El infante sin posibilidades que llegó a ser rey por ser un Farnesio
De Varsovia a Nápoles
La Corte de Madrid, con el tiempo, se fue acercando a momentos muy
poco felices. La reina, que aparte de insoportable y bastante
tocahuevos, siempre había sido una persona muy vivaz y despierta,
cada vez escondía menos un cansancio general y una astenia
preocupantes. Es muy difícil desmentir el hecho de que la intensa
labor propia de una reina que desplegó, es decir sus muchos partos,
no colaborasen en su decadencia; pero también había, a decir de la
mayoría de los historiadores, factores sicológicos, porque la
verdad es que Amalia de Sajonia nunca se sintió a gusto en España,
país que reputaba muy distinto, para mal, de la Italia en la que
había sido reina.
Hay que decir, en explicación de este hecho, que ser reyes de
España, puesto que España era una nación de hondas tradiciones, no
era lo mismo que serlo de Nápoles. En el sur de Italia los reyes
habían dispuesto de mucho más tiempo para sí mismos y, lo que es
más importante, habían podido gastarlo sin estar bajo el escrutinio
y la auditoría constantes. En España, uno de esos países en los
que el rey apenas podía reservar para sí mismo los actos más
privados, las cosas eran de otra manera, y eso Amalia nunca lo
soportó. En estas circunstancias, el mejor momento del año era el
veraneo de la Corte, que se verificaba en La Granja, pues eran semanas durante las cuales el control de terceros sobre la vida real se relajaba algo.
El 26 de julio de 1760, como todos los años, la Corte partió hacia la sierra, buscando huir de los sofocantes calores de la capital. Sin embargo, a aquel viaje María Amalia partió ya bastante enferma, lo cual tal vez hace cuestionable la decisión; es probable que hubiera hecho mejor quedándose en el Piramidón con un suero pinchado o algo. El rey dispuso que se abriesen caminos nuevos y que todos los pueblos de la jornada hiciesen acopio de víveres para que no faltasen caso de ser necesarios. En la expedición viajaba, lógicamente, don Mucio Zona, que era el médico personal de la reina, quien desde el inicio fue muy pesimista. Los trece partos, decía, habían agotado las fuerzas de aquella mujer, a lo que había que añadir que precisamente esa debilidad le había impedido a la reina superar por completo varios catarros que se le habían presentado aquel invierno, provocándole problemas respiratorios.
El 26 de julio de 1760, como todos los años, la Corte partió hacia la sierra, buscando huir de los sofocantes calores de la capital. Sin embargo, a aquel viaje María Amalia partió ya bastante enferma, lo cual tal vez hace cuestionable la decisión; es probable que hubiera hecho mejor quedándose en el Piramidón con un suero pinchado o algo. El rey dispuso que se abriesen caminos nuevos y que todos los pueblos de la jornada hiciesen acopio de víveres para que no faltasen caso de ser necesarios. En la expedición viajaba, lógicamente, don Mucio Zona, que era el médico personal de la reina, quien desde el inicio fue muy pesimista. Los trece partos, decía, habían agotado las fuerzas de aquella mujer, a lo que había que añadir que precisamente esa debilidad le había impedido a la reina superar por completo varios catarros que se le habían presentado aquel invierno, provocándole problemas respiratorios.
En La Granja, para colmo, el verano fue muy corto, y pronto se hizo
sentir un otoño frío y lluvioso, que no fue sino gasolina en la
hoguera de los pulmones de la reina. Los médicos estudiosos de la
cosa apuestan porque pronto tuvo complicaciones neumológicas graves,
que se combinaron con otras de origen hepático. En esas condiciones,
se decidió llevar a la reina a Madrid, de donde tal vez no debió
salir, de forma que el 11 de septiembre salía la comitiva de San
Ildefonso. A las cinco de la tarde llegaron a El Escorial, y la reina
se encamó. El rey, por cierto, se fue a cazar.
Al día siguiente, habiendo mejorado la enferma, y fruto de esa forma
distinta de pensar las cosas que tenían las Cortes de aquel tiempo,
en lugar de comprobar que permanecer en cama le hacía bien, se
concluyó que podía continuar el viaje. Salieron los reyes a las
ocho y media de El Escorial y llegaron a la una de la tarde al lugar
donde ahora viven, esto es, el monte de la Zarzuela. Allí comieron,
tras lo cual salieron a las tres y media hacia el Casón del Buen
Retiro, donde arribarían a las cinco.
Seis días más tarde, el 18, la situación de María Amalia había
empeorado tanto que ella misma había pedido el Viático. Se celebró
junta de médicos, quienes, de una forma más o menos velada, la
declararon terminal. Entonces empezó el acostumbrado peregrinaje de
sacerdotes venidos de diferentes iglesias y conventos con reliquias
variadas, que pasaban más o menos por la cercanía de la reina,
buscando que lo que los hombres no podían curar lo curase Dios. En
un gesto que hoy nos parecerá un tanto zombie friqui pero que
entonces tenía su lógica, el cuerpo de San Isidro fue trasladado a
la habitación de la reina; la cual, por lo tanto, pasó las últimas
noches de su vida tratando de dormir en compañía de un cadáver. No
fue el único. El llamado Niño de la Virgen del Sagrario de Toledo y
el cuerpo de San Diego, conservado y venerado en Alcalá de Henares,
también se hicieron un sitio en su alcoba. Aunque en el caso de San
Diego, cuando menos, la caja con los restos llegó a Madrid un tanto
estropeada, por lo que se no se abría con facilidad; al no quererse
dar golpes de martillo por no molestar a la reina, así se dejó,
cerrada.
La reina de España murió en sábado, a las tres y veinticinco de la
tarde del 27 de septiembre. Ahí quedó María Amalia todo el fin de
semana pues no fue hasta el lunes, día del Arcángel San Miguel,
cuando fue sacada a un salón del palacio para la misa.
Carlos III quedó, tras la muerte de María Amalia, voluntariamente
solo. Como bien demuestran diversos antecesores en su situación, la
muerte de una reina, pasados los lutos normales y esperables, no
impedían a un rey, e incluso más bien le venían a exigir, que se
volviese a casar, para así poder procrear más hijos y garantizar la
continuidad dinástica, amén de aprovechar la nueva circunstancia para labrar nuevas alianzas dinásticas. En el ánimo del rey más que probablemente
pesó el argumento de que, toda vez que su difunta mujer había sido
de una fertilidad extrema, el factor de Estado no parecía urgirlo a
un nuevo matrimonio. Pero, sin duda, lo que más pesó en el ánimo
de Carlos a la hora de quedar viudo fue su situación personal. Había
amado mucho a su mujer, a su manera y, tal vez, ya no se sentía con
ánimos de amar a otra de ninguna de las maneras; con lo que demostraba ser un rey bastante moderno pues, de toda la vida de Dios, el amor no ha tenido nada que ver con los matrimonios de los miembros y miembras de las familias reales. España, ya lo
hemos dicho, no le exigió un cambio de estado por considerar que la
sucesión estaba garantizada; y él tampoco puso las cosas fáciles
para un cambio.
En 1761, pocos meses después de la muerte de la reina, el rey estaba
ya plenamente dedicado a sus asuntos de Estado y, de hecho, dirigía
el perfeccionamiento de uno de los actos fundamentales de su reinado
desde el punto de vista político: la conformación del llamado
Tercer Pacto de Familia con Francia. Uno de esos actos diplomáticos
que es una fuente casi constante de polémica histórica.
En términos generales, se considera que el Tercer Pacto de Familia
fue un acuerdo diplomático en el que París aprovechó la creciente
debilidad de Madrid para obligar a España a comprometerse con los
intereses de Francia como potencia mundial; fue un pacto, pues, que
nos habría convertido en una especie de país satélite de la
potencia francesa del momento.
Sin embargo, los contemporáneos de los hechos no lo vieron tan
claro. Lord Bristol, que entonces era embajador británico en Madrid,
advirtió varias veces a su propio gobierno de que no se fiase del
dato de que en España reinase una dinastía francesa, porque, decía,
la determinación del rey Carlos era distinguir a los españoles de
los franceses en lo que a intereses geopolíticos se refiere.
Asimismo, los propios negociadores de aquel pacto lo consideraban uno
más de los muchos que había en Europa por los cuales dos naciones
establecían los términos de sus alianzas defensiva y ofensiva; y,
por lo tanto, no le otorgaban un plus de compromiso por el hecho de
ser un pacto establecido entre reyes de la misma familia. Muy en
particular, los diplomáticos españoles trataron, cuando menos, de
incluir en los pactos las necesarias salvaguardas para garantizar que
la intervención de España (por ejemplo, su entrada en una guerra en
la que participase Francia, o que provocase Francia) no sería
automática, sino que debería verse precedida de un análisis
profundo de los intereses españoles.
