martes, octubre 14, 2025

GCEconomics (23) Bombardeando pasta




Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)

 

Desde el día 30 de septiembre de 1936, por lo demás, el Consejo estaba instruyendo a los directores de las sucursales para que evitasen en lo posible la salida de plata; a pesar de que muchas de las peticiones que recibían lo eran en el vil metal. La plata cada vez escaseaba más, porque los particulares la estaban atesorando a la espera de tiempos mejores. Aunque las personas de la calle no hayan estudiado política monetaria y financiera, la perciben. Cualquier persona con dos dedos de frente entendía, en aquel momento, que los billetes cada vez estaban menos respaldados pues, si todo el oro se había quedado en Madrid, ¿en qué estaban respaldadas las emisiones de Franco? En esas circunstancias, la moneda de plata valía más que su valor facial; por ello, la decisión racional era acopiarla.

Para evitar este problema, en la sesión del 21 de noviembre de 1936 se aprobó la fabricación de 200 millones de pesetas en billetes de 5 pesetas, y otra cantidad igual en billetes de 10 pesetas.

Como ya os he contado, en lo que quizás es una demostración de los diferentes niveles de moral que se manejaron durante la contienda, el bando nacional estuvo preocupado casi desde el primer día por la necesidad de tener a su disposición medidas monetarias que permitiesen estabilizar la situación en las zonas que pasaba a controlar; mientras que no parece que la república se preocupase mucho por eso.

En el verano de 1936, todo el mundo, republicanos incluidos, contaba con que Madrid caería en manos de los nacionales. Esto, entre otras cosas, planteaba un problema monetario, que el Banco de España de Burgos trató de solventar concentrando una parte importante de sus recursos monetarios en la sucursal de Toledo. Como sabemos, no hizo falta.

Cada vez que las tropas de Franco dominaban una población nueva, detrás llegaba un pequeño ejército de canjeadores enviado por el Banco de España. Las operaciones empezaban en los mercados de abastos, donde estos funcionarios procedían a retirar la moneda republicana y canjearla por moneda nacional. Luego hacían lo propio en los bancos. Los canjes alcanzaban hasta 100 pesetas, y se hacían sin trámite alguno. A la gente sospechosa de no ser solvente se le retenía el reembolso. En los pueblos pequeños, el sistema era más jerarquizado, pues normalmente lo controlaba el comandante militar, o el alcalde si seguía vivo.

En cuanto a cuentas corrientes y otras figuras, quedaban en suspenso si eran de origen posterior al 18 de julio de 1936; y, para las anteriores, lo que se suspendía era la porción de saldo posterior a la fecha. Si la cuenta era de un partido del Frente Popular o un sindicato, congelación total. Se congelaban también las cuentas anteriores al 18 de julio que hubiesen sido consumidas en sus saldos, pero presentasen ingresos importantes días o semanas antes de la caída de la plaza. También se congelaban los descubiertos, créditos o préstamos posteriores al 18 de julio, salvo en el caso de renovación de créditos anteriores.

El avance de la guerra habría, sin embargo, de añadir un problema más a la operación de estampillado, notablemente exitosa para el bando nacional. Aquella política podría haberse quedado ahí de no ambicionar los nacionales recuperar terreno de los republicanos; pero, obviamente, ése no era el caso. Inicialmente, lo acabamos de ver, cuando los franquistas conquistaban una plaza republicana se dictaban normas para el canje de billetes nacionales por aquéllos que circulasen en esa plaza anteriores al 18 de julio; en un canje que se hacía a la par, es decir, peseta por peseta. También había normas para las cuentas corrientes; pero éstas no eran muy problemáticas, por ser pocas o de poco volumen.

En junio de 1937, con la caída de una plaza de las grandes como Bilbao, surgió un problema añadido: ¿qué hacer con todos los muchos saldos en cuenta corriente, notablemente acrecidos durante aquellos meses? El problema no tenía solución, ya que los saldos no tenían adjudicados billetes concretos. La decisión final de Burgos fue convertir a la par los saldos anteriores al 18 de julio; aunque reconoció que eso había que mirarlo bien.

El problema planteado en Bilbao llevó a los responsables del Banco de España a la idea de que había que dar un paso más: dejar de estampillar pesetas de otro y emitir las propias. En otras palabras: partir peras definitivamente. Crear dos masas monetarias: la nacional y la republicana, plenamente diferenciadas.

