Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)
March fue, sin duda, el gran financiador del bando nacional. Puso en manos de Mola una cartera de valores que no debía de bajar de los 600 millones de pesetas. Se la informó poco después de empezada la guerra en presencia del coronel de Estado Mayor Federico Montaner, quien, aparentemente, fue el muñidor de los temas financieros del golpe. No está claro, cuando menos para mí, la naturaleza de la entrega. Porque lo que sabemos es que March entregó una lista de valores que poseía, no los valores en sí. Así pues, no fue tanto dar el dinero, como demostrar que lo tenía, y que lo podía dar.
March, por lo demás, es la pieza
clave que suministró los fondos necesarios para conseguir los aviones sin los
cuales las tropas africanas no habrían pasado a la península, con lo que: o
bien los nacionales no habrían ganado la guerra; o bien no la habría ganado
Franco, elementos ambos que introducen ucronías muy diversas.
Aparentemente, March decidió
entrar en el capital de Savoia, el fabricante italiano de aviones, para
facilitar la entrega de estos aparatos. A lo largo de la guerra, March,
establecido en Roma, fue financiando los aviones a través del Banco de Italia.
Otra importante aportación de
March fue solucionar la escasez de combustible del bando nacional. El monopolio
español de petróleo, Campsa, fue creado en tiempos de la dictadura por José
Calvo Sotelo. En el momento de estallar la guerra, la multinacional que estaba
detrás era la Texaco. El presidente de la Texaco era el nacido en Noruega
Torkild Rieber, un hombre que era amigo personal de Hermann Göring. Con estas
credenciales, la Texaco se jiñó de la Campsa republicana, a la que dejó tirada
en noviembre de 1936, y se pasó al bando nacional. Rieber siempre le dijo a
Burgos que no se preocupara con el tema de los pagos.
El caso es que Rieber solía verse
con Juan March en Roma; de hecho, se hospedaban en el mismo hotel. Y aquí
entramos en el terreno de las hipótesis. Remember Jaume Carner: un
millonario no tiene más fidelidad que el dinero. Torkild Rieber podía ser muy
nazi; pero lo que más le importaba en la vida era el dinero. Lo más lógico es
que, para desplegar la generosidad que desplegó con el gobierno de Burgos,
exigiese algún tipo de garantía. Por lo demás, tiene poco pase presentarte en
una junta de accionistas en Houston y explicarle a unos tipos que no saben ni
dónde queda España que el agujerito que se puede apreciar en la cuenta de
resultados se debe a generosas donaciones de combustibles para el general
Franco. Si la Texaco iba a anotar suministros no pagados en su pasivo, algo
tenía que colocar en su activo para equilibrar.
Ese algo no pudieron ser más que
activos aportados por March.
Pero vayamos con el tema
portugués. España y Portugal estrenaron el siglo XX un tanto empreñados. A los
lusos, el iberismo del general Prim, y el modo en que se había mostrado durante
la búsqueda de una nueva dinastía para España, no les había inspirado mucha
confianza. Sin embargo, amistarse con Portugal fue una de las prioridades del
general Miguel Primo de Rivera. Durante los años de la dictadura, España y
Portugal se habían acercado mucho, sobre todo en sentido económico,
La buena relación con Portugal,
sin embargo, fue una de esas cosas que la república no consideró necesario
mantener; una de esas cosas que, como la dictadura había fomentado, ellos
podían cambiar, debían incluso. Los portugueses, en respuesta, se instalaron en
uno de sus habituales periodos de nacionalismo extremo, Portugal no es un país
pequeño, acordaos de Aljubarrota, todo eso.
El miope mayor del Reino respecto
de Portugal, en aquella república, fue, sin duda, Manuel Azaña. Azaña, sobre
Portugal, como sobre muchas otras cosas, creía saber la hostia, cuando
en realidad apenas conocía dos o tres detalles tópicos. Su lectura del tema era
superficial, rayana en la estupidez. De manera muy importante, a Azaña le
costaba entender que su figura y sus opiniones despertasen recelos en Portugal,
como le costaba entender que entenderse con Lisboa fuese tan fundamental para
España. Corriendo el tiempo, sin embargo, diversas personas se lo fueron
explicando despacito, y consiguieron que lo entendiese. Por eso envió a Lisboa
de embajador a un peso pesado como Claudio Sánchez Albornoz; pero, como casi
todo lo que hizo en su vida ese señor gordo, lo hizo demasiado tarde.
En aquel país, por lo demás, era
primer ministro, desde 1932, Antonio de Oliveira Salazar, político conservador
que siempre fue muy amigo de Franco. Salazar y los portugueses tuvieron siempre
muy buena información sobre la preparación del golpe, que veían con muy buenos
ojos por lo que suponía de convergencia ibérica conservadora. Salazar temía la
extensión del comunismo a su país, y veía el golpe de Estado en España como un
claro freno de esa tendencia (y no se equivocó). Sanjurjo se fue a Lisboa y, de
hecho, los conspiradores comenzaron a reunirse en aquel país con la
comprensión, si no el apoyo, del gobierno local.
