Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)
La inmensa mayoría de las
organizaciones de izquierdas y sus líderes, en 1936, tenia claro que quería el
poder; pero no tenía un plan que dirimiese qué iban a hacer con él. Quizás los
que tenían un faro más rutilante eran los comunistas, ya que contaban con los
diez o quince años de gestión del leninismo-estalinismo, que contaban además
con la vitola de que era un sistema que funcionaba o, cuando menos, parecía
funcionar. Más allá, sin embargo, no había un programa, no había una lista de
objetivos, ni de medios. Y, además, el objetivo de ganar una guerra amenazaba
con comérselo todo; un hecho que siempre despertó las suspicacias entre quienes
querían hacer la revolución.
El gobierno republicano cometió
dos grandes errores, y la discusión sobre si tuvo o no margen para no
cometerlos deberá quedar para otro momento de este diálogo. El primero fue
armar al pueblo; este error hizo que la república tardase mucho, algunos dirán
que ya nunca lo consiguió, en consolidar una organización militar efectiva, con
capacidad de presentar batalla a su enemigo. El segundo error fue permitir la
destrucción de su cadena de mando. Un Estado se hace respetar por la vía de
hacerse presente, para bien, en la vida de los ciudadanos. Son necesarias las dos
cosas: estar presente, y estar presente para solucionar problemas, no crearlos.
El gran problema del Estado republicano no fue tanto que no resolviese
problemas; eso, en tiempos de guerra, tiene su lógica. El gran problema del
Estado republicano fue que no estuvo.
El Estado republicano permitió
que decisiones tan importantes para el funcionamiento económico como las
colectivizaciones agrarias fuesen decididas por pequeños mini sátrapas de
aldea, no necesariamente coordinados con alguien, no digamos ya prestando obediencia
a alguien. En esas circunstancias, la república se convirtió en un fistro que
controlaba determinados cultivos o fábricas y determinados cultivos o fábricas,
no. Por lo demás, por toda la España republicana, las autoridades municipales,
nacidas de elecciones, fueron sustituidas por comités sindicales, a los que no
había votado nadie y sigue sin votarles, que comenzaron a ejercer el poder
efectivo.
En un Estado organizado, la
legislación y la planificación de la cúpula va comunicándose hacia abajo por la
cañería bajante. Pero el Estado republicano era un edificio con apenas bajantes
desde el tejado. Cada planta tenía su propia bajante, y en la práctica eso
quería decir que cada planta, como diría Rajoy, hacía lo que el tejado quería, o
no.
La consecuencia de todo esto es
que no existe, en puridad, una política económica republicana durante la guerra. Porque no tuvo
una. La república promocionó la nacionalización de los negocios, el
mantenimiento de la propiedad de los mismos, la colectivización, o incluso el
puro y simple capitalismo. Hizo de todo; pero no de una forma coordinada, sino
al albur de la opinión de quien mandaba en cada esquina del país; y, en algunas
ocasiones, hablamos de esquinas tan mezquinamente liliputienses como un valle,
una pequeña mancomunidad o una simple aldea. La república nunca conoció con
exactitud el inventario de sus activos, ergo de sus capacidades; y mucho menos
coordinó todos esos activos en una sola política.
Otra consecuencia de la falta de
poder efectivo del gobierno de la república fue la inevitabilidad de su
desprestigio. Cuando alguien produce muchas noticias, lo normal es que la gente
que está mirando se fije en las malas; máxime cuando, además, tienes a un
enemigo comiéndole la oreja al mundo con tus reales o pretendidas barbaridades.
El gobierno de la república permitió que el mundo supiera que no era capaz de
imponer la inmunidad diplomática; permitió que ciudadanos extranjeros fuesen
asesinados en su territorio sin motivo aparente; permitió que en todo el mundo
creyente se difundiese la noticia de que perseguía a los religiosos hasta la
muerte; permitió escándalos como la muerte del duque de Veragua, que fue un
trauma de grandes proporciones en Latinoamérica; permitió las checas, los
paseos, episodios como Paracuellos...
Pero, no lo olvidemos, también permitió, bueno, no permitió, alentó, la
expropiación de la propiedad privada de muchísimos ciudadanos que, en puridad,
no habían hecho nada, no podían ser considerados enemigos de nadie, ni
culpables de crimen alguno. Uno de los hechos que la historiografía
memoriohistórica, fluzodetritus concostrinácea que nos invade suele olvidar, es
el enorme, insondable desprestigio que supuso para la república, en países como
Francia y sobre todo Inglaterra y Estados Unidos, el conocimiento de la praxis
económica practicada por la república. Para hacerse una idea de lo que hablo,
se puede acudir, en el tema religioso, al memorando
que Manuel de Irujo leyó en enero de 1937 ante el consejo de ministros; y que
viene a ser un informe en el que un católico vasco le reprocha a la república
haber sido tan estúpida al abordar la cuestión religiosa con tintes tan
sectarios y sin pensar que ello tendría consecuencias exteriores. Pero, vaya,
que en la república no hubiese ningún Irujo dispuesto a redactar ese mismo
informe en materia económica, lo dice todo. En puridad, el "Irujo económico" que tendría que haber redactado ese informe diciendo que la república se labraba un enorme desprestigio permitiendo el caos de la propiedad privada, de la organización productiva o del sector agrario, tendría que haber sido Negrín, o Méndez Aspe. Pero el primero no quería y el segundo, sobre no querer, no hubiera sabido. Aquello era un país dirigido por los comentaristas económicos de La Sexta.