En buena medida, y éste es otro factor que obviamente no está hoy muy presente en la conciencia del relato oficial de la GCEXX, la guerra del estampillado, o sorda guerra civil monetaria, no fue un penalty que metiese Franco; fue, más bien, un penalty que a la república no le salió de los cojones intentar parar. En sus recuerdos de ex subgobernador del Banco de España republicano escritos unos siete años después de la derrota, Julio Carabias es muy lúcido a la hora de diagnosticar los porqués de la operación de estampillado; pero no dice una palabra de las medidas, varias, que podía haber tomado el Banco de España republicano para contraprogramar aquella medida y tratar de desprestigiar, él, la moneda de la zona nacional. A este respecto, hay que recordar que quien se quedó con gran parte del oro que respaldaba las emisiones fue la república. Pero la república decidió entregar ese oro a una autoridad extranjera, situada a miles de kilómetros, sinceramente no muy caracterizada por su honradez; y, por sobre todas las cosas, decidió utilizar el oro para otros fines que no fueron respaldar moneda. Si Carabias fue parte de esta política del avestruz o un hombre que no consiguió ser escuchado por los gobernantes, eso no lo sabemos.

En marzo y abril de 1937 ya se pusieron en circulación nuevos billetes destinados a ser canjeados por los billetes republicanos de antes del 18 de julio. Así las cosas, durante el avance de los nacionales por el norte se fueron combinando el estampillado y el canje. El canje persistió hasta que un decreto de 11 de abril de 1940 lo dio por terminado.

Con una moneda propia emitida, el bando nacional estaba en disposición de armar el último capítulo de la guerra monetaria. Los nacionales iban ganando; eran ellos los que dominaban zonas republicanas, no al revés. Eso les daba la posibilidad de atesorar importantes cantidades de billetes republicanos. Nos referimos a signos emitidos tras el 18 de julio y que el bando franquista consideraba totalmente ilegales y hueros de valor. Con lo que pensaréis: los quemarían o se limpiarían el ojete con ellos. Pero no.

Un decreto reservado (o sea, no muy público que digamos) otorgó al gobierno de Burgos la plena capacidad de utilizar los billetes puestos en circulación por la república con posterioridad al 18 de julio que cayesen en sus manos. En el mismo día en que se acordó este decreto secreto, se publicó otro por el que se declaraba que la tenencia de estos signos una vez tomada la plaza se identificaba con delito de contrabando. Franco, pues, buscaba que a los residentes en las zonas ocupadas se les juntasen el hambre y las ganas de comer, y soltasen los billetes. Porque los quería todos.

Se creó un fondo con ese papel moneda, y se nombró un comité que lo gobernaría. Ese comité era mandatado para: realizar operaciones en el mercado internacional para intercambiar aquellos papelitos por divisas; convertir esa moneda en moneda legal española flotante en el extranjero; distorsionar el curso de los billetes republicanos en el exterior; atender costes en la zona republicana, es decir, financiar la Quinta Columna.

Según Sánchez Asiaín, que consultó el Libro Mayor del citado fondo, a lo largo de la guerra, y mediante estas operaciones, el Banco de España de Burgos “chupó” 65 millones de pesetas formulados en signos que ya no reconocía. Sin embargo, esto es sólo lo que formalmente pasó al mentado fondo; en realidad, sólo los billetes emitidos por el Banco de España republicano tras comenzar la guerra sumaban con los que se habían encontrado los franquistas, a finales de noviembre de 1938, 223 millones de pesetas. Y todavía quedaba lo peor: la cifra, el 1 de abril de 1939, era de 7.707 millones. Sólo en Barcelona se requisaron 2.240 millones.

Sánchez Asiaín llama la atención de que el mentado libro mayor, que hoy en día está en poder del gobernador José Luis Escrivá (si no lo ha tirado a la basura, claro), tiene páginas y páginas con las anotaciones de las entradas de billetes en el Fondo. Pero las anotaciones de salidas caben en una sola página: 8 de octubre de 1938, 4 millones; 3 de noviembre, 6 millones; 3 de diciembre, 11 millones; y 17 de enero de 1939, 10 millones de pesetas. Cuatro entregas, todas a la misma persona: el presidente del comité gestor del fondo, teniente coronel José Ungría Jiménez; de largo, pero de larguísimo, el personaje más interesante de toda la GCEXX. De profesión: jefe de la inteligencia franquista.

Aparentemente, pues, en las últimas fases de la guerra, el gobierno de Burgos decidió “devolver” a la zona republicana importantes cantidades del dinero, para él inválido, emitido por la república. En otras palabras: como ya os he dicho, enviaba a los frentes al general Inflación. Pues, contrariamente a lo que aparentemente cree Eduardo Garzón y han creído, las cosas como son, cienes y cienes de economistas en los últimos trescientos años, la multiplicación de la masa monetaria no hace a las personas más ricas, sino más pobres. En palabras que una vez me dijo un insigne economista español: “el bienestar no se mide en euros; se mide en pan”. En consecuencia, lo importante no es los euros que poseas; lo importante es el pan que esos euros pueden comprar. Devolver a la zona republicana resmas acrecidas de la moneda republicana embalsada en áreas ya conquistadas por los franquistas fue una jugada maestra. Conforme la república se fue haciendo más pequeñita, más nadaba en dinero. Y, cuanto más llena estaba la piscina de pasta, menos valía la pasta. Los franquistas buscaban el descrédito interior total de la moneda, y casi lo consiguieron. Pero, una vez más, hay que recordar que en territorio republicano no faltaban personas que estaban alegremente a favor de ese descrédito porque, oye, la moneda, el capitalismo, esas cosas, matan y bla. Ésta, pues, nos pongamos como nos pongamos, es una historia de nacionales listos y republicanos estúpidos.

