Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)
A los dos meses de iniciada la guerra, la república había entrado en los consejos y en las direcciones de los bancos a saco y las había dejado, que diría Alfonso Guerra, que no las reconocería ni la madre que los parió. Eso sí, contrariamente a lo que esperaban muchos de los prohombres republicanos, eso no supuso que las personas comenzasen a encontrar longanizas colgando de los árboles, sino todo lo contrario. Los bancos, faltos de gerentes y de personas que supiesen hacer las cosas, comenzaron a capotar.
Negrín, ante el caos que supuso eso, se marcó un decreto, el 3 de octubre de 1936, por el cual creaba unos comités directivos que deberían sustituir a los consejos de administración. Estos comités estaban formados por un representante del Ministerio de Hacienda, otro de los accionistas, otro de los impositores otro de la Federación Nacional de Bancos; eso, más los consejeros que se hubiesen quedado en zona republicana y hubiesen jurado fidelidad al régimen; en corto, que no hubiesen sido paseados. Este mamoneo sería recuperado medio siglo después para articular el gobierno de las cajas de ahorros, con los excelentes resultados que ya conocemos.
Así pues, en plena guerra, hubieron de celebrarse elecciones para que
los clientes de los bancos eligiesen a sus representantes. En Cataluña, este
sistema permaneció hasta los decretos de S'Agaró, cuando se crearon unos
órganos directivos de cuño propio. El proceso fue más radical en las cajas de
ahorros, puesto que, en la práctica, quedaron en las manos de las centrales
sindicales.
La normativa de octubre de 1936
estaba básicamente presidida por el axioma de buenismo marxista, que perdura
hoy en día con fuerza, según el cual todo organismo o unidad económica funciona
siempre mejor si es gestionado por el poder público que si lo es por el
privado. Se creyó que la mera instrumentación de unos órganos de gobierno que,
en la práctica, eran, o bien casi una nacionalización, o bien una
nacionalización con todas sus letras, provocaría que los bancos y cajas
funcionarían como un reloj nuclear. Pero, claro, eso no fue lo que pasó. Que
una persona sea un hacha rompiendo tenazas de centollo no quiere decir que sepa
algo de economía, mucho menos economía financiera; en consecuencia, el control
sindical de los bancos los llevó a la inoperancia y, no pocas veces, el caos.
En consecuencia, apenas un mes después de tomadas estas medidas, cuando el
gobierno abandonó Madrid, se modificó un vez más la composición.
La república, como he escrito,
básicamente no se quiso enterar de muchas de estas cosas mientras ocurrieron.
Tanto es así que se acordó de Santa Bárbara casi cuando la tormenta había
pasado. El decreto republicano “para la rápida normalización de la banca
oficial y privada” lleva fecha de 18 de marzo de 1939; doce días antes de que
acabase la guerra.
El decreto era, eso sí, un
portento de realismo. Admitía que los bancos republicanos habían sido obligados
a trasladar sus sedes centrales a Barcelona, y que sus consejos y alta
dirección habían sido removidos. Ahora, en el caos de la derrota, el decreto
admitía que no tenía ni puta idea de dónde estaban esos gestores que había
nombrado la propia república (o sus terminales “incontroladas”). La solución:
volver a establecer las sedes centrales en Madrid y reorganizar los equipos
directivos. El decreto, pues, cesaba a todos los representantes un día
nombrados por el Ministerio de Hacienda. A continuación, regulaba la
representación oficial en los bancos; es decir, en realidad, dejaba
completamente en el aire quién mandaba en los bancos privados.
En cuando a los bancos en la zona
nacional, al inicio de la guerra su principal problema se llamó liquidez. Al
ser la mayoría de las oficinas caídas en zona nacional meras sucursales (por no
mencionar el hecho de que el golpe se dio a mediados de mes, que parece que no
pero para las sucursales fue una putada), tenían en sus cajas cantidades
modestas de dinero. La situación la resolvió como pudo el Banco de España de
Burgos manejando sus reservas. Por lo demás, exactamente igual que en zona
republicana, el crédito comenzó a reducirse, por lo que se tuvo claro que había
que restringir las operaciones de activo. El 12 de septiembre de 1936, los
créditos bancarios quedaron sometidos a un tope de 25.000 pesetas.