Aunque Portugal, obviamente, no
le declaró la guerra a la república, se puede decir que técnicamente sí que
estuvo en guerra con ella. Las emisoras de radio portuguesas que se oían
perfectamente en España, fueron puestas a disposición de los sublevados; la
Prensa portuguesa, por su parte, se hacía eco de cualquier información
favorable a los alzados. Para colmo, la Prensa extranjera publicó, en agosto de
1936, rumores de una rebelión antigubernamental en Portugal; ante estos hechos,
el gobierno luso comenzó a concebir el apoyo a los sublevados como una cuestión
de supervivencia propia. El gran problema para Salazar siempre fue
compatibilizar el apoyo a los nacionales españoles con su especial relación con
Londres, que por supuesto, como buen portugués, no quería romper.
A todo esto hay que añadir la
insondable tenuidad y estupidez de la república. Las relaciones de las
izquierdas con las fuerzas antifascistas portuguesas eran muy estrechas. De
hecho, según Amaro del Rosal, los portugueses contribuyeron con mucho dinero al
golpe de Estado revolucionario del 34, aunque finalmente esos recursos no se
pudieron utilizar. La república, por lo demás, no escondió estas vinculaciones.
En mayo de 1936 se constituyó en Madrid un Comité de Amigos de Portugal. Esto,
en sí, no es muy jodido; lo jodido es que en el mismo figuraban personas como
Álvarez del Vayo, o Dolores Ibárruri. Aquello, por lo tanto, venía a ser una
especie de zasca en toda la boca del gobierno constituido portugués. Portugal,
por lo tanto, fue firmante del pacto de no intervención en la guerra española,
firma que fue una consecuencia lógica de su estrecha relación con Londres;
pero, sin embargo, no dejó de mostrar un apoyo decidido a la causa nacional,
sobre todo cuando las tropas africanas, ya en la península, comenzaron a
moverse hacia el norte. Para Franco, fue fundamental poder avanzar con el
flanco izquierdo permanentemente cubierto (más que cubierto, aprovisionado)
desde Portugal.
Desde tiempo atrás del 18 de
julio, por todo eso, tanto Lisboa como Estoril se habían convertido en dos
centros conspiradores contra la república española. Se trataba de conspiradores
fundamentalmente monárquicos. Una vez producido el golpe de Estado, este grupo
formó una Junta Técnica, que trataba de ocuparse de los muchos españoles que
recalaban en Portugal huyendo de la represión en zona republicana. No era un
grupo que nadase en dinero, aunque el estatus cambió un poco cuando el gobierno
francés expulsó a Gil Robles de Biarritz y éste se fue a Lisboa con 12.000
libras que le había entregado el eterno Juan March.
La Junta de Defensa Nacional
creada en Burgos le solicitó a esta Junta portuguesa que le enviase cuanto
dinero fuere posible a Juan de la Cierva, quien estaba en Londres negociando la
compra de aviones alemanes. La Junta entregó el dinero de Gil Robles y negoció
un préstamo de cuatro millones de escudos con el Banco Espirito Santo. La
capacidad recaudadora de esta Junta mejoró mucho con la llegada a Lisboa de
Nicolás Franco. En fecha tan temprana como el 12 de agosto de 1936, funcionaba
ya en Lisboa la conocida como “Embajada Negra”, que no era otra cosa que la
legación informal de Burgos en Lisboa; que por muy informal que fuese, era
tratada con total deferencia por el gobierno luso.
Se podría decir, en todo caso,
que Portugal fue para los nacionales un poco como sería México para lo
republicanos tras la guerra. Su ayuda fue importantísima. La verdadera
importancia económica y estratégica de Portugal se desplegó durante las
primeras semanas del conflicto, cuando era crucial perfeccionar la operación de
paso del estrecho por parte de las tropas africanas. Diversos bancos
portugueses, amén de particulares, ofrecieron dinero al bando nacional. Estas
reacciones, aparentemente, no fueron completamente espontáneas; Salazar se
habría ocupado de explicarle al Ibex luso y los bancos lo importante de la
causa nacional en España. El argumento tiene plena lógica. Salazar ya tenía un
importante activismo obrerista en Portugal, y obviamente temía que una victoria
de la revolución en España le proporcionase a esas fuerzas comunistas o
similares en su país el mismo tipo de apoyo eficiente que él le acabó por dar a
Franco. Hay que decir, sin embargo, que estos contactos no están completamente
adverados; y, considerado el tiempo transcurrido, quizás haya que acostumbrarse
a la idea de que nunca lo estarán del todo. Claudio Sánchez-Albornoz, el
embajador republicano en Lisboa, pese a que las ganas que tenía el gobierno
portugués de darle información eran perfectibles, siempre estuvo razonablemente
informado de los movimientos en pro del bando rebelde que se producían en el
país, lo cual nos da la medida de hasta qué punto fueron evidentes.
