Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)
El Banco de España de Burgos operó en dos direcciones fundamentales. En primer lugar, fue la referencia clara de la política económica en zona nacional, sobre todo en el sentido de hacer que los activos en dicha zona trabajasen por el esfuerzo bélico; y, en segundo lugar, desde el primer momento concibió como labor fundamental estar preparado para estabilizar la situación económica y monetaria en los territorios que fuesen ocupando las tropas nacionales.
Con todo, la gran victoria del
Banco de España de Burgos sobre el Banco de España de Madrid-Valencia-Barcelona
fue comprender que en la política monetaria había una primera guerra que ganar;
y que, incluso, si se ganaba ésta, se dejaba básicamente condenado el resultado
de la guerra militar. He escrito varias veces en estas notas que la república
tuvo la ventaja de partida tras el golpe de Estado de haberse quedado en su
seno con casi toda la inteligencia económica y financiera del país. En zona
repu estaban los hombres que de verdad entendían de cosas como masas
monetarias, inflación, políticas de oferta y de demanda, esas mierdas que la
gente por lo normal no respeta (ya lo dijo Machado: el español desprecia cuanto
ignora). Una política inteligente habría sido proteger todo aquel activo,
cortejarlo incluso, para ganarlo a la causa republicana. Lejos de ello, tenemos
casos como el de Flores de Lemus, hoy en día considerado uno de los mayores
economistas que jamás ha dado España; quien se marchó de Madrid camino de
Burgos por recibir diversas amenazas de muerte; amenazas que raramente se
entienden, porque no era ningún creso que se bañase cada tarde en su piscina de
monedas como Tío Gilito. Ni Giral, ni Largo Caballero, ni Negrín que fue ya su
ministro de Hacienda, entendieron que el dinero es extremadamente cauteloso y
cobarde, y que no hay que darle pábulo para huir. En leve defensa de los dos
últimos (de Giral, sinceramente, lo único que se me ocurre decir es que,
políticamente hablando, era tonto del culo) podemos decir que vivían
mesmerizados por la revolución rusa, donde no había habido dinero que se
pudiera oponer a la marea bolchevique, o así lo veían ellos. Así pues, quizás
pensaban que, desde ahí hasta el fin de los tiempos de la Humanidad, ya todo el
monte iba a ser orgasmo.
La inteligencia financiera
española residente en Madrid, o se quedó en su casa haciendo menos ruido que un
monje budista el día de la fumata blanca, o se marchó a Burgos; ésta segunda
fue la decisión definitivamente letal para la república.
El principio es sencillo: hay
economías que van bien, y economías que van mal. Pero lo que no hay son
economías indisciplinadas que van bien, o van mal; las de este tipo, todas
van mal. Así pues, el principio general defendido por el Banco de España burgalés fue: podemos acertar o fallar al diseñar la mejor economía de guerra; pero si
no diseñamos una economía que tenga unas reglas claras, y las siga, entonces
fallaremos seguro. Dicho de otra forma: la política monetaria era tan parte de la
política de guerra como pudiera serlo la compra de balas.
El primer objetivo del Banco de
España nacional fue el mismo que el del Ministerio de Hacienda republicano en
las primeras semanas del golpe: evitar el pánico. Hay que decir, además, que en
este tema Burgos lo tenía más crudo, porque casi todas las sedes centrales de
los grandes bancos habían quedado en zona nacional. El 24 de julio, la Junta de
Defensa Nacional decretó que las oficinas bancarias no podían autorizar salidas
de dinero ni de valores sin su permiso. Días después, corralito: se prohibió la
disposición superior a 2.000 pesetas mensuales; pero era una prohibición que se
podía superar con aprobación de la Junta, especialmente en el caso de empresas
en las que, por ejemplo, la nómina superase esa cifra.
La zona nacional, por otra parte,
tuvo la inteligencia de flexibilizar el corralito todo lo que pudo, y siempre
que pudo. Ya el 31 de julio, y de nuevo el 6 de agosto, se estableció la
libertad de reintegro de las imposiciones realizadas desde el 27 de julio. Se
trataba de crear un clima en el cual la gente no tendiese a creer que le
estaban quitando su dinero.
En septiembre se volvió al
discurso restrictivo. La disposición de efectivo se limitó a 1.500 pesetas en
cuenta corriente y 500 en libretas de ahorro, y siempre bajo autorización
gubernativa. Estas medidas permanecieron vigentes hasta junio de 1938. Desde
ese momento, en zona nacional se retiró la necesidad de autorización
gubernativa para retirar dinero; que, sin embargo, seguía vigente para los
territorios conquistados o, según el punto de vista nacional, liberados.
El Banco de España se enfrentó,
igual que la república, al problema de la escasa circulación de billetes y al
hecho de que la gente atesoraba la plata que tenía. Se ordenó a todas las
oficinas suspender la política normal de destrucción de billetes hechos polvo.
La zona nacional se benefició, aquí, de ser un lugar con un solo gobierno, sin
patotas de falangistas o requetés haciendo de su capa un sayo en tal pueblo o
provincia. La existencia de un sistema ordenado le permitió a los consejeros
tener una información muy precisa, que figura en las actas de sus reuniones,
con el censo de monedas y billetes existentes en cada sucursal del Banco de
España bajo su control; con ello, pudo optimizar los movimientos de dinero de
unas sucursales a otras, según las necesidades. Desde el 15 de septiembre, las
sucursales enviaban un telegrama diario con su balance al cierre.
En octubre de 1936, el Banco de
España constata que la disponibilidad de numerario está agotándose. El hecho de
que en las sucursales de los lugares que van conquistando, normalmente, no
tienen nada, unido al acaparamiento de los particulares, está dejando la zona
de control nacional sin masa monetaria.
El 12 de noviembre de 1936, el
Banco inspira la aprobación de un decreto que ordenó estampillar todos los
billetes en circulación; y, lo que es más importante, declaraba nulos todos los
billetes emitidos por la república después del 18 de julio. Comenzaba la
sorda guerra monetaria.
Esto ya lo he escrito en el post
que vinculo en el párrafo anterior. Pero aquí lo vamos a reiterar. La gran
inteligencia del bando nacional fue entender que a los carros de combate,
obuses, aviones, bombas y balas, podía añadir un arma letal más contra su
enemigo: la moneda. Yo creo que llegó a esa conclusión, primero, por la
inteligencia de los gestores monetarios y financieros que logró reunir en
Burgos; y, en segundo lugar, por darse cuenta de que a su oponente le iba la
marcha. Elementos importantísimos del bando republicano, efectivamente,
estaban, como revolucionarios que eran, mesmerizados por eso que, en lenguaje
de hoy, podríamos llamar el eduardogarzonismo. Visiones económicas limitaditas,
bastante poco respetuosas con el principio general y permanente “toda acción
tiene sus consecuencias”; y basadas en una comprensión deficiente del
funcionamiento de la economía y, muy particularmente, de la economía financiera
y monetaria. Aquellos marxistas años treinta creían, como los actuales, que
aquello que el Pueblo desea, puesto que el Pueblo siempre es sabio, resulta ser
algo bueno y virtuoso. Por ello, les costaba entender el concepto de disciplina
económica. Esto, unido al hecho de que la república, desde las primeras horas
de la victoria del Frente Popular cuando, lo cuenta en sus memorias, Pasionaria
y sus amigos abrieron la cárcel de Oviedo sin esperar, como les pedía Álvaro de
Albornoz, a que hubiese un decreto que lo ordenase; a partir de ese primer
momento, digo, la república fue un cachondeo en el que el concepto de mando
único era una licencia poética. Unidas, como digo, las convicciones naïf de
unos tipos que de economía sabían lo mismo que de filosofía armenia, con la
ausencia de un poder único regulador, la república, las cosas como son, se la dejó botando a sus enemigos.
A medida que las tropas
nacionales avanzaban, tomaban el control de casas, de negocios, de carreteras,
de vías de tren; pero, también, de papel moneda. Durante la guerra, como ya
hemos visto, la república se puso a emitir moneda como si no hubiese un mañana,
tratando de apagar la hoguera de la inflación con gasolina. La orden que se dio
en Burgos fue que esos billetes y monedas debían ser acumulados, nunca
desechados.
El plan diseñado en Burgos,
dotado del mismo secretismo que el sabotaje de una instalación nuclear, buscaba
usar dos herramientas. La primera era el envió al exterior de los billetes
republicanos. Llenando los mercados exteriores de papelitos de la república, se
buscaba que su valor se desplomase. Burgos, por lo tanto, se dedicaba a comprar
divisas usando dinero republicano, para así dejarlo en circulación en los
mercados internacionales.