Cuando se decidió estampillar la
moneda, medida que distinguió las pesetas republicana y nacional para beneficio
de ésta, que era mucho más creíble para el mercado, el problema, por así
decirlo, se resolvió solo: los bancos de zona nacional comenzaron a engordar en
el pasivo, puesto que muchos particulares les confiaron su dinero; lo cual
cedió presión en dicho pasivo. De hecho, para los bancos comenzó a ser un problema
colocar todo aquel pasivo ya que, como no me cansaré de repetiros, un banco no
tiene nada que ganar en disponer de vuestro dinero si al tiempo no se lo puede
colocar a alguien vía préstamo o similar.
Eso sí: más de la mitad del
pasivo de la banca nacional, como le ocurrió a la republicana, eran cuentas a
la vista. En otras palabras: los españoles desarrollaron, durante la guerra
civil, una pasión total por la liquidez extrema de sus ahorros, que les dura
hasta el día presente (no hay más que ver la cuenta de flujos financieros de las familias en la Contabilidad Nacional comparativa entre Estados europeos para comprobar que los españoles tenemos en la línea llamada Efectivo y Depósitos mucho más dinero que casi ningún otro país europeo). El fondo de la cuestión: nadie creía en nadie. Ni los ciudadanos de la república ni los de la zona nacional apostaban por la victoria de
su bando; y por eso querían tener total disponibilidad sobre su dinero.
La construcción del sistema
bancario franquista se hizo a base de los retales que quedaron en su poder
procedentes de las oficinas de los grandes bancos bajo su control, más una
serie de bancos regionales sobre cuyas sedes centrales adquirió de principio, o
pronto, el control; bancos como el Banco Pastor de Galicia, el Banco Herrero,
el Banco Castellano o, más tarde, el Zaragozano.
Lo más sólido que tenía a mano el gobierno de Burgos eran los bancos gallegos; razón por cual Galicia, que además fue concebida como la zona más segura, se convirtió en la caja de España, pues allí se trasladaron los activos que estaban originalmente más o menos cerca del frente de batalla. Se podría decir, pues, que mientras la república le confió su riqueza a Stalin, Franco se la confió a Carballeira (bueno; más en concreto, a Barrié de la Maza).
Este proceso fue simultáneo a la lenta reconstrucción de los consejos
de administración, conforme sus miembros iban abandonando la zona republicana.
En el entorno de Franco hubo muchas personas, sobre todo las más falangistas,
que consideraban que la única forma de sintonizar la labor de la banca privada
con el esfuerzo bélico era nacionalizarla, de iure o de facto.
Sin embargo, es probable que, finalmente, el general escuchase los consejos de
los hombres del Banco de España. Con el tiempo, se crearon una especie de
“comandos de intervención financiera”, cuyo objetivo era censar, controlar y
estabilizar en lo posible la situación de los bancos emplazados en las zonas
que iban conquistando las fuerzas nacionales.
Este proceso afectó también a la
banca oficial. A primeros de junio de 1937, por ejemplo, los consejeros del
Banco Exterior de España que habían sido destituidos por la república se
reunieron en Burgos. En las semanas siguientes siguieron el Banco de Crédito
Local y el Banco Hipotecario. En marzo de 1938 se culminó el proceso con el
Banco de Crédito Industrial.
Si pasamos a otro ámbito: el de
las finanzas públicas y la financiación de la guerra, hay que decir que, en
realidad, algunos de los problemas que se encontró la república en este terreno
predataban a la guerra en sí. En 1936, España tenía un sistema tributario
antiguo y poco eficiente. Se vivía de la gran reforma de Alejandro Mon de 1845,
que había sido parcialmente tuneada por Raimundo Fernández Villaverde en el
1900, y ligeramente modernizada por la ley Carner de 1932. Pero era un sistema
viejo e inadaptado a la realidad, como resultado de
muchas décadas de gobiernos débiles y breves, incapaces, por lo tanto, de
abordar reformas de calado.
Desde 1933, por lo demás, se puede decir que la labor presupuestaria del Estado desapareció. La presupuestación sobre base cero ya no se produjo, y comenzó a trabajarse sobre lo ya existente, añadiendo y quitando gastos. O sea, más o menos como ahora. En junio de 1934, en consecuencia, los presupuestos fueron prorrogados. Al año siguiente, el primer ministro Chapaprieta presentó un proyecto algo innovador, que incluía reformas tributarias; para el que, sin embargo, carecía de votos. A pesar de su ultimátum, los presupuestos de 1936 fueron prorrogados, lo que provocó su dimisión.
Esta situación hace que lo más
cercano a la realidad sea decir que Negrín se encontró con una situación en la
que tenía que financiar una guerra con un sistema de impuestos que ya no daba
de sí, pero que ahora ya no podía cambiar. En marzo de 1937, resucitó un
organismo que había sido perfectamente inútil hasta entonces: el Consejo de
Dirección del Ministerio de Hacienda, al que encomendó el diseño y presentación
de proyectos extraordinarios vinculados a las necesidades de la guerra. También
le encargó el diseño de la reforma de la Hacienda Pública, una vez terminada (y
ganada, claro) la guerra. Pero, vamos, que su opinión era que había que crear
una Hacienda socialista, no una Hacienda eficiente. El Consejo, sin embargo, no
funcionó. Da la impresión de que estuvo formado, fundamentalmente, por
funcionarios no demasiado políticos; entre otras cosas, cuando el gobierno se
fue a Valencia, hubo que llevarlos allí tirando de la oreja, y se tardó meses.
E, ítem más, no hicieron prácticamente propuestas.
El problema básico era simple: no
podía existir imposición directa en una zona de guerra en la que la mayor parte
de las empresas estaban colectivizadas. Y, claro, ahora que los medios de
producción habían sido devueltos al sacrosanto proletario, ahora que la
plusvalía estaba en manos de quien verdaderamente la poseía, resulta que estos
poseedores no querían pagar impuestos.
Bueno, no exactamente eso. En la
óptica del Ministerio de Hacienda republicano, o sea revolucionario, las rentas
gravadas por los impuestos, es decir las procedentes de edificios alquilados,
empresas productivas, etc., dejaron de ser rentas para pasar a ser salarios
distribuidos por los comités de incautación y, por lo tanto, no podían ser
objeto de gravamen (tócate los reminguitis, María Emilia). Terminando 1937, por ejemplo, todas las rentas de capital
que se podían gravar eran ya las tenencias de deuda pública. Los bancos,
incautados por las organizaciones obreras, habían dejado de pagar intereses
(aunque es de suponer que habían comenzado a pagar mariscadas). Las empresas
colectivizadas todo lo daban a través de los salarios, con lo que se
descapitalizaban ellas mismas. Los salarios en las empresas se convirtieron en
poco más que derramas pasivas en las que se repartía lo que había en la caja en
cada momento.
En otras palabras: la primera y
fundamental figura de todo hecho gravable, que es la base imponible, había
desaparecido. Para colmo, el cuerpo de inspectores de Hacienda había sido
disuelto y sustituido por el alegre sindicato de recaudadores; un sindicato,
tócate las nalgas María Eduvigis, que consideraba que el salario no podía
ser materia imponible, porque un obrero no podía hacerse con la plusvalía
de otro obrero. O sea: el famoso “que paguen los ricos” de toda la vida; sólo
que ya no había ricos a los que contarle esa milonga.
La única solución que encontró
Negrín compatible con la visión de la vida de los mostrencos que lo rodeaban (y
con los que, para qué negarlo, compartía, siquiera parcialmente, mostrenquez)
fue establecer una contribución provisional sobre los beneficios extraordinarios
de la guerra, copiada de la que se había lanzado durante la Gran Guerra en
algunos países. Se reguló el 6 de septiembre de 1937.
De forma un tanto naïf, la
exposición de motivos del decreto venía a reconocer que la guerra producía en
algunas personas “un acrecentamiento del patrimonio o la improvisación de
grandes fortunas, no debidas exclusivamente al propio esfuerzo, sino
principalmente a la explotación sin escrúpulos de la coyuntura que la guerra
proporciona”. Una frase que, como digo, tiene su aquél, pues no es otra cosa
que la inocente confesión de incapacidad por parte de un Estado, que
teóricamente controlaba todas las riendas del sistema socioeconómico
republicano, a la hora de controlar a los secretarios de Organización que se dedicaban a especular
con ese poder. Por no mencionar el detalle de que, en lugar de declararle la
guerra a muerte a estos nuevos ricos, el decreto se limita a reclamar “el
sacrificio de parte de estas ganancias, bajo la forma de impuesto”.
Este impuesto fracasó más que un
presentador de La Sexta en un congreso de filosofía. Por dos razones: la
primera de ellas, porque en puridad no había empresas, capitales y activos
sobre los que aplicarlo. Y, en segundo lugar, porque buena parte de aquellos
beneficiarios de la guerra eran expertos consumidores de centollo, es decir:
eran de la cuerda.
En estas circunstancias, se puede
decir que, en el año 1938, lo que hizo el gobierno republicano fue,
básicamente, no recaudar una mierda.
Si los problemas de la Hacienda
republicana fueron básicamente ideológicos, los de la Hacienda nacional fueron
logísticos. La práctica totalidad de la estructura recaudadora había quedado en
zona republicana. Por ello, el 27 de julio de 1936 se creó la Comisión
Directiva del Tesoro Público, que recibió las competencias de la dirección
General del Tesoro. Este nuevo órgano abordó no sólo las necesidades de corto
plazo, sino la labor derivada de la necesidad de reformar el sistema impositivo
por su carácter obsoleto; algo que, como os he dicho, era independiente de la
guerra en sí.
Siguiendo esta estrategia, se
crearon cinco figuras impositivas: el llamado “auxilio de invierno”; el
“impuesto de plato único”; el “subsidio pro combatientes”; un impuesto sobre el
salario de los funcionarios públicos; y, ya muy al final de la guerra, una
contribución sobre beneficios extraordinarios.
El auxilio de invierno o auxilio
social se creó en febrero de 1937. Se concretaba en una cuestación realizada el
primer y tercer sábado de cada mes en las capitales de provincia, y los
domingos siguientes en los pueblos. La aportación voluntaria mínima era de 30
céntimos y, conforme la aportación, la persona recibía un distintivo diferente.
Terminó siendo obligatorio para los asistentes a espectáculos públicos. Los
resultados de la cuestación se gastaban en las personas más necesitadas.
El impuesto del plato único tenía
como objetivo la financiación de comedores, guarderías y orfanatos. Se
establecían lo días de plato único, que eran dos al mes (el 1 y el 15). Se
trataba de que esos días los particulares redujesen sus comidas y entregasen el
excedente. Posteriormente, se estableció el día plato único todos los viernes
del año. Luego, los lunes del año se estableció el día sin postre.
El subsidio pro combatiente se creó
el 9 de enero de 1937 para atender a las familias de los combatientes. Se
financiaba mediante un recargo del 10% sobre la venta de determinados
productos, como el tabaco, los cafés o los pasteles. Esta medida de apoyo al
combatiente se complementó en mayo de 1937 con la excepción de pago de
inquilinato para las personas en situación de paro forzoso y a los cabos y
soldados que no tuviesen otros ingresos que el ejército. Estas exenciones se
extendieron más tarde a las viudas de soldados, cabos o milicianos, siempre que
sus hijos fueran su único modo de vida, y a los padres imposibilitados para el
trabajo o fueran mayores de 65 años. El total perdonado por alquileres debería
prorratearse entre todos los propietarios de fincas urbanas y solares.
El impuesto sobre el salario de
los funcionarios se puso en marcha en agosto de 1936, y tuvo carácter
progresivo. Por debajo de 4.000 pesetas mensuales, se descontaba un día de
paga; dos si se superaba dicho umbral. Los combatientes estaban exentos. Los funcionarios,
de todas formas, recibieron mensajes muy claros en el sentido que de ellos se
esperaba que complementasen el pago obligatorio con dádivas voluntarias.
Establecido para un solo mes, estuvo finalmente vigente hasta octubre de 1938.
Finalmente, cercano ya el final
de la guerra se estableció la contribución sobre los beneficios
extraordinarios. Se legisló en enero de 1939, y estuvo vigente apenas un año.
Además de estas nuevas figuras
fiscales, durante la guerra fueron elevados diversos impuestos, como el
gravamen sobre la compra de aparatos de radio, o los del azúcar, la achicoria o
la cerveza, o las tarifas postales.
Termino aquí estas notas. Podría
no hacerlo, pues todavía quedan muchas cosas que contar. La economía es muy
variada y rica, y sólo hemos limpiado aquí algunas de sus esquinas. Pero,
bueno, se trata de que sigáis vinculados al blog, no de que muráis en el intento.
Lo que sí que evidentemente se
impone tras haber escrito estas 100 páginas de Word, más o menos, es hacer una
recapitulación. Y esa recapitulación es bastante directa, sencilla incluso, a
mi parecer. Si contemplamos una guerra como una combinación de flancos, y somos
conscientes de que estamos hablando del flanco económico, aquí tenemos que
hablar de una victoria por goleada; o, más bien, de una derrota por goleada.
Pues la Guerra Civil Económica no la ganó Franco; la perdió la república.
En el bando republicano, y en el
ámbito económico, todo se hizo mal. Yo creo que se hizo mal por dos razones. La
primera, bastante evidente, es que los hombres que llegaron al poder en la
república tras caer el gobierno Giral, y que en buena medida ya la dominaban
desde febrero del 36, llegaron con una serie de convicciones e ideas que se la
dejaron botando al otro bando, por así decirlo. Nada le fue más fácil al bando
nacional que demostrar ante el mundo que el bando republicano se había
convertido en el reducto sectario de la ultraizquierda; un lugar en el que
llevar una corbata de seda por las calles de Barcelona podía llegar a costarte
la vida. Los hombres que mandaban en la república, y muy concretamente los que
mandaban en el Ministerio de Hacienda (Juan Negrín, Francisco Méndez Aspe,
Amaro del Rosal) no creían en el capitalismo, y lo demostraban. Lejos de lo que
ellos pensaban, seguir funcionando bajo las reglas del capitalismo es lo que
habría salvado a la república del colapso, el caos productivo, la
descoordinación de la industria bélica y la hiperinflación; problemas todos
ellos con los cuales ganar la guerra se hizo todo punto que imposible.
La segunda razón es que los
políticos del bando republicano quedaron mesmerizados por el discurso radiado
de Indalecio Prieto pocas horas después de estallar el golpe. Prieto, quien
pocos meses después comenzaría a ser apartado del poder precisamente por haber
cambiado de idea y haberse convencido de que la guerra se perdería, apareció en
aquel discurso animado, casi chulesco, viniendo a decir: esto está chupado. Sus
argumentos, dos: la repartición inicial entre zonas traidoras y leales, que
consideraba favorecía a la república (y así era); y su convicción de que quien
tuviese el oro, tendría la victoria.
Ésta fue la idea que contaminó
las mentes republicanas al inicio de la guerra. Ellos tenían el oro. Sin el
oro, las posibilidades de victoria de los nacionales no existían. Esa
convicción los llevó a cometer dos errores fatales.
El primer error fue meterse unas prisas de cojones para sacar el oro, no de Madrid, que eso tenía su lógica; de España. Como ya he dicho en estas notas, con los años cuando menos yo he llegado a la conclusión de que la decisión inteligente habría sido mover el oro a Cartagena, a Monóvar, a Torrevieja, a Valencia; eso dependería de un factor logístico, es decir, de la existencia de un sitio fácil de vigilar y aislado para tener allí las riquezas de forma discreta. Cartagena, por sus propias características, es mi escenario más probable. Pero, no. Los republicanos estaban tan obsesionados con la idea de que, si Franco tocaba el oro, todo lo demás se podía dar por acabado, que se embarcaron en una estrategia de protegerlo a pelo puta, y como fuese. La Historia del pasado, del presente y hasta del futuro demuestran que el 90% de las veces que un político la caga de verdad, justo antes de cagarla ha pronunciado las palabras: "como sea". "Como sea" es el peor consejero que puede buscar un buen gestor público. Pero ese "como sea" es, que diría Camilo José Cela, como Petrita la del tercero: todo el mundo dice que es muy fea, pero todo el mundo se la quiere tirar.
El segundo error fue cagarse y
mearse sobre cualquier esquema mínimamente racional de equilibrio de poderes.
Debo confesaros que a mí, cuando leo sobre la GCEconomics, lo que más me llama la
atención, más me sorprende, es la absoluta libertad de movimiento con total
inexistencia de contrapesos o controles con que se desempeñó el doctor Juan
Negrín. Tan personal e intransferible fue la gestión del ministro de Hacienda,
posterior primer ministro que, como hemos visto en estas notas, cuando terminó
la guerra era el único que tenía documentadas las transacciones del oro.
Si por lo normal no es buena idea poner todo el Estado en manos de una persona,
si hablamos de un Estado en guerra, ya la cosa se pone amarillo limón.
El poder económico republicano,
pues, fue un poder ejercido en un sótano sin ventanas, nunca ventilado, casi
nunca compartido. Si Negrín hubiera sido Keynes, quizás la jugada hubiera
tenido sentido. Pero no lo era. De hecho, era un médico políglota que, en temas económicos, tiraba más bien a gañán. Y eso la república lo notó.
El pecado de centralizar todo el
control y gestión del oro, sin embargo, empalidece al lado del pecado derivado
de convertir la zona republicana en un cachondeo de poderes. En mi modesta
opinión, el día en que el gobierno de la república aceptó que las gentes que
estaban en la calle entrasen en el Cuartel de la Montaña y comenzasen a tirar
fusiles desde las ventanas para que los cogiera la gente; ese día, digo, la
república perdió la guerra. Y muy particularmente la guerra económica.
La economía es certeza. Es
certeza porque es riesgo. El valor se crea porque alguien decide jugar una
partida arriesgada y la gana; el premio por ganarla es ese valor que ha creado.
Porque crecer es arriesgarse, las economías que funcionan son aquéllas que
generan grados de certeza suficientes como para que quien desea arriesgarse, lo
haga. Ciertamente, en una guerra esto cambia porque en una guerra lo que se
produce es una situación extraordinaria en la que son las circunstancias (la
guerra) las que definen las reglas del riesgo. Pero el esquema sigue siendo sustancialmente el
mismo.
La república no hizo nada, y nada
es nada, por generar adecuados niveles de certeza en su propia economía.
Renunció a controlar los medios de producción, renunció a planificarlos;
renunció a mantener el crecimiento y la creación de valor como objetivo fundamental
de los agentes económicos. Prefirió apuntarse a un relato unicornial, en el
cual las factorías, los bancos, los puertos y las granjas funcionaban por sí
solas, sabiamente gestionadas por el obrero, ese ser inteligente y ponderado
por naturaleza; y todo se reducía a, una vez al mes o a la semana, abrir la
caja donde había estado manando el dinero, para repartirla entre todos. Se
ignoró el concepto de capitalización empresarial, el concepto de reserva, de
amortización, de periodificación. Se ignoró, por supuesto, la autoridad de los
técnicos, mandos y cuadros; el propio Banco de España, ya lo hemos contado,
pasó a estar gestionado en su día a día por una patota de empleados
sindicalizados.
Todo aquello no era mala idea,
siempre y cuando el socialismo y el anarquismo funcionasen. Pero no funcionan,
y, de hecho, la GCEXX es una buena prueba de que es así (y la razón última de que, pasada la segunda guerra mundial, el socialismo inventase la socialdemocracia moderna). Por eso, ésta de la
economía es una parte de nuestra memoria histórica de la que nadie te quiere
hablar.
Que nadie se engañe, empero.
Franco no era ningún genio económico. Franco tenía en la cabeza dos o tres
ideas que hubieran hecho naufragar el bando nacional como naufragó el
republicano. Pero lo que sí tuvo fue la inteligencia de refrenarse. La política
económica de Burgos durante la guerra tuvo como prioridad no acojonar a la
gente pero, al mismo tiempo, generar un sistema de control férreo, casi
confiscatorio. Una política pasable. Lo que pasa es que, al lado de una
política desastrosa, parece la hostia en verso.
Un último apunte para un último
culpable especial. La república hizo muchas cosas mal, como he escrito. Pero,
sobre todo esto, tuvo, además, dos enemigos internos: los vascos, y los
catalanes.
