Hace ya un tiempo que tenía la intención de profundizar un poco más, y un poco más en serio, en la cuestión de las fuentes, digamos, filosóficas, del fascismo alemán. Las más de las veces, el fascismo, en tanto que elaboración sociopolitica de enormes tintes radicales, se limita a ser el aprovechamiento de un espacio que otros (las opciones ideológicas más habituales) dejan libre por cortedad, estupidez o circunstancias históricas varias. La ideología nazi, sin embargo, marca cierta excepción en esta regla. El nazismo es una especie de mutación de elementos que están presentes en el inconsciente colectivo alemán de tiempo atrás, pero notablemente durante el siglo XIX. El tal sentido, el nazismo, y es por ello que es importante conocerlo y estudiarlo (pues, entre otras cosas, puede, perfectamente, volver), responde a demandas e inquietudes existentes en la sociedad alemana de principios del siglo XX. Su éxito va mucho más allá del aprovechamiento de los sentimientos generados por la humillación del Tratado de Versalles, porque: a) dicha humillación fue mucho menor de lo que habitualmente se dice; b) en realidad, una de las razones de que estallase la Gran Guerra, que generó Versalles, es que ya entonces los alemanes se sentían humillados.
Una de las cosas que habitualmente no se citan es que durante el amplio rosario de discusiones colaterales a las reuniones internacionales producidas en el primer tercio del siglo XX, se produjo una curiosa discusión entre arqueólogos alemanes y polacos. Los arqueólogos alemanes pretendían demostrar que los utensilios hallados en los territorios situados al este del Rhin (extramuros del imperio romano, pues) demostraban la existencia de una civilización germánica, formada por muchos pueblos distintos pero germánica, desde esa orilla del Rhin hasta la mitad de Ucrania, más o menos. Los polacos defendían exactamente lo contrario: las características de lo desenterrado sugerían, para ellos, notables diferencias entre pueblos.
El sueño alemán de unificar eso que hoy llamamos Europa del Este bajo su imperio es un sueño muy antiguo y se enraiza en convicciónes que no inventaron los nazis. Convicciones no pocas veces más que discutibles, no pocas veces absurdas, en las que se mezclan, en increíble pastiche, la parasicología, los mitos arcanos, la Historia, el budismo, el antisemitismo, y la pura y simple gilipollez.
Este conjunto de artículos trata de describir lo principal de estas filosofías, acopiado durante un plácido verano. Pero porque en esa elaboración es fundamental, a mi modo de ver, la actitud antirracionalista, he creído necesario, antes de entrar en harina, escribir este primer post introductorio. De alguna manera, si te parece demasiado superferolítico, te lo puedes saltar.
Vamos a ello, pues.
Cada diez páginas con contenido que leo sobre el siglo XIX, crece un 1% mi convicción de lo difícil, prácticamente imposible, que resulta para el hombre moderno o contemporáneo entender las circunstancias en que se desarrolló dicho siglo desde un punto de vista social, reflexivo, político y cultural. De alguna manera, los hombres más lejanos a nosotros, los que vivieron antes de la Revolución Francesa, son tan distantes, que no nos cuesta asimilarlos. Para nosotros, es muy fácil entender que una vez hubo en la Tierra homínidos que eran capaces de comer carroña, porque están muy lejanos de nosotros, que no podemos soportar la carne podrida. La distancia, de extraña forma, apuntala la comprensión.
Una de las cosas que habitualmente no se citan es que durante el amplio rosario de discusiones colaterales a las reuniones internacionales producidas en el primer tercio del siglo XX, se produjo una curiosa discusión entre arqueólogos alemanes y polacos. Los arqueólogos alemanes pretendían demostrar que los utensilios hallados en los territorios situados al este del Rhin (extramuros del imperio romano, pues) demostraban la existencia de una civilización germánica, formada por muchos pueblos distintos pero germánica, desde esa orilla del Rhin hasta la mitad de Ucrania, más o menos. Los polacos defendían exactamente lo contrario: las características de lo desenterrado sugerían, para ellos, notables diferencias entre pueblos.
El sueño alemán de unificar eso que hoy llamamos Europa del Este bajo su imperio es un sueño muy antiguo y se enraiza en convicciónes que no inventaron los nazis. Convicciones no pocas veces más que discutibles, no pocas veces absurdas, en las que se mezclan, en increíble pastiche, la parasicología, los mitos arcanos, la Historia, el budismo, el antisemitismo, y la pura y simple gilipollez.
