dossier, elaborado por
el jefe de policía, Kurt Max Franz Daluege. Franz, que era un devoto
nacionalsocialista (llegó a ser obengruppenführer de las SS y trabajó
siempre en el ámbito de la ORPO, policía del orden, a las órdenes de Himmler;
su actuación represora en Checoslovaquia le valió ser extraditado allí tras la
guerra, donde murió ahorcado), había construido el tipo de pruebas de un
complot que se le había pedido que se inventase.
A Hitler el dossier lo mesmerizó. En
realidad, en los papeles entregados no había, probablemente, pruebas de un
complot. Pero de lo que sí había pruebas era de la existencia en el entorno
nazi de personas que no tenían la mejor opinión de su jefe. Así, se incluían
varias cartas interceptadas de miembros de las SA, que hablaban de Hitler en
términos no muy alabatorios precisamente.
De todas formas, las cartas,
pertenecientes sobre todo al obergruppenführer de las SA en Berlín, Karl
Ernst, y a Edmund Heines, contenían otras cosas, según Göring. Contenían varios
párrafos en los que ambos nacionalsocialistas hablaban abiertamente de los
sucesos que habían llevado al incendio del Reichstag. Sabido es que aquel
suceso no contenía precisamente buenas perspectivas para el NSDAP en el caso de
ser conocido en toda su extensión, razón por la cual muchas de las personas que
habían estado de alguna manera ligados a él habían desaparecido oportunamente.
El diputado Ernst Oberfohren había aparecido ahorcado en su casa de Kiel. Y el
vidente Erik Hannussen (nacido Harschel Steinschneider), un cantamañanas muy
cercano a Hitler que se había autohipnotizado y «predicho» el incendio del
Reichstag, también despareció del mundo de los vivos en 1933. Otro hombre
cercano a los conspiradores, el doctor George Bell, había sido asesinado en
Austria más o menos en la misma época. Sin embargo, tres hombres fuertemente
relacionados con la operación habían sido mantenidos con vida: el conde
Helldorf, Wolf Heinrich Graf Helldorf, un auténtico «camisa vieja», que fue
nombrado prefecto de policía de Potsdam...; y la parejita Ernst-Heines.
El Informe Daluege le aportó a Hitler una
razón más para llevar a cabo la Noche de los Cuchillos Largos. La sobrada
temeridad de los dos jefes de las SA podía acabar dando al traste con el manto
de secreto con que el Partido había conseguido revestir todo lo relacionado con
el incendio del Reichstag. Hitler, por lo demás, también se miraba en aquel
suceso, que fue notoriamente desagradable para el NSDAP por el juicio paralelo
que se montó en la prensa extranjera a causa de la debilidad de las acusaciones
manejadas por los nazis. Si había que hacer algo, se decía, tendría que ser sin
debate, sin problemática, sin versiones paralelas.
Es por esta razón que, en la última semana
de junio, y en un movimiento que nadie pudo ver relacionado como una acción del
tipo de la NCL, Hitler abordó la reforma de la Corte de Leipzig, que era la
encargada de juzgar los sucesos relacionados con la seguridad del Estado. La
convirtió en un tribunal formado por unos cuarenta miembros, todos ellos
militares, altos funcionarios y dignatarios del Partido. De esta forma, el
Führer se aseguraba contar con un tribunal dócil a la hora de juzgar los casos
de traición.
A Göring, sin embargo, esta solución no le
parecía una solución. Un tribunal no deja de ser un tribunal, y si tenía una
audiencia pública, un momento en el que alguien como Heines pudiese hablar,
podrían aflorar muchas cosas incómodas.
Hay que recordar, en este sentido, que
igual que ocurre hoy en día en muchos movimientos populistas surgidos en
Europa, la teórica del Partido Nacionalsocialista negaba toda fuente del
derecho que no fuese el deseo del pueblo alemán; idea ésta que se sustenta en
el concepto genérico de que nada es legítimo si no «nace del pueblo». Frente a
una idea compartida por los alemanes, sostenía el nazismo, no había ni derecho
natural, ni consuetudinario, ni límites constitucionales que valiesen una mierda;
concepto éste que se puede rastrear hoy en día en quienes, por ejemplo,
sostienen que la voluntad, que se sobreeentiende mayoritaria, de la población
por hacer tal o cual cosa (por ejemplo, manifestarse, o quedarse a vivir en una
plaza pública) no puede ser coartada por leyes, decretos o regulaciones.
Göring acudía a menudo a esta
interpretación, edulcorándola con el concepto seguido de que el pueblo había
hablado bien claro al votar en el sentido de que Hitler representaba con
claridad esos deseos que eran fuente del Derecho; idea que también adoptó, por
ejemplo, el franquismo, que convirtió el dedo del general Franco en fuente de
derecho constitucional. Ergo, decía el pígnico nazi, todo lo que hacía falta
para juzgar a alguien era la decisión personal de Hitler, puesto que él
representaba la voluntad del pueblo alemán que, asimismo, estaba por encima de
todas las cosas.
Mientras ocurría todo esto, como ya hemos
dicho, Ernst Röhm había convocado a sus mesnadas para la reunión del 30 de
junio. Tras haber hecho la convocatoria, y en compañía de Heines y otros mandos
de las SA, se había retirado a una villa cerca de Munich, Wiesee; mientras
dejaba en Berlín a cargo de todo a su jefe de gabinete, Georg von Detten (otro
que estaba a punto de caer). En las últimas horas de aquel mes de junio,
ignorando lo que se estaba montando, Röhm celebró su última fiesta. El
principal motivo de la celebración era la muy reciente boda del obergruppenführer
Ernst, celebración de la que el mismo Hitler había sido testigo; dos días
después (esto es, un día después de la NCL), Ernst se iba con su joven esposa
de viaje de novios a las Canarias, aprovechando la desmovilización; ni qué
decir tiene que fue otro el viaje que hizo.
Pero vayamos algunos días antes, no
muchos: al 21 de junio. Ese día, 21 de junio de 1934, la Alemania nazi, poco
amiga de tradicionales festividades religiosas, celebraba una de nuevo cuño,
inventada por ellos, aunque bien es verdad que celebrada en no pocos lugares de
Europa: la fiesta del solsticio de verano.
Los dos solsticios del año vienen siendo
celebrados desde tiempos muy antiguos en Europa. El historiador latino Tácito
dejó algunos testimonios de que los viejos alamanni celebraban esta
fiesta con una fuerte hemicránea colectiva; tradición que ha sido básicamente
recogida en los países escandinavos, donde lo que nosotros conocemos como la
noche de San Juan se aprovecha no para quemar hogueras, sino para quemar el
hígado. Ernst Graf von Reventlow, un oficial nacionalsocialista que era el
principal apoyo del Movimiento Alemán por la Fe, un movimiento neopagano y
anticristiano, fue el gran factótum en favor de la reedición de esa presunta
«tradición» aria. Por el lado nazi, Alfred Rosenberg abrazó esta celebración y
organizó en Verden, Westfalia, un homenaje a los 4.500 sajones masacrados por
Carlomagno, ese sucio franco, en el año 782. El tono de la celebración era
coherente con una de las teorías de Rosenberg, según las cuales el emperador
franco no había sido otra cosa que la razón para que el desarrollo de la
cultura alemana se retrasase mil años, al obligarla a sujetarse a las normas
latinas (recuérdese todo el esfuerzo realizado por los nazis para limpiar su
idioma de latinismos e imponer la escritura gótica). Ante una multitud
enardecida y un poco tomada, Rosenberg se soltó un discurso muy ariosófico, en
el que, entre otras cosas, dijo que «la Tierra Santa, para nosotros, no está en
Oriente, sino en Alemania»; recuérdese, en este sentido, que hubo escritores
que en el ámbito de la ariosofía llegaron a desarrollar la teoría de que Jesús
había sido crucificado en Alemania (ni que fuera griego...).
Al mismo tiempo que Rosemberg celebraba
esta peripatética fiesta, otro importante jerifalte nazi, Josef Göbels, hablaba
en Berlín ante los micrófonos de la radio. Sus palabras estaban dedicadas a lo
mismo, esto es la celebración del solsticio, pero con un tono muy diferente. La
celebración, le decía Göbels, venía a significar que el sol de Alemania ahora
calentaba a todos sus ciudadanos, y no sólo a unos pocos. Fue el suyo un
discurso demagógico y obrerista, que buscaba aglutinar al obrero alemán a su
alrededor, y atacar a Von Papen. Eso mismo, poner a parir al vicecanciller de
su propio gobierno, fue el tema fundamental de sus palabras en cuando el jefe
de la propaganda nazi abandonó las primeras frases de calentamiento. Es posible
que jamás, en la Historia, se haya dado un discurso tan directamente cruel por
parte del miembro de un gobierno sobre otro miembro del mismo, para colmo,
teórico superior suyo.
«Algunas personas que hoy se dicen
nuestros amigos», bramaba Göbels ante el micrófono «gobernaban el país cuando
nosotros estábamos luchando por llegar al poder. ¿Nos ayudaron? Para nada; en
realidad, lo que pretendían era quitarnos de en medio. ¿Y ahora? Pues ahora,
que tenemos el poder, esas mismas personas tratan de que no lo ejerzamos. Yo
les digo: ¡sois unos tipos ridículos!»
«Gracias a Dios», continuó Göbels ante una
audiencia presente de camisas pardas que himplaba de felicidad, «estos círculos
que discuten gravemente sobre política no tienen el monopolio de la
inteligencia. Más aún: este tipo de gente representa la reacción, la vuelta
atrás. No han entendido nuestra magnanimidad; pero entenderán mucho mejor
nuestro rigor. ¡Les pasaremos por encima y la Historia guardará nuestros
nombres, no los suyos!»
Hay que reconocer, aunque joda, que en la
última frase acertó de pleno.
Tratándose de un discurso de Göbels,
pronunciado además con ocasión de una fiesta nacional que se quería
multitudinaria como el solsticio de verano, toda la prensa del país la
reprodujo en primera página. Por lo tanto, Göbels contraatacaba con toda su
fuerza, y lo hacía, además, contra un discurso, el de Von Papen en Marburgo,
que apenas un puñado de alemanes conocía.
Von Papen se fue por los pantys.
El balance para él era terrible. De su
discurso no se había enterado nadie; y ni siquiera las masas que lo habían
conocido, es decir los militantes católicos, había reaccionado adecuadamente.
Erich von Klausener, el líder de los católicos que había sido apartado por
Göring al ministerio de Transportes prusiano (y que en la NCL, por probable
incitación de Göring, o tal vez de Heydrich, fue asesinado por la SS en su
propio despacho ministerial) protestaba casi constantemente, pero sobre temas
estrictamente religiosos, como las facilidades para oír misa y esas cosas. Tras
la conferencia de Fulda, los obispos estaban callados. Y, para colmo, la salud
de Hindenburg empeoró súbitamente, con lo que se comenzó a temer lo peor.
El vicecanciller se dio cuenta, en ese
momento, de que se había equivocado. Él, y sus asesores. Y no se equivocaba:
había cometido un error de cálculo (de ésos que Hitler nunca cometía) y había
mostrado sus cartas demasiado pronto. La casta de Neudeck, con sus propios
intereses y calendarios y al fin y al cabo fuertemente dependiente de que siguiese
vivo un anciano terminal, que para entonces pasaba el día amodorrado y soltando
babilla por la comisura de la boca, se la había colado. Von Bose, el principal
muñidor de la estrategia que ahora estaba quedando como el culo, encontró
rápidamente consuelo en un argumento: es muy poco probable, le dijo a su jefe,
que Göbels haya ido tan lejos con la autorización de Hitler. Lo que tienes que
hacer ahora es verte con el canciller, y ponerte duro.
Von Papen, sin embargo, no lo veía tan
claro. En primer lugar porque él, que conocía muy bien a Hitler, dudaba mucho
de que Göbels pudiese actuar de esa manera sin su conocimiento. Y, en segundo
lugar, porque incluso un encuentro con el canciller ahora mismo era muy
difícil. El 21 de junio, Hitler no estaba en Berlín. Estaba en la finca de
Göring, puesto que el jerarca nazi había elegido aquella fiesta del solsticio
para trasladar a sus tierras los restos de su primera mujer; un acto al que
Hitler asistía, y al que Von Papen sólo habría sido invitado por Göring con la
condición de que se metiese en la tumba de su señora y ya no saliese.
A falta de pan, Von Papen se conformó con
las tortas. A mediodía del día 22, en Berlín, todos los ministros que estaban
en la capital tenían previsto asistir a una conferencia del presidente de
Bundesbank, el doctor Schacht, que iba a instruirles sobre aspectos
relacionados con los pagos de deuda alemanes. Allí estaría el mismo Göbels.
Para el vicecanciller, aquel encuentro era, probablemente, una última
oportunidad. Aparecer allí, de alguna manera regañado por el ministro de
Propaganda (puesto que acudir y mostrarse con él era una forma de aceptarlo), y
mostrándose conciliador o incluso sumiso, podría ganarle ante Hitler y dejar
todo aquel asunto en agua de borrajas. Y como lo pensó, lo hizo: acudió a la
conferencia y, delante de una nube de periodistas, se encontró con Göbels,
quien le ofreció una mano que Von Papen, con sonrisa de diplomático, estrechó
fuertemente.
Lo increíble del asunto es que Von Bose
tenía razón. A pesar de que todo el mundo en los escalones del poder y la
Administración alemana asumió que las palabras de Göbels habían sido las de
Hitler, el ministro de Propaganda había actuado por su cuenta. En realidad,
Joseph desconocía, en ese momento, cuál era el pensamiento de Hitler, y si
consideraba el paso dado durante la festividad del solsticio como algo
adecuado.
Göbels sabía que había dado un paso
decisivo para convertirse en eso que conocemos como el líder de una tendencia:
la tendencia de izquierdas, en realidad de ultraizquierda, dentro del NSDAP. Su
constante presencia ante unos medios que, además, le obedecían, con ese
discurso modelo jonsismo de Ramiro Ledesma, asustando a los grandes
financieros, interpretando sus convulsos tiempos como el síntoma de la muerte
definitiva del capitalismo; todo eso y, ahora, su enfrentamiento frontal con la
vertiente más conservadora de la sociedad alemana, el agujero negro católico de
Baviera y otras áreas del país, llevaban camino de convertirlo en campeón del
ala izquierda del nazismo; enfrentada a ese nazismo ultraconservador, amigo de
los grandes magnates industriales, aliado con la aristocracia de toda la vida,
violentamente anticomunista y enemigo del obrero, representado en ese momento
más por Göring que por Hitler; y que por ser el platillo de la balanza
finalmente elegido por el Führer, ha terminado por ser el que identifica el
nazismo en su totalidad.