Yo siempre he considerado que los
decretos de S’Agaró fueron un buen intento. Un ejemplo de gobernante,
Tarradellas, tratando, de verdad, de enderezar las cosas. Pero ese mérito no
esconde el fondo de la cuestión.
Se habla mucho de que la victoria republicana la hicieron imposible los anarquistas con su puta manía de hacer la revolución sin esperar a ganar la guerra. Pero poco se habla de la puta manía de vascos y catalanes de construir su independencia antes de ganar la guerra. Los dos estuvieron ciegos y egoístas. Los dos decidieron contemplar la guerra no como una amenaza, sino como una oportunidad. Los dos decidieron que el golpe de Estado debilitaba lo suficiente a la república como para impedirle oponerse a sus planes soberanistas. Los dos, por lo tanto, apuñalaron a la república en los gemelos, mientras le exigían que corriese.
En este agravio, los calzoncillos que huelen peor son los de los vascos.
Cataluña tenía un problema, existente desde medio siglo antes de la guerra, por ser el principal polo industrial de España; lo que había concentrado dentro de su territorio al anarcosindicalismo ibérico. La CNT y la FAI, además, ganaron una guerra de propaganda el 19 de julio de 1936, cuando emergieron como grandes garantes de una victoria contra el golpismo en Barcelona; siendo más cierto que si Barcelona no cayó en manos de los golpistas, fue por una mezcla entre las torpezas de éstos y la fidelidad republicana de la Guardia Civil. La sensación generalizada en los barceloneses de que le debían la supervivencia de su libertad a los anarquistas provocó que Lluis Companys, Tarradellas y el resto de gobernantes legítimos de Cataluña se viesen sobrepasados y dominados por los anarquistas, quienes hicieron su ley. En ese terreno, en parte Tarradellas fue el mudo que hizo lo que pudo; aunque, en otra parte, ni él ni su jefe. el honrado pero limitadito Companys, supieron dejar de ser los soberanistas que eran. No supieron ver que lo que necesitaba Cataluña, en ese momento; lo que necesitaba si quería ser finalmente libre en unos pocos años, era ser lo menos catalana posible.
Todo esto, sin embargo, no juega para los vascos. En el País Vasco la situación era muy otra. Que había que dar audiencia a las fuerzas de izquierda y de ultraizquierda, desde luego; pero en modo alguno los jelkides estaban obligados a compartir con ellos el gobierno. Si el País Vasco, de la mano de Eliodoro de la Torre, decidió actuar como que los problemas económicos de la guerra no iban con él (y sin plantearse, por supuesto, ser solidario con quienes sí tenían esos problemas); si el País Vasco decidió que la guerra era su guerra, que ellos tenían que tener sus propios estados mayores, sus propias estrategias, sus propios objetivos. Si decidió todo eso, digo, fue porque le salió de los cojones. Y los hombres del PNV, ya que como ya he dicho en estas notas siempre han sido un partido político quince minutos al día y las otras 23 horas y 45 minutos un business model; los hombres del PNV, digo, ni se plantearon integrarse en el reto económico de la república. La guerra civil española es una de las mejores demostraciones históricas que existen de que al nacionalismo vasco no es que no le guste echar una mano; es que es, esencialmente, incapaz. Ni siquiera cuando en echar una mano le va la supervivencia. El gran problema del PNV yo creo que fue pensar que Franco era Mola, o Cabanellas. El típico general con el que te reúnes un par de meses antes de la derrota y, a cambio de estrechar los tiempos, a cambio de acabarlo todo esa misma tarde, vas y le arrancas tus fueros de los cojones. A Franco, sin embargo le gustaba ABBA, y por eso se pasaba el día cantando eso de The winner takes it all. Paradójicamente, la conclusión para los vascos, conclusión que por supuesto ni supieron ni quisieron ver, fue que evitarle a las libertades vascas una larga noche de cuarenta años dependía, no de que los vascos pudiesen luchar por su cuenta, sino de que hubiesen sido un cuerpo de ejército más.
Otra cosa de la que tampoco te hablarán en la ikastola. Cada palo, que aguante su vela.
Y hasta aquí, literalmente, hemos
llegado.
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