A finales del siglo XVI, los beneficios eran muchos del Nuevo Mundo; pero las cargas también; muy especialmente, en realidad casi únicamente, para los habitantes de Castilla. En esos momentos, se ha estimado que los campesinos castellanos llegaban a trabajar un tercio del año para poder pagar impuestos; lo cual, hoy en día, es una presión fiscal relativamente baja, pero entonces era decididamente prohibitiva, en un Estado sin sanidad ni educación, y en el que las putas y las mariscadas se las pagaba cada uno de su bolsillo.
Pero otra cosa que estaba pasando es que estaba naciendo el
lujo. Durante la Edad Media y el primer Renacimiento, el lujo tenía que ver con
el concepto de tener más que otros. Sin embargo, conforme los avances
tecnológicos fueron haciendo el mundo más pequeño, el lujo, cada vez, se
identificó más con tener lo que otros no tenían. Esto hizo que los productos de
procedencia asiática, que llegaban a través de rutas comerciales sólidamente
establecidas, algunas de ellas desde siglos atrás, comenzasen a ser muy demandados.
Sedas, especias, porcelanas, comenzaron a ser el oscuro objeto del deseo de los
europeos de dinero y de poder; y exhibirlos en una casa era buena prueba de la
capacidad de su inquilino.
Los asiáticos, en cambio, no son así. Una de las
características que me estoy encontrando en mi estudios de mandarín es que los
chinos todo lo llevan a su sonoridad. Para los chinos, Michael Jordan es Màikè’ěr
Qiáodān; algo así como si nosotros, los españoles, dijésemos y escribiésemos
Maikel Yordan.
Los idiomas no son sino el reflejo de la idiosincrasia de
quienes los hablan. Si los asiáticos traducen todos los nombres que les
interesan es porque, para ellos, todo lo interesante tiene que caber en su
idioma y en su cultura. Como consecuencia, los mandarines chinos nunca se
mostraron especialmente interesados por los productos europeos y,
consecuentemente, el interés de los europeos por los productos asiáticos acabó
creando eso que llamamos un déficit comercial de Europa respecto de Asia.
En ese entorno, España sabía que tenía algo que los
asiáticos valoraban mucho: plata. El Nuevo Mundo era una factoría de plata,
aunque el descubrimiento de América no había supuesto cumplir la promesa de
Colón de encontrar oro a raudales. Por eso, desde muy pronto los oficiales
castellanos de Felipe II se aplicaron a intentar crear un comercio estable por
el que viajase la plata desde Europa a cambio del oro asiático. En el siglo
XVII, el oro procedente de China y Japón fue crecientemente sustituido por el cobre,
también muy demandado por las cecas europeas.
Asia necesitaba la plata española; pero sin exageraciones.
En realidad, el segundo productor mundial de plata, en la época, era asiático:
Japón. Eso sí, la diferencia era abismal, pues se estima que durante la época
barroca y neoclásica, España pudo controlar hasta el 80% del comercio mundial
de plata.
Algo que normalmente no se suele saber es que, en el mundo
de los siglos XVI y XVII, España era, sin duda, el principal productor mundial
de plata; pero el principal consumidor mundial era China. Como es bien sabido,
los chinos habían desarrollado el papel moneda ya en el siglo XI, adelantándose
en mucho a los europeos en esto. La emisión de papel moneda es, qué duda cabe,
un avance sustancial en la modernización de la economía que, de esta manera, se
aparta definitivamente de los viejos mecanismos de intercambio en especie. Sin
embargo, inventar el papel moneda tiene también la consecuencia de que, al
mismo tiempo, es necesario inventar la política monetaria. Es necesario ser
consciente de que, de formas más o menos eficientes, a partir de ese momento es
crucial controlar el dinero en circulación.
Controlar el dinero en circulación es algo que se le da muy
mal a los políticos. La tendencia natural de un político es comprar popularidad
a través del gasto público, sin preguntarse si verdaderamente hay dinero en la
cartera como para pagar todo lo que está haciendo. Es sólo cuestión de tiempo
que el político caiga en la tentación de hacerse un Eduardo Garzón y financiar
ese gasto creciente por la vía de darle a la maquinita del dinero. Esto le ha
pasado, a lo largo de la Historia, a un montón de reyes y primeros ministros; y
también le pasó a varios emperadores de la dinastía Ming. El efecto fue tan
desastroso que, a finales del siglo XV, billetes que habían nacido valiendo un
liang, es decir mil monedas de cobre, valían menos que una sola moneda de
cobre. Eran tiempos de emperadores guerreros que levantaban ejércitos casi cada
año, así como de proyectos ciclópeos como el traslado de la capital a Beijing.
Todos los indicios son de que a finales del siglo XV el
papel moneda chino había caído en un proceso hiperinflacionario de tal calibre
que llegó a valer menos de lo que costaba imprimirlo. El sistema colapsó
completamente; los particulares, muy especialmente los comerciantes, se vieron
compelidos a buscar algo que les pudiera servir como moneda de cambio
eficiente. La inmensa mayoría se decidió por la plata. China entró en una
especie de sistema dual, en la que los particulares, en su día a día, a la hora
de pagar la pizza y esas cosas, usaban las monedas de cobre; mientras que los
negocios se pagaban y cobraban en plata. Esta tendencia, que comenzó como una
tendencia privada, pronto fue también la tendencia del sector público, que
empezó a cobrar los impuestos en plata, conscientes de que era una forma de
cobrar cantidades estables.
Se puede considerar que la consolidación de la
“silverización” de la economía china llegó a finales del siglo XV, cuando Zhang
Juzheng, algo así como primer ministro de los emperadores Longqing y Wanli,
decidió generalizar en el país lo que se conoce como “la reforma del único
látigo”. Esta reforma supuso una simplificación monstruo del monstruoso sistema
fiscal chino, y se basó, precisamente, en la generalización de la plata como
forma de pago. La mayoría de los variadísimos impuestos imperiales fue conmutada
por un pago en plata, cuya cantidad era proporcional a la población y la tierra
cultivada en cada prefectura que pagaba. Se buscaba, por lo tanto, recaudar más
por la vía de hacer la recaudación más sencilla y barata. O sea, la curva de Laffer.
Hasta ese momento, a pesar de la existencia de papel moneda,
éste no estaba muy extendido en zonas rurales, por lo que la “moneda” habitual
para dicho pago era una especie: el arroz. Ahora, sin embargo, se cambió a la
plata. En la práctica, esto quiere decir que, ahora, China necesitaba mucha más
plata que la que había necesitado hasta ese momento. Simplemente imaginad qué
pasaría hoy en día con el comercio internacional de patatas y con su precio si
los chinos actuales no comiesen patatas pero, de la noche a la mañana, se
viesen obligados a comerse un cuarto de kilo diario.
China, en ese momento, tenía unos 100 millones de
habitantes. Es la décima parte de hoy, así que pueden parecer pocos. Pero, en
realidad, eran la cuarta parte de la población mundial. Y, de repente, todos
ellos, en la medida en que fueran contribuyentes, tenían que disponer de plata
para pagar. La conclusión es que se produjo el mayor impacto en el comercio
mundial jamás producido hasta entonces; y yo casi diría que incluso después.
Teniendo en cuenta que diversos Estados tributarios del
Imperio decidieron, o fueron compelidos a, tomar la misma medida, se ha
estimado que el 40% de la población mundial (eso son 3.200 millones de
habitantes de hoy en día) se “silverizó”.
Supongo que no hace falta explicaros por qué esta situación
disparó el precio internacional de la plata. Las estimaciones, en este sentido,
apuntan a que dicho precio fue doblado. Y el efecto duró hasta mediados del
siglo XVII, momento en que comenzó a estabilizarse.
Lo que pasó una vez estrenado el siglo XVII fue el proceso
contrario. Atraídos por los altos precios de la plata en las plazas chinas y
asiáticas, precios que no podían soñar con encontrar en Europa, los
comerciantes comenzaron a exportar plata masivamente hacia China. Con las
décadas, el Imperio acabó generando unas reservas de metal muy fuertes. Aunque
sus necesidades se hicieron más modestas, el hecho de que estamos hablando de
mercados pobremente informados porque las tecnologías de la comunicación eran
las que eran, hizo que el flujo exportador continuase, acabando por deprimir el
valor de la plata. Esta depresión, paradójicamente, incrementaba las
necesidades del Estado chino, pues cada vez necesitaba más plata para pagar,
por ejemplo, la misma cantidad de arroz.
En parte, todavía está por describir al completo la
importancia que esta situación tuvo para el Imperio español. España,
económicamente hablando, era un sistema muy fragmentado, en realidad
inexistente como mercado único, y fuertemente dependiente tanto de la demanda
como de la oferta exterior. A pesas de las enormes ventajas que le reportaba
dominar los territorios del Nuevo Mundo, éstos también demandaban recursos; y
luego estaban las obligaciones inherentes al peso geopolítico del Imperio en
Europa, y la enorme importancia que Felipe II le dio, fuertemente influido en
esto por su padre, a la conservación de las Provincias Unidas.
En 1545 fue descubierta la gran mina de Potosí. El tráfico,
desde luego público pero también privado, de metal precioso entre los puertos
americanos y Sevilla, era especialmente beneficioso para la Corona. Sólo el
quinto, es decir el impuesto sobre las minas en sí, ya gravaba, como su nombre
indica, el 20% de la producción; pero, en realidad, el Estado, a través de
otras figuras, todavía rascaba un 7% más, por lo menos. Los productores
mineros, sin embargo, no se quejaban. No tenían razón para hacerlo, ya que un
impuesto de estas características todavía dejaba un amplio margen para el
beneficio, a causa de los altos precios diferenciales que alcanzaba la plata en
mercados mundiales, animado por las compras chinas.
El siglo XV fue testigo de un fuerte
movimiento monetario generado por esta realidad. Los precios europeos,
formulados en plata, crecieron en ocasiones hasta tres o cuatro veces su valor
inicial; lo cual, automáticamente, quiere decir que las monedas de plata
pasaron a valer entre una tercera y una cuarta parte de lo que valían en
términos de eso que hoy en día llamamos Paridad de Poder de Compra. España
importaba cada vez más plata; pero lo realmente importante es que esas
cantidades de plata importadas, una vez ajustadas con la inflación, eran
en realidad menores. En términos muy burdos, España traía de América un 10% más
de plata, pero esa plata valía un 13% menos.
Los análisis de la primera mitad
del siglo XVII, y lo muy desastrosa que fue para los intereses del Imperio
español, no suelen incluir este factor. España perdía tracción, y una parte relevante
de esa pérdida era consecuencia de que, por mucho que intentase incrementar las
llegadas de barcos a Sevilla cargados de plata, no por ello conseguía tener más
money con el que financiar sus guerras. Ya a principios del siglo XVI, un
impuesto basado en su variabilidad de acuerdo con el valor, la alcabala, acabó por ser sustituido por el encabezamiento, que era un pago fijo. En 1557, el
Estado experimentó una bancarrota que impulsó un nuevo encabezamiento, un 40%
superior al anterior. Teóricamente, tenía que haber resuelto el problema; pero
resultó atropellado por el camión tráiler de la rápida pérdida del valor de la
plata.
Incapaz de dominar las “palancas”
que estaban generando toda aquella evolución, la corona de España y del Imperio
tuvo que ver como, por mucho que las llegadas de plata se incrementaban
(alcanzando sus máximos a finales de siglo), los costes reales que
abordaba el Estado por razón sobre todo de sus guerras superaban ese valor.
El Estado, sin embargo, no fue el
único que pagó. La caída del valor de la plata se comió los beneficios de los
mineros privados. La intención del Estado, obviamente, era mantener su “parte”
del 27,5% sobre la producción, vía impuestos. Pero, claro, eso era posible cuando
los productores obtenían beneficios por encima de ese nivel. De todas formas,
ni fue la primera, ni sería la última, vez que una Hacienda pública se mostraba
ciega y sorda hacia el hecho de que los contribuyentes de los que pretendía
cobrar estaban arruinados.
Así las cosas, sólo era cuestión
de tiempo que algún día los costes implícitos en el precio de la plata llegasen
a superar el coste de su producción. Ese punto en el que el contribuyente,
cuando más vende, más pierde. Para colmo, los propios costes de producción
comenzaron a crecer, generando una pinza diabólica. La única buena noticia era
que China seguía comprando plata en cantidades astronómicas. Esto fue así,
aproximadamente, hasta 1640. A partir de entonces, y durante todo el resto del
siglo XVII, las cosas cambiaron. El mercado se adaptó a la situación real de
las minas, y el precio de la plata, primero se estabilizó, y después incluso
llegó a tener episodios deflacionarios.
A principios del siglo XVII, la
corona española tenía unos costes militares desbocados y un servicio de deudas
pasadas cada vez más difícil de honrar. Para entonces, a los encomenderos
españoles cada vez les era más difícil lograr cita con los CEOs de los grandes
bancos europeos. El año 1640 fue especialmente desastroso desde este punto de
vista: los banqueros se avinieron a prestar tan sólo una mínima parte de los
costes militares que tenía la corona.
Como muy acertadamente describe
Elliott en su libro sobre el conde-duque de Olivares, en ese momento, sin embargo,
España no estaba preparada para tomar la única decisión verdaderamente racional
que tenía entre las posibles: reducir sus ambiciones geopolíticas. Aquella
España vivía mesmerizada por el concepto de prestigio y honor, y había
endiosado los tiempos del rey prudente. Cualquier cosa que se hiciera pasaba
por recuperar o mantener aquel nivel de prestigio; y eso obligaba a no dar ni
un paso atrás. Así las cosas, todo lo que quedaba era el aumento de la presión
fiscal. Se subieron los impuestos, se embargaron patrimonios privados, y muchos
de los públicos se enajenaron.
En 1621, cuando expiró la
denominada tregua de los doce años, España era ya financieramente incapaz de
sostener todos sus frentes. El ejército de Flandes se comía, en tiempo de paz,
un millón y medio de ducados; pero esta cifra, nada más recomenzar las
hostilidades, trepó hasta tres millones y medio. El Estado español, por
llamarlo de alguna manera, tenía en ese momento que enfrentar un gasto total
anual que no bajaba de ocho millones de ducados. Al año siguiente, esta cifra
había aumentado en un millón más; y la capacidad racional de allegar recursos
apenas rozaba un tercio de lo necesario. Fue esta situación desesperada la que
forzó la impulsión de la Unión de Armas del conde-duque de Olivares, que no era
sino el proyecto de que todos los reinos hispanos contribuyesen a la labor presuntamente
común. Y digo presuntamente porque bien que los catalanes le explicaron al rey
y al valido, en Barcelona, que la aventura americana no tenía nada de solidaria
en los beneficios para todos esos reinos que ahora se quería que pagasen.
La guerra contra Francia en 1635,
y el agravamiento de la situación en Portugal y Cataluña, pusieron las cosas
peor. El gobierno reaccionó al modo Montoro-Montero: las Cortes fueron
presionadas para conceder nuevos millones, se crearon figuras fiscales que gravaban
la sal, la venta de papel… En 1635, el gobierno confiscó la mitad de los
rendimientos de los juros que estaban en manos de locales, y la totalidad de
los rendimientos de los que estaban en manos de foráneos. Aquel año 1640 en el
que el Imperio era un boxeador sonado en su esquina trajo la revuelta catalana,
la independencia de Portugal, una conspiración del duque de Medina Sidonia y el
marqués de Ayamonte para separar Andalucía, y rebeliones contra los impuestos en
varios lugares del Imperio. En 1648, la corona española se desdijo finalmente
de la principal promesa exigida por Carlos de Habsburgo a su hijo (pase lo que
pase, retén Borgoña, porque Borgoña es tu tierra); y la paz de Westfalia dio
paso a una nueva Europa.
Todas estas cosas contadas aquí
son sobradamente conocidas. Lo que quizás no lo es tanto es hasta qué punto la “culpa”,
por decirlo de alguna manera, de aquella decadencia, la tuvo China. Las cosas
como son, cuando menos mi opinión personal es que el problema del Imperio
español tras la muerte de Felipe II, y aún antes, era su obsesión por el
prestigio. Ese tipo de obsesión que lleva hoy en día a mucha gente a decir que es
más importante que una política sea justa que sostenible, sin entender que todo
aquello que no es sostenible sólo es cuestión de tiempo que deje de ser justo.
Puesto que la elite de poder española no estaba en condiciones de entender que
el prestigio no se paga solo, y puesto que, además, tenían una visión
extremadamente optimista sobre las posibilidades de la plata americana, nunca
se plantearon, ni se hubieran planteado en otro escenario, cambiar, o mejor
dicho racionalizar, el rumbo.
Pero lo cierto es que, en esa
peligrosa cuesta abajo, China llegó y echó aceite en el cemento.
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