Pero el ministro de Propaganda sabía lo
suficiente del partido nazi y de su líder como para entender que la mejor forma
de sobrevivir en él no era, precisamente, destacarse como líder de una
tendencia, a menos que fuese la tendencia que Hitler acabase por elegir. Göbels
conocía a Göring casi tanto como lo odiaba, y por eso sabía que era
perfectamente capaz de atraer a su jefe al Lado Oscuro del nazismo de corte
prusiano, nortealemán, mucho chunda chunda, cascos terminados en una punta de
flecha, monóculo, gastronomía mantecona y toda la pesca. Y eso le daba miedo,
porque sabía bien que, en el estricto segundo en que Göring no le necesitase,
se las arreglaría para que una pandilla de incontrolados se lo cargase en
cualquier esquina; o, peor, construiría contra él un evidentísimo caso de alta
traición al mejor estilo de las purgas estalinistas.
Göbels, además, conocía lo suficiente a
Hitler como para saber que aquel soldado chusquero sin futuro militar odiaba a
muerte a los grandes generales de sonoros apellidos; pero que, al mismo tiempo,
nunca rompería con ellos. Lo que a Hitler le salía de los intestinos no era, como
a Göbels, triturar el legado de Hindenburg; sino heredarlo. Así pues, faltando
algo más de una semana para la NCL, y sin tener ideas concretas, es muy
probable que el ministro de Propaganda se la barruntase. Y sabía bien que, en
el momento en el que se empiezan a rifar hostias, no es buen negocio estar en
la boca de todos, porque entonces te conviertes en la primera persona
apaleable.
Así pues, aunque no lo pareció en modo
alguno, y si alguien lo hubiera dicho no habría sido creído, el Josef Göbels
que asistió, en la mañana del 22 de junio, a la conferencia de Schacht, estaba
acojonado. Hasta las trancas.
Tal y como Göbels sabía bien, Hitler pasó
las jornadas del 21 y 22 de junio con Göring. Precisamente en esas horas,
Hermann había procedido al traslado de los restos de su primera esposa sueca,
Karin, a los terrenos de su finca de Schofheide. Allí, mientras las secciones
de asalto de la policía prusiana procedían a trasladar los restos mientras
cantaban el Horst Wessel Lied y otras canciones parecidas, el Führer y
su ministro del Aire se encontraron en una rara comunión. No se trata
exactamente de que Hitler le tomase a Göring un cariño que nunca le había
tenido, sino que, durante aquellas horas, el ministro del Aire y principal
mandatario de Prusia se las arregló para convencerlo de que era el candidato
ideal para poner orden en la casa nazi.
Durante aquellos dos días, en medio de una
celebración semipagana de nuevo y viejo cuño a la vez, Adolf Hitler y Hermann
Göring diseñaron la noche de los cuchillos largos. Muy probablemente, hicieron
una lista de nombres que, de todas formas, dejaron abierta a la creatividad del
momento y las circunstancias.
La prensa del día 23 se hizo eco de una
extraña noticia, según la cual un miembro de las secciones de asalto habría
disparado contra el coche de Hitler al regreso de éste a Berlín. Inmediatamente
se supo que aquel SA era uno de los muchos extraños nazis que había en la grey
de Röhm, que exhibían un importante pasado comunista. La noticia no tuvo gran
impacto, pero lo cierto es que, a la luz de lo que luego ocurrió, hoy podemos
pensar que, tal vez, fue un primer intento de la Gestapo por desacreditar a los
camisas pardas.
El día 23, apenas regresado a Berlín de
estar con Göring, Adolf Hitler vuelve a abandonar la capital. Esta vez, su
destino será Neudeck, es decir la casa de Hindenburg. Nunca se aportó versión
oficial alguna sobre el motivo de este viaje.
En el diseño que Hitler y Göring han
realizado ya, sólo queda un cabo suelto, que es el presidente de la nación. Hindenburg
podría, en efecto, responder a la matanza en la que Hitler está pensando, que
no olvidemos no va a centrarse en sus propias secciones de asalto sino que
también se va a llevar por delante a una importante caterva de políticos
conservadores de la línea Hindenburg-Papen; responder, digo, con algún tipo de
reacción deslegitimadora. En puridad, a Hitler no es el propio Hindenburg el
que le preocupa, sino todo su entourage, que es el que realmente puede
moverle a hacer cosas. Por último, Hitler necesita saber qué es lo que dice el
testamento de Hindenburg, para saber a qué atenerse.
Pero, en realidad, hay otro motivo casi
tanto o más importante para ir a Neudeck: Hitler sabe que allí se encuentra,
junto al presidente, el general Von Blomberg; y éste es el hombre en ese
momento más importante para el Canciller. Von Blomberg está en Neudeck para
girar una visita de cortesía al jefe del Estado en medio de una gira de
inspección por la Prusia oriental. Sin embargo, es más que posible que Von
Blomberg y Hitler hubiesen hablado por teléfono y hubiesen convenido en
construir ese encuentro casual entre ambos. El ministro de la Guerra quería ver
a su Canciller lejos de Berlín y de los ojos y oídos de otros ministros.
Hitler llega a Neudeck y es inmediatamente
informado por Meissner de que el presidente está muy débil. Tanto, que el
canciller no puede pensar, le dice, en una audiencia normal. En la tarde,
cuando se levante de la siesta, y antes de que los médicos entren a
reconocerle, tal vez tenga tiempo para un encuentro breve. Hitler asiente, deja
a Meissner con Hindenburg, e invita a Von Blomberg a pasear por el jardín.
La entrevista Hitler-Von Blomberg de
Neudeck, en la primera tarde del 23 de junio de 1934, mientras Hindenburg
dormía su siesta no lejos de ellos, selló definitivamente la suerte de las
personas que murieron en la Noche de los Cuchillos Largos.
Hitler, ya lo hemos dicho o insinuado en
otros puntos de estas notas, pasaba aquel mes de junio en un excitadísimo
estado de nervios. Fue por esta razón que, nada más comenzar el paseo con Von
Blomberg, y de una forma exenta de diplomacia, le preguntó al ministro de la
Guerra si el ejército le era fiel o si debía creer a todos aquéllos que le
contaban que la oficialidad alemana conspiraba a favor de monárquicos,
católicos y judíos. Von Blomberg no se inmutó. Con una tranquilidad que muy
pocas personas exhibieron al ser presionadas por Hitler, le contestó que el
Ejército alemán siempre sería fiel a aquel personaje que personalizase la
patria. Sabía el ejército, además, que el mariscal Hindenburg ya para poca cosa
contaba, en su estado terminal. Le recordó a Hitler, sin perder la calma, que
las Fuerzas Armadas habían hecho ya concesiones al nacionalsocialismo, como
aceptar la expulsión de algunos oficiales no arios.
Hitler hizo la pregunta que quería hacer:
todo eso es hoy, dijo. Pero, ¿y mañana? ¿Y el día en que Hindenburg finalmente
falte, y sólo quede yo? ¿Seré yo esa figura que personalice la patria?
Von Blomberg le contestó: «El Ejército
alemán depositará la fidelidad que se le debe a sus reyes al nuevo jefe del
Estado que se den los alemanes».
Es evidente que esta respuesta no pudo
placer a Hitler. En primer lugar, por la referencia, valiente a la par que
inoportuna, a la esencia monárquica de la obediencia castrense. Y, en segundo
lugar, por la calculada poliglosía encastrada en el uso reflexivo del verbo
dar.
«¿Qué entiende usted, exactamente, por eso
de que Alemania «se de» un jefe del Estado?», preguntó, como un resorte,
Hitler.
Von Blomberg, dominando la conversación,
se alzó de hombros: «Yo no soy político, señor Canciller. No sé mucho de
mecanismos constitucionales y esas cosas. Hasta donde yo sé, Su Excelencia no
ha sustituido la Constitución de Weimar, y se ha limitado a abolir algunas de
sus disposiciones. Dígame: la designación del jefe del Estado, ¿es una de
éstas?»
A Hitler, el gambito de Von Blomberg lo
dejó patidifuso. Es evidente que hablamos de la opinión del amanuense que está
relatando estos hechos; pero esa opinión es muy neta en el sentido de que Adolf
Hitler nunca hubiera esperado que su ministro de Defensa le diese una respuesta
así de garantista y legalista, enfrentándose, a sabiendas, a sus deseos; y
poniéndoles freno, de hecho. El rostro del Canciller se endureció.
«No pretenderá usted, señor ministro,
reeditar las querellas entre partidos y dejar que Alemania, en unas pocas
semanas que como mucho tardará en morir el Presidente, se instale de nuevo en
la inestabilidad».
Von Blomberg se paró y miró a Hitler de
hito en hito. Luego le dijo: «Tiene razón, Su Excelencia. Mucho mejor sería que
no hubiese un interregno, y que las Fuerzas Armadas tuviesen claro a quién
deben ser fieles».
El curtido general Von Blomberg había
llevado a Hitler exactamente adonde quería. Es posible que fuese la única
persona en el mundo y en la Historia que lo consiguió, cuando menos desde el
día en que Hitler obtuvo el poder hasta el de su suicidio. Durante esos doce
años, Hitler llevó siempre a todo el mundo del ronzal, y acostumbró al mundo entero
a temerlo. Sólo dos veces, en mi creencia, fue más débil que su contraparte:
una, cuando Hess lo traicionó, cosa que él no esperaba; y otra, cuando el
general Von Blomberg lo fue llevando, colina abajo, hacia el punto en el que
quería tenerlo: el punto de explicarle por qué el Ejército no podía confiar
plenamente, no en él, sino en el nacionalsocialismo.
Hitler tampoco era tonto y sabía que con
su última frase, Von Blomberg había dicho dos cosas: una, que el Ejército
alemán no tenía ningunas ganas de batirse el cobre por un régimen democrático.
No, no era ése el problema (no podía serlo, pues la tradición castrense alemana
carecía de elementos de respeto constitucional). Y la otra, que estaba en un
estado en el que no sabía qué pensar. Y era obvio que el ministro de la Guerra
estaba allí para explicarle por qué.
«El Ejército está inquieto», explicó Von
Blomberg, mientras Hitler, a su lado, caminaba con las manos a la espalda y
mirando al suelo, absorbiendo sus palabras; «a las Fuerzas Armadas les inquieta
pensar que si algún día el Partido y la Patria acaban por ser la misma cosa,
ciertas personas que hablan en nombre de ese Partido se considerarán no en la
meta, sino en el inicio de sus planes y objetivos. Querrán que haya una segunda
revolución [la primera, entiéndase, es la llegada al poder del NSDAP]. Pero el
Ejército, para reconstituirse, necesita calma. Y Su Excelencia conoce bien...»
Hubo un breve silencio. Pasos ahogados en
la tarde. Hace calor ya, es finales de junio. Dos hombres paseando juntos. Los
dos pensando lo mismo: «Ahora. Es el momento. Ahora viene».
Y vino. Porque Von Blomberg terminó la
frase:
«... su Excelencia conoce bien las
reivindicaciones de algunos jefes de las SA que, en el marco de esa segunda
revolución, querrían obtener mando en el Ejército».
Y ya estaba. La cita de Neudeck había
llegado a su punto de ebullición. Hitler había ido allí a reclamarle a Von
Blomberg el apoyo del Ejército para suceder a Hindenburg. Von Blomberg le había
contestado que, para eso, tenía que limpiar su banquillo, quitarse de en medio
a los compañeros de viaje que tenían otra idea del Poder, otra idea de la
nación. Otra idea del Ejército.
Hitler se paró y miró a su ministro.
«Esté usted tranquilo, general. El
nacionalsocialismo es un régimen de orden. No habrá segunda revolución. Le doy
mi palabra de honor.»
Adolf Hitler acababa de aprender que no
sólo debía llevarse por delante a los hombres de las listas que había elaborado
con Göring. Ahora, además, podía.
En el aeropuerto de Tempelhof, Rudolf Hess
y Joseph Göbels están esperando al canciller. El ministro de Propaganda llega
de Munich, donde se ha visto con Röhm; un encuentro del que pronto se
arrepentirá y que procurará borrar en sus huellas por completo. Pero su
movimiento tiene lógica. Como ya hemos dicho, Joseph está bastante acojonado
porque no sabe exactamente cuál va a ser la reacción de Hitler a sus acciones;
y por eso ha ideado un acercamiento a dos bandas: a Göring, a la derecha de
Hitler; y a Röhm, a la izquierda. Trata de jugar a grande y a chica a la vez
para quedarse con el envite que finalmente lance el jefe.
El tercer elemento de su estrategia es
comerle la oreja a Hitler, y es lo que comienza a hacer, nada más bajarse éste
del avión, desplegando argumentos sobre los graves peligros que acechan al
Partido. El Führer, sin embargo, lo sorprenderá. En el coche, Hitler se marca
uno de sus discursos interminables, en los que no sabe bien si habla con su
interlocutor o consigo mismo; discurso en el que dice que lo que hace falta es
tranquilizar Alemania, lo cual pasa por acabar con los extremismos. Y, en ese
punto, se lanza a una crítica salvaje de Von Papen... y de Röhm.
Ante un Göbels que no logra pasar la
saliva por su nuez, Hitler sigue: «todos aquéllos que llaman a una segunda
revolución me separan de los elementos razonables de Alemania. Yo no soy Lenin.
Yo quiero el orden». Acto seguido, nunca sabremos si por inocencia o sabiendo
muy bien lo que hacía, Hitler le dice a Göbels: «Göring me ha enseñado los
informes de Himmler [se refiere a las cartas de Heines]. Tú ni te imaginas lo
que esos tipos dicen de mí. Yo no les sirvo».
Dentro de la cabeza de Göbels suena un
«¡Hostias!» de gran calibre. O sea: ¿Göring tiene informes precisos? ¿Sobre los
extremistas del NSDAP? Al instante, por supuesto, se pregunta: ¿por qué me está
confiando Hitler todo esto a mí?
Sobre él mismo, se dice, todavía hay duda.
Pero lo que está claro es que las SA están condenadas; en ese momento, es muy
posible que Göbels piense que «condenadas» se refiere a su existencia como
unidad paramilitar; es más que probable que no sea ni medio capaz de imaginar
la que han pensado montar su jefe y Göring. Pero la cosa es que él viene de
Munich, de prometerle a su camarada Röhm que intervendrá ante Hitler para «contrarrestar
a los aristócratas y a los generales». ¿Será capaz de avisar a Röhm de que esos
mismos elementos que ambos quieren vencer son aquéllos en los que confía ahora
Hitler?
Hitler está en el coche en medio de ese
tremendo estado de nervios en el que, en realidad, pasó todo el mes de junio de
1934. Pero en todo el viaje no le hace ni un solo reproche personal a Göbels, y
esto le sirve al ministro de Propaganda para darse cuenta de que, cuando menos
de momento, el tema no va con él. Sabe bien que su jefe, cuando está dominado
por la cólera, no es capaz de los sutiles movimientos de doblez diplomática en
los que es un consumado maestro cuando su tensión diastólica está dentro de lo
normal. Si no se han hecho reproches, no los hay; por eso, se dice, todo se
reduce a avanzar a partir de ahora sin tropezar.
Él también, a su manera, condena a Röhm a
muerte.