La república, en puridad, llegó a
tener seis gobiernos distintos y simultáneos: el gobierno de la nación; los de
Euskadi y Cataluña; el Consejo Revolucionario de Aragón, cenetista; el Consejo
de Asturias y León, donde estaban todas las fuerzas de la mal llamada
revolución de Asturias; y el Consejo Interprovincial de Santander, Burgos y
Palencia, dominado por los socialistas. Cada uno de estos cuerpos mantuvo una
soberanía total sobre su gobierno, lo cual incluyó la política financiera.
Y éste es el punto en el que la
república malbarató, por propio deseo, uno de sus grandes triunfos económicos
cara a la guerra. Pues antes os he dicho que la inmensa mayoría del sistema
financiero español quedó del lado republicano. Esto supuso tener el control
sobre la política monetaria. Pero el control de la política monetaria sólo se
tiene cuando la masa monetaria es una, lo cual quiere decir que sólo hay
una gestión monetaria (ésta es la razón de que, si existe el euro, tenga que
existir el Banco Central Europeo). Pero eso no fue lo que pasó.
A finales de 1937, ojo con el
dato, existían o habían existido en la zona republicana 2.000 emisores
distintos de moneda, que habían hecho hasta 7.000 emisiones diferentes de
billetes y unas 50 de monedas. Una parte, yo diría que pequeña, de aquellas emisiones,
respondía a autoridades que quisieron con ellas hacer política económica y
monetaria; es decir, fueron acciones en las que el burro siguió al dedo. La
inmensa mayoría, empero, fueron emisiones realizadas por gobernantes que se
encontraban con la dura realidad de que el viejo sueño anarquista de la
sociedad sin moneda ni salario, ergo sin explotación, es imposible; se
encontraban con la necesidad de arbitrar medios de pago para que el día a día
de los territorios que administraban siguiese funcionando; y, en consecuencia,
comenzaron a emitir papelitos, imponiendo su valor. En la mayoría de los casos,
pues, el dedo siguió al burro.
Siguiente factor: uno no muerde
la mano que le da de comer; y eso significa que tampoco muerde la mano que le
da de gestionar. Antes ya os he dicho que la inmensa mayoría de los españoles
de pasta y de nivel, con estudios y capacidad gestora, quedó en zona
republicana. Esto incluye a los gestores extranjeros de empresas foráneas.
Estas personas, sin embargo, pronto pudieron percibir la hostilidad de la
república hacia ellos. En la Barcelona posterior al 18 de julio, llevar corbata
y un buen traje era una marca que normalmente prescribía la cuneta para quien
lo llevase. Todo el mundo comenzó a vestir como si fuesen camareros de la
Taberna Garibaldi. Los ejecutivos fueron desalojados de sus puestos en las
empresas, que fueron controladas por comités obreros que no expresaban
precisamente buenos deseos hacia ellos o sus familias. En no pocos casos, esos
deseos se cumplieron en algún paseo nocturno, o al amanecer. Como consecuencia,
toda aquella inteligencia económica, cuando no pudo huir, se escondió. Y, de nuevo,
el maltrato de los ejecutivos extranjeros acabó llegando al exterior, labrando
la imagen de la república como cotolengo de bárbaros.
En mayo de 1937, los comunistas
dieron un puñetazo encima de la mesa. Tanto en Moscú como en Madrid, dirigentes
y asesores soviéticos habían llegado a la conclusión de que la república no
aguantaría ni seis meses si seguía comandada por un señor que toda su vida
había estado obsesionado porque la CNT no le sobrepasase por la izquierda y,
consecuentemente, estaba dispuesto a permitirle al niño cuantas travesuras se
le ocurriesen. Para entonces, el PSOE era un pollo sin cabeza. Sus elementos
más potables intelectualmente, tipo Fernando de los Ríos y demás, hacía meses
que no sabían literalmente dónde meterse. La gran alternativa al
largocaballerismo, el Page de su tiempo (aunque era mucho más valiente y
bastante más maniobrero), Indalecio Prieto, estaba (auto) amortizado. La
república, por lo demás, dependía militarmente al 100% de Stalin.
