miércoles, diciembre 10, 2025

Ceaucescu (35); Grandeza y miseria




Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pitesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez



Ceaucescu volvió a visitar los Estados Unidos en abril de 1978. Era la tercera vez que iba al país, y esta vez su anfitrión era Jimmy Carter. Dos meses después, fue objeto de la distinción, verdaderamente inusual en un miembro del Pacto de Varsovia, de ser invitado a visitar Reino Unido.

En 1974, el líder del comunismo rumano había creado la figura de presidente de la República. Sin embargo, él no lo hizo para hacer del jefe del Estado una figura bastante cosmética y decorativa, como solía ocurrir en los regímenes de corte soviético. De hecho, se reservó dicha presidencia y ordenó una ceremonia de aclamación que más fue una coronación que otra cosa. Ceaucescu buscaba con su auto nombramiento la legitimidad para su persona más allá del Partido Comunista; su aclamación como presidente de la República vino a coincidir con una intensificación del culto a la personalidad.

Acumular todo el poder sin resistencias internas y con un aparente éxito exterior sin precedentes hizo que Ceaucescu se convenciese de ser, literalmente, el hombre más listo de la Europa del este. Comenzó a rechazar el consejo de asesores, porque los asesores siempre le venían con cosas que tenía que modificar, cuando él consideraba que todo lo que hacía era perfecto. El rechazo de los asesores, lamentablemente, no le ahorró dinero al sufrido contribuyente rumano. Más bien todo lo contrario, porque Ceaucescu comenzó a rodearse de pelotas que se pasaban el día diciéndole lo maravillosas que eran sus ideas y lo muy por encima de la media que se encontraba su intelecto.

La creciente desconfianza en expertos y asesores tuvo otra consecuencia muy perceptible: la creciente cercanía política entre Nicolae Ceaucescu y su mujer, Elena Ceaucescu. Nacida Elena Petrescu, la mujer del dictador era una persona extraordinariamente ambiciosa, muy vengativa, un poco al estilo de madame Mao. Además, supo usar en su favor la lógica intimidad que tenía respecto de su marido a la hora de explotar y profundizar sus paranoias, que cada vez eran más frecuentes pues Ceaucescu, como le suele ocurrir a los hombres de mando que han apartado de su lado a las personas mínimamente críticas, comenzó a considerar que cualquier opinión distinta de la suya era, en realidad, un acto de traición.

En el verano de 1971, Ceaucescu visitó China y Corea del Norte. De aquel viaje le quedó una admiración sin paliativos hacia la revolución cultural. Asimismo, quedó mesmerizado por las demostraciones públicas que vio de homenaje a Mao y a Kim Il Sung, perfectamente coreografiadas y en las que participaban miles de personas. A su vuelta a Bucarest, comenzó a protestar diciendo que por qué él no tenía lo mismo. En su mujer encontró el eco y la aprobación que necesitaba. Así las cosas, Ceaucescu fue construyendo a lo largo de los setenta un régimen que se desplegaría por completo en la década posterior; un régimen en el que los rumanos perdieron la dignidad, cualquier adarme de libertad, y se convirtieron en servidores de un líder cada vez más infatuado.

El mejor año para Ceaucescu fue, probablemente, el que marcó el décimo aniversario del inicio de su camino hacia un comunismo rumano de cuño propio. Hablamos, pues, de 1978. Diez años después de que Rumania se hubiese apartado del resto del bloque soviético a causa del tema de Checoslovaquia, Ceaucescu alcanzó su punto máximo de aceptación en occidente. A partir de ahí, la crisis económica rumana, y sobre todo la sensación que tomó las cancillerías occidentales de que, en realidad, el sistema soviético estaba entrando en una seria crisis, comenzó a hacerlo menos interesante a los ojos de los estrategas occidentales. Cuando en 1985 Milhail Gorvachev llegó al poder en la URSS, el proyecto rumano perdió tracción definitivamente.

A pesar de todo esto, a principios de los años ochenta Ceaucescu todavía disfrutaba de un cierto crédito en occidente y, aunque en general las voces que comenzaban a denunciar sus políticas represivas se escuchaban cada vez más alto, todavía tenía sus defensores. El vicepresidente estadounidense George Bush senior, por ejemplo, lo describía por entonces como “uno de los buenos comunistas europeos”. Sin embargo, la llegada de Gorvachev hizo que en las cancillerías occidentales una figura como la suya, que se vendía como posible puente entre el mundo libre y Moscú, dejase de hacer falta.

El líder rumano, por lo demás, quedó con el culo al aire en el momento en que dejó claro que no estaba dispuesto a implantar, ni la perestroika, ni la glasnost. En ese momento, todo el comunismo mundial, y muy especialmente el comunismo de salón de los progres occidentales, estaba virando para abrazar esos conceptos; un líder como él, que los rechazaba, se quedó, literalmente, sin alguien que lo defendiese en los salones donde había sido, no pocos años antes, la figura señera de un pretendido comunismo razonable.

Una de las razones que había hecho de Ceaucescu uno de los mejores comunistas de Europa había sido su tratamiento de los judíos. El estatus que disfrutaba la colonia judía en Rumania no tenía parangón en el bloque soviético. Muchos de los judíos residentes en el país habían sido víctimas del Holocausto. El rumano fue un holocausto local, ya que fue ejecutado por Ion Antonescu. Rumanos y alemanes asesinaron a tiros a una cifra de hasta 20.000 judíos en Besarabia y Bukovina en apenas dos meses de 1941. El ejército rumano mató a otros 20.000 judíos en Odesa. De los 147.000 judíos que fueron deportados a Transnistria desde Besarabia y Bukovina, no menos de 90.000 acabaron prematuramente muertos. Con 360.000 muertos totales, el régimen de Ion Antonescu se ganó el dudoso mérito de ser subcampeón en la competición de matar judíos, inmediatamente detrás de Alemania.

El régimen comunista había permitido a los judíos la práctica de su religión ya en 1949. El Ministerio de Cultos impulsó la formación de de un Consejo Rabínico Supremo, bajo la presidencia del rabino Moses Rosen. Rosen se posicionó rápidamente contra los altos funcionarios judíos de la Casa Blanca. Ana Pauker, aparentemente, fue la principal impulsora de la política de relativa generosidad en la concesión de pasaportes a los judíos que querían emigrar a Israel. Según Ion Pacepa, de hecho Israel y Rumania alcanzaron un pacto secreto. Según este relato, en 1958, un hombre de negocios británico, Henry Jacober, se dirigió a un contacto rumano en Londres para contarle que el Mossad estaba buscando la manera de lograr un acuerdo con Bucarest para pagar por cada judío emigrado que se estableciese en la tierra prometida. Esto provocó que judíos rumanos comenzasen a recibir pasaportes, a cambio de realizar viajes con destino teórico en países europeos o en Latinoamérica, para que no se pudiese decir que Rumania estaba fomentando la emigración a Israel. A cambio, el Mossad habría financiado a firmas occidentales para que construyesen una serie de granjas en Rumania. Aparentemente, Jacoker amplió el negocio, y se convirtió en una especie de intermediario que ofrecía dinero entregado por personas en occidente para liberar y sacar del país a parientes suyos que estaban presos. Este tipo de operaciones también habrían afectado a algunos alemanes éticos residentes en Transilvania, una vez que Rumania y la República Federal iniciaron relaciones diplomáticas en 1967.

La política de Ceaucescu, centrada en permitir bajo cuerda la emigración de todo judío que quisiera realizarla, tenía un objetivo claro: avanzar en la “rumanización” de Rumania. Ya hemos visto en varios puntos de estas notas que Rumania era, y es, un dédalo de identidades y de etnias. Ceaucescu quería acabar con eso. Sin embargo, se las arregló para hacer que sus políticas pareciesen otra cosa, porque buscaba labrarse una imagen mundial de líder comunista que, a pesar de serlo, respetaba los derechos humanos.

