Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)
Para evitar este problema, en la
sesión del 21 de noviembre de 1936 se aprobó la fabricación de 200 millones de
pesetas en billetes de 5 pesetas, y otra cantidad igual en billetes de 10
pesetas.
Como ya os he contado, en lo que
quizás es una demostración de los diferentes niveles de moral que se manejaron
durante la contienda, el bando nacional estuvo preocupado casi desde el primer
día por la necesidad de tener a su disposición medidas monetarias que
permitiesen estabilizar la situación en las zonas que pasaba a controlar; mientras
que no parece que la república se preocupase mucho por eso.
En el verano de 1936, todo el
mundo, republicanos incluidos, contaba con que Madrid caería en manos de los
nacionales. Esto, entre otras cosas, planteaba un problema monetario, que el
Banco de España de Burgos trató de solventar concentrando una parte importante
de sus recursos monetarios en la sucursal de Toledo. Como sabemos, no hizo
falta.
Cada vez que las tropas de Franco
dominaban una población nueva, detrás llegaba un pequeño ejército de
canjeadores enviado por el Banco de España. Las operaciones empezaban en los
mercados de abastos, donde estos funcionarios procedían a retirar la moneda
republicana y canjearla por moneda nacional. Luego hacían lo propio en los
bancos. Los canjes alcanzaban hasta 100 pesetas, y se hacían sin trámite
alguno. A la gente sospechosa de no ser solvente se le retenía el reembolso. En
los pueblos pequeños, el sistema era más jerarquizado, pues normalmente lo
controlaba el comandante militar, o el alcalde si seguía vivo.
En cuanto a cuentas corrientes y
otras figuras, quedaban en suspenso si eran de origen posterior al 18 de julio
de 1936; y, para las anteriores, lo que se suspendía era la porción de saldo
posterior a la fecha. Si la cuenta era de un partido del Frente Popular o un
sindicato, congelación total. Se congelaban también las cuentas anteriores al
18 de julio que hubiesen sido consumidas en sus saldos, pero presentasen
ingresos importantes días o semanas antes de la caída de la plaza. También se
congelaban los descubiertos, créditos o préstamos posteriores al 18 de julio,
salvo en el caso de renovación de créditos anteriores.
El avance de la guerra habría,
sin embargo, de añadir un problema más a la operación de estampillado,
notablemente exitosa para el bando nacional. Aquella política podría haberse
quedado ahí de no ambicionar los nacionales recuperar terreno de los republicanos;
pero, obviamente, ése no era el caso. Inicialmente, lo acabamos de ver, cuando
los franquistas conquistaban una plaza republicana se dictaban normas para el
canje de billetes nacionales por aquéllos que circulasen en esa plaza
anteriores al 18 de julio; en un canje que se hacía a la par, es decir, peseta
por peseta. También había normas para las cuentas corrientes; pero éstas no
eran muy problemáticas, por ser pocas o de poco volumen.
En junio de 1937, con la caída de
una plaza de las grandes como Bilbao, surgió un problema añadido: ¿qué hacer
con todos los muchos saldos en cuenta corriente, notablemente acrecidos durante
aquellos meses? El problema no tenía solución, ya que los saldos no tenían
adjudicados billetes concretos. La decisión final de Burgos fue convertir a la
par los saldos anteriores al 18 de julio; aunque reconoció que eso había que
mirarlo bien.
El problema planteado en Bilbao
llevó a los responsables del Banco de España a la idea de que había que dar un
paso más: dejar de estampillar pesetas de otro y emitir las propias. En otras
palabras: partir peras definitivamente. Crear dos masas monetarias: la nacional
y la republicana, plenamente diferenciadas.
En buena medida, y éste es otro
factor que obviamente no está hoy muy presente en la conciencia del relato
oficial de la GCEXX, la guerra del estampillado, o sorda guerra civil
monetaria, no fue un penalty que metiese Franco; fue, más bien, un penalty que
a la república no le salió de los cojones intentar parar. En sus recuerdos de
ex subgobernador del Banco de España republicano escritos unos siete años
después de la derrota, Julio Carabias es muy lúcido a la hora de diagnosticar
los porqués de la operación de estampillado; pero no dice una palabra de las
medidas, varias, que podía haber tomado el Banco de España republicano para
contraprogramar aquella medida y tratar de desprestigiar, él, la moneda de la
zona nacional. A este respecto, hay que recordar que quien se quedó con gran
parte del oro que respaldaba las emisiones fue la república. Pero la república
decidió entregar ese oro a una autoridad extranjera, situada a miles de
kilómetros, sinceramente no muy caracterizada por su honradez; y, por sobre todas
las cosas, decidió utilizar el oro para otros fines que no fueron respaldar
moneda. Si Carabias fue parte de esta política del avestruz o un hombre que no
consiguió ser escuchado por los gobernantes, eso no lo sabemos.