Este conjunto de artículos trata de describir lo principal de estas filosofías, acopiado durante un plácido verano. Pero porque en esa elaboración es fundamental, a mi modo de ver, la actitud antirracionalista, he creído necesario, antes de entrar en harina, escribir este primer post introductorio. De alguna manera, si te parece demasiado superferolítico, te lo puedes saltar.
Vamos a ello, pues.
Cada diez páginas con contenido que leo sobre el siglo XIX, crece un 1% mi convicción de lo difícil, prácticamente imposible, que resulta para el hombre moderno o contemporáneo entender las circunstancias en que se desarrolló dicho siglo desde un punto de vista social, reflexivo, político y cultural. De alguna manera, los hombres más lejanos a nosotros, los que vivieron antes de la Revolución Francesa, son tan distantes, que no nos cuesta asimilarlos. Para nosotros, es muy fácil entender que una vez hubo en la Tierra homínidos que eran capaces de comer carroña, porque están muy lejanos de nosotros, que no podemos soportar la carne podrida. La distancia, de extraña forma, apuntala la comprensión.
El siglo XIX, sin embargo, está en la
antesala de lo que somos nosotros mismos, y por eso mismo muchos somos incapaces de entenderlo propiamente, y lo reducimos a mecanismos de
pensamiento sencillos. Decimos: fue la victoria del librepensamiento
arreligioso, de la desamortización; olvidando que el poder religioso durante
todo el siglo es de gran magnitud y que cosas como la desamortización de los
bienes de la Iglesia era medida que venían reclamando de antiguo personas
pertenecientes a la propia Iglesia. Decimos: fue la victoria de la soberanía
popular, olvidando que durante todo el siglo XIX, especialmente antes de 1848
pero desde luego también después, sobrevivieron en el continente toneladas de
personas que no creían ni medio microgramo en la teoría de la soberanía
popular.
El siglo XIX, desde muchos puntos de
vista, es una capa geológica en la Historia de la civilización occidental donde
se localiza la fricción de varias placas tectónicas; fricción capaz de generar
enormes conflictos, antes y después del propio siglo. Las tres guerras civiles
españolas son hijas del siglo XIX; la descolonización es hija del siglo XIX; el
moderno capitalismo nace en el siglo XIX; la primera guerra mundial es la
neumonía mal curada de las relaciones internacionales tras el terremoto de la
guerra franco-prusiana.
Es por todo ello que ruego al lector que
haga un esfuerzo por tomarse en serio algunas de las cosas que va a leer entre
estas notas sobre la ariosofía. Entiéndeme: por tomar en serio no quiero decir
que te las creas, pues yo mismo, varias veces, me voy a burlar de ellas. Por
“tomar en serio” quiero decir que trates de darte cuenta de que no todas las
ideas de la ariosofía antirracionalista alemana de finales del siglo XIX están
provocadas por procesos de locura, subnormalidad rampante, o simple interés
crematístico por vender libros y hacerse famoso. Un parte muy importante de las
cosas que los ariósofos germánicos dijeron durante el siglo XIX tiene que ver
con un proceso más profundo, o mejor dos: el antirracionalismo, y el
nacionalismo. Son reacciones exageradas, pero no exentas de lógica.
Que el nacionalismo alemán se exacerba en
el siglo XIX es algo que probablemente no necesita de muchas explicaciones. La
eclosión de la nación prusiana como potencia centroeuropea tras la derrota de Napoleón
y, sobre todo, la de su sucesor en 1870, pavimenta el camino para la creación
de la vieja nación alemana; creación que, pronto lo recordaremos, se deja por
el camino a algunos de sus hijos y, además, aflorará el problema de que un
imperio tan nuevo carece de posesiones coloniales en número suficiente como
para ser económicamente viable como superpotencia. Elementos ambos que están en
la raíz del hípernacionalismo alemán que alimenta las teorías ariosóficas.
Más allá, sin embargo, es del antirracionalismo
de lo que me gustaría decir algunas cosas en este post, meramente introductorio de esta breve historia que, espero, convivirá con las andanzas de nuestro buen amigo Fra Girolamo Savonarola.
Para entender la lógica del racionalismo,
en mi opinión, no se puede sino echar mano de la enorme fricción creada en el
siglo XIX entre positivismo y antipositivismo. Como todos los tiempos son hijos
de su pasado, el siglo XIX es el hijo de la Ilustración y de cierta idea de ciencioptimismo
que permanece hasta el día presente. Es muy habitual, en tertulias
audiovisuales y productos similares, percibir la enorme seguridad en sí mismos
con que hablan biólogos, astrónomos o matemáticos; lo cual no es sino un
síntoma más de que los científicos han dejado, hace ya mucho tiempo, de leer
filosofía (y sus universidades de exigirles que la lean); lo cual es lo mismo
que decir que tienden a no ser conscientes de lo poco que saben.
A lo largo de los siglos XVIII y XIX, un
montón de cosas que el hombre había creído durante dos mil años gobernadas por
fuerzas telúricas o fruto del mero azar, fueron explicadas. Porciones
crecientes de la vida de los hombres comenzaron a ser expresadas en ecuaciones,
esto es, en procesos que se repetían siempre mediante dinámicas que el propio
ser humano podía conocer, ergo, algún día, gobernar. El siglo XIX es el siglo
en el que ingenieros y arquitectos sustituyen la experiencia por las matemáticas,
y éste es un proceso con muchísimas más derivaciones que el motor de explosión.
El mundo, repentinamente, es una realidad distinta, propia, con una existencia
que se produciría, también, sin el hombre, y reclama ser comprendido. Exigirle
a un campesino riojano del 1600 que fuese ecologista es un proceso tan absurdo
como intentar meter el mar en un cubo. Pero eso, ahora, ha cambiado. Y ese
cambio genera un choque de trenes, una fricción tectónica (y, de esto van estas
notas, teutónica) de 9 grados en la escala de Richter, entre dos visiones del
hombre. Porque el hombre era el mundo, pero en el siglo XIX aparecen unos tipos
que, de determinadas formas, van y dicen que el hombre es, simplemente, uno más
en el mundo.
Se han usado, que yo sepa, muchos puntos
de fricción para describir este proceso; quizá el más repetido, probablemente
por su honda carga religiosa (los cientifistas adoran los conflictos con la
religión), es la difícil imposición del darwinismo. Pero a mí me gusta citar
otro proceso, quizá por su carácter más etéreo: el fin del monopolio de la
geometría euclidiana.
Yo soy de letras, así pues voy a caminar
por este campo minado con mucho cuidadito para que luego ningún lector de
ciencias me pueda sacar los colores. En toda la geometría euclidiana, que no se
olvide parte de esas partículas elementales llamadas axiomas que no se
demuestran, había una proposición que intrigaba a los matemáticos de tiempo
atrás: la quinta o, como se le conoce normalmente, de las paralelas. Se refiere
a aquella que dice, si no recuerdo mal, que por un punto externo a una recta
transcurre una sola paralela a dicha recta (bueno, para ser exactos, postula que si una recta, al incidir sobre dos rectas, hace los ángulos internos del
mismo lado menores que dos rectos, las dos rectas prolongadas
indefinidamente se encontrarán en el lado en el que están los mentados ángulos menores que dos rectos).
Como digo, esta proposición venía
generando sus inquietudes. Según nos cuenta Hans Wussing en sus Lecciones
sobre Historia de las Matemáticas (en terreno enemigo, mejor citar las
lecturas propias) algunos científicos como el italiano Saccheri, abordaron la
metodología de tratar de liberar a Euclides del peso de la duda tratando de
partir de la base de que la proposición de las paralelas no era cierta y así
llegar a una contradicción.
Ya a finales del siglo XVIII (siendo un
adolescente), el famoso matemático alemán Gauss comenzó a preocuparse por el
asunto, aunque convencido de que partir de la base de que la proposición de las
paralelas era incierta, lejos de llevar a la confirmación de Euclides, adonde
llevaba era a demostrar que podían existir otras geometrías, las no
euclidianas. Lo cual suponía desligar dicha geometría del espacio real o, si se
prefiere, una experiencia positivista mediante la cual las cosas, o el propio
éter, existían de forma independiente a la forma en que el hombre las había
descrito.
En efecto. Las nuevas geometrías, de
existir, harían algo que, en su momento, era verdaderamente revolucionario:
negar a Kant. El filósofo alemán, ese hombre por el cual todos los vecinos
ponían en hora sus relojes dada la estricta, y exacta, disciplina de su paseo
diario (en toda su vida, sólo se retrasó el día que le llegaron las noticias de
la Revolución Francesa), era, en ese momento, el gran exponente de la filosofía
antropo-esencio-céntrica. Kant escribió en su Crítica de la Razón Pura
que “la geometría es la ciencia que determina las cualidades del espacio a
priori”; los hechos atenientes al mundo, por lo tanto, se comportaban como los atenientes
al hombre: obedeciendo a concepciones imperativas. El hombre concibe el mundo,
y el mundo le obedece siendo concebido. Si Kant hubiese leído un libro sobre
sistemas caóticos, supongo que habría tenido un ictus.
Cuando Gauss estaba pensando, porque lo
pensaba, que otras geometrías eran posibles, donde la proposición de las
paralelas no es cierta, estaba pensando que el mundo, el espacio, no tenía por
qué obedecer, ni obedecería, a una proposición del hombre. Una idea que hoy
parecerá tan obvia que, quizás, el lector piense: “pero, ¿por qué se extiende
JdJ en esta chorrada?” Éste será el indicio, querido lector, de que tienes
dificultades para entender el siglo XIX, y sus conflictos profundos.
Gauss dejó escrito que la geometría debía
de ser rebajada dos escalones en la ciencia, o sea no ser considerada tan
inmanente como la aritmética; pero lo escribió en cartas, porque nunca se
atrevió a poner esas ideas en un libro.
Gauss, con toda su fama, su prestigio y
su todo, jamás publicó un tratado de geometría no euclidiana. Y no lo hizo
porque temía el debate. Porque sabía que no sería sólo un debate matemático,
sino un debate filosófico. Un debate sobre los límites de la racionalidad o, si
se prefiere, el grado de humildad con que el hombre debe contemplar el mundo
que le rodea. El gran debate entre positivismo y antropocentrismo o, si se
prefiere, esencialismo.
Lo que Gauss no se atrevió a hacer lo
hizo, pero sólo con la puntita, el hijo de un amigo suyo, el matemático húngaro
Janos Bolyai. Bolyai estaba convencido de la existencia de las geometrías no
euclidianas y probablemente su padre, W. Farkas Bolyai, también. Pero su padre
no quería que publicase nada sobre la materia, por temor a la agria polémica; a
lo que Gauss llamaba “los gritos de los beocios”. Sin embargo, la juventud y el
sanguíneo carácter de Janos Bolyai (los matemáticos suelen ser desabridos, no
pocas veces incluso maleducados, defendiendo aquello en lo que creen), sus
ideas acabaron publicadas en el anexo a un libro de geometría de su padre.
Pocas veces se ha dado con tanta claridad el caso en el que el anexo de un
libro sea más importante que el libro en sí. Un texto en el que Bolyai se
refiere la proposición de las paralelas
como un “eclipse de sol”, que durante siglos no ha hecho sino absorber
inútilmente esfuerzos y energías de los científicos.
De una forma sarcásticamente simbólica,
en aquella Europa en la que acción y reacción se enfrentaban de una forma tan
radical, tuvo que ser en el país donde la reacción era más fuerte; el imperio
donde pervivía la esclavitud feudal, o sea Rusia, donde la luz de la geometría
euclidiana terminase por encenderse.
En 1807, desde la localidad de
Nijni-Novgorod, llegó a la relativamente modesta y moderna universidad de Kazan
un estudiante llamado Nicolai Ivanovich Lovachevski. El genio matemático de
Lovachevski era tanto y tan evidente que a los 23 años ya era profesor titular.
En el año 1826, con 33 años, Lovachevski
presenta ante la sociedad científica local de Kazan una comunicación sobre geometría.
En realidad, aquel papel no tendrá éxito alguno y sólo comenzará a ser
adecuadamente valorado en 1840, cuando un resumen del mismo sea publicado en
alemán y lo lea Gauss, reconociendo en aquellas páginas todo lo que él había
callado por miedo o por prudencia.
La metodología de Lovachevski se basó en
la jugada simple y conocida de partir de la base de que una recta tiene
infinitas paralelas que pasan por un punto no situado en ésta, y luego ver qué
pasaba con el resto del edificio de la geometría. Y descubrió,
sorprendentemente, que el edificio no se derrumbaba; simplemente, llegaba a
conclusiones distintas (como por ejemplo, nos recuerda Pierre Rousseau en su
casi novelesca Historie de la sciencie, que la suma de los ángulos de un
triángulo es inferior a 180 grados).
La magnitud de esta revolución es, a mi
modo de ver, casi imposible de entender por un humano contemporáneo; incluso me
atrevería a decir que menos aún si es versado en matemáticas. La lógica de las
cosas se mostraba indestructible pero, al mismo tiempo, aparecía como capaz de
construir realidades distintas a las que, Immanuel Kant dixit, el hombre
elabora por intuición. Ergo la intuición del hombre no gobierna el
mundo. Ahí fuera hay algo más que ella. Dimensiones que están más allá de las
que el hombre abarca. Hay una línea que comienza el primer día que Lovachevski
puso la pluma sobre el papel para vomitar en él sus circunvoluciones
cerebrales, y termina el día que Albert Einstein escribió que todo es relativo.
En 1846, el mismo año en el que
Lovachevski era desposeído, sin mayor explicación, de sus cargos públicos,
ingresaba en la universidad de Gotinga un joven verdaderamente extraño, un
joven que tenía enormes problemas para las relaciones interpersonales,
hipocondríaco casi hasta la locura, pero superdotado para las matemáticas. Ya
en Hannover, Bernard Riemann había sorprendido a sus maestros aprendiéndose de
memoria tomos de casi 1.000 páginas de matemáticas (entonces) avanzadas que
leía en la biblioteca colegial; en realidad, el único sitio donde estaba a
gusto.
Como eran tiempos en los que los
estudiantes que visitaban las bibliotecas eran respetados y no tratados como si
fuesen osos pandas con cola de cerdo por no gustar del botellón y la juerga,
Riemann tuvo, tanto en Hannover como en Gotinga, maestros que le supieron sacar
jugo, entre ellos el propio, y casi omnipresente, Gauss.
Cuando Riemann decidió enfrentarse a una
especie de oposición de profesor de matemáticas, tuvo que enfrentarse a un
examen en el que desarrollaría un tema elegido por su tribunal de entre tres
propuestos por él. El tercero de los temas que propuso, los fundamentos de la
geometría, estaba poco menos que de adorno; Riemann no podía ni imaginar que
sería el elegido. Pero los matemáticos de Gotinga estaban dominados por el
criterio de Gauss, y ése fue el que escogieron para su exposición.
Probablemente, Gauss tenía ya una idea clara de las posibilidades de aquel
joven matemático, y quería ver si llegaba más lejos que Lovachevski o Bolyai.
Y no defraudó. En su comunicación, leída
en julio de 1854, Riemann aumentaba la confusión. Euclides dijo que cada recta
tiene una paralela; Lovachevsky/Bolyai dijeron que infinitas; y Riemann,
finalmente, dobló la apuesta: ninguna. El alemán había llegado a otra geometría,
en la que los ángulos de un triángulo suman más de 180 grados y una línea no
puede prolongarse indefinidamente.
Pero lo más revolucionario de la
exposición riemanniana es que no se limitaba a desarrollar una geometría no
euclidiana, sino que, también, afirmaba que existía un entorno, digamos, real,
en el que se cumplía: la superficie de una esfera. Allí donde la línea recta es
sustituida por la curva y circular, que no puede tener paralelas porque los
círculos todos se cruzan (en los polos, creo).
En apenas 30 años del siglo XIX, pues,
donde había una geometría, de repente había tres: la euclidiana, con una
paralela; la hiperbólica, producida en el ámbito de lo que los geómetras llaman
una seudo esfera de curvatura constante negativa (y que no duele ni nada) e
infinitas paralelas; y la geometría elíptica y riemanniana, con ninguna
paralela.
¿Por qué me he empeñado en desapolillar
mis poco fructíferos conocimientos sobre las geometrías no euclidianas cuando
esta serie va de los fondos teóricos del nazismo como ideología racista? Pues
porque, ya lo he dicho, el que quizás es el primer y principal elemento de
estas teorías es el antirracionalismo. Y el antirracionalismo de la ariosofía
alemana, lejos de ser, a mi modo de ver, algo ilógico o artificialmente
radical, es una consecuencia lógica de su tiempo. Es el hijo del
hiperracionalismo.
Los hombres que construyeron el edificio
de la geometría no euclidiana eran matemáticos puros. Recorrían los caminos que
recorre normalmente un matemático, fluyendo siempre por el camino al que las
conclusiones le llevan. Pero el más brillante de todos ellos, el repelente
Gauss, callaba. Callaba porque sabía que todo aquello tenía más implicaciones
que las que cabe entresacar de la fría notación simbólica de los matemáticos.
La ciencia del siglo XIX obligó al hombre
a asomarse a un pozo que siempre había evitado: el pozo de la humildad. Y, una
vez allí, lo empujó al fondo. Pero el ser humano, simple y llamanente, no
estaba, en su inmensa mayoría, preparado para caer. Para asumir esa caída como
algo natural e incluso ilusionante. Así las cosas, muchos de los que muy a su
pesar, hubieron de vestir, en el siglo XIX, el sayal de la humildad humana, lo
hicieron reinterpretando las nuevas reglas de juego a su gusto.
Ésta es la razón por la cual el siglo
XIX, el siglo del positivismo, es también el siglo que ve nacer el
seudocientifismo. La mistabobía, la fabulación mágica, ahora basada en
conceptos que suenan a ciencia. El medium telequinésico que afirma que se puede
conectar con los espíritus está aprovechando el hecho de que la mayor parte de
los contemporáneos que le rodean son incapaces de entender que la telegrafía
sin hilos sea consecuencia de un proceso técnico que el simple hijo del
chatarrero puede desarrollar (si estudia ingeniería, claro). El charlatán de
feria rápidamente aprovecha la necesidad de los no euclidianos de postular la
existencia de otras dimensiones para jugar con ese concepto y afirmar que los
fantasmas existen, sólo que están “en otra dimensión”. Por todas estas
realidades serán, en no pocos casos, simples y puros ejemplos de la acción de
modernos timadores. Pero, en su fondo más profundo, son algo más; son un
proceso antirracionalista en el que el hombre que ha caído al pozo de la
humildad trata de salir de él, de volver a formular reglas por las cuales, de
nuevo, gobierna el mundo. Y, porque la nueva ciencia y el positivismo no le
dejan postular que hoy esté ejerciendo esta dominación, es por lo que se
produce el proceso romántico de recuperación del pasado: yo no domino el mundo
porque soy un humano de bajo nivel. Pero ellos, los anteriores; ellos, los
atlantes, los lemurianos, los arios originales, los seguidores de
Baldur-Chrestos, los wotanistas, los irministas, los alemanes originales, sí
que podían.
En mi actual punto de reflexión sobre
esta materia, cuando menos, la idea de la dominación aria del mundo, además de
tener una obvia conexión con el sentir nacionalista, no se puede explicar sólo
con este elemento. En el siglo XIX también eclosionaron como nacionalistas, por
poner un solo ejemplo, los catalanes; pero no se les ocurrió postular la
existencia de una raza catalana, existente desde decenas o centenares de miles
de años antes de Cristo (aunque, la verdad, el nacionalismo euskaldún sí que se
acerca a esta idea). Este elemento de más, este elemento que se suma en el caso
de las teorías ariosóficas y ariocéntricas, es el antirracionalismo. La
adopción, consciente y militante, de mecanismos de reflexión y explicación de
la realidad que, al tiempo que son seudocientíficos, son acientíficos,
viscerales, meramente intuitivos. Una forma de reinventar a Kant que
probablemente le habría hecho vomitar.
El hombre del siglo XIX se cayó de un
trono. La ariosofía alemana es un intento de volver a sentarse en él. Y las
consecuencias que, a largo plazo, tuvo dicho intento, son un argumento evidente
de lo importante que es, para el ser humano medio, que alguien le enseñe, más
pronto que tarde, a ser suficientemente humilde.
Magnífico. Ardo en deseos de leer la continuación.
ResponderBorrarGracias.
Con su permiso voy a aclarar el párrafo que comienza "Pero lo más revolucionario...."
ResponderBorrarEmpezamos: la distancia más corta entre dos puntos es la seguida por una línea recta; sobre una superficie en general se llama GEODESIA o RECTA (para no romper la costumbre)
En una esfera las geodésicas/rectas son los círculos máximos (contiene a puntos diametralmente opuestos).
Tome usted un círculo máximo, los meridianos son muy intuitivos, por ejemplo el meridiano cero, que es una "recta" en S2 (la esfera) cualquier otra recta que trace cortará en dos puntos a su meridiano, si además la recta elegida es otro meridiano los puntos de corte serán los polos.
Todas las rectas se cortan dos a dos, pero no necesariamente en el mismo punto, el concepto de paralela sigue existiendo, (rectas con los mismos vectores directores) pero se pueden cortar o no.
Impresionante. Aunque a algunos catalanes también se les ocurrió; léase La raza catalana de Francisco Caja, revelador ensayo en el que Caja acude a los textos originales. Los extractos son muy sorprendentes.
ResponderBorrarEl mejor de los artículos que he leído en este blog, realmente buenísimo.
ResponderBorrarExcepcional artículo, y valiente chapuzón en la piscina de la geometría. El único pero, es que me sabe un pelín injusto con los científicos ("Es muy habitual, en tertulias audiovisuales y productos similares, percibir la enorme seguridad en sí mismos con que hablan biólogos, astrónomos o matemáticos"). Esas tertulias son escenarios de divulgación para el público general. Imaginemos un astrofísico que, en lugar de salir y decir "el universo tiene 14.000 millones de años", use los cinco minutos de exposición que va a tener en decir "la edad del universo más consistente con los datos actuales es 14.000 millones de años, pero medidas del experimento X parecen sugerir 12.000, el experimento Y apunta a 16.000, la reinterpretación de los datos Y con la teoría Z daría 10.000..." etc. Como que no, ¿verdad? Pues ese es el tipo de discusión que está constantemente abierto en las publicaciones científicas.
ResponderBorrarLa base de todo científico que se precie sigue siendo la duda por sistema. Y no nos llevan a la tele a hablar de filosofía, pero con un café o unas cañas por delante, se puede descubrir que algunos leemos hasta Historia ;-)
No lo dudo, Saúl ;-)
BorrarYo soy de los que piensan que toda persona con un compromiso intelectual debería escoger un ámbito que no sea el suyo para leer sobre él de vez en cuando, y tratar de entenderlo. El mío son las matemáticas, las más de las veces. Y hay una cosa que yo creo que piensas, aunque no la has escrito, y si es así, tienes razón: si problemático es lo poco que los científicos leen de Humanidades, mucho más lo es lo poco que los aficionados a las Humanidades saben de ciencia.
Mi comentario tiene que ver con que, a veces, creo entender, en el tono con que los científicos y paracientíficos (porque hay académicos, como los sociólogos o los economistas, que gustan de verse como científicos, y en mi opinión no lo son) hablan de las cosas, un cierto hipercientifismo; una convicción de que la ciencia lo explica todo, o todo puede ser explicado con las herramientas de la ciencia. Neokantianismo inverso.
Por ver si consigo explicarme: a menudo, cuando estoy con científicos, me gusta pincharles hablándoles de la fe. No tardan mucho en decir que la fe es un concepto acientífico y en recordar las muchas tonterías (y burradas) que se han hecho en nombre de la fe.
BorrarEntonces yo les hablo de Carl Sagan, y de sus colegas. Los colegas que se reunieron a principios de los setenta en una especie de congreso y decidieron, manejando una ecuación que, sinceramente, me parece más que discutible, que TENÍA que haber vida ahí fuera, y que había que buscarla. El resultado de su convicción fue el proyecto SETI, en el que se han invertido toneladas de dinero que, salvo en algunas pelis de Hollywood, no han conseguido que escuchamos ninguna emisión alienígena.
Me divierte mucho el tono, entre cabreado y angustiado, que toma inmediatamente la conversación. Aunque es una pura boutade, una provocación. Pero el fondo de la provocación es: en el fondo, fondo, fondo, todo lo que tenían Sagan y los promotores de SETI, era fe. No tenían ni un puto dato.
La inmensa mayoría de los científicos entienden que cuando Arquímedes dijo "denme una palanca, y moveré el mundo", estaba utilizando una imagen, un símil. Pero hay científicos que, cuando los escuchas, te preguntas si sinceramente no creerán que Arquímedes se sentía capaz de modificar la órbita de la Tierra con un palo.
Error mío. Fue a principios de los sesenta, no setenta.
BorrarEn cuanto a mi hipercientifismo particular, acabas de hacerlo añicos: veo que eres capaz de leerme la mente ;-) Por otra parte, como has demostrado en esta entrada, queda muy claro que no hace falta saber calcular el tensor de Riemann para tener una idea clara de lo que se está hablando.
ResponderBorrarSagan y compañía: la ciencia no deja de ser una actividad humana (ejemplificado por los cada vez más numerosos casos de fraude), y como tal está hecha a menudo más con el corazón y la intuición que con el cerebro. Lo que no tiene nada de malo, y junto a grandes errores a llevado también a grandes descubrimientos. A falta de datos mejores, siempre y cuando se conserve el sentido crítico y se sepa reconocer un error, un poco de fe no hace daño... El problema es no querer luego admitirlo. Y no voy a mentar la teoría de cuerdas, que me pierdo...
Finalmente: pinchar y meter el dedo en la llaga de cada uno: muy fan :-D
No hace falta saber calcular el tensor de Riemann porque la ciencia, como las humanidades, son dos cosas, o dos vertientes.