Fue como consecuencia de este
entorno que llegó a Castellana 3 el doctor Juan
Negrín, predecesor, en alguna que otra cosa, de ese otro político
socialista llamado José Luis Ábalos. Negrín no era un devoto comunista; pero
sabía bien, desde el episodio del oro
de Moscú, quién dirigía la reata por las cárcavas de la guerra. Venía del
ministerio de Hacienda, así que alguna comprensión (no muy completa) del
entorno económico de la zona republicana tendría. Pero, por sobre todas las
cosas, como os digo, era un hombre dispuesto a hacer lo que le dijeran que
había que hacer. Por eso lo pusieron, de hecho.
Negrín llegó a la cabeza del
gobierno español con varias órdenes de los comunistas; entre ellas estaba poner
orden en el cafarnaún de la economía republicana. De hecho, Negrín tenía un
plan de recentralización económica (que no se cita mucho, y mucho menos por
parte de historiadores prosocialistas, porque el tema suena asquerosito en los
tiempos que corren...), de disciplina monetaria y, por sobre todas las cosas,
de coordinación productiva del esfuerzo bélico. El plan de Negrín, sin embargo,
fue como las viviendas de Sánchez. Podría escribir Cervantes: gobernóse, mas
no hubo nada.
Habrá quien piense: mientras tanto, en Burgos campaba por sus respetos el capitalismo más feroz. La cosa, en realidad, no es así. En otro punto de estas notas tengo escrito que, más o menos en 1932, el general Francisco Franco cambió inopinadamente de tipo de libro que le compraba a su librero zaragozano. Redujo la frecuencia de peticiones de obras de estrategia militar, y comenzó a leer ensayos políticos y de política económica. Que a Franco los temas económicos le provocaban como la luz a la polilla, yo creo que es algo que se ve con claridad en sus conversaciones con su primo. Pero de esos tiempos de estudio, no digamos ya su largo periodo de gobierno, concluir que Franco era un pro capitalista es un error bastante gordo. Franco siempre creyó que un país es como un enorme, mastodóntico patio de cuartel. Y siempre aspiró a gobernar España de esta manera.
Lo primero que aprendías en
las teóricas de la mili es que el acervo jurídico militar se caracteriza por
tener más deberes que derechos. Y así quería gestionar Franco. Franco, por
encima de todo, era un intervencionista. Un estatalista. Ya sé que joderá leer
esto, pero económicamente estaba más cerca de Ernest Urtasun que de Javier
Milei. Lo quería controlar todo. Y, en medio de una guerra, más.
La Junta de Defensa Nacional,
órgano supremo del bando nacional al principio de la guerra, no se constituyó
como directorio militar con mando bélico. Se constituyó como un directorio militar, un auténtico
gobierno de la nación, con fortísimos poderes sobre todos y cada uno de los
elementos de la sociedad y de la economía. La Junta, en este sentido, empedró
el franquismo. Franco, lo que era, en economía, más que nada, era un
nacionalista; un autárquico. Ya os he dicho, y os lo repito, que consideraba
que los países son sólo ejércitos civiles. Igual que un ejército se abastece
solo, y por eso tiene hasta panaderías propias, un país debe abastecerse de
todo. Esto lo convertía en una persona de fuerte corte proteccionista (a su
lado Trump sería un liberal peligroso) y en un creyente de que los recursos
naturales del país deben ser de propiedad estatal; todo ello salpimentado por
la idea de que, igual que la política no hay que dejarla en manos de los
políticos (famosa es su frase: “hágame caso y, como yo, no se meta en
política”), la economía tampoco había que dejarla en manos, ni de los
economistas, ni de los agentes económicos. Franco tenía de liberal lo que
Bertín Osborne de obispo de Cuenca.
Franco, además, no era muy amigo del Ibex.
Siempre desconfió de los ricos de toda la vida, es decir, los grandes de
España; así que los nuevos ricos por negocios no terminaban de convencerlo.
Barruntaba el general algo que pudo aprender en su misma familia, pues hermanos
tuvo que quintaesenciaron el principio; ese algo es que el millonario no tiene
más compromiso que con el dinero. Y Franco, como persona que era que percibía
casi diariamente la necesidad de mantener el poder en sus manos, quería
fidelidades que sabía que entre los ricos industriales y financieros no
encontraría. Eso, en parte, lo convirtió en un capitalista, pues se guardó bien
de que esos hombres de dinero siempre encontrasen la manera de hacerlo en su
régimen; consciente, como digo, de que era la única fidelidad que conocían, y
conocen. Pero a cambio exigió un control total, antiliberal, sobre la economía.
El pacto no fue difícil porque el rico, por lo general, no tiene nada de
liberal. El sueño del rico es el de Sazatornil en La escopeta nacional: que
llegue un ministro que decrete que todos los edificios de España tienen que
tener portero automático y que, además, ese portero automático tiene que ser el
que vende él. En España, el último empresario que deseaba competir en un
mercado libre murió en Lepanto. Desde entonces, nos hemos quedado para
garamierdis.
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