De hecho, hay quien ha señalado que el pacto con Francia tenía
bastante lógica. Teniendo en cuenta la situación en Europa en el
momento que se firmó, el Tercer Pacto de Familia era,
fundamentalmente, una alianza francoespañola contra Inglaterra. Su
objetivo fundamental era lanzarle a Londres la señal de que
cualquier guerra que pudiera plantear, o en la que se pudiera
implicar, en el continente europeo, contaría con una oposición
fuerte y coordinada por parte de dos naciones fronterizas y capaces
por sí solas de dominar el balcón atlántico (máxime teniendo en
cuenta que, en un escenario bélico, les resultaría de cierta
facilidad domeñar a Portugal, que por muy probritánico que quisiera
ser, quedaba bastante aislado). Teniendo en cuenta que el tema de
Polonia había quedado ya resuelto, por lo que en el Este del
continente no se esperaban graves problemas, el Pacto de Familia, lo
que buscaba, era provocar que las armas de los ejércitos de tierra
se quedasen en sus armones. Y esto es algo que España necesitaba,
que le venía muy bien, porque le podría permitir centrarse en su
rearme naval, algo que era fundamental en unos tiempos en los que la
pérdida de fuerza en las colonias americanas se hacía cada vez más
patente. Que realmente las cosas no salieran así no quiere decir que
no fuese lo que se buscaba.
El Tercer Pacto de Familia, en todo caso, es un documento que tiene
elementos meritorios que, incluso, anuncian políticas que se harán
más evidentes dos siglos después. Entre ellas, la bajada de las
fronteras. Esto es así porque el acuerdo establecía una interesante
neutralidad jurídica entre españoles y franceses, que tendrían
todos, en caso de residir en el otro país distinto de aquél de su
origen, el disfrute de los mismos derechos que los nacionales de
dicho país. Jurídicamente, pues, los franceses serían como
españoles en España, y los españoles como franceses en Francia.
Esta medida tuvo, todo hay que decirlo, sus pros y sus contras. Entre
los elementos positivos, cabe citar que vigorizó al ejército
español, pues no fueron pocos los militares franceses que decidieron
irse a vivir a España, aprovechando que haciéndolo conservaban sus
galones; pero, sin embargo, también es cierto que provocó un
constante tráfico de delincuentes, los cuales aprovechaban aquel
Schengen adelantado para huir del país donde se les perseguía, en
un tiempo en el que, lógicamente, no había Interpol.
Las cosas, en todo caso, no salieron como Madrid había previsto.
Lord Bristol, a quien ya hemos citado en estas notas, se apresuró,
nada más publicarse el Tercer Pacto de Familia, a dirigirse a la
Corte Española en exigencia de explicaciones. Ambas partes, desde el
primer momento, tuvieron más que problemas para entenderse. Ni el
contenido ni el tono de las contestaciones mutuas fue el mejor para
evitar un enfrentamiento, así pues éste terminó llegando de la
peor de las formas posibles, esto es, en forma de guerra abierta. El
2 de enero de 1762 se declaró la guerra, y pronto Madrid habría de
darse cuenta de lo mucho que necesitaba ese rearme naval que de hecho
había pretendido con el pacto: una flota inglesa se presentó en
junio en La Habana, con tropas al mando del teniente general George
Keppel, conde de Albemarle; y del almirante sir George Pocock. Los
ingleses desembarcaron y se hicieron con el control de las
fortificaciones de La Cabaña, que dominaban el castillo de El Morro.
Albemarle trató de intimar a Luis de Velasco, jefe de la guarnición
habanera, para que la rindiese. Velasco, sin embargo, le contestó
que todo su deseo era morir defendiendo a su rey; y lo cumplió, pues
fue enterrado allí cuando ya la bandera británica ondeaba en el
Morro.
En un sorprendente paralelismo con los hechos que habrían de ocurrir
un siglo y pocos años después, durante aquella guerra no sólo los
españoles vieron rendida La Habana, sino también Manila. En este
caso fue el almirante Cornix el que se presentó con una armada de
trece navíos con seis mil soldados. Comenzaron los ingleses por
bombardear la plaza, lo cual provocó diversos incendios. Monseñor
Antonio Rojo, arzobispo de la ciudad, solicitó una entrevista con el
almirante inglés y rindió la plaza. No obstante la rendición,
cierto es que hubo tropas españolas que se constituyeron en
guerrillas.