El objetivo primero era desprestigiar la moneda republicana. Lo que hacían los franquistas era ofrecer en los mercados exteriores toneladas de pesetas republicanas a la venta. Inflando la oferta, obviamente, lo que se hace es tumbar el precio, es decir, la cotización. Franco, pues, quizás conocedor, o sospechoso, de que lo del oro de Moscú se estaba acabando o estaba acabado, trataba de encarecer cualquier compra de armas por parte de la república.

Y funcionó. En julio de 1938, se daban en los mercados internacionales 26,3 francos por 100 pesetas republicanas. En diciembre, se daban 9,1 francos y, en febrero de 1939, 2,1 francos. En otras palabras: un arma que se podía comprar por 100 pesetas en el verano del 38, al terminar la guerra le costaba 1.000 pesetas a la república.

Colateralmente, hay que entender que Burgos, a los mentados objetivos mayores de insuflar inflación en zona republicana y desprestigiar su peseta, uniese un tercero. Se trataba de conseguir que cuantos menos republicanos, mejor, pudiesen conservar esa moneda. De esa moneda, sería más difícil que, acabada la guerra, acudiesen a los tribunales internacionales, invocando el pleno valor de los signos y exigiendo la indemnización oportuna.

El 7 de diciembre de 1939, es decir terminada la guerra, el gobierno de Franco lanzó la Operación Desbloqueo, por la cual los saldos pendientes fueron desbloqueados usando una serie de coeficientes. Reductores, por supuesto. Estos coeficientes venían a descontar del valor pagado la inflación acumulada hasta la llegada de los nacionales a la plaza de que se tratase. Éste era el gran problema para la España de Franco: canjear la moneda republicana sin contagiarse de la inflación que llevaba aparejada.

Las cuentas son éstas: el 17 de julio de 1936, circulaban por España 5.500 millones de pesetas. En términos gruesos, 3.500 de estos millones se quedaron en zona republicana, y 2.000 en la nacional. Sin embargo, dado que el país se partió, y se partió sobre todo desde el punto de vista monetario porque realmente hubo dos políticas monetarias radicalmente distintas, un año después, en septiembre de 1937, la circulación de moneda en zona republicana (a pesar de que la zona ya había adelgazado) era de 8.000 millones, mientras que en zona nacional era de 2.450 millones.

José Larraz, el economista de guardia del primer franquismo, calculó estas cifras. Y de las mismas dedujo que la peseta nacional valía más del doble que la republicana. A esto hay que añadir que, en una medida tendente a generar desconfianza en la zona republicana, Burgos había decretado en noviembre de 1936 la nulidad de la moneda republicana emitida tras el 18 de julio. Por lo tanto, continuaba Larraz, toda operación de intercambio debería afectar únicamente a los 3.500 millones originales, que ya estaban allí cuando el Dragon Rapide despegó de las Canarias.

Por todo ello, en 1938 el Banco de España recomendaba convalidar los signos dinerarios emitidos por la república, dejando para más adelante su canje. En otras palabras: derogar la ilegalización de la moneda republicana decretada en noviembre de 1936. Estas intenciones, sin embargo, no fueron atendidas.

En otro orden de cosas, la Junta de Defensa Nacional, en su papel de gobierno tan legítimo como el de la república, asumió como propia la obligación de honrar los pagos de la deuda pública. Sin embargo, el 11 de agosto decretó la moratoria en el pago de intereses hasta el final de la guerra. El 9 de enero de 1937, reguló los mecanismos para conocer el volumen de deuda situado en su zona.

Al iniciarse la guerra, la deuda pública del gobierno era de 22.000 millones de pesetas, tres cuartas partes de la misma era deuda amortizable a largo plazo. Apenas un 10% era deuda flotante, es decir, pagadera en dos años máximo. De toda esa cantidad, apenas 1.000 millones se debían en el exterior.

Unos dos tercios de toda aquella deuda estaba en zona republicana en el momento del golpe; lo cual añadió otro problema, ya que sus poseedores iniciales, muy a menudo, no podían documentar su posesión, por ejemplo porque los títulos estuviesen en una caja de alquiler de las que el gobierno se había llevado por delante. Consecuentemente, el gobierno de Burgos decretó que sólo se abonarían los intereses de valores domiciliados en su zona, o en zonas republicanas rápidamente conquistadas por ellos. En la práctica, esto equivalió a dejar a muchos tenedores de deuda madrileños, levantinos y catalanes sur la paille.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario