Este capítulo sigue al texto introductorio.
Como ya he tratado de bosquejar en la introducción a estas notas, la segunda mitad del siglo XIX conforma un periodo de cambios fundamentales en la civilización europea; cambios que, habitualmente, son minusvalorados por aquéllos que piensan que todo lo relevante ocurrió durante el siglo XX.
Como ya he tratado de bosquejar en la introducción a estas notas, la segunda mitad del siglo XIX conforma un periodo de cambios fundamentales en la civilización europea; cambios que, habitualmente, son minusvalorados por aquéllos que piensan que todo lo relevante ocurrió durante el siglo XX.
El siglo XIX es el de la eclosión de las
tendencias liberales y democráticas, en paralelo a las de corte obrerista o,
como diríamos hoy, de izquierdas o de clase. Pero también es el teatro de otras
cosas. Para lo que aquí nos interesa, es el teatro de un proceso por el cual,
del estómago de Prusia, como en una escena de Alien, surge un monstruito
nuevo, que llamamos Estado alemán. La aparición de Alemania lo cambiará todo en
Europa. Cambiará definitivamente el papel internacional del papado
(paulatinamente, la vida de Europa pasará a estar protagonizada por potencias
no católicas, lo cual es una novedad en la Historia del continente); y
planteará un problema de gran calado, cual es cómo darle a esta nueva fuerza
surgida el natural espacio geopolítico que merece o cree merecer.
El relativo triunfo del liberalismo
deciminónico, por otra parte, no es tal. Identificar la caída de los esquemas
de Antiguo Régimen con el auge del liberalismo es un error bastante común. En
las primeras seis décadas del siglo XIX, arde definitivamente un orden de cosas
surgido del final de la Edad Media, cuando, como si de grupos mafiosos se
tratase, nobleza y corona acaban pactando un reparto del poder que evite que,
en la lucha por el mismo, ambos poderes acaben masacrándose. Sin embargo, el
Antiguo Régimen, como ocurre en muchas revoluciones (véase, sin ir más lejos,
las primaveras árabes), cae a manos y pies de fuerzas muy variopintas que, en
el segundo siguiente a la victoria, comienzan a plantear el problema del
reparto del nuevo poder. La liberación de todas estas fuerzas, que
repentinamente se expresan, fundan periódicos, envían voceros a los
parlamentos, genera un debate general que radicaliza mucho las posiciones en no
pocos casos. Por eso, el siglo XIX es un caldo de cultivo tan bueno para el
antirracionalismo, y para el racismo.
Este enfrentamiento de posiciones hará
que la proclamación del rey de Prusia como Kaiser del II Reich (1871), en
realidad plantee para eso que llamamos “los alemanes” más preguntas que
respuestas. Especialmente para el nacionalismo alemán, de corte fuertemente
conservador, el cual, a pesar de haber sido uno de los motores de la formación
de Alemania, se encontrará con que el Reich, como fruto de la necesaria
diplomacia pragmática, fallará a la hora de unificar a todos los alemanes y,
muy especialmente, los alemanes de Austria; que, en buena parte, así se
consideran, como décadas después Adolf Hitler no encontrará problema en
sentirse alemán, a pesar de haber nacido en Austria.
La denominada ariosofía, o filosofía que
está en el epicentro del pensamiento racista de los nacionalsocialistas
alemanes, bebe de estas tendencias que surgen de lo que podríamos llamar “el
desencanto alemán”: por un lado, un pangermanismo que propugna un cambio del
mapa europeo que unifique todos los territorios mayoritariamente poblados por
germanoparlantes; y, por otro, la denominada ideología völkisch (¿pueblófila?),
de radicales elementos ultraconservadores y antirracionalistas. Ambas
tendencias se cocerán, además, en un caldo de ideología seudomágica y
ocultista, de fácil asimilación con el movimiento völkisch, teniendo en
cuenta su antirracionalismo.
Cuando gobernantes y potencias europeas
se plantearon, en la segunda mitad del siglo XIX, que tenían que mutar en
sistemas distintos al Antiguo Régimen, se plantearon, inmediatamente, un
pregunta inevitable: “pero... ¿qué hacemos con la abuela?”. La abuela era el
vasto imperio, herencia de los Habsburgo, que ocupaba el Este del continente,
de norte a sur, del Adriático al Báltico. La solución fue un pastiche un
tanto torpe; tanto que, a su manera, acabaría generando una guerra mundial
(incluso, si nos ponemos estupendos, dos).
La Austria-Hungría europea ocupaba diez
nacionalidades distintas en su seno, entre las cuales los alemanes eran una
más. En la porción occidental del imperio, los alemanes eran el 38% de la
población; compartían suelo con checos, polacos, rutenos, eslovenos,
serbocroatas, italianos y rumanos. Como ya hemos dicho, aunque el proyecto de
Alemania quedó consolidado por la victoria de Prusia sobre Francia, en 1870,
cuatro años antes, tras la guerra prusiano-austriaca, la no integración de
Austria en el proyecto prusiano había sido decidida; dejando con ello pendiente
un concepto, u objetivo, del que ya se hablaba desde entonces: la Anchluss,
el reencuentro, la fusión entre Alemania y Austria.
Los movimientos nacionalistas alemanes
austriacos fueron abandonando progresivamente el llamado entonces Grossdeutsch,
o Gran Alemania, es decir la idea de una unificación de los pueblos germanos
bajo la corona vienesa; para abrazar el Kleindeutsch, o Pequeña
Alemania, es decir la unificación bajo el paraguas de Berlín. La ideología
germanista austriaca se va haciendo cada vez más homogénea, y en 1886 Anton
Langassner funda en Viena una federación de distintas asociaciones culturales
germanistas o Vereine, denominada, de forma bien evidente, Germanenbund.
El gobierno de Viena, temeroso de la influencia de esta federación de
asociaciones, la disolvío (infructuosamente) tres años después.
Éstos, en cualquier caso, eran
movimientos de carácter sociocultural, völkisch. El movimiento político,
pangermánico, surgió en diversos círculos estudiantiles por aquel entonces. El
pangermanismo, en coherencia con la Kleindeutsch, era un movimiento
prusófilo, esto es, admirador de Prusia y su proyecto, finalmente exitoso, de
crear un Estado alemán. El movimiento tuvo su primer gran líder en Ritter Georg
von Schönerer, personaje de fuertes tintes antisemitas, antiliberales y
anticapitalistas.
Años después, sin embargo, el sentimiento
alemán habría de experimentar un importante impulso cuando Viena, a causa de
las presiones centrífugas que experimentaba el imperio, tomó la decisión de
impulsar reformas egalitarias entre las diferentes nacionalidades del imperio.
En 1895, los eslovenos recibieron permiso para educarse en escuelas hasta
entonces reservadas a los alemanes y, sobre todo, aprobó una ley en abril de
1897 que obligaba a todos los funcionarios de Bohemia y Moravia a hablar, no
sólo el alemán, sino también el checo. Ese mismo verano, gravísimos incidentes
se produjeron en todas las zonas germanófilas, en las que la policía tuvo que
aplicarse con enorme violencia.
De aquellos tiempos data el odio cerril
del nacionalismo conservador alemán hacia los eslavos, parcialmente oculto en
la Historia por el odio antijudío, pero que difícilmente puede soslayarse.
Enfrentamiento que, también, es un enfrentamiento religioso, pues las políticas
eslavófilas fueron apoyadas y aplicadas por fuerzas católicas; lo cual forzó acciones
como la campaña de Schönerer Los von Rom (rompamos con Roma). La
ligadura protestante de la ideología pangermánica quería ver en la división
entre Alemania y Austria una conspiración de inspiración católica, coordinada
por un tal Gran Partido Internacional, o sea la pollada Bildenberg de su
tiempo, que es todo un precedente de la conspiración judía mundial que luego
sacaría a pasear el NSDAP cada vez que se le iba la luz.
Todos estos conflictos reales ya eran
suficiente alimento para el racismo hacia todo lo no-alemán. Pero, además, debe
de tenerse en cuenta que el final del siglo XIX es, también, el tiempo de la
eclosión del darwinismo que, si bien en la ciencia fue un avance muy bonito y
tal, en materia sociopolítica tiene unas derivaciones bastante jodidas.
La idea que sólo el más fuerte prevalece
tiene una aplicación complicadilla en aspectos sociales; fue apasionadamente
abrazada por el pangermanismo völkisch, que veía en ella el sustento
para dos afirmaciones: una, que los alemanes eran fuertes por naturaleza
(habían sobrevivido a los siglos sin ser nación, y frente a la conspiración del
resto del mundo); y, dos, que más les valía no mezclarse con razas inferiores,
porque de hacerlo perderían la fuerza de su sangre pura. Mientras muchos
alemanes leían las obras de Ernst Häckel, el biólogo que explicaba en sus
escritos los problemas derivados de la mezcla excesiva de las razas, las
condiciones económicas del momento provocaban la emigración masiva de judíos de
muy baja extracción social desde la región polaca de Galitzia hacia las más
ricas zonas germanoparlantes, generando con ello el germen de un conflicto.
Pero, como decíamos antes, todo esto
venía a combinarse con otro fenómeno de gran importancia: la pujanza, en la
segunda mitad del siglo XIX, del ocultismo.
El ser humano, en uno más de sus
frecuentes alardes de pensamiento irracional hasta las cachas, cuanto más sabe
del mundo, cuanto más ve avanzar las explicaciones de por qué el agua hierve,
por qué las estrellas se mueven en el cielo de la noche, o por qué cuando nos
sentimos agotados lo mismo es que se nos ha hinchado el hígado, más aficionado
se hace a las explicaciones según las cuales todo eso pasa porque hemos nacido
cuando Júpiter estaba no sé dónde, o porque el poltergeist de nuestro tío
abuelo tiene hemorroides.
En la penúltima década del siglo XIX,
tras un siglo de descubrimientos fundamentales para el conocimiento humano,
dichos avances cristalizaron, para algunos pollas, en un creciente interés por
la teosofía y las coñas marineras parasicológicas. Y, entre los creadores de
esta seudociencia, notablemente beneficial para quienes la inventaban, descolla
con especial brillo la figura de una mujer, la rusa Helena Petrovna Blavatsky.
Fundadora de una sociedad teosófica en
Nueva York, que luego trasladó a la India, Blavatsky fabricó, a partir de su
primer libro, Isis descubierta, un gazpacho conceptual de información
formado por conceptos de las religiones del mundo (recuérdese que el siglo XIX
es el siglo de las exploraciones, y de la antropología), la masonería, los
ritos satánicos y otra serie de movidas mistabobas del mismo calibre; todo ello
salpimentado, cómo no, con una obsesión personal por el Antiguo Egipto, esa
extraña civilización formada por superhombres, extraterrestres quizá, que
mientras eran, por lo visto, capaces de levantar piedras de mil toneladas con
el glande, eran asimismo incapaces de curar una puta y simple caries.
En 1879, como hemos dicho, Blavatsky se
fue a Madras, en la India, donde escribió su libro La doctrina secreta (1888),
que pretendía ser el comentario de un texto secreto, el Stanzas de Dzyan,
que la madama afirmaba haber encontrado en los sótanos de un monasterio en el
Himalaya (como puede verse, a la teosofía de esta señora no le faltaba de nada:
Egipto, el Himalaya, bla). Para entender este manuscrito, la Blatavsky contó
con la ayuda de dos maestros locales, llamados, según ella, Morya y Koot Hoomi.
La doctrina secreta nos describe una
dinámica divina basada en procesos cíclicos de creación y destrucción que se
repiten eternamente. El mundo actual, según el libro, es una creación de Dios
que posteriormente, se va a desarrollando en diversos tipos de seres distintos.
El mundo se crea en tres fases denominadas tiempo, espacio y materia. La
creación en sí, además, se concreta, según el plan divino, en siete periodos
distintos (obsérvese con qué habilidad Blatavsky concreta sus teorìas en
elementos que el lector puede fácilmente reconocer como propios; tal como la
identificación de la creación con el número 7).
En la primera fase del universo
prevaleció el fuego, en la segunda el aire, en la tercera el agua, en la cuarta
la tierra, y en las tres siguientes el éter (en el caso de la Blavatsky,
suponemos, una buena chusta). De esta manera, el universo vive cuatro etapas de
esencia divina, seguidas de otras tres, que vienen a ser como un regreso a la
esencia primigenia, antes del inicio de un nuevo ciclo. La expresión de los
diferentes estados de evolución la simboliza Blavatsky con figuras tomadas de
la mitología india... entre ellas, la esvástica.
Toda esta evolución cósmica es controlada
por un pollo, tipo o demiurgo, llamado Fohat, a quien ella describe como un
agente empleado por los hijos de Dios para evolucionar el universo (una
especie, pues, de Fuerza Creadora Funcionaria por Cuenta Ajena). Expresiones
del poder de Fohat eran la luz del sol y la electricidad; aquí vemos, una vez
más, la enorme influencia del siglo y la comprensión a medias de algunos de sus
avances de conocimiento (en este caso, el magnetismo).
Una vez escrita la génesis del universo,
la Blatavsky describe en su libro la del hombre, ser que está plenamente
sintonizado, por supuesto, con todas estas corrientes divinas que crean el
Cosmos.
Punto éste que es el más fecundo para la
ideología nazi.
Según Blatavsky, cada una de las siete
rondas evolutivas del universo era testigo del auge y caída de siete razas
humanas distintas. Las cuatro primeras, bebiendo de la esencia universal de que
las cuatro primeras etapas de creación eran de naturaleza más divina, eran más
perfectas, aunque progresivamente más contaminadas por los deseos mundanos; las
razas quinta a séptima iniciarían una nueva ascensión hacia la esencia divina
que permitiría, una vez caída la séptima, el reinicio de otra ronda evolutiva.
Finalmente, Blatavsky afirmaba en su
libro que el mundo de su tiempo se encontraba en la cuarta (y última de esencia
divina) fase de evolución del universo y, asimismo, en la quinta raza. Esta
quinta raza era la aria, y se había visto precedida por la cuarta de los
atlantes (¿echabas de menos la Atlántida? ¡Pues aquí está!), que había perecido
en el famosísimo hundimiento de su continente, en el que medio mundo cree sin
que nadie jamás lo haya demostrado.
Los atlantes de Blatavsky eran como muchos
otros pollas los han imaginado: enormes de dimensiones, con fuerzas
sobrehumanas (sin embargo, al parecer no sabían nadar), poderes mentales
paranormales, y una tecnología avanzadísima (incapaz, sin embargo, de fabricar
simples barcas que les hubieran permitido sobrevivir al hundimiento de su
continente; el cual, probablemente, tampoco dichas tecnologías tan avanzadas
fueron capaces de prever). Todo esto gracias a su buena relación con Fohat, el
gran funcionario divino (bastante parecido, todo hay que decirlo, al concepto
del Espíritu Santo).
Antes de los atlantes, existieron en la
Tierra otras tres razas protohumanas (interesante ejercicio de la Blatavsky de
no negar los descubrimientos que ya entonces iba haciendo la paleontología),
más concretamente,y por orden: una raza astral que vivió en una tierra
invisible; la raza hiperboreana, que habría vivido en un continente perdido
situado en los polos (qué casualidad; allí donde los contemporáneos de la
escritora no podían buscar). Y la raza lemuriana, que había vivido en un
continente perdido en el océano Índico.
Los lemurianos, que debían de ser un
tanto viva la virgen, cayeron en la iniquidad y el pecado. Sólo unos pocos de
entre ellos mantuvieron la sabiduría y la inspiración divina y, separándose del
resto, se fueron a vivir a una isla en el desierto del Gobi (sic) llamada
Shambala. Allí, estos sacerdotes puros crearon una nueva raza, la
lemuro-atlántida, unos de cuyos remanentes habrían sido los famosos Morya y
Koot Hoomi quienes, desde su remota residencia en el Himalaya, tenían como
misión la formación de la raza aria; años después, como sabemos, Hitler
enviaría una expedición a buscar esos conocimientos.