Así las cosas, Joseph Göbels, el mismo que
veinticuatro horas antes se habría apuntado feliz y contento a la segunda
revolución de Röhm si hubiese estallado, ahora asiente, pastueño, mientras
Hitler instruye a Rudolf Hess para que se convierta en su portavoz en esos
días, y que explique a los alemanes que su canciller no presta oídos a los
discursos radicales que se oyen por ahí, y que sólo mira hacia el futuro.
Hess cumple su misión el lunes 25 de
junio. El día antes, domingo, la policía de Colonia, ciudad colocada en el
epicentro católico de Alemania, ha sido advertida de que tiene que crear y
convocar un acto multitudinario en 24 horas. El encargo recayó en Rudolf Diels,
a quien Göring, que lo conocía de la policía prusiana, había colocado de
prefecto de policía de Berlín (nombramiento que, por cierto, la Wikipedia cita
con posterioridad a la NCL, lo cual es un error) y que para el 25 había sido
enviado, en semi-exilio, a Colonia.
Diels es un hombre de la cuerda
nacionalsocialista; él, de hecho, había interrogado al principal sospechoso
designado por los nazis para el incendio del Reichstag, Marinus van der Lubbe.
Es un hombre del ala izquierda nacionalsocialista, ésa que según las gentes de
izquierda, y muy especialmente sus intelectuales, nunca existió. De hecho, es
compañero habitual de juergas de Röhm y de Helldorf, el condesito de asalto. A
Diels, el encargo le viene de maravilla, pues sabe que por esos tiempos Göring,
quien ya no es su protector, está preparando una lista de los prefectos de policía
de poca o nula confianza de los que hay que deshacerse. La llegada de Hess, un
tipo que además le va a dejar a hacer porque las luces no son su principal
infraestructura, le supone la oportunidad que estaba esperando para hacer
puntos ante los jerarcas nazis.
[De nuevo, la Wikipedia nos dice que Diels
escapó a la NCL gracias a Göring. Con todos los respetos, yo creo que fue
gracias a sí mismo, y lo bien que regateó su destino en el acto de Colonia.]
El discurso de Hess contrastará en gran
medida con los otros recientes dictados por Göbels. El lugartaniente de Hitler
se embarca, básicamente, en una alabanza sin ambajes del liderazgo del
canciller y jefe del NSDAP. Más aun, se preocupa muy mucho de explicarle a
aquellos alemanes católicos que Hitler es, en ese momento, la única capacidad
de decisión efectiva que existe en Alemania.
«Una sola persona», freme el cejudo nazi,
«está más allá de toda duda: el Führer. Todo el mundo sabe que siempre ha
tenido razón y que siempre la seguirá teniendo. Él obedece a una llamada de lo
alto [sic] para dirigir los destinos de Alemania. Y esto no acepta crítica
alguna.»
Inmediatamente, después, se refiere a
aquéllos que, dentro de su propio partido, anuncian una segunda revolución con
las siguientes palabras: «sólo el Führer puede definir el ritmo y la dirección
de la revolución. Sólo él puede llevar a buen fin lo que ha comenzado. Es
posible que algún día sea necesario evolucionar con la ayuda de herramientas
revolucionarias. Esperamos sus órdenes. ¡No hay necesidad de muletas!»
Hess no fue el único que hizo discursos
esos días. Ese mismo día 25, Hermann Göring habló en Nuremberg, y al día
siguiente en Hamburgo. El primero de los discursos lo dedicó a criticar a Papen
sin citarlo, afirmando que «ahora no necesitamos de la fría razón, sino del
ardor». Sin embargo, al día siguiente, en Hamburgo, su tono fue totalmente
distinto. La melodía göbelsiana había desaparecido. Fue un discurso claramente
dirigido a los alemanes de derecha, no nacionalsocialistas, para que se aglutinasen
alrededor de Hitler. Fijando posición en torno al futuro político del país,
dijo: «es a nuestros hijos y nietos a quienes tenemos que legarles la capacidad
de decidir la forma política de Alemania. La cuestión monárquica no es de
actualidad. Los que vivimos el momento presente debemos felicitarnos de contar
con Adolf Hitler». A los estudiosos del franquismo les ha de sonar esta teoría
de «la monarquía después del Jefe».
Hitler, hemos de suponerlo, escuchó el 25
aquellos discursos con fruición; aunque tal vez el primero de Göring no le
gustase del todo, lo que hace pensar que tal vez él mismo no fue ajeno al
sustancial cambio de tono del día siguiente. En todo caso, aunque podamos
pensar que estas novedades lo relajaron, en realidad otras lo pusieron todavía
más histérico de lo que ya estaba.
En efecto: el día 25 de junio de 1934,
Benito Mussolini invitó formalmente al canciller austríaco Dollfus a pasar el
verano con él en su mansión romañesca. Fue la forma que tuvo el fascismo romano
de dejarle claro al fascismo alemán que seguía considerándose garante de la
independencia austríaca; algo que Hitler esperaba haber cauterizado durante la
visita de Venecia y que le obligaría a realizar todo el montaje de la Anschluss.
También durante esos días, Hitler cayó en
la cuenta de otro elemento más que, por si no tenía suficientes, lo empujaba
hacia la NCL. Aquel verano de 1934, la política monetaria del nazismo, que éste
había criticado tanto en otros gobiernos, había generado graves problemas en la
masa de recursos de la economía alemana. Cuando Hitler llegó al poder, el oro
en poder del Bundesbank cubría unos 920 millones de marcos. Pero en el verano
de 1934 esta cobertura era de apenas 150, lo cual quería decir que sólo el 5%
de las monedas en circulación estaba cubierto por las reservas.
Estas circunstancias significaban una cosa
para Hitler: quisiera o no, por mucho que, tal vez, lo desease ardientemente en
su fuero interno, él no podía convertir Alemania en el patio trasero de un
cuartel de las Juventudes Hitlerianas. Todos los ministros y altos funcionarios
nacionalsocialistas, desde Von Blomberg hasta Von Schacht, pasando por Von
Neurath o Franz Seldte, le eran necesarios.
De hecho, aquella sensación de
imprescindibilidad hacía a esos ministros no nazis muy temerarios a la hora de
defenderse. Eso fue lo que hizo, sin ir más lejos, Franz Seldte. Hasta aquel
momento, Seldte, antiguo jefe del Casco de Acero, había aceptado algunos hechos
«iluminados» por Röhm como parte del juego; entre ellos, incluso, la detención
de su camarada de los cascos, Theodor Duesterberg.
A principios de aquel mes de junio, el
prefecto de policía de Halle, notablemente coordinado con el NSDAP, había
prohibido a los cascos de acero entrar en el museo nacionalsocialista de la
localidad, aun llevando la camisa parda, siempre que llevasen algún otro
distintivo distinto del de las SA. Algunas viejas glorias de la primera guerra,
que eran el público habitual de los cascos, habían intentado burlar esta orden,
lo que había provocado conflictos.
El día 11 de junio, Franz Seldte se
desplazó a Magdeburgo, donde había sido retenido por unos guardias de asalto
durante algunas horas. Al parecer, querían impedir que tomase la palabra, como
estaba previsto, en una reunión del Stalhelm.
Era prefecto de Magdeburgo Konrad
Schragmüller (quien, por cierto, era hermano pequeño de una espía alemana de la
Gran Guerra, Elsbeth Schragmüller, más conocida la Señorita Doctora, o sea
Fräulein Doktor). Conrado ya era para entonces un alto mando de las SA.
Schragmüller permaneció ilocalizable cuando el ministro Seldte se puso como el
puma de Baracoa; y, con posterioridad, cuando apareció, pretendió explicar que
las secciones de asalto no habían reconocido al señor ministro, y prometió una
investigación que, sin embargo, a finales de junio, allá por ese 25 de los
discursos y los disgustos, no parecía haber siquiera empezado.
A esta astenia policial se unía, para el
Stalhelm, el agravante de que la prensa nada había dicho del gravísimo
incidente y, sin embargo, por esas mismas fechas se estaba cebando con el
conocido como affaire Kitzingen.
Kitzinguen es un pequeño pueblo pomeranio donde, por lo
general, no pasaba gran cosa (tiene unos 20.000 habitantes; es posible que hoy
tampoco pase mucho). El día 24 de junio, se celebró la típica parada militar en
la que participaban todas las fuerzas paramilitares representadas en el pueblo.
En el curso de la parada, el jefe local de las SA, un tal Matzahn, quiso dar
órdenes al jefe de la formación, miembro de la Asociación Nacionalsocialista de
Antiguos Combatientes. Este señor, jefe de sección del Stalhelm y del que he
podido averiguar se apellidaba Kammerow, lo mandó a la mierda. Comenzó una
pelea, que si hijo puta que si cabrón, y Kammerow saca la faca y apuñala al
joven y fogoso Matzahn, causándole la muerte (que, de todas formas, teniendo en
cuenta el fogoso temperamento del jovencito, la verdad es que el excombatiente
no hizo otra cosa que adelantar su encuentro con Widukind y los héroes
ariosóficos; pues con más que certeza podemos avizorar que un elemento como
Matzahn habría caído en la NCL sí, o sí).
La prensa nacionalsocialista se apresuró a
solicitar un juicio sumario, seguido de ejecución (como se ve, la demanda ya
proveía de la sentencia) en la persona de Kammerow. Juicio que sabemos que no
llegó, aunque cuando menos a mí me sea imposible deciros qué fue exactamente de
él. El NSDAP reclamaba también la clausura del Stalhelm, además de reprochar a
la derecha no nazi la tibieza con que informaba de este tema.
Será en este ambiente en el que, el día 28
de junio, apenas horas antes de la NCL, el ministro Seldte publique una nota de
prensa en la que afirma: «los Cascos de Acero se consideran una parte
integrante de la nueva Alemania. Rechazan el incidente de Kitzingen, pero no
aceptarán que éste sirva para tratarlos como un elemento de oposición. Nosotros
no queremos vernos implicados en luchas fratricidas. Exijo que se respete el
acuerdo que yo mismo firmé con Ernst Röhm el 28 de marzo de 1933».
Göbels quería una respuesta categórica del
canciller a esta nota de Seldte. Muy probablemente, porque conocía cuál era la
opinión de Röhm al respecto, y quería respetarla, tal vez por poner una pica
más en el Flandes de la izquierda nacionalsocialista, no fuese que finalmente
ganasen la partida. Pero Hitler no le hizo ni caso. Le contestó fríamente (y le
mintió): «nos ocuparemos de esto a la vuelta».
Decía «la vuelta» porque Hitler, una vez
más, se ausentaba de Berlín. Tenía una cita en Essen, en las factorías Krupp,
el día 28 de junio.
Se marchaba hecho un manojo de nervios.
Sabía lo que iba a hacer. Lo que no tenía tan claro, es cómo. En ese momento,
aunque en puridad ni Hitler lo supiese todavía, todo dependía de la cara que
pusiese un hombre westfalio entonces de 44 años, marcial, relativamente bien
parecido (su rostro podría pasar por el de cualquier secundario de películas
del Oeste), Cruz de Acero y Cruz de Honor por sus méritos en la Gran Guerra,
llamado Viktor Lutze.
Pero ya llegaremos a eso. Paciencia. De
momento, volemos hacia Essen, sentados junto a un Adolf Hitler que mira por la
ventana como si quisiera ahorrarse el diálogo con sus vecinos de asiento (es
eso exactamente lo que quiere), mientras mira el cielo y retuerce alguna
pequeña guedeja de su minúsculo bigote.
No le interrumpas. Está contando
cadáveres.
El día 28 de junio, mientras Hitler volaba
a Essen, comienza la Noche de los Cuchillos Largos propiamente dicha. Y
comienza con un acto que pasa casi desapercibido y del que Hitler no sólo está
informado, sino que sabe, mientras vuela en el avión que lo saca de Berlín, que
al día siguiente le van a entregar un informe estrechamente relacionado con
ello.
El día 28, a primera hora, el periodista
Edgar Julius Jung, jefe de prensa del vicecanciller Von Papen, es discretamente
secuestrado por la Gestapo.
Jung cometió el mismo error que cometen
muchos periodistas: no tener más vida que su trabajo. Esto se lo puso
relativamente fácil a Himmler. Cuando fue abordado por miembros de la Gestapo
que lo invitaron a irse con ellos, comenzó una ausencia de horas en la que muy
poca gente, en realidad, echó de menos al pobre Edgardo; sobre quien sí supo de
su desaparición hablaremos pronto, pero no para bien precisamente.
Desde hacía tiempo, Jung había asumido la
función de ser el enlace de Papen entre Neudeck y Berlín, así pues se pasaba el
día viajando de un sitio a otro; a nadie le extrañó no verlo en su entorno. ¿El
motivo del secuestro? Muy sencillo: Hitler le había dado órdenes tajantes de
Göring de que había que sacarle a hostias a Jung la información de dónde estaba,
y quién tenía, el testamento de Hindenburg. Así de claro. Le había dicho el
canciller a su mano derecha en la NCL que quería un informe por escrito en la
mañana del 29. Lo cual quiere decir que había que ser muy expeditivos al
presionar a Jung.
¿Dónde estaba Von Papen? Pues estaba
representando al gobierno en un congreso de alemanes en el exterior. En la
mañana del día 28, el vicecanciller recibió la angustiada visita de la señora
de la limpieza que trabajaba para Jung, que le dijo que se había encontrado el
apartamento hecho unos zorros y, para colmo, la palabra «Gestapo» escrita (más
que seguramente por Jung, al que tal vez dejaron entrar a mear antes de irse)
en el espejo del baño. Tal vez pensó (aunque yo lo dudo) en ponerse a
investigar, pero no contaba con que todo aquello lo estaba montando Himmler;
que para otras cosas no serviría, pero para las casualidades que no lo son, se
vestía por los pies. Casi inmediatamente después de esa entrevista, apareció un
enviado de la Cancillería, que le pedía disculpas al vicecanciller por aquel
atraco, pero le transmitía el deseo de Hitler de que lo sustituyese en el
famoso congresito de alemanes diasporados.
Lo que sigue no es que hable muy bien de
Von Papen. Lo que cabría esperar de él, teniendo en cuenta que Jung era su
perro fiel, que ya le había dado su vida y pronto le daría, además, su
existencia; y teniendo en cuenta que, con Hitler fuera de Berlín, aquel hombre
era la primera autoridad de Alemania, lo suyo habría sido que levantase un
teléfono, llamase a Göring, lo pusiera firmes y le conminase a liberar a Jung
en minutos tres. Pero no hizo nada de eso. Lo que hizo fue acudir al congreso
al que Hitler le pedía que fuese y, una vez allí, realizar un discurso
notablemente suave y comprensivo hacia los nazis; buscando, claramente, hacerse
perdonar lo de Marburgo. Hacerse perdonar el discurso que, bajo sus órdenes, le
había escrito Edgar Julius Jung.
Siempre he pensado, de verdad, que lo más
arrastrado que se puede ser en esta vida es la mano derecha de alguien de
poder. Mientras a tu jefe las cosas le van bien, tu vida es la hostia. Comes en
los mejores restaurantes, te salen amigos incluso entre tus declarados
enemigos, todo eso. Pero si un día el barco zozobra, es a ti a quien tu querido
amigo, tu querido jefe al que le has dado todo, echa primero por la borda. Esto
es, ya digo, muy común. Pero lo de Jung, es de traca. Y la reacción de Papen,
de traca y media.
Para desesperación de Papen, además,
cuando llega al congreso de marras se encuentra con que, al contrario de lo que
rezaba el programa, ni Göring ni Göbels están allí. A las primeras de cambio,
lo más parecido a un nazi con cresta de macho alfa que encuentra es Kurt
Schmidt, ministro de Economía; un hombre que sabe que su propia silla se está
moviendo. De hecho, Hitler se lo quiere cargar, y Kurt se lo va a poner muy
fácil: precisamente durante aquel acto del 28, Schmidt reventará de un ataque
al corazón que le obligará a guardar un amplio reposo que le facilitará las
cosas a Hitler, quien lo cesará por razones de salud y lo sustituirá por el
doctor Schacht.
También está por ahí Seldte; pero con
Kitzingen ha tenido más que suficiente, así pues las posibilidades de que haga
piña a favor de Papen son nulas.
Finalmente, Von Papen encuentra a Rudolf
Hess. Pero, por mucho que le pregunta y le inquiere sobre la situación, Hess
dice no saber nada de las intenciones de su jefe. La verdad es que a Hess hacer
de estúpido se le daba de coña.
Es en esas circunstancias, sabiendo más
que sospechando que su mano derecha ha sido secuestrada por Himmler, en las que
Papen pronuncia un discurso en el que, entre otras cosas, dice «los extranjeros
se han mostrado muy interesados estas últimas semanas por ciertas diferencias
de criterio que han surgido en el seno del gobierno. Estas personas normalmente
han llegado a conclusiones dictadas o por la maledicencia o por el
desconocimiento. Yo afirmo delante de vosotros que no existe ningún tipo de
duda: el Führer posee la confianza de toda la nación, y nosotros estamos
estrechamente unidos alrededor de él. Cualquier cálculo que se haga en el
extranjero fundado en pretendidas disensiones interiores no llevará sino a
adjudicarle a Alemania una política totalmente inexacta».
Como digo, una delicia trabajar para un
tipo así, tan valiente. Que, por cierto, tenía que saber, a ciencia cierta, que
soltando esas frases glamurosas, vergonzosamente pastueñas, no estaba haciendo
otra cosa que mandarle a Himmler el mensaje de que se podía cargar a Jung sin
problemas. El oído de Himmler, por supuesto, no falló.
¿Y Hitler? Pues algunas horas después de
que Papen tiemble en la tribuna de oradores, ya día 29, el canciller está
visitando la factoría de Alfred Krupp von Bohlen und Halbach. Si pudieseis ver
con paciencia las imágenes que por supuesto se tomaron de aquella visita,
observaréis que Hitler habla muy a menudo con Wilhelm Bruckner quien, como
siempre, está a su lado en ese tipo de actos. Se vuelve Hitler para saber sólo
una cosa: si ha llegado ya el informe de Göring. Bruckner se acerca a la oreja
izquierda del Führer para musitar: «Jung todavía no ha hablado». Yo creo que
han de ser pocas las escenas que ofrezca la Historia del jefe de un gobierno
esperando, impaciente, las noticias de la tortura e interrogatorio de la mano
derecha de su vicepresidente. Dislocad los hechos y pensarlos en términos de
hoy: Rajoy, la Sáenz de Santamaría... os ayudará a daros cuenta el nivel de
esquizofrenia que alcanzó la política en aquellos momentos.
Una de esas veces, Bruckner, que se ha
ausentado brevemente, trae un telegrama. A Hitler se le ilumina la faz. ¡Por
fin, las noticias de Göring! Pero Bruckner niega y aprieta los labios.
El telegrama viene de Wiessee. Es de Röhm.
El jefe de las SA reclama confirmación de
la hora a la que Hitler llegará a la reunión con jefes de las secciones de
asalto que, como ya hemos dicho, debe celebrarse antes de la desmovilización de
julio, al día siguiente. Röhm, siempre en todo, dice en el telegrama: «he
encargado un menú vegetariano en previsión de que llegues antes de la comida».
Quiere la casualidad que en ese mismo
momento, el señor Krupp esté tratando de decirle algo a Hitler. Ese algo es
que, er, mi Führer, ya tu sabes, er, la ley prevé que en las factorías, o sea,
en las factorías, también en las mías que están trabajando, mi Führer, para el
rearme de Alemania, pues, tú sabes, la ley dice, er, que a los obreros que sean
de las SA y que pretexten, o sea, cualquier cosa para no venir a trabajar, pues
que hay que dejarles ir. Y que esto, er, mi Führer, es un problema.
Hitler se para, lo mira de hito en hito
(es de suponer que Krupp se caga un poquito; pero eso no lo sabemos), y dice:
«las SA van a ser desmovilizadas. Pronto no habrá ejercicios ni marchas a las
que se puedan escaquear.»
La visita termina sin que Bruckner anuncie
la llegada de noticias de Berlín. Para entonces, Hitler es una puta bomba de
ardillas con los estómagos petados de jalapeños. Le cuesta concentrar sus
pensamientos, le cuesta seguir el hilo de lo que le dicen. Es como un autómata,
porque en realidad está pensando en otra cosa. Sin saber quién tiene el
testamento de Hindenburg, a quién hay que matar, la NCL pierde la mitad de su
razón de ser. Con los minutos, eso sí, se da cuenta de que todavía queda la
otra mitad. Y, sobre todo, que él ha alcanzado eso que los pilotos de avión
llaman la velocidad de no retorno, ésa en la que, o despegas, o te la pegas.
Tal y como yo lo veo, el Hitler que, en la mañana del día 29, está oyendo sin
escuchar las plúmbeas explicaciones técnicas del señor Krupp, no puede estar
del todo seguro del montaje de la NCL. Es decir: si el tomador actual del
testamento de Hindenburg sobrevive a la matanza, siempre puede encontrar la
forma de hacer llegar el documento, por ejemplo, a Von Blomberg, y colocar al
Ejército en la disyuntiva entre aceptar las condiciones impuestas por la
violencia de las SS (ejecutoras de la Noche), o las marcadas por el Presidente
de la nación en su última voluntad política. Esta es la razón de que Hitler
necesite saber quién tiene el papel y, sobre todo, si lo tiene Von Papen;
porque sabe que cargarse a su vicecanciller es un paso muy arriesgado que le
puede salir muy mal si los alemanes católicos deciden no creerse toda la basura
que, en ese caso, los nazis habrían elaborado para demostrar que el vicecanciller
estaba traicionando a la nación y bla.
Tengo por probable, aunque lógicamente no
puedo demostrarlo (Hitler no suele responder a las ouijas), que la reflexión
estratégica de Hitler fue tal que así:
1) Voy a sufrir una encerrona en la
reunión de jefes de las SA. Las posibilidades son muchas, pero la más probable
es que Röhm me rodee con sus mandos, haga algún tipo de demostración de fuerza
y, acto seguido, reclame de mí un acto público inconfundible. Podría ser, por
ejemplo, anunciar la inmediata integración de las SA en las Fuerzas Armadas,
conservando los galones.
2) Por lo tanto, esta reunión,
simplemente, no puede producirse. De otra forma, yo podría entrar en ella
Führer y salir pelele.
3) No sé dónde está el testamento de
Hindenburg. Pero el peligro real es que quien lo tenga se lo haga llegar a
Blomberg. Si se lo entrega a alguien fuera de Alemania, me la pela: diré que es
una falsificación. Toda Alemania lo dirá. Y la Iglesia no se va a quemar las
manos por esto.
4) Si el problema es Blomberg y las
fuerzas armadas, no hay que olvidar que, si sigo adelante, en 48 horas me
deberán una muy gorda. Sus incentivos para seguir conmigo serán muchos; y los
de que pelear para sustituirme por un Kronprintz que es una incógnita,
pocos.
Rápidamente, Adolf Hitler escoge un
restaurante, a la orilla del río. Le dice a Bruckner que llame allí para
reservarlo (no una mesa: el restaurante completo). Y pide el coche. Krupp
esperaba alojarlo en sus propios aposentos, pero Hitler se niega educadamente.
Quiere ir a lo que la Historia conoce como el albergue de Godesberg, a orillas
del Rhin. Se llama restaurante de las Limas, y será famoso por dos veces. Una,
en 1938, porque será allí donde Hitler reciba a Neville Chamberlain para hablar
de Checoslovaquia. Otra, en 1934, por lo que nos hemos comprometido a contar en
estas notas.
Hitler se sentó al borde de una de las
mesas de la terraza del restaurante Las Limas que dominaba el poderoso Rhin,
sin que pareciese importarle la soledad de las otras decenas de mesas completamente
vacías. Tras observar cómo Bruckner desaparecía dentro del edificio, a la
búsqueda de un teléfono que le permitiese conectar con Berlín, se entretuvo
charlando con el dueño del restaurante. De hecho, éste diría en el futuro que
fue una conversación muy casual, en la que Hitler se interesó por su familia y
por la marcha del negocio, en la que el buen hombre sacó la impresión de un
interlocutor tranquilo y relajado; en realidad, Adolf Hitler estaba muy lejos
de responder a esa descripción.
Repentinamente, con un gesto imperioso,
Hitler pidió silencio y se quedó pensando, delante del hombre con el que
charlaba. Éste no lo supo, obviamente, pero en ese momento, tal vez por esa
eficiencia que le añade al cerebro el relajo de una conversación casual, el
canciller de Alemania había calzado la última pieza del puzzle que necesitaba
para cuadrar la Noche de los Cuchillos Largos.
Los divulgadores científicos suelen contar
que algunos de los grandes descubrimientos de la física o de la química se
produjeron cuando sus descubridores se encontraban en una situación totalmente
ajena a la reflexión: por ejemplo, en el autobús camino de casa. A Hitler le
pasó algo parecido. En medio de una discusión de nula importancia sobre el
precio de la ensalada de arenques, había caído en una cosa que alguien le había
comentado ese día de pasada: el obergruppenführer de las SA Viktor
Luzte, comandante de las fuerzas de asalto en el gau de Hannover, se
encontraba muy cerca de donde estaba él, aunque a punto de coger un tren hacia
Munich, puesto que éste era el lugar designado para la reunión de altos mandos
de las SA.
Hitler se dio cuenta de que era a Lutze a
quien necesitaba ahora. Como hemos dicho, era alto mando de las SA, y también
estaba físicamente cerca. Además, de los diez obergruppenführer de las
fuerzas de asalto de Röhm, era de los menos conocidos; de hecho, su popularidad
no superaba los límites de Hannover. No se le conocían historias personales
raras o escandalosas, y su discreción era bien conocida (su nombre no aparecía
en ninguna de las cartas intervenidas por Himmler). Su llegada a las SA y su
desarrollo personal en ellas no estaba relacionada con los viejos halcones de
las fuerzas de asalto, como Heines, o Helldorf, o Hans-Adam Otto von Heydebreck
(otra de las víctimas de la NCL); nada hacía presagiar que le profesase un
especial cariño u obediencia, ni a Röhm ni al resto. De hecho, Röhm se había
quejado recientemente a Hitler de su falta de iniciativa.
Hitler sabía que esto mismo: alguien
plano, sin iniciativa, sin especiales ambiciones personales ni tampoco
fidelidades, era la persona ideal para ser colocada al frente de las SA, y
desmantelarlas.
Hitler hizo llamar a Bruckner, y le dio
instrucciones precisas de telefonear a Hannover para, una vez obtenida allí la
información de dónde estaba Lutze en ese momento, hacerlo ir a Godesberg. A
cualquier hora. Él esperaría en aquella terraza el tiempo que fuese necesario.
Hitler cenó aquella noche en la terraza,
en la compañía de Wilhelm Bruckner y del mando de la SS Josef Dietrich. Ambos
tenían muchas horas de vuelo de compañía con su jefe y, por lo tanto, sabían
bien que era un momento que requería de silencio; eso es lo que le brindaron.
Sin embargo, en un determinado momento de
la cena, Hitler preguntó la hora y se volvió a poner nervioso. No entendía que
no le llegase ninguna noticia de Berlín. Estaba Bruckner a punto de levantarse
para ir de nuevo al teléfono, cuando un coche se paró delante del restaurante.
Los tres se miraron: aunque lo deseasen, no podía ser Lutze. Tendría que haber
estado a sólo unas manzanas del restaurante como para tener tiempo de llegar
tan rápido.
Y no se equivocaban, porque no era Lutze.
Era Göbels.
El ministro de Propaganda había salido de
Berlín a mediodía y se había dirigido a Essen, donde se había encontrado con
que, contrariamente a lo que él sabía, Hitler no se había alojado en los
aposentos de Krupp, sino que se había ido a Godesberg. Ni corto ni perezoso,
hizo que le diesen un auto para poder ir allí. Se bajó el vehículo pálido y
sudoroso y cojeó con toda la rapidez que pudo hasta la terraza donde lo
esperaba Hitler (bueno; «lo esperaba» es una licencia poética).
Göbels estaba allí, sin duda, para
protegerse. Aunque no lo sepamos con seguridad, es probable que las noticias
del discurso de Papen, más otras más precisas que pudo recibir de algunos de
sus canales de información, le convencieron de que la reunión de Munich no iba
a tener lugar, porque Hitler iba a cargarse a sus integrantes antes de que
empezase. En esas circunstancias, con seguridad, rebrotaron sus temores de que
la reacción hitleriana acabase afectando a todos los apóstoles de la segunda
revolución, a toda la izquierda del Partido Nazi; y eso le incluía a él. Así
pues, hizo lo único que sabía hacer, que era estar cerca del que mandaba,
Hitler, para poder controlar, o cuando menos prever, sus movimientos y, por
supuesto, tener la ocasión de mostrarse como un devoto partidario de las
medidas que tomase el canciller.
Traía Göbels, a buen seguro, una elaborada
y ensayada explicación de por qué estaba allí cuando no había sido reclamado
por Hitler. Pero no pudo hacer uso de ella. Hitler lo recibió con ojos fríos,
no le dio la mano, y se limitó a preguntar: «¿Me trae usted los informes de
Göring?»
En ese momento, Göbels se quedó sin
palabras. Pensó: no sólo no traigo los informes de los cojones; es que, además,
no se me ha ocurrido informar a Göring de que venía, cosa que el puto gordo
seguro que se lo canta al Jefe en cuanto tenga ocasión.
De una situación así, alguien como Göbels
sólo podía salir de una manera: contando milongas. Y eso fue exactamente lo que
hizo, practicando una estrategia muy típica de los timadores, consistente en
contarle a alguien lo que sabe haciéndole creer que se entera por él. El
ministro de Propaganda, por lo tanto, comenzó a extenderse sobre una serie de
«indicios» y «hechos preocupantes» que había comenzado a conocer nada más producirse
la visita de Hitler a Neudeck (de esta manera, insinuaba sin decir que se
trataba de una reacción a su acercamiento a Von Blomberg) y que todo indicaba
que algo iba a pasar y, por eso, se había presentado.
Todo aquello era farfolla. El problema de
Göbels era, seguía siendo desde hacía días, que, por carecer él de fuerzas
propias, armadas o de policía, no tenía información. No sabía todavía de qué
pie cojeaba la estrategia de Hitler. Él había colaborado con Göring en el acoso
y derribo a Von Papen; pero también se había acercado a Röhm, a quien de hecho
había prometido el apoyo de la prensa de partido en su pelea contra el
Stalhelm. Esto quiere decir que, conforme fuesen las cosas, podía ser premiado
en la misma medida que castigado, y por eso quería expresar su fidelidad al
Führer en persona. Estar con él.
Siguiendo con sus evidentes habilidades de
timador, Göbels consigue que poco a poco Hitler le muestre lo que quiere saber
y, tras algunos minutos de conversación, ya tiene claro que la opción del Führer
es inequívoca en favor de las Fuerzas Armadas y en contra de Röhm; a partir de
ese momento, su discurso no tendrá otra función que apuntarse a ese carro. Le
describe al canciller un Berlín triste y peligrosamente dividido por distintas
facciones, así como los escándalos producidos por las fiestas de Röhm.
Hinchando el perro, le dice a Hitler que Röhm difícilmente se abatirá como jefe
de las SA, aunque caiga sobre él la campaña de prensa que el Führer le acaba de
ordenar, y que no le importará abocar al país a una guerra civil.
Hitler, notablemente influido por su
estado de nervios, se cree todas las historias que le cuela su ministro de
Propaganda. Le pregunta si ha visto recientemente a Röhm. Göbels le miente y le
dice que no. Hitler retruca: «aun así: ¿tú lo crees capaz de asesinarme?»
Göbels no responde. No ha querido ir tan
lejos, pero quien sí lo ha hecho es Hitler. Suenan las campanas. Medianoche.
Cuatro hombres: Hitler, Göbels, Bruckner y Dietrich, se miran sin saber qué
decir. En ese momento, se oye un ruido, y un bulto sale de las sombras. Un
bulto en camisa parda. En el estado de excitación en que estaban los cuatro
hombres del restaurante, que acababan de dar por cierta la posibilidad de que
alguien intentase el asesinato de Hitler, tuvo suerte de que no le disparasen
allí mismo, sin preguntar.
El obergruppenführer Viktor Lutze
acaba de llegar a Godesberg.
Cuando se da cuenta de quién es, Hitler se
acerca al mando de las SA. Lutze es más alto que él (no era difícil) y lo mira
con reverencia y el gesto duro de arriba a abajo. Hitler le ofrece una mano y,
cuando el SA se la estrecha, une su otra mano al saludo, en un gesto de
cercanía.
«Obergruppenführer Lutze», dice
Hitler: «¿puedo contar con su fidelidad sin fisuras?»
Lutze se cuadra.
«¡A sus órdenes, mi Führer!»
Hitler se vuelve hacia Dietrich y le pide
que le traiga papel y pluma. Allí mismo, sobre una mesa del restaurante,
redacta el decreto de cese de Röhm como jefe de las SA y el de nombramiento de
Lutze. El segundo de los borradores, por cierto, establece claramente que el
nuevo jefe de Estado Mayor de las SA no tendrá sitio en el consejo de
ministros.
Lutze asiste a la escena pálido y
extrañadísimo. Pero fiel a su personalidad, hombre de pocas palabras, no dice
nada.
Es tan profundo el silencio de Lutze que
ni siquiera plantea una cuestión obvia que con seguridad tiene en la cabeza:
¿cómo se va a llevar a cabo la transmisión de poderes? Es Hitler, de hecho,
quien saca el tema. Göbels se apresura a decirle que no se le ocurra hacerlo en
la reunión de Munich.
Alguien (considerando las personalidades
presentes, yo apostaría por Dietrich) sugiere que lo principal es coger a Röhm,
y a las gentes que podrían serle fieles, por sorpresa. Hitler admite que es así
y, consecuentemente, concluye que es necesario arrestar a Röhm, así como a sus
altos mandos. Hitler se vuelve hacia Bruckner y le ordena localizar en Munich
al ministro del Interior de Baviera.
Es en ese momento cuando, por fin, sonará
el teléfono. Una llamada desde Berlín, con Göring al aparato.
Cuando la NCL sea una realidad y sea
necesario justificarla, Hitler explicará lo que pasó tal que así: a eso de la
una de la mañana recibió una llamada de Berlín que le advirtió de un movimiento
sedicioso en Munich, en el marco del cual se estaban acumulando una serie de
tropas de asalto, que llegarían a Munich a las cuatro de la mañana, para lo
cual ya habían incautado varios camiones. A primera hora de la mañana, esas
tropas iban a proceder a la ocupación de los ministerios bávaros. Dado que
todos los mandos de las SA estaban en Wiessee con Röhm, ninguno de ellos podría
estar encargado de coordinar la operación. Para este trabajo, Hitler «eligió» a
Karl Ernst, el amigo de Edmund Heines. Lo cual era una mentira, y gorda: Ernst
estaba en Bremen, tras haber conseguido escaquearse de la reunión de Munich
dado que acababa de casarse, esperando para embarcar hacia las islas Canarias, donde
esperaba pasar su luna de miel. Nunca fue: lo detuvieron allí. Con la operación
de colocarle el marrón a Ernst, ya lo hemos dicho, Hitler mataba dos pájaros de
un tiro: también se quitaba de encima a alguien que sabía muchas cosas sobre el
incendio del Reichstag.
En todo caso, la conversación que según
Hitler fue provocada por Göring, en realidad, como ya sabemos, fue provocada
por él mismo; y no giró en torno a presuntos movimientos que no se estaban
produciendo, sino a la persona del pobre Jung. El periodista había cantado,
finalmente, así pues Göring pudo contarle a Hitler cuál era el contenido del
testamento; ése fue el momento en el que el canciller nacionalsocialista se dio
cuenta de que estaba en serio peligro de perder todo aquello por lo que había
luchado.
Así las cosas, el líder nazi reacciona
ordenando a Göring que en la mañana siguiente pase al ataque, sin especificar
muy bien cuáles son los objetivos.
Pocos minutos después, Adolf Wagner,
ministro del Interior de Baviera, llama al albergue de Godesberg. Para
entonces, la Noche de los Cuchillos Largos está ya en su punto de no retorno.
Cuando Alfred Wagner llamó, entre
angustiado y extrañado, al teléfono que le habían dado y donde le aseguraron
que hablaría con el canciller Adolf Hitler en persona, no estaba solo en su
despacho. Le acompañaban Ludwig Ernst August Schneidhuber, a la sazón obergruppenführer
de las SA bávaras y al tiempo prefecto de policía de Munich; así como el gruppenführer
Wilhelm Schmidt, comandante de la guarnición muniquesa de la guardia de
asalto. La llamada urgente que exigía de Wagner una conversación con Hitler les
cogió discutiendo los aspectos organizativos de la reunión del día siguiente,
esto es la reunión de Hitler con los jefes de las SA.
Es por la razón de este ambiente muy
especial que, tal vez, debamos entender que el pobre Wagner, inicialmente, no
comprendiese bien lo que Hitler le dijo. Bueno, eso y que lo que Hitler le
estaba contando era, verdaderamente, difícil de creer. Además, debemos contar
con que el canciller tampoco debió hablar con mucha parsimonia.
Caminando con dificultad por un tupido
bosque de frases mediadas, expresiones soeces y mucha confusión en el habla, Wagner
terminó por entender que, según Hitler, las secciones de asalto de Munich
habían sido puestas en estado de alerta por Schneidhuber; que el canciller
consideraba ese movimiento erróneo, puesto que las SA habían sido
desmovilizadas; y que había tomado la decisión de poner firmes a unos
cuantos camisas pardas en la reunión del día siguiente (aunque, en realidad,
los puso en posición horizontal). Conforme la conversación fue avanzando, a
Wagner se le fue cayendo el velo, y de paso los cataplines. Nada más colgar,
previno a Schneidhuber y Schmidt de que Hitler le había transmitido una orden
terminante de desmovilizar a todas las unidades de las SA de Munich, y que
ambos, o sea el jefe de grupo y el oberjefe, estaban citados para
reunirse con el mismísimo Hitler nada más llegase al edificio del Ministerio
del Interior bávaro. Llegaría, había dicho, esa misma noche.
En este caso, lo que decía Hitler era
verdad. Schneidhuber había ordenado la movilización de las SA, y ahora se daba
cuenta de que había sido un poco imprudente al hacerlo. No obstante lo dicho,
no compartía la inquietud (mejor llamémosle histeria, que a las cosas mejor es
designarlas por su nombre) de Wagner y, de hecho, dijo dos o tres veces, con
total tranquilidad, que pensaba defender su actuación ante Hitler en cuanto
éste llegase. Parece ser que le dijo a Wagner: «sí, está colérico [haceros,
pues, una idea de cómo se desempeñó Hitler por el teléfono]; pero se le pasará.
En cuanto pase un rato en la mansión parda, ya verás cómo verá con claridad
dónde tiene a sus verdaderos amigos».
Schmidt era de la misma opinión que su
superior jerárquico. Él también pensaba que en cuanto llegase Hitler, entre
camaradas, se entenderían. El único que no creía en eso era el que había
hablado directamente con Hitler; o sea, el que se había comido el marrón.
Wagner no cesaba de repetir: «ha dado órdenes muy concretas, y no podemos ni
pensar en no cumplirlas». Los otros fumaban indolentes y le miraban como si
fuera retrasado mental.
Están los dos camisas pardas en ese juego
de tú es que eres medio tonto, macho, cuando vuelve a sonar el teléfono.
Es Hitler.
Lo primero que hace el canciller es
preguntar si se han cumplido sus órdenes. Que no se han cumplido, porque
quienes tienen que hacerlo siguen fumando a su bola en el despacho, esperando
que llegue el de bigotes para convencerlo de que exagera. Wagner, que está al
teléfono, siente que su médula espinal se licúa cuando escucha a Hitler decir
que ha dado la orden de que un batallón de las SS se desplace desde la Alemania
norteña a Munich para relevar a las unidades de las SA, y que ha cursado
órdenes urgentes en Berlín a Rudolf Hess para que se desplace a la capital
bávara. Vuelve a preguntar si se han cumplido sus órdenes. Adolf Wagner, con un
hilillo de voz nada wagneriano, reconoce que no.
Si estás reproduciendo, como en una
película de cine, la escena dentro de tu cabeza, supongo que considerarás que
lo que viene detrás es un estallido hitleriano de ésos que se han hecho
famosos. Pero te equivocas. Hay un punto en la excitación en el que ésta es ya
tan intenta, tan insoportable, que la persona no estalla, sino todo lo
contrario.
Al otro lado de la línea se oye, metálica
y fría, la tranquila voz de Hitler.
«Señor ministro, proceda inmediatamente a
arrestar al obergruppenführer Schneidhuber y al gruppenführer Schmidt.»
Wagner obedece y anuncia a dos extrañados
jefes de asalto que están arrestados. Ni Schneidhuber ni Schmidt, en realidad,
se resisten. Es probable que hubieran podido escapar; pero es que, simple y
llanamente, no se creen que estén arrestados. No se creen que Hitler vaya
contra ellos. Ni siquiera entienden que estén en peligro cuando oyen que Wagner
se pone en contacto con el standartenführer de las SS Emil Maurice. De
hecho, los dos SA se ríen. Maurice, nazi de primera hora, fue el jefe de la
primera sección de las SA en 1921. Sin embargo, cierta estupidez congénita y
mucha incapacidad organizativa y de mando provoca que, en el momento en que las
secciones pasaron de 300 personas, hubiese que apartarlo del mando, hasta
sacarlo de las SA. En el momento de los hechos que relatamos, Maurice, que en
realidad es nada más y nada menos que el predecesor de Röhm, lejos de ostentar
ese perfil legendario entre los guardias de asalto, es despreciado por ellos,
que lo consideran una especie de paniaguado de las SS. Repleto de resentimiento
hacia todos esos arios de anchas espaldas que ahora mismo se están riendo de
él. En las próximas horas, se cobrará buena cuenta.
Emil Maurice aparece por el Ministerio del
Interior bávaro en un abrir y cerrar de ojos; como si llevase toda la vida
esperando ser llamado para laminar a los putos camisas pardas. Le acompañan
tres nacionalsocialistas de primera hora como él: Walter Buch, Hermann Esser y
Christian Weber. Los cuatro tienen ganas de venganza. El 9 de noviembre de
1923, se alzaron con Hitler y con muchas de las personas a las que matarán esa
noche. Pero es que entre 1923 y 1934 han pasado muchas cosas. Ellos se han
visto hundidos en puestos sin importancia en la SS, que entonces no tiene ni de
lejos la importancia que tendrá después; mientras que otros compañeros de
aquella movida han medrado con su camisa parda, han llegado a mandar sobre miles
de hombres, y les miran, literalmente, por encima del hombro. Ellos sueñan con
borrarles su puta sonrisa de la cara de un tiro. Y lo harán.
Wagner llama a los cuarteles del Ejército
y lo moviliza. Los soldados toman las estaciones y el centro de la ciudad. Allí
donde los oficiales se encuentran destacamentos de las SA, les invitan, de buen
rollito, a dejarles a ellos la labor. Las secciones de asalto lo aceptan con
normalidad. La gente no sabe lo que está pasando.
El avión de Hitler llega a Munich a las
cuatro de la mañana.
En el aeropuerto, un enviado de Wagner
informa a Hitler, sobre todo, de la desmovilización de las SA, sustituidas por
el ejército o por las SS, y del arresto de los dos mandos. Göbels, Lutze,
Dietrich, Bruckner y Hitler cruzan en coche una ciudad aparentemente tranquila,
hasta llegar a la sede del Ministerio del Interior bávaro.
A la entrada de Hitler en el despacho
donde se encuentran Schneidhuber y Schmidt, los dos se levantan y se cuadran.
Asombrados, comienzan a recibir la cascada de injurias e insultos de su
canciller. Personalmente, agarra sus galones, y se los arranca.
A partir de aquí, hay varios relatos.
Algunos de estos relatos hablan de que uno
de ellos, Schmidt, realiza un movimiento de defensa, probablemente automático.
Hitler echa mano de su revolver. «¡Me quiere asesinar!» Saca el arma. Y,
verdaderamente, probablemente habría disparado. Pero allí está Maurice, y Emil
por los cojones le va a dejar a alguien ese placer.
Schmidt cae muerto delante de Hitler.
Schneidhuber, que lo ve todo, por fin se cae del guindo y grita algo que no
pocos europeos piensan ya entonces, y pensarán muy pronto: «¡Estáis loco!» Es
lo último que dice; las SS se cobran la segunda pieza de la noche.
Según otros relatos, la escena que acabo
de describir ocurre hasta el arrancamiento de los galones, pero los dos SA son
trasladados a la prisión de Stadelheim, y posteriormente fusilados. Esta
versión, más civilizada, es, por lo que yo puedo ver, la prevalente hoy en las
redes; ciertamente, la otra proviene de fuentes contemporáneas,
fundamentalmente Otto Strasser, que hay gente que suele poner en duda; es
posible, ciertamente, que forme parte del imaginario hitleriano según el cual
el canciller alemán disfrutaba con la contemplación del sufrimiento y la muerte
de sus enemigos, hasta el punto, dicen estas teorías, de haber hecho filmar el
ahorcamiento de algunos para poder verlo repetidas veces. A mi modo de ver,
resulta difícil descartar ninguna de las dos versiones. Que la escenita del
Ministerio con muerte súbita es posible, lo es. Que también lo es, considerando
la personalidad de Hitler, que no se quisiese manchar las manos y,
consecuentemente, contando con una fuerza mayoritaria, hiciese detener a
aquellos hombres sin más, también. El problema de la Noche de los Cuchillos
Largos es que es una noche tan caótica, tan documentalmente manipulada, que por
ser, ser, todo es posible.
Sea cual sea la escena, todos sus
testigos, una vez ocurrida, están un poco asombrados y sin palabras. Pero el
primero que recupera el uso del lenguaje, cómo no, es Göbels. Ahora lo tiene
claro. Ahora, lo que hasta el momento eran hipótesis más o menos ciertas, es la
certitud absoluta: Hitler ha venido a Munich a hacer una masacre, y no se va a
detener. Esto es una ola; y lo que hay que hacer es cabalgarla.
«¡Es necesaria una depuración total!»,
grita bien alto, para que todo el mundo le oiga.
En la habitación todo el mundo piensa en
una persona: Ernst Röhm. Es obvio que aún no lo sabe, pero dos mandos de su
tropa acaban de ser asesinados (o arrestados para serlo), en puridad sin
existir razón alguna; todo eso, además, lo han hecho las SS. Esta es la típica
cosa que el jefe de Estado Mayor de las SA no puede perdonar, ni transar, ni
nada que se le parezca: atacará. Y, precisamente por eso, hace falta
inmovilizarlo lo antes posible.
Ahora más frío y seguro de sí mismo, Adolf
Hitler ordena el arresto de Röhm. Wiessee está a unas cinco horas de Munich. Si
sus captores salen ahora, todavía lo cogerán durmiendo.
Josef Göbels, por su parte, aprovecha que
Hitler se ha focalizado y ya sólo piensa en Wiessee, para hacer algo que sabe
que tiene que hacer. Se acerca a Adolf Wagner y le desliza una lista de nombres
que acaba de escribir apresuradamente en un papel. Personas, le dice, que de
buena fuente se sabe ligadas a la conspiración muniquesa, y que será necesario
«limpiar» esa noche. En esa lista, por supuesto, no hay conspiradores. Están
todas las personas que Göbels es capaz de recordar podrían algún día contar o
testificar que lo vieron con Röhm en algún momento de ese mes de junio en el
que, según le ha asegurado a Hitler en Godesberg, no le vio. Después de la NCL,
nadie volverá a saber nada de ellos.
Hitler quiere ir a Wiessee y,
consecuentemente, Göbels afirma que se va con él. Ni de coña permitirá el
ministro de Propaganda que el canciller y el jefe de Estado Mayor de las SA
puedan llegar a verse en solitario. Demasiado riesgo de que Hitler acabe por enterarse
de cosas que no debe saber. Hitler no hace gesto alguno de decirle que no. La
verdad es que está sobreexcitado. Sale del Ministerio a paso nervioso y se sube
en el primer coche que les está esperando, al lado del conductor. Detrás de él
irán Bruckner y Dietrich. En un segundo coche se colocan Göbels, Maurice, Buch
y Esser. Ya le habría gustado al ministro otra distribución de viajeros; pero
esa noche le ha tocado ir con los carniceros.
Hacen falta más hombres. Pero van
apareciendo, porque Maurice ya ha cursado órdenes. La mayoría viene en taxis
que han requisado. Cuando Hitler considera que hay suficientes pistolas
presentes, ordena salir.
En Munich quedan Wagner y Lutze, esperando
a Hess, que vuela desde Berlín. Los tres, cuando llegue el lugarteniente de
Hitler, deberán ocupar la mansión parda de las SA muniquesas, donde grupos de
guardias se encuentran concentrados, bebiendo y esperando. A partir de las
cinco de la mañana, Wagner convertirá la mansión parda en el Hotel California:
todo el que quiera entrar puede hacerlo, pero nadie puede salir. En ese
momento, ni siquiera los SS que cumplen esa orden saben que se va a producir
una matanza. En realidad, creen que el sellado del edificio obedece a una orden
que busca acopiar cuantas más personas mejor para que en la mañana siguiente
vitoreen a Hitler.
A primera hora de la mañana, Hans Erwin
von Spreti Weilbach, standartenführer de las SA en Munich, y también el
mando de las SA al que le han dado en Wiessee una habitación más cerca de la
puerta, se despierta de su sueño de una forma brusca, a empellones. Son un
grupo de SS, con sus uniformes negros, quienes con mala gana lo sacan de la
cama y allí mismo, mientras él les mira en calzoncillos, le comunican que está
arrestado.
Hitler ha llegado a la casa de Röhm.
Maurice y Bruckner son los dos oficiales
que llegan con Hitler y toman el mando de la operación de penetración en la
casa parda de Wiessee. Después de Spreti, detienen a Heines, que duerme en el
dormitorio de al lado con su chófer. Parece ser que Heines trató de coger su
revólver, razón por la cual Maurice disparó el suyo. Fue sacado de la mansión
herido y murió al tiempo; o tal vez murió ya mismo en la mansión.
Otto Strasser dejó escrito que Hitler fue
hacia la habitación de Röhm y que llamó a la puerta. Según esta versión, el
jefe de Estado Mayor de las SA habría creído que, simplemente, el canciller
llegaba antes de lo que él esperaba, pero al abrir se lo encontró soltando por
la boca todo tipo de insultos. Una vez más, es una versión posible, aunque no
sé si la tengo yo por probable. Por muchas ganas que le tuviese Hitler a Röhm,
cuadra mucho mejor con su personalidad el haber dejado hacer a otros el arresto
del máximo responsable de las SA. De hecho, todas las personas que rodeaban a
Hitler, notablemente los SS, no habrían hecho su trabajo si le hubiesen
permitido ir en plan pecholobo a enfrentarse con Röhm cara a cara.
Lo que sí tiene más visos de ser cierto es
que, una vez procedidas las detenciones, y cuando la pequeña tropa acopiada por
Hitler salía de la mansión, se produjo una situación que, de haber ocurrido
algo antes en el tiempo, tal vez habría cambiado el tono de la Noche de los
Cuchillos Largos: se dieron de bruces con la guardia personal de Röhm. Los
miembros de esta tropa, que llegaban de la calle, se bajaron de sus camiones,
pálidos y sorprendidos por encontrarse ahí a la última persona que esperarían,
tan de mañana. Hitler, esta vez sin perder la calma, les ordena que entreguen
sus armas a la SS, que se metan en los camiones y sigan camino hasta Munich.
Afortunadamente para él, le obedecen sin rechistar; es, desde luego, lo que el
propio Röhm les ha enseñado que deben hacer.
Una vez superado el obstáculo de la
guardia de Röhm, las fuerzas de Hitler salieron de nuevo hacia Munich, muy
atentas a la carretera; su plan era ir interceptando los coches de diferentes
jefes de las SA, que sabían que en esos momentos se estarían desplazando hacia
Munich. De esa forma, contaban con poder detenerlos de manera aislada, sin que
éstos se pudiesen concertar.
El primer coche interceptado fue el de
Peter von Heydebreck, obergruppenführer de Pomerania. Von Heydebreck,
mutilado de guerra, quintaesenciaba la alianza del viejo ejército prusiano de
toda la vida con el nacionalsocialismo. En los complejos años veinte, había
tenido su propia tropa paramilitar, los conocidos como cazadores de Heydebreck,
que había hecho importantes servicios a un NSDAP entonces todavía invertebrado.
La relación con Hitler era tan estrecha que, apenas tres semanas antes, el
canciller había decidido cambiar el nombre de un pueblo fronterizo con Polonia,
cuyo topónimo consideró tenía demasiados elementos eslavos, por el nombre de Heydebreck.
Todo eso, sin embargo, no le impidió fusilarlo por alta traición.
En Munich, mientras tanto, hemos dejado a
Hesse, a Luzte y al bueno de Adolf Wagner, que no se había visto en una como
ésta, ni esperaba verse, en toda su vida. Para entonces, entre los tres han
montado, fundamentalmente, un dispositivo especial en la estación de tren. La
han tomado, a medias, el ejército y la SS, con los uniformados de negro
recorriendo los andenes constantemente. A la llegada de los trenes de Berlín,
la SS se colocó en las puertas de los vagones, empeñada en reconocer a los
miembros de las SA. Cuando eran efectivamente reconocidos, se los llevaban de
mejores o peores maneras.
Todos estos standartenfürer y sturmführer,
la inmensa mayoría de los cuales se avino a ser trasladado sin una mínima
queja, fueron directamente llevados a la prisión de Stadelheim, que será el
verdadero matadero de aquella movida. Una vez allí, no fueron muchos los que se
mosquearon (hombre, que te lleven a una cárcel, es normal que te mueva al
mosqueo). Incluso dieron en pensar, y en decir, que estaban siendo objeto de un
golpe de Estado comunista. Pero aquéllos que fueron llegando de la carretera,
que podían contar que habían sido enviados allí por el mismísimo Hitler, les
convencieron, lógicamente, de que no. Sin embargo, la llegada, que no tardó, de
la noticia del arresto de Röhm y la muerte (para entonces ya estaba muerto) de
Heines, comenzó a soliviantar los ánimos. Se empezaron a escuchar gritos de que
Hitler estaba contra las SA.
Más o menos a esa hora, Hitler estaba en
el despacho del alcaide de la prisión, dictando un telegrama a Göring en el que
le informaba de que, por orden suya, esa noche habían sido ejecutados los obergruppenführer
Schneidhuber, Heines, Von Heidebreck, Hans Hayn (otro hombre de perfil muy
parecido a Von Heydebreck: antiguo oficial de los cuerpos francos, había sido
camarada del célebre capitán Schlageter, que se decía fusilado en el Rühr por
los franceses, y que era un mito heroico del nacionalsocialismo; comandaba
todas las SA sajonas) y Fritz Ritter von Krauser (también veterano de guerra,
estaba destinado en el Estado Mayor de las SA, y solía sustituir a Röhm cuando
estaba inactivo), el gruppenführer Schmidt, y el standartenführer conde
Spreti. Este comunicado fue remitido cuando Heydebreck, Hayn, Krauser y Spreti
estaban vivos. Estaban, de hecho, junto con Röhm, en una habitación cercana.
Los fusilamientos de Stadelheim comenzaron
muy pronto. Las personas ejecutadas eran juzgadas por cortes marciales, pero
eso no significaba gran cosa. Hitler desplazó a Hess a la mansión parda de
Munich, donde les hizo un discurso a los SA allí retenidos en el que,
sustancialmente, les dijo: estáis todos prisioneros y sois todos sospechosos.
Se os irá interrogando, y a partir de ahí, se verá.
Llegada la mañana, en cualquier caso, las
escuadras de las SS se distribuyen por Munich, con instrucciones claras de que
las listas de traidores que se les han dado no son listas cerradas, y que
conviene ser creativos. El principal acicate de estas patotas de la muerte es
Josef Göbels, quien está especialmente interesado en que todos esos guardias
armados no hagan ni se hagan demasiadas preguntas a la hora de llevarse a según
qué gente por delante. Uno de estos grupos, de hecho, se dirige a un pequeño
restaurante de la ciudad, llamado algo así como El carrillón de las
salchichas, donde, de manera inopinada, se llevan al dueño y al sommelier.
Ambos son culpables del, en ese momento, gravísimo delito, de haber servido la
cena a Göbels y Röhm la última noche que se vieron y se hicieron pajas con la
segunda revolución. Nadie los volverá a ver vivos.
Hitler visita al general Franz Ritter von
Epp, Statthalter de Baviera, para informarle de todo lo que ha pasado.
Es de suponer que le presenta frente a un fait accompli sobre el cual el
militar preferirá mancharse las manos lo menos, mejor. Después vuelve al
ministerio del Interior, donde se reúne con Lutze, a quien dicta su primera
proclama como jefe de las SA, incluyendo doce puntos. Es un documento sin
fisuras, en el que Hitler reclama una obediencia ciega de todos los miembros de
las SA, y donde se dirige a los soldados de a pie tratando de ponerlos en
contra de sus mandos, sobre los que dice han traicionado la confianza de sus
subalternos mediante la vida muelle a la que se han entregado. «Es
escandaloso», brama Hitler mientras Luzte le sigue el ritmo como puede, «que se
sirvan de los recursos del Partido, recursos acopiados gracias a las
cotizaciones de gentes humildes que se privan de muchas cosas, para organizar
después ostentosas orgías.» Tras redactar el manifiesto, Hitler y Luzte se van a
la mansión parda muniquesa, para leérselo a los centenares de camisas pardas
que están allí retenidos.
Una vez leído el comunicado, Hitler lo
deja muy claro: podéis seguir apoyando a esos jefes que ahora están en
Stadelheim siendo juzgados por cortes sumarísimos y ejecutados, o afirmar
vuestra obediencia a mi persona. Y los miembros de las secciones de asalto, que
al fin y al cabo son humanos (y nacionalsocialistas), aclaman a su nuevo jefe,
Viktor Lutze, sin un pestañeo. La victoria del canciller es tan evidente que
Hitler da órdenes a las SS de abrir las puertas de la mansión. Eso sí, cada uno
de los miembros de las SA saldrá del edificio acompañado de dos de la SS, y
habiendo dejado dentro su uniforme pardo. Todos, al salir, juran que no
volverán a participar en acción alguna hasta que su jefe no les haya comunicado
la removilización de las secciones de asalto.
Y, mientras, ¿qué pasaba en Berlín?
En Berlín amanecía un precioso sábado de
verano. Las personas madrugaban para ir a sus trabajos, en los que terminarían
a mediodía, momento en el que la mayoría tenían pensado tomar el camino de las
afueras, para disfrutar del fin de semana. La prensa del día invitaba a
relajarse con sus noticias de una apreciable mejoría en el estado de salud del
Presidente Hindenburg.
