Muerta la momia, aquí no ha cambiadonada
El problema francés
Vitoria
En abril, muertos mil
Montejurra
El 18 de julio más difícil
Caza mayor
Esta vez, te vas a pelear con tu puta madre
La hora del dolor
Como he dicho en el párrafo anterior, la intervención de Martín Villa no fue la mejor de las posibles, pues no dejó de tener, a oídos suficientemente radicales, un cierto tono de invitación, de “¿qué somos: leones, o huevones?” Y tendré razón o no la tendré; pero lo cierto es que, en las horas y jornadas inmediatamente posteriores, San Sebastián se convirtió en un infierno.
La ciudad vasca, efectivamente, se convirtió en algo así como la ciudad sin ley de los fachas. De los fachas de verdad. De los que rompen cráneos. La ciudad se llena, sobre todo el centro, de comandos incontrolados que tiran absolutamente hacia todo lo que se mueve. Porque su objetivo no es vengarse de nadie; su objetivo es demostrar que la ciudad es suya. Son grupos violentos que destrozan tiendas y cafeterías; que asaltan y agreden a transeúntes porque no les gusta su aspecto o cómo les miran, o porque están dentro de los establecimientos que han decidido destrozar. Vuelcan vehículos. Llevan puños americanos con los que destrozan cráneos. Entran en eso que acabaremos por llamar batzokis y desalojan a todo el mundo a hostias, gritando cosas como “¡Fuera de aquí, hijos de puta, estamos de luto!”; o “¡Han matado a cinco españoles, aquí no hay fiesta!”
La ciudad acaba tomada por la policía y la Guardia Civil; pero es más una operación jaula para que no se escapen etarras. La acción impune de los comandos de ultraderechistas no parará hasta que sean los propios barrios los que organicen sus propias partidas de defensa.
En esos días, en Gerona, unos tipos que incluso llevan camisas pardas y emblemas de la SS alemana maltratan gravemente a un sindicalista de la UGT. En Vitoria, Amparo Las Heras, una joven que trabaja en el Colegio de Abogados y que había intervenido en un acto pro amnistía, es rodeada por un grupo de energúmenos que le practica cortes en la cara y en el pecho. El día 12, durante las fiestas de Durango, cuatro personas se enfrentan a un grupo que lleva una ikurriña. Uno de los violentos llega a sacar una pistola, aunque sin usarla. Días después, el director general de la Guardia Civil reconoce que se trataba de miembros del Cuerpo; pero aduce que fueron amenazados.
El gobierno francés envía cien policías a la isla de Yeu, donde hay seis etarras. No sea que a los pobrecitos los vaya a atacar algún facha.
El 29 de octubre, por fin, el consejo de ministro deroga el decreto-ley de 23 de julio de 1937. Ese mismo día se disuelve la Brigada de Investigación Social, es decir, la policía política.
Noviembre es un mes demasiado significado como para que se líe parda. De hecho, transcurre bastante tranquilo y, lo que ya es noticia, sin muertos. Los sindicatos no oficiales convocan una huelga general el día 12, pero no tiene mucho éxito. Eso sí, es el mes en que las Cortes aprueban la ley de Reforma Política; es decir, la norma en la que dichas Cortes cometen seppuku, y se suicidan políticamente.
Éste parece ser, que tiene huevos