En Portugal asimismo,
concretamente en el Hotel Aviz de Lisboa, se formó un grupo de personas
vinculadas al comercio de carburantes que montó un sistema para la provisión de
petróleo desde el país vecino. Los primeros envíos fueron financiados desde
Londres, muy probablemente por March.
Con todo, el gran elemento de
ayuda lusa fueron las armas. Un dato importante es que, en los tiempos que
relatamos, un país que estaba en paz y que seguiría estándolo en los años
convulsos que estaban por llegar, era el primer cliente europeo y el tercero
mundial de la industria armamentística alemana. Sin duda, una parte importante
de esas armas no las compró para sí, sino para alimentar al bando nacional.
Empresas portuguesas fabricaron y proveyeron explosivos, cartuchos, y otro
equipamiento bélico. A todo ello hay que añadir el hecho de que, pudiendo
avanzar en sentido norte desde el estrecho por Andalucía occidental y
Extremadura, siempre con un flanco fronterizo que no es que estuviera cubierto,
sino que era extremadamente poroso en el facilitamiento de ayuda, los
nacionales disfrutaron de una situación privilegiada que, de hecho, anuló la
principal ventaja bélica que había tenido de partida la república, esto es, el
hecho de que el terreno controlado por los nacionales estaba partido en dos
mitades desconectadas. Esto, en realidad, nunca fue verdad, pues la conexión
existió a través de Portugal. En el famoso Hotel Aviz se instaló una línea
telefónica privada, por la cual tanto Mola, en el norte, como Franco, en el
sur, podían llamar y hablar el uno con el otro. La connivencia entre nacionales
y gobierno de Burgos era tan fuerte que, incluso, ya el 28 de julio de 1936,
apenas diez días después del golpe, Miguel Cabanellas, en su calidad de
presidente de la Junta de Defensa Nacional, le escribió un telegrama al
embajador Sánchez-Albornoz comunicándole que estaba cesado. Y no hablaba a humo
de pajas. Las presiones sobre los funcionarios y trabajadores fueron muy
fuertes; tan fuertes que, apenas unos días después, el propio Albornoz
informaba a Madrid de que todos los consulados españoles en Portugal, salvo el
de Lisboa, estaban ya en manos del gobierno de Burgos. Albornoz, por lo demás,
abandonó la embajada en octubre, cuando Portugal rompió relaciones con Madrid.
Algo que, por cierto, Azaña nunca le perdonó, pues consideraba que tenía que
haber sido más arrecho y haber luchado más por los derechos de la república.
Admonición que, viniendo de Manuel Juan sin Miedo Azaña, no merece más
apostilla que: ¡qué valor!
Pero volvamos a las
consideraciones puramente económicas. La república, como ya más o menos hemos
dibujado, llegó al 18 de julio de 1936 agotada; y eran muchos más que los
grandes financieros, industriales y terratenientes los que estaban hasta los
huevos. En puridad, los más ricos no podían ser los más cabreados, porque no
eran quienes peor lo estaban pasando. Los que peor lo estaban pasando eran los
pequeños y medianos propietarios, como los cerealeros castellanos, que se
habían arruinado a causa de políticas ciegas y mal diseñadas; y, en general,
todos los que hoy llamamos emprendedores que, aburridos de escuchar la negativa
en las oficinas bancarias a las que iban para tratar de conseguir líneas de
crédito, y presionados, si no literalmente amenazados, por sus trabajadores,
tenían dificultades para ver en la repu un futuro tratable. Porque éste fue el
primer error de la II República, error cometido mucho antes de que se disparase
el primer tiro: dejar que demasiados españoles pensasen que, con ella de maquinista
del tren, éste iba a terminar por descarrillar en el túnel de la miseria.
Podemos pensar que fueron las
bayonetas del ejército alzado las que impidieron esas huelgas salvajes en las
que confiaba Largo Caballero para hacer caer a los sublevados. Yo,
personalmente, creo otra cosa. Creo que el gobierno del Frente Popular, más por
mala suerte que por mala leche, permitió y comprendió el asesinato de José
Calvo Sotelo en el peor de los momentos. El cadáver de un diputado de la nación
tirado como un el de un perro en la entrada al cementerio, como ya os he
escrito, tuvo la consecuencia de convencer a quienes dudaban, Franco entre
ellos, de que estaban más seguros si se pronunciaban que si se quedaban en
casa. Pero lo verdaderamente jodido para la república fue que ese asesinato se
produjo en medio de una huelga salvaje anarquista de la construcción en Madrid,
que tenía la ciudad paralizada; y un ambiente general de hartazgo que hacía que
muchos españoles considerasen que los hombres que los gobernaban no iban a
resolver la situación.
Nosotros, los españoles, no
queremos creer esto. No queremos creer que muchos de nuestros abuelos se
alegraron cuando supieron que se había alzado el ejército de África. No
queremos creer eso porque nos colocaría en conflicto con nuestras propias
convicciones. Pero olvidamos que esos abuelos nuestros vivían en un país
arruinado, mal abastecido, huero de perspectivas y con un creciente paro
endémico.
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