En marzo y abril de 1937 ya se
pusieron en circulación nuevos billetes destinados a ser canjeados por los
billetes republicanos de antes del 18 de julio. Así las cosas, durante el
avance de los nacionales por el norte se fueron combinando el estampillado y el
canje. El canje persistió hasta que un decreto de 11 de abril de 1940 lo dio
por terminado.
Con una moneda propia emitida, el
bando nacional estaba en disposición de armar el último capítulo de la guerra
monetaria. Los nacionales iban ganando; eran ellos los que dominaban zonas
republicanas, no al revés. Eso les daba la posibilidad de atesorar importantes
cantidades de billetes republicanos. Nos referimos a signos emitidos tras el 18
de julio y que el bando franquista consideraba totalmente ilegales y hueros de
valor. Con lo que pensaréis: los quemarían o se limpiarían el ojete con ellos.
Pero no.
Un decreto reservado (o sea, no
muy público que digamos) otorgó al gobierno de Burgos la plena capacidad de
utilizar los billetes puestos en circulación por la república con posterioridad
al 18 de julio que cayesen en sus manos. En el mismo día en que se acordó este
decreto secreto, se publicó otro por el que se declaraba que la tenencia de
estos signos una vez tomada la plaza se identificaba con delito de contrabando.
Franco, pues, buscaba que a los residentes en las zonas ocupadas se les
juntasen el hambre y las ganas de comer, y soltasen los billetes. Porque los
quería todos.
Se creó un fondo con ese papel
moneda, y se nombró un comité que lo gobernaría. Ese comité era mandatado para:
realizar operaciones en el mercado internacional para intercambiar aquellos
papelitos por divisas; convertir esa moneda en moneda legal española flotante
en el extranjero; distorsionar el curso de los billetes republicanos en el
exterior; atender costes en la zona republicana, es decir, financiar la Quinta
Columna.
Según Sánchez Asiaín, que
consultó el Libro Mayor del citado fondo, a lo largo de la guerra, y mediante
estas operaciones, el Banco de España de Burgos “chupó” 65 millones de pesetas
formulados en signos que ya no reconocía. Sin embargo, esto es sólo lo que
formalmente pasó al mentado fondo; en realidad, sólo los billetes emitidos por
el Banco de España republicano tras comenzar la guerra sumaban con los que se
habían encontrado los franquistas, a finales de noviembre de 1938, 223 millones
de pesetas. Y todavía quedaba lo peor: la cifra, el 1 de abril de 1939, era de
7.707 millones. Sólo en Barcelona se requisaron 2.240 millones.
Sánchez Asiaín llama la atención
de que el mentado libro mayor, que hoy en día está en poder del gobernador José
Luis Escrivá (si no lo ha tirado a la basura, claro), tiene páginas y páginas
con las anotaciones de las entradas de billetes en el Fondo. Pero las
anotaciones de salidas caben en una sola página: 8 de octubre de 1938, 4
millones; 3 de noviembre, 6 millones; 3 de diciembre, 11 millones; y 17 de
enero de 1939, 10 millones de pesetas. Cuatro entregas, todas a la misma
persona: el presidente del comité gestor del fondo, teniente coronel José
Ungría Jiménez; de largo, pero de larguísimo, el personaje más interesante de
toda la GCEXX. De profesión: jefe de la inteligencia franquista.
Aparentemente, pues, en las
últimas fases de la guerra, el gobierno de Burgos decidió “devolver” a la zona
republicana importantes cantidades del dinero, para él inválido, emitido por la
república. En otras palabras: como ya os he dicho, enviaba a los frentes al
general Inflación. Pues, contrariamente a lo que aparentemente cree Eduardo
Garzón y han creído, las cosas como son, cienes y cienes de economistas en los
últimos trescientos años, la multiplicación de la masa monetaria no hace a las
personas más ricas, sino más pobres. En palabras que una vez me dijo un insigne
economista español: “el bienestar no se mide en euros; se mide en pan”. En
consecuencia, lo importante no es los euros que poseas; lo importante es el pan
que esos euros pueden comprar. Devolver a la zona republicana resmas acrecidas
de la moneda republicana embalsada en áreas ya conquistadas por los franquistas
fue una jugada maestra. Conforme la república se fue haciendo más pequeñita,
más nadaba en dinero. Y, cuanto más llena estaba la piscina de pasta, menos
valía la pasta. Los franquistas buscaban el descrédito interior total de la
moneda, y casi lo consiguieron. Pero, una vez más, hay que recordar que en
territorio republicano no faltaban personas que estaban alegremente a favor de
ese descrédito porque, oye, la moneda, el capitalismo, esas cosas, matan y bla.