La segunda herramienta fue la
remisión de resmas de todo ese dinero a sus quintas columnas. De esta manera,
los conspiradores en zona republicana mejoraban su capacidad (recibían dinero
contante, sonante y válido en la zona donde estaban); pero al tiempo cebaban la
masa monetaria en zona enemiga. Todo esto, sin embargo, sólo podía funcionar si
ambas pesetas estaban claramente diferenciadas. De ahí el estampillado del que
os hablaba antes. Pero lo verdaderamente importante es que, desplomando la
cotización de la peseta republicana, y cebando la masa monetaria en las áreas
controladas por su enemigo, Burgos conseguía enviar tras las líneas enemigas a
la inflación. Los precios se desbocaban en las plazas republicanas, con su
habitual consecuencia en forma de miseria.
A medida que avanzaba la guerra,
el gobierno de Burgos se fue encontrando con graves obstáculos en su política
monetaria, obviamente afectado por el hecho de que no sólo había otra autoridad
que emitía pesetas; sino que, además, tras haber escuchado los sabios consejos
de Eduardo Garzón, estaba procediendo a emitirlas como si no hubiese un mañana. Esta
realidad fue la que hizo que las autoridades ya franquistas (aunque alguna no
lo supiera todavía) se fuesen dando cuenta de que había que establecer algún tipo de
diferencia entre pesetas. Aquélla era una situación nueva en España, ya que, en
las ocasiones anteriores en que se había partido España, como en el siglo XIX,
la mayor parte de la moneda circulante había sido moneda y no billete, es
decir, objetos con valor intrínseco y no fiduciario.
El primer paso fue identificar de
forma específica los billetes nacionales, originalmente emitidos por la
república antes del golpe de Estado, mediante una estampilla en cada billete.
Esta operación se reguló por un decreto de 12 de noviembre de 1936; norma que,
al mismo tiempo, declaró nulos los billetes emitidos por la república después
del 18 de julio. Madrid, como era de esperar, reaccionó prohibiendo la posesión
en zona republicana de moneda estampillada.
Burgos contaba con una ventaja;
una ventaja que ha quedado un tanto desdibujada por muchos años de
historiografía que, por reacción ante otra historiografía propagandística como
fue la franquista, se convirtió, ella misma, en propaganda. Me refiero a la ventaja
de la bajísima moral económica que había en muchas zonas del bando republicano.
Como digo, admitir esto es muy duro cuando se es un graduado masterizado de 30
primaveras, dado que equivale a reconocer que las medidas de gestión económica
que las izquierdas querían imponer en España, e impusieron tras el golpe de
Estado, y que presuntamente eran esperadas como agua en mayo por la mayoría de
españoles, ni eran tan esperadas, ni funcionaron un tantito. La colectivización
de fábricas y negocios, no digamos ya la del campo de corte anarquista, ni
galvanizó a los españoles ni mejoró las condiciones de su sistema productivo.
Más bien todo lo contrario. Burgos contaba con esta desmoralización. Contaba
con la acción de muchos silenciosos ciudadanos españoles, emplazados en zona
republicana, que puede que estuviesen yendo a la plaza del pueblo a aplaudir a
oradores que himplaban puño en alto; pero, en su fuero interno, pensaban que la
que estaban montando era una mierda. Esa gente se convirtió en la sexta columna
del bando nacional. Una sexta columna que no conspiraba contra la república,
pero que tenía muy claro que, entre guardar en un arcón papelitos de Largo
Caballero o de los golpistas, no había color.
El estampillado, por lo demás, y
éste fue otro acierto, se reguló de forma que los ciudadanos que llevaban sus
billetes a estampillar podían, una vez marcados, ingresarlos en una cuenta
corriente (la operación, lógicamente, se hacía en un banco) o llevárselos.
Burgos, por lo tanto, quiso dejar claro que la obligación de presentar los
billetes no era una incautación. Además, así el gobierno nacional mataba dos
pájaros de un tiro; pues sabemos por las actas del Banco de España de Burgos
que había una gran escasez de circulante que estaba esclerotizando las
relaciones económicas en zona nacional; pero mediante el estampillado
obligatorio se consiguieron aflorar masas monetarias en manos de particulares.
El resultado fue evidente: la
masa monetaria nacional se recuperó, sobre todo a través de las cuentas
corrientes que se establecieron; y las cotizaciones de las pesetas nacional y
republicana comenzaron a separarse, de forma preocupante para la república.
Parece ser que el propio gobierno republicano, en lo que es una muestra de lo
mucho que le preocupó el asunto, trató de falsificar billetes estampillados,
para provocar la pérdida de su prestigio.
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