Eso sí, los más observadores de entre
todos se darían cuenta de que ya a primera hora de la mañana había en la calle
más vehículos y efectivos de las SS de lo que se podía tomar por normal. A
media mañana, once horas más o menos, ya no se podía negar, por así decirlo,
que algo estaba pasando. Todo el mundo sabía que el epicentro de los problemas
era la Standartenstrasse, entonces una calle pituca y pija de aquel Berlín, que
daba al Tiergarten. Precisamente en el ángulo entre la calle y el Tiergarten se
encontraba el estado mayor de las SA berlinesas. De hecho, había sido por ello
que la calle había sido rebautizada, puesto que de toda la vida se había
llamado la Matthaikirchstrasse. En la misma calle se encontraban los locales
del Casco de Acero, la embajada de Italia, el consulado francés, y la mansión
donde residía normalmente Ernst Röhm.
A eso de las once, como hemos dicho, la
policía prusiana cerró la calle.
El cónsul francés, que como hemos dicho
reside en esa calle, se apercibe de que la han cerrado, así pues llama a la
embajada para saber si allí pueden darle razón de lo que está pasando. El
embajador no está (está en París), así pues le atiende el encargado de
negocios, quien le dice que acaba de llegar de la Wilhelmstrasse y puede asegurar
que allí no tienen información de nada raro (y no miente: no la tienen).
Esa mañana, además, en la embajada de
Italia, hay un desayuno formal convocado. Cuando la mujer del embajador se da
cuenta de que la calle está cerrada, comienza a ponerse nerviosa, preguntándose
cómo serán capaces de llegar sus invitados. Esta es, en realidad, la gran
dificultad que se encuentra la operación en Berlín, dado que el embajador llama
al ministerio de Asuntos Exteriores, el ministerio a la Policía... y, allí, los
hombres de Göring se disculpan diciendo que son unas comprobaciones en el Casco
de Acero, que terminarán pronto. Los hechos, sin embargo, captan la atención,
no sólo de los diplomáticos, sino de los propios periodistas extranjeros, y
pronto en la Wilhelmstrasse se encuentran un tanto acosados por las peticiones
de información. En el Ministerio, sin embargo, no saben nada, y repiten la
plana explicación que les han contado. Pero pronto, puesto que tienen
intervenidas las comunicaciones de las embajadas, escuchan una recibida por el
embajador francés, a quien informan desde el consulado de que han aparecido
policías en la terraza de la casa de Röhm.
En la Wilhelmstrasse, el secretario
general de Asuntos Extranjeros, que se llama Von Bulow, está intentando
comprender todos estos testimonios divergentes y confusos cuando recibe una
llamada del club de caballeros al que pertenece. Una llama urgente en la que un
confundido gerente le informa de que el vicepresidente del club, conde de
Alvensleben, ha sido arrestado. Bulow comprende e, inmediatamente, pregunta por
Von Papen. Se le informa de que la policía tiene su casa rodeada, y que también
se espera su arresto.
Estas noticias llevan al todo Berlín a
estar convencido, a mediodía, de que la segunda revolución de Göbels y Röhm ha
triunfado; un error de apreciación que será de gran utilidad para Hitler cuando
todo se aclare, pues hará a todo el mundo más proclive a aceptar los hechos
como un mal menor. Esta convicción será más profunda cuando los hombres de la
alta sociedad berlinesa tengan noticia de que el director general del
Ministerio de Trabajos Públicos, el doctor Erich von Klausener, considerado por
todos el portavoz de los alemanes católicos, ha sido asesinado en su propio
despacho, poco tiempo antes de dar una conferencia sobre obras hidráulicas, por
cuatro personas «disfrazadas de miembros de las SS».
En los círculos diplomáticos se extiende
la noticia del presunto arresto del general Von Schleicher. La inquietud
permanece hasta el anuncio de que Göring hará una declaración pública a las
siete de la tarde.
A las tres y media de la tarde de aquel
sábado berlinés, cuando ya todos los ciudadanos están fuera de sus trabajos, la
ciudad es un hervidero de rumores. En los cafés se dan por seguros los arrestos
de Röhm y de Schleicher, y se especula con que el propio Von Papen está también
retenido. Algunos dicen que Göbels también está detenido (rumor surgido del
hecho de que se ha podido comprobar que no está en Berlín; y, tal vez, también
alimentado por Göring, siempre proclive a darle por el orto a su
correligionario); otros que se trata de una acción de los nacionalsocialistas
contra el Casco de Acero y los monárquicos.
Como se puede ver, y es que es lo que
ocurre casi siempre, la verdad viene a ser una especie de macedonia de todas
las cosas que se dicen.
El tráfico del Tiergarten se ha desviado y
una parte de éste, de hecho, ha sido convertido en una especie de campamento
militar improvisado. Los pocos berlineses que se aventuran a preguntarle a la
policía qué está pasando son rechazados con malos modos; incluso se rifa alguna
que otra hostia. Todo será rumorología y nervios hasta que, en la tarde, casi
todos los periódicos saquen una edición especial informando de la destitución
de Röhm por Hitler, y su sustitución por Viktor Lutze.
A las cuatro de la tarde, Hermann Göring
atiende en el edificio de la Cancillería a los corresponsales extranjeros. Se
limita a decirles que al día siguiente por la mañana hará público un
comunicado; que hay una acción en curso, pero que precisamente porque está en
curso no puede dar detalles. Se limita a reconocer que Röhm ha sido detenido;
pero, al añadir que lo ha sido en compañía de otros oficiales, se niega a dar
los nombres de éstos.
Los periodistas le preguntan por Von
Schleicher. Hay que entender que, en ese momento, es la suerte del viejo
general la que importa más. A los corresponsales extranjeros, en ese momento,
les cuesta comprender, mucho más asumir, la magnitud de una pelea interna
dentro del nacionalsocialismo que haya alcanzado una magnitud tal como para
provocar arrestos, fusilamientos y asesinatos. Los informadores más bien creen
a quienes, en las cafeterías de los grandes hoteles, les han dicho que todo
esto es un golpe de Estado desde el Estado dado por Hitler para quitarse de en medio
a monárquicos (y es que lo fue) e, incluso, al propio Ejército. Göring, para
entonces, ya sabía que Schleicher y su mujer habían sido asesinados. Sin
embargo, se limitó a decir que, puesto que el general «estaba conspirando
contra la nación», había sido detenido; operación durante la cual se había
resistido. Todo el mundo comprendió.
En efecto, Brüning y Von Schleicher eran,
incluso más que Röhm, los dos grandes objetivos de Hitler y Göring. Al primero,
también lo hemos insinuado ya, es probable que lo previniese Göring para que
huyese, puesto que tenían una cordial relación que venía de antiguo. Al
segundo, sin embargo, no. Por eso, a las nueve de la mañana de aquel sábado, un
vehículo procedente de Berlín se había parado delante del chalet del general en
Neu-Babelsberg. Descendieron seis hombres, que penetraron en la casa hasta
llegar al salón, donde Schleicher desayunaba junto con su mujer y su hija de
dieciséis años (aunque algunas versiones dicen que la niña no estaba con
ellos). El caso es que, una vez confirmada la identidad, los hombres de la SS
abrieron fuego contra el general y, dado que la mujer se levantó para
protegerlo, se la llevaron también por delante.
Peor, según algunos relatos, fue la muerte
de Von Klausener. Una vez herido en su despacho, tardaría cosa de una hora en
morir, tiempo durante el cual los dos SS que habían hecho el trabajo no dejaron
entrar a nadie en el despacho. Klausener, católico practicante, pidió primero
hablar con el arzobispo de Berlín, amigo suyo; y, después, el auxilio
espiritual de un sacerdote. Ambas cosas se le negaron.
Por supuesto, en un día tan intenso como
aquél, hubo historias realmente rocambolescas. El comandante Gottfried Reinhold
Treviranus, que había sido ministro de Brüning y de Von Schleicher, viejo líder
parlamentario de la facción nacionalista del parlamento, salvó su vida por
haber abandonado su casa muy pronto aquella mañana. La policía lo estuvo
buscando y apenas dio con su pista a mediodía. Estaba en su club de tenis, en
Wannsee. Estaba, de hecho, en la pista de tenis jugando una partida, cuando la
SS vino a por él. Se apercibió de los hombres de negro hablando con el personal
del club y, al instante, se imaginó que lo querían trincar. Así pues, se excusó
con sus compañeros de partida, dejó la pista y, sudado y sin pasar por el
vestuario, se metió por los jardines del club hasta llegar al bosque que lo
rodeaba. Ocho horas más tarde, estaba en Inglaterra, donde se convertiría en
uno de los representantes del exilio alemán.
Mucho más gallarda es la historia del
general Ferdinand von Bredow; esto es así porque falleció en la Noche de los
Cuchillos Largos. Pero falleció, como fallecen los de Bilbao, porque le dio la
gana.
Von Bredow, no se sabe muy bien por qué
medio, había conseguido llegar a las cinco de la tarde de aquel infausto 30 de
junio sin haber sido descubierto. Y no estaba escondido. Estaba en su lugar
habitual de tertulia, el bar del Hotel Adlon, rodeado por algunos de sus
contertulios habituales. Para entonces, Von Bredow ya sabía que había muerto
Von Schleicher pues, como sabemos, una hora antes Göring lo había insinuado con
bastante claridad. Von Bredow y Schleicher habían sido compañeros tan estrechos
que no había que ser ningún lince para darse cuenta de que, si iban a por uno,
irían a por el otro.
Eso mismo pensó un diplomático extranjero
quien, tras saber que Bredow estaba en el hotel, fue a buscarlo. Cuando lo vio
y le preguntó si sabía la que se había montado, Von Bredow se limitó a
contestar tranquilamente: «Pues sí; y lo que me extraña es que estos cerdos no
me hayan matado todavía». Entonces el diplomático le dijo que tenía su coche en
la puerta del hotel, y que le invitaba a cenar en su casa. Von Bredow contestó:
«se lo agradezco mucho; pero es que esta mañana he salido demasiado pronto de
casa y ahora, que ya he podido ver a mis queridos amigos, quiero regresar».
Cuando le intimaron para que se salvase, se levantó, se alzó de hombros, y
dijo: «han matado a Von Schleicher, y Von Schleicher era el único hombre que
podría salvar a Alemania».
Nadie lo volvió a ver después de que
atravesó el umbral del hotel Adlon.
Cabe señalar, por cierto, que quienes no
sufrieron apenas violencia durante la Noche de los Cuchillos Largos, fueron los
judíos. Al parecer, únicamente en Franconia hubo algunos nacionalsocialistas
que, alarmados por las noticias de que Alemania estaba en peligro, que había
una conspiración, y tal, decidieron agredir a algunos judíos. En el resto de la
Alemania, la cosa no fue con ellos.
La Noche de los Cuchillos Largos, de
hecho, se extendió como una pandemia por toda Alemania. En Gleiwitz, el jefe de
policía local, Hans Ramshorn, mutilado de guerra y un auténtico camisa vieja
nazi, muere en su propio despacho bajo los disparos de unos «desconocidos». En Bremen,
como hemos comentado, el obergruppenführer Ernst está a punto de
embarcarse de luna de miel hacia el cacao maravillao canario, pero es arrestado
el mismo 30 de junio. Se da la circunstancia que el jefe de policía local que
lo detiene y lo envía a la muerte es el mismo que, doce horas antes, le ha
organizado una fiesta sorpresa de despedida.
Göring se atrevió incluso con la familia
real. El conocido como príncipe Auwie, Auguste Wilhelm de Hohenzollern,
fue inmovilizado en su propia casa y sometido a largos interrogatorios. Aunque
Göring, finalmente, considerando que había sido «más imprudente que culpable»
terminó por liberarlo, tras hacerle firmar una declaración en la que denunciaba
a un montón de sus amigos. Augusto Guillermo, haciendo gala de esa presencia de
ánimo y coherencia en las ideas de la que siempre han hecho galas las familias
reales, estuvo el 13 de julio en el Reichstag, escuchando el discurso de Hitler
sobre la Noche de los Cuchillos Largos; estuvo justo al lado del escaño vacío
de su amigo Ernst, para entonces ya muerto; y, por supuesto, aplaudió a rabiar.
Quizás la movida más gorda de la NCL fuera
de Berlín y Munich sea la que hubo en Breslau. Allá en Silesia había tres
mandamases nacionalsocialistas: nuestro amigo Heines, del que ya hemos hablado,
que era comandante de las SA y jefe de policía de Breslau. El segundo era un
nota acojonante, Udo von Woyrsch, que desplegaría muchas de sus habilidades
durante el Holocausto y entonces era jefe de las SS. Y, finalmente, Helmut
Bruckner, un viejo compañero de Hitler, que dirigía el NSDAP propiamente dicho
en la región.
Los tres compartían una característica: el
odio africano que sentían por los otros dos.
Von Woyrsch recibió en las primeras horas
del día 30, como otros muchos jefes de las SS, una comunicación de Himmler. En
la suya, se soltaban sapos y culebras sobre Heines y las SA; momento en el que
el esforzado jefe de las SS vio llegada su oportunidad. Ni corto ni perezoso,
asumió el mando de las fuerzas de policía, y se puso a trabajar. Lo primero que
hizo fue ir a por un viejo camarada de armas suyo, Eberhard von Wechmar, que
había asumido el mando de las SA en ausencia de Heines. En un par de horas, lo
había arrestado, y fusilado.
Estas acciones no se distinguen demasiado
de las hechas en otros lugares de Alemania. El problema de Woyrsch es que,
sobrado como estaba, no guardó las necesarias cautelas y cuidados, por lo que
sus acciones se hicieron tan evidentes que hasta las SA se dieron cuenta, con
lo que empezaron a ocupar sus cuarteles. Las SS hubieron de rodearlos allí y
sitiarlos durante más de dos horas, en lo que fue una auténtica batalla con
decenas de bajas. Esto convirtió Breslau en el único lugar en el que las SA
intentaron defenderse.
[Te estarás preguntando: ¿y Bruckner? Pues
lo mismo se preguntaba Woyrsch; pero no pudo cazarlo. Bruckner era un nazi de
ultraizquierda, de ésos que según la historiografía al gusto nunca existieron,
y tenía a Göbels por uno de sus maestros. Avisado con tiempo de la que quería
montar su enemigo el de las SS, tuvo la inteligencia de no unirse a las SA en
su lucha; cogió un coche para la capital y, una vez allí, al igual que su
mentor y maestro, se apuntó al bombardeo].
Los periódicos del 1 de julio serán los
primeros que comiencen a publicar listas de muertos. Desde el primer momento se
informa de la muerte de seis obergruppenführer de diez que tenía las SA:
Von Krauser, Ernst, Heines, Schneidhuber, Hayn y Von Heydebreck. A todos ellos
se unen los nombres de Schmidt y el conde Spreti. El comunicado oficial
prometido por Göring no dijo nada de Röhm pero sí, sin embargo, informaba de la
muerte de Von Schleicher, «muerto accidentalmente mientras intentaba oponerse
por la fuerza a las órdenes del Gobierno». Y dos huevos duros.