La política de permitir la emigración, además, le supuso a Ceaucescu un beneficio muy tangible. En 1979, el canciller de la Alemania Federal, Helmut Schmidt, visitó Bucarest. Traída debajo del brazo el borrador de una serie de créditos por valor de casi 400 millones de dólares, a cambio de los cuales exigió un compromiso rumano en favor de la emigración de alemanes étnicos desde Transilvania. El asunto regresó en 1983, cuando fue el canciller bávaro Franz Joseph Strauss el que visitó Rumania, junto con el ministro de Exteriores, el liberal Hans Dietrich Genscher. Se alcanzó un acuerdo en virtud del cual el gobierno alemán le pagaría al rumano 5.263 dólares por cada alemán emigrado.

Judíos y alemanes pueden decir, merced a lo que ahora ya sabes, que fueron colectivos bastante bien tratados por la Rumania comunista. Pero hay otros que no pueden estar tan contentos. Por ejemplo, los gitanos. Históricamente hablando, el Valaquia y el Moldavia el destino average de los gitanos era ser reducidos a una vida de semi esclavitud, cuando no esclavitud simple y pura. Los gitanos eran algo más de un cuarto de millón en 1930. Ion Antonescu los trató como judíos, previendo su deportación masiva a Transnistria. Estas políticas afectaron aproximadamente a un 10% de la población total. Fueron trasladados en condiciones manifiestamente mejorables; y su vida no mejoró nada en destino, de forma que muchos de ellos murieron de hambre y de enfermedades. Eso sí, la Rumania de Antonescu nunca organizó matanzas de gitanos. En el censo de 1956, la etnia gitana en Rumania se había reducido a menos de la mitad; aun teniendo en cuenta los territorios que habían sido amputados del país, los demógrafos echan de menos unos 130.000 gitanos que deberían estar vivos, pero no lo estaban.

Antes de llegar el comunismo a Rumania, los Roma o gitanos eran la clase social más desfavorecida de todos; con la llegada del comunismo, la situación permaneció igual. El régimen comunista, buscando el objetivo de pleno empleo, legisló que todos los gitanos que siguieran siendo nómadas debían abandonar dicha condición. El proceso duró décadas y cuando llegaron los años ochenta no estaba terminado; en dicha década, además, se vio notablemente frenado por la crisis económica.

Ceaucescu, las cosas como son, nunca se preocupó mucho por los gitanos rumanos. Lo suyo era el poder. En 1969, un año después de haber iniciado su estrategia de distinguirse del resto del Pacto de Varsovia, podría considerar dicho poder totalmente consolidado. Los escalones más altos del Partido estaban ya colonizados por su gente. Manea Manescu, Paul Niculescu-Mizil, Vasile Patilinet, Virgil Trofin o Ilie Verdet, todos ellos hombres criados a los pechos del nuevo líder, eran las figuras de referencia. De los tiempos de Gheorghiu-Dej, apenas quedaban Emil Bodnaras e Ion Gheorghe Maurer. Maurer se retiró de la política en marzo de 1974, y Bodnaras habría de morir dos años después. A partir de ese momento Ceaucescu, muy consciente de la tendencia estructural del comunismo a crear camarillas de poder, estableció un sistema de rotación prácticamente continua de los altos cargos comunistas, buscando pues que no se pudiese crear más camarilla que la suya.

El relativo dinamismo de la economía rumana y el flujo de ayudas occidentales que se garantizó el régimen durante los años de mejor popularidad garantizaron que el país pudiese enorgullecerse del nivel de vida del rumano medio durante los últimos años sesenta y primeros setenta. Los comercios rumanos destacaban en el bloque soviético por lo bien aprovisionados que estaban. Todo esto, sin embargo, era prosperidad, en buena parte, dopada. Una prosperidad que comenzó a desaparecer en los últimos años setenta y que se disolvió con gran rapidez conforme avanzaron los ochenta. Y Ceaucescu, que era un planificador económico más bien del montón, no supo reaccionar.

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