Ésta, pues, nos pongamos como nos pongamos, es una historia de nacionales
listos y republicanos estúpidos.
El objetivo primero era
desprestigiar la moneda republicana. Lo que hacían los franquistas era ofrecer
en los mercados exteriores toneladas de pesetas republicanas a la venta.
Inflando la oferta, obviamente, lo que se hace es tumbar el precio, es decir, la
cotización. Franco, pues, quizás conocedor, o sospechoso, de que lo del oro de
Moscú se estaba acabando o estaba acabado, trataba de encarecer cualquier
compra de armas por parte de la república.
Y funcionó. En julio de 1938, se
daban en los mercados internacionales 26,3 francos por 100 pesetas
republicanas. En diciembre, se daban 9,1 francos y, en febrero de 1939, 2,1
francos. En otras palabras: un arma que se podía comprar por 100 pesetas en el
verano del 38, al terminar la guerra le costaba 1.000 pesetas a la república.
Colateralmente, hay que entender
que Burgos, a los mentados objetivos mayores de insuflar inflación en zona
republicana y desprestigiar su peseta, uniese un tercero. Se trataba de
conseguir que cuantos menos republicanos, mejor, pudiesen conservar esa moneda.
De esa moneda, sería más difícil que, acabada la guerra, acudiesen a los
tribunales internacionales, invocando el pleno valor de los signos y exigiendo
la indemnización oportuna.
El 7 de diciembre de 1939, es
decir terminada la guerra, el gobierno de Franco lanzó la Operación Desbloqueo,
por la cual los saldos pendientes fueron desbloqueados usando una serie de
coeficientes. Reductores, por supuesto. Estos coeficientes venían a descontar
del valor pagado la inflación acumulada hasta la llegada de los nacionales a la
plaza de que se tratase. Éste era el gran problema para la España de Franco:
canjear la moneda republicana sin contagiarse de la inflación que llevaba
aparejada.
Las cuentas son éstas: el 17 de
julio de 1936, circulaban por España 5.500 millones de pesetas. En términos
gruesos, 3.500 de estos millones se quedaron en zona republicana, y 2.000 en la
nacional. Sin embargo, dado que el país se partió, y se partió sobre todo desde
el punto de vista monetario porque realmente hubo dos políticas monetarias
radicalmente distintas, un año después, en septiembre de 1937, la circulación
de moneda en zona republicana (a pesar de que la zona ya había adelgazado) era
de 8.000 millones, mientras que en zona nacional era de 2.450 millones.
José Larraz, el economista de
guardia del primer franquismo, calculó estas cifras. Y de las mismas dedujo que
la peseta nacional valía más del doble que la republicana. A esto hay que
añadir que, en una medida tendente a generar desconfianza en la zona republicana,
Burgos había decretado en noviembre de 1936 la nulidad de la moneda republicana
emitida tras el 18 de julio. Por lo tanto, continuaba Larraz, toda operación de
intercambio debería afectar únicamente a los 3.500 millones originales, que ya
estaban allí cuando el Dragon Rapide despegó de las Canarias.
Por todo ello, en 1938 el Banco
de España recomendaba convalidar los signos dinerarios emitidos por la
república, dejando para más adelante su canje. En otras palabras: derogar la
ilegalización de la moneda republicana decretada en noviembre de 1936. Estas
intenciones, sin embargo, no fueron atendidas.
En otro orden de cosas, la Junta
de Defensa Nacional, en su papel de gobierno tan legítimo como el de la
república, asumió como propia la obligación de honrar los pagos de la deuda
pública. Sin embargo, el 11 de agosto decretó la moratoria en el pago de intereses
hasta el final de la guerra. El 9 de enero de 1937, reguló los mecanismos para
conocer el volumen de deuda situado en su zona.
Al iniciarse la guerra, la deuda
pública del gobierno era de 22.000 millones de pesetas, tres cuartas partes de
la misma era deuda amortizable a largo plazo. Apenas un 10% era deuda flotante,
es decir, pagadera en dos años máximo. De toda esa cantidad, apenas 1.000
millones se debían en el exterior.
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