Nada se dijo, durante aquel día, ni de la
señora de Schleicher, ni de Von Klausener, ni de Georg von Detten, ni de Gregor
Strasser; todos ellos muertos en esas primeras horas.
Y, por supuesto, tampoco se informaba
sobre cuál era, exactamente, el peligro que se había cauterizado con aquella
acción.
El día 2 de julio, un comunicado público
del gobierno alemán informaba de que la operación que ahora conocemos como
Noche de los Cuchillos Largos había terminado. Al dar esa información, no se
aportó ninguna otra lista de víctimas distinta de la que ya habían publicado
los periódicos el día 1, y que era notablemente limitada. En realidad, de la
NCL cabe preguntarse, con cierta base, si alguna vez alguien llegó a tener toda
la información sobre sus víctimas. Es posible que ni siquiera Hitler la
tuviera.
La única persona que disfrutó la
deferencia de que su muerte fuese reconocida fue Ernst Röhm, cuya ejecución, si
bien no admitida, sí fue suficientemente sugerida en la nota del día 2.
La nota oficial de 2 de julio, en
cualquier caso, también ha servido para alimentar uno de los debates
colaterales de la Noche de los Cuchillos Largos que más atrae a muchas
personas: el papel de la homosexualidad. Sobre este punto, os diré lo que
pienso: pienso que la homosexualidad no tuvo nada que ver en la decisión de
ordenar y ejecutar la Noche de los Cuchillos Largos. Sí fue, en cambio, un
elemento de primera magnitud en la propaganda negativa orquestada por el
nacionalsocialismo contra detenidos y ejecutados, como, a mi modo de ver,
demuestra muy bien la nota del día 2, que dedica un tercio de su espacio a este
tema. Mi teoría particular es que Hitler y Göring conocían bien las tendencias
homosexuales de algunos de los mandos de las SA y las consecuentes derivas que
se producían en muchas de sus fiestas. Las conocían bien y, porque las conocían
bien, las utilizaron en contra de los detenidos. Todo lo demás, sobre todo la
teoría de que la NCL fue una movida que Hitler montó para esconder su propia
homosexualidad, me parecen interpretaciones demasiado forzadas. Si Hitler
hubiera sido homosexual activo habría podido serlo sin que se enterase nadie.
Röhm, si conocía dicha presunta tendencia, no tenía ningún aliciente para
hacerla pública; además de que anécdotas como la del discurso de Von Papen en
Marburgo demuestran muy bien que en aquella Alemania no era nada fácil hacer
públicas cosas que Hitler no quisiera que se supiesen. En todo caso, he
encontrado una versión teóricamente literal de la nota de prensa del día 2,
traducida al francés por la agencia Havas. Aquí os dejo mi versión en español:
Durante muchos meses, elementos aislados
han tratado de fomentar una oposición entre las secciones de asalto y el
Estado. La sospecha de que estos intentos provenían de un grupo limitado, de
una orientación determinada, se confirmó crecientemente. El jefe de Estado
Mayor Röhm, investido de la confianza total del Führer, no ha intentado
oponerse a estas tendencias y, sin duda, las favoreció. Sus malas tendencias,
bien conocidas, pesaban tanto sobre la situación que el Führer se hubo de
enfrentar a un grave conflicto de conciencia.
El jefe de Estado Mayor Röhm estaba en
relaciones con el general Von Schleicher a espaldas del Führer, por el
intermedio de una personalidad oscura, pero bien conocida, en Berlín. Estas
negociaciones fueron conocidas por una potencia extranjera y su representación
diplomática, hizo necesario intervenir, tanto desde el punto de vista del
Partido como del Estado.
Esta noche, a las dos horas, el Führer ha
ido en avión a Munich y ha ordenado la degradación y el arresto inmediato de
los jefes más comprometidos.
Durante los arrestos han tenido lugar
escenas tan punibles desde el punto de vista moral que no ha quedado lugar para
la piedad. Algunos de estos jefes de secciones de asalto tenían con ellos
jovencitos de costumbres especiales; uno de ellos fue sorprendido y detenido en
una actividad absolutamente repugnante. El Führer ha dado la orden de acabar
inmediatamente con este absceso pestilente. En el futuro no se debe permitir
que personas normales puedan verse comprometidas por las pasiones aberrantes de
otros. El Führer ha ordenado al ministro presidente de Prusia Göring para que
ejecute en Berlín la misma acción y de librarse en particular de los aliados
reaccionarios de este complot político.
Pero, bueno, todavía nos faltan algunos
pasos por dar. El día 5 de julio, el portavoz del Ministerio de Asuntos
Exteriores admitió ante la prensa extranjera que había habido otras ejecuciones
además de las oficialmente admitidas, aunque se apresuró a decir que no serían
más de diez personas (eran bastantes más). Hitler, por su parte, compareció en
el Reichstag para informar de la movida, momento en el que hablará de 76
muertes, de los cuales 19 eran altos jefes de las SA, 31 oficiales subalternos
de las guardias de asalto, y 3 miembros de las SS, 5 miembros del NSDAP. Dijo
también que 13 mandos de las SA o personalidades civiles habían fallecido por
resistirse a sus detenciones, a lo que había que unir dos suicidios. Por lo que
se refiere a los 3 miembros de la SS, habían sido, dijo, ejecutados por haberse
desempeñado con sus prisioneros con una crueldad y un desprecio fuera de todo
decoro.
Pero Hitler no dio los nombres. Ni los dio
entonces, ni nunca.
La prensa nacionalsocialista, por su
parte, comenzó ya el 1 de julio a publicar informaciones y artículos en los que
se defendía la idea de que había habido una potencia extranjera implicada en la
conspiración contra la cual se había dirigido la Noche de los Cuchillos Largos.
Se decía en los periódicos que a muchos detenidos se les habían intervenido
armas de esa potencia extranjera en sus casas; pero que las necesidades de la
política internacional aconsejaban al gobierno callar sobre la filiación de ese
socio.
Göbels, asimismo, hizo celebrarse
manifestaciones en todo el país, paralelas a la consabida campaña de
desprestigio de las víctimas en la prensa. Mientras tanto Hermann Göring se
ocupó del verdadero objetivo de todos aquellos movimientos: Neudeck.
Es importante tener en cuenta que a Otto
Meissner, secretario general de la Presidencia, le pilló el 30 de junio en
Berlín. Este dato nos da la medida de una más que probable confluencia con
Göring. Por si fuera ésta poco, también debe de tenerse en cuenta que el hijo
de Meissner era voluntario en las SS, y que participó en las acciones
represivas. Tendría lógica pensar que Göring organizó así las cosas para tener
a la familia totalmente relacionada con la NCL.
Meissner, desde Berlín, dio el día 30 una
orden imperiosa al chambelán de Hindenburg, el conde Schulenburg, en el sentido
de no permitir a ninguna persona ver al viejo mariscal sin el conocimiento del
secretario general. Así pues, aquel día 30, mientras todo el mundo se fijaba en
las detenciones y asesinatos, los nacionalsocialistas hicieron algo todavía más
importante para ellos, que era sellar a Hindenburg para que nadie pudiese
verlo. Himmler, de hecho, envió a varios SS a la residencia del Presidente, con
la orden de comprobar que esta orden se cumplía estrictamente. Y acertaron al
hacerlo, porque lo cierto es que Von Papen, cuando se dio cuenta de lo que
estaba pasando, se puso en contacto con un vecino de Hindenburg, el conde Elard
Kurt Maria Fürchtegott von Oldenburg-Januschau, al que encomendó la misión de
hablar con el Presidente con urgencia. Pero no le dejaron pasar, además con
recochineo, pues le dijeron que Hindenburg estaba demasiado débil para atender
a nadie, cuando esa misma mañana había recibido al rey de Siam.
Franz von Papen, beneficiario fundamental
del testamento de Hindenburg, estaba, como ya hemos dicho, prisionero de
facto en su casa de Berlín. A pesar de estar aislado, los
nacionalsocialistas permitieron que fuese informado de las muertes de Von Bose,
de Von Detten y de Jung. De hecho, fueron los mismos SS que lo vigilaban los
que se lo dijeron, además de añadirle que no esperaban nada más que una orden
de Hitler para añadirlo a la lista.
Hitler, sin embargo, probablemente nunca
pensó en matar a Papen. Lo conocía bien y sabía que era un acojonado. Alguien
como, por ejemplo, el general Von Schleicher jamás habría aceptado sobrevivir a
sus colaboradores más cercanos, y habría exigido seguir su suerte. Pero no Von
Papen. El vicecanciller quería vivir, y si para vivir tenía que dejar atrás a
tres personas que lo habían dado todo por él y que habían muerto como perros
por su causa, estaba dispuesto a hacerlo; y Hitler lo sabía. Le valía más vivo
que muerto y, de hecho, seguiría rindiéndole impagables servicios. Por lo
demás, matar a Papen, un hombre con fortísimas ligazones personales con el
Sarre, a pocos meses del crucial referendo en la zona, habría sido del género
estúpido.
Así las cosas, durante su comparecencia
del 13, Hitler saldrá en defensa cerrada de Von Papen, afirmando que, en
realidad, eran los conspiradores los que querían acabar con él. Si había sido
aislado, dijo, era para protegerlo; exactamente igual que la conservación de su
vida había exigido acabar con todas las personas de su entorno. A finales de
julio, Hitler nombró a Papen ministro alemán en Viena. Al político católico le
faltó tiempo para coger el tren.
En medio de toda esta conspiración de
balas y silencio, el entorno de Hindenburg, en total sintonía con Göring,
consiguió arrancarle al viejo presidente un telegrama oficial publicado el día
2 de julio. En dicha comunicación, Hindenburg se felicitaba porque «las
tentativas de alta traición han sido contestadas» y, dirigiéndose a Hitler, le
agradecía calurosamente «haber salvado al pueblo alemán de un gran peligro».
Casi al mismo tiempo, el general Von Blomberg lanzaba un comunicado en el que
afirmaba: «con la visión de un soldado y un coraje ejemplar, el Führer ha
atacado por sí mismo y ha derrotado a los traidores y los rebeldes. El
Ejército, que lleva las armas en favor de toda la nación y que permanece ajena
a las luchas políticas, valora la fidelidad del Führer».
Hindenburg murió el 2 de agosto de aquel
mismo año de 1934. Todas aquellas semanas se habían consumido en los vituperios
y acusaciones vertidos por la prensa nazi contra las víctimas de la NCL. A Von
Schleicher y Von Bredow decidieron, un tanto torpemente, acusarlos de haber
hecho extraños viajes a París; acusación que, además de inventada (no fue
difícil averiguar que ninguno de los dos había estado en Francia aquel año)
acabó por descubrir que la pérfida potencia extranjera a la que apuntaban los
alemanes era Francia. Esto tensó la cuerda diplomática entre ambos países, pero
pronto las prioridades cambiaron. El 25 de julio, Hitler intentó el golpe
fascista en Viena, que le salió mal a pesar de la muerte de Dollfuss, y
automáticamente los alemanes tuvieron que recular.
Este recule, sin embargo, afecta a la
política exterior. No a la interior. En la tarde del 1 de agosto, esto es en
las horas de espera para la muerte de Hindenburg, se aprobó una ley que, en su
artículo 1, venía a refundir las funciones de presidente y canciller en la
persona de Adolf Hitler. El Ejército prestó juramento de obediencia al nuevo
canciller-presidente a las nueve y media de la mañana del día 2; apenas media
hora después de que Hindenburg hubiese muerto.
El 3 de agosto, el gobierno cierra el círculo
con una nota de prensa en la que califica de rumores sin fundamento las
noticias de que Hindenburg ha dejado una última voluntad al pueblo alemán. El
testamento de Hindenburg ha dejado de existir (por el momento, como veremos); y
la única persona viva que podría desmentir este hecho está en la embajada
alemana en Viena, mirando debajo de la cama cada noche para comprobar que no
haya un miembro de las SS con una pistola en la mano.
El último paso de la Noche de los
Cuchillos Largos es el plebiscito de 19 de agosto. El 20 de julio de 1933, una
ley había modificado algunos aspectos de la Constitución de Weimar y, entre
estos cambios, había previsto la consulta al pueblo alemán en plebiscito.
Además, otra ley de 30 de enero de 1934 había dado al gobierno alemán plenos
poderes para modificar aquellos aspectos de la Constitución que considerase.
Fue de acuerdo con esta última ley que Hitler, el 1 de agosto, pudo suprimir la
Presidencia de la nación; y fue de acuerdo con la anterior por lo que, el mismo
día 2, convocó el referendo.
El 5 de agosto, fecha de las exequias de
Hindenburg en Tannenberg, Göbels perpetró una de sus típicas operaciones de
propaganda. Las radios alemanas, en ese día, difundieron la voz de Hindenburg
pidiendo el «Sí» para el referendo... de noviembre de 1933, en el que se
sometió la decisión alemana de abandonar la Sociedad de Naciones. La confusión
interesada sirvió para sustantivar la principal tesis de la prensa
nacionalsocialista, en el sentido de que Hindenburg, si estuviese vivo, sería
el primero en votar afirmativamente.
El 15 de agosto, en todo caso, los nazis
cambian de idea, y pasan de negar la existencia del testamento de Hindenburg a
informar al mundo de que Franz von Papen se lo ha facilitado, y que lo van a
publicar. Evidentemente, los textos que se publican son llamadas a Hitler para
que continúe la labor comenzada, y no contienen previsión alguna sobre su
sucesión. Con la obvia victoria en el referendo (este tipo de votaciones se
convocan siempre para ganarlas), el régimen nacionalsocialista adquiría plena
validez jurídica. Un proceso legal que no se comprende sin la Noche de los
Cuchillos Largos, pues la NCL no es otra cosa que la alimentación de la imagen
de Adolf Hitler como un político moderado amante del orden... sí, sí, ya
sé que, con lo que sabemos que pasó después, resulta difícil de creer en esto.
Pero la verdad es que, con la NCL, Hitler mató dos pájaros de un tiro: por una
parte (y no te olvides de que éste era el pájaro fundamental) cauterizó la
posibilidad de que una última voluntad de Hindenburg pudiese llevar al pueblo
alemán a alimentar un regreso de la monarquía o, en cualquier caso, otra cosa
distinta de la dictadura nazi; y, por otro, se libró de sus jonsistas, de sus
nazis de izquierdas, de sus patotas más violentas, quedando ante ese mismo
pueblo alemán, y ante Europa entera, como una persona deseosa de refrenar a sus
elementos más radicales. Durante el largo proceso que culmina en el estallido
de la segunda guerra mundial y que comienza con el golpe de Estado en Austria,
Hitler jugará constantemente con la carta de la NCL; dejará que sus radicales
afilen sus armas pero, al mismo tiempo, chantajeará a las cancillerías europeas
manejando la idea de que él es, en realidad, el único que puede pararlos. Para
cuando Europa se de cuenta de que el compromiso de Hitler con el orden es sólo
de boquilla, ni Austria ni Checoslovaquia existirán ya formalmente.
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