BorrarLa matemática, en efecto, tiene una vertiente, llamémosle técnica. Ahí sólo pueden entrar los matemáticos, porque para ejercitar la técnica matemática hace falta saber utilizar las herramientas, ponerlas en relación.
Pero tiene otra vertiente, ¿cómo decirlo?: conceptual. Las matemáticas no son un elemento extraño que vive su vida en un universo paralelo. Las matemáticas son la vida o, casi mejor, la vida se mide gracias a las matemáticas. Decía Leibnitz que la música causa placer a los humanos porque es el único momento en el que cuentan sin saberlo. A Tales de Mileto ya le intrigaba la relación entre música y matemáticas y, last but not least, muchísimos matemáticos tañen, con gran habilidad, algún instrumento, y son enormes melómanos. Esto nos demuestra que hay una segunda dimensión en las matemáticas, una dimensión que, Leibnitz dixit, bien puede ser meramente intuitiva puesto que la ejerce el primer pazguato que escucha a Mozart y le gusta, y que nos lleva a algo fundamental: de alguna forma, sin saber, perdón, sin COMPRENDER algo de matemáticas, es imposible entender el mundo.
Pero es que igual ocurre con la Historia, con la (mal llamada) ciencia económica, la filosofía, la sicología, la lingüística. Toma, tan sólo, la última de la lista. Los lenguajes son diferentes porque el lenguaje es una estantería en la que colocas el mundo. Que las estanterías sean distintas te demuestra que hay muchas formas de ver el mundo. Y estudiar tu lenguaje, conocerlo, no cometer faltas de ortografía, saber expresarte, escribir y hablar con pulcritud, es necesario si, realmente, aspiras a ser alguien que sepa de qué va lo que ocurre dentro y fuera de su cuerpo.
Excelente artículo, como siempre. Querría aportar un pequeño cometario al tuyo sobre la fe y C. Sagan.
ResponderBorrarLa fe del creyente no es una opinión es una certeza (es decir: andando por un camino que se bifurca no es decir “creo que se va por la izquierda”; sino “se va por la izquierda”). En este sentido la fe es algo ajeno a la ciencia, puesto que la ciencia (al margen, o más bien a pesar, de la soberbia del científico que hable) parte de la duda que plantea hipótesis que falsar, en vez de la seguridad de una verdad revelada.
De esta manera la iniciativa SEPI, al margen de lo exótica que puede haber sido, es la más o menos acertada manera de probar una hipótesis de coetáneidad de civilizaciones tecnológicas extraterrestres.
Un saludo
Manuel
Pues claro, Manuel. Lo que podríamos denominar la "paradoja de Sagan" es, ya lo he escrito, una boutade, una provocación. Es obvio que Sagan habría sido capaz de ser consecuente con su espíritu científico y, si de alguna manera hubiera dado por desmentida la hipótesis de que puede haber vida inteligente en el Universo, habría sido el primero en reclamar la eliminación de SETI.
BorrarPero tú sabes que, como ya apunta Saúl en un comentario anterior, el método científico no "puede evitar" ser utilizado por hombres, lo cual quiere decir que la pasión y la capacidad de obnubilarse (que son mecanismos muy parecidos a la fe religiosa) acaben teniendo un papel en el desarrollo científico. En un rincón de este blog (http://historiasdehispania.blogspot.com.es/2008/11/mujeres-atmicas.html) hay un post dedicado a un personaje que siempre me ha fascinado, Ida Noddak; Noddak fue objeto, a mi modo de ver, de cierto proceso de "anti-fe"; la comunidad científica, en parte no podía, en parque no quería, creer en sus hipótesis. Como digo, ya lo ha apuntado Saúl, entre humanos, estas cosas son inevitables.
¡PLAS, PLAS, PLAS! (Aplauso estruendoso al comentario de JdJ de las 7:52.) No se puede decir mejor.
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ResponderBorrarExcelente artículo, una vez más. Solo una cosilla. Creo que Einstein jamás escribió la famosa frase que tanto gusta citar de "todo es relativo". De hecho los propios postulados de la relatividad (nombre que al propio Einstein le incomodaba bastante) dejan bien claro que hay al menos una magnitud que es igual para cualquier observador: la velocidad de la luz en el vacio.
ResponderBorrarPor otro lado, a mi modo de ver, el final de la intuición como via para intentar entender la naturaleza no termina con la relatividad, sino con la física cuántica.