Toda esta farfolla vendedora de libros
destiló conceptos de gran valor para la ariosofía, como la supremacía racial
(la aria como raza troncal de la evolución presente del mundo) y,
consecuentemente, el concepto de jerarquía (unas razas no son iguales que las
otras), que es la condición prevalente de todo racismo.
Pero, en todo caso, toda esta colección
de polladas, ¿cómo pudo llegar a los movimientos ultranacionalistas germánicos?
Pues, aparentemente, fue, cuando menos en parte, a través de iniciativas de
corte, que diríamos hoy, progresista, como el movimiento denominado de Lebensreform
(reforma del modo de vida) que, por aquellos años, defendía en Alemania y
Austria un retorno a lo fundamental y original, a través del vegetarianismo, el
nudismo y otras prácticas parecidas; movimiento que fue entendido por muchas
personas, asimismo creyentes de las ideologías völkisch, como ligado a
todas estas teorías referentes a la raza aria como la raza original del mundo,
y bla; como veremos al hablar de Von List, el naturalismo, el ecologismo
diríamos hoy, es un punto de conexión con la ariosofía, a través del wotanismo.
Y bien, una vez que hemos contado la que montó la Blavatsky, comenzaremos a contar lo que otros hicieron con estos "conocimientos".
Hola jdj
ResponderBorrarHas tocado, de pasada, el tema del Darwinismo. Puede que vuelvas a él en la continuación de la serie, no me extrañaría si hablas de la eugenesia, a la que tan aficionados se hicieron los arios/nazis. El caso es que la influencia del Darwinismo en la Historia del siglo XX resulta fundamental. Y el tema, desde luego, apasionante. En esa influencia se mezclan ciencia, religión, poder político y poder económico. ¡Menudo cocktail! Lo curioso es que los dos últimos ingredientes, tienden a ser "ocultados". Para el 99% de la población, hablar de Darwinismo, es hablar de Ciencia, en contraposición con la religión, osease: Creacionismo. No hay color.
¿Por qué esta tribialización? ¿Por qué hay relativamente poca literatura desarrollando la influencia del Darwinismo en la Historia?
Como no quiero parecer conspiranoico, te recomiendo que hagas un fácil experimento y saques tus propias conclusiones.
La biblia del Darwinismo es el famoso libro que el 99% de la población conoce como: "El origen de las especies por medio de la selección natural". El título es incompleto, porque originariamente continúa como: "o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida". El título completo no es ningún secreto, pero tiende a obviarse de manera sospechosa. Ahora, el experimento que yo mismo hago: Cada cierto tiempo, entro en Wikipedia y busco la entrada de "Darwin". En la edición en español aparece el título completo del libro y resaltado en azul(¡no siempre ha sido así!). En la edición en Inglés (a fecha
de 30 de agosto de 2012) ¡NO APARECE EL TÍTULO COMPLETO EN EL TEXTO! Sólo lo hace en las referencias bibliográficas o si buceas en los links que llevan a la entrada del propio libro. Lo realmente curioso es cómo cambian las entradas con el paso del tiempo (no olvidar que Wikipedia es algo vivo). He llegado a ver la primera parte del título resaltada en azul y la segunda en texto negro.
En otros idiomas:
Alemán: aparece sólo en la bibliografía
Francés: aparece en negro
Catalán: aparece en negro
Puede parecer una gilipollez, pero ¿por qué hay personas que se dedican a marear este punto concreto de las entradas de Wikipedia?
Repito: ciencia, religión, poder político y poder económico.
¿Estará de vacaciones la persona que marca casi siempre "DE VÓMITO"? Tengo curiosidad por saber si es un cabreado con el sistema o tiene una fijación obsesiva con el autor del blog.
ResponderBorrarEstá amargado y deprimido porque no moja, no gana dinero y vive con sus padres.
BorrarQuizá me ha hecho caso y se ha puesto a tratamiento con antieméticos potentes.
ResponderBorrarSaludos