No obstante estos ataques Inglaterra, país que para entonces basaba
buena parte de su Producto Interior Bruto en el comercio
internacional, tenía poco que ganar con un status quo geopolítico
en el que dicho comercio se viese amenazado por una guerra en las
aguas. En consecuencia, a través de representantes oficiales y
oficiosos, comenzó a lanzar mensajes a Madrid señalando la
disposición a discutir algún acuerdo de paz. Todo parece indicar
que Carlos, un tanto ciego en esta ocasión, era personalmente
contrario a estos acuerdos; pero presionado por sus consejeros
acabaría por reconocer que era la mejor solución. Y, por cierto, es
habitual que, arrastrados por la visión de una España en continua
decadencia para la que toda nueva noticia era una mala noticia, muy
habitualmente perdemos de vista el hecho de que en el tratado de paz
que se acordó en 1763, los negociadores españoles no estuvieron
exentos de habilidad, puesto que, a pesar de la debilidad intrínseca
del país, lograron salir de él bastante mejor parados que Francia.
París, al fin y al cabo, perdió en ese tratado todo el Canadá y la
práctica totalidad de su presencia en el continente americano;
mientras que Madrid recuperó La Habana y Manila. Perdió Madrid la
Florida, ciertamente; pero ganó Luisiana a costa de su socio
francés.
A pesar de que el conde de Floridablanca advertía en aquellos
tiempos de que Francia podía ser el mejor amigo posible de España,
al tiempo que su peor enemigo, palabras bastante proféticas, hay
bastantes dudas, yo por lo menos las tengo, de que el gobierno
español, y muy particularmente su jefe de Estado, sacasen las
conclusiones lógicas del episodio del Tercer Pacto de Familia y la
guerra subsiguiente que se produjo con Inglaterra. En primer lugar,
uno de los términos de la ecuación española, la relativa paz
continental, estaba lejos de ser cierto, puesto que Inglaterra tenía
un aliado en el prusiano Federico el Grande, que era obvio no tenía
la intención de quedarse quieto. En segundo lugar, firmando un pacto
para pacificar el continente lo que se consiguió fue entrar de hoz y
coz en una guerra que estuvo a piques de comenzar, un siglo antes, el
doloroso proceso de pérdida de las colonias americanas; proceso que,
de haber comenzado en 1762, probablemente nos habría empobrecido
como país en un momento en el que no teníamos las herramientas para
levantarnos de ello que sí teníamos a principios del siglo XX; por
lo que, probablemente, la Historia de la decadencia española habría
sido todavía más profunda de lo que lo fue.
Carlos III, pues, comprometió demasiadas cosas en la alianza con un
vecino peligroso, sin querer ver que existían otras combinaciones;
combinaciones de las que, de hecho, echaría mano la España liberal
medio siglo después. En ese sentido, creyó en exceso en unos lazos
familiares (no se olvide que el preámbulo del Pacto comienza con la
profesión de admiración de los reyes español y francés hacia su
común bisabuelo, Luis XIV) que, la verdad, en un mundo como el de
las monarquías europeas, en las que hermanos nunca se recataron de
reventar a sus propios hermanos, madres y sobrinos, tampoco parece
tan importante. Puso por delante el rey español unos vínculos que
otros monarcas más listos que él usaban o dejaban de usar sin
problema; sin ir más lejos, a esa Francia que tanto admiraba le
había enseñado, hacía ya décadas, el cardenal Richelieu, que si
uno es católico está contra los protestantes en la medida en que
los protestantes no le sean útiles; y que, en consecuencia, un
Borbón español debe ser proclive a sus parientes franceses sólo si
le son útiles, no porque sean sus parientes.
Demostró Carlos, a mi modo de ver, poca cintura y poca inteligencia
con aquel pacto que, de no ser por la habilidad de sus diplomáticos
y por el hecho de que el enemigo al que ingleses y prusianos querían
debilitar de verdad era Francia, nos habría dejado hechos unos
zorros. Y lo verdaderamente curioso es que hubiese que convencerlo
para pactar la paz. En eso Carlos, que se tiene por rey excelente y
desde luego lo fue en diversos aspectos, se mostró más bien miope y
excesivamente orgulloso. Amigo, pues, de ese verbo que todavía
tardaría algo más de siglo y medio en inventar un general del
Ejército llamado Miguel Primo de Rivera.
El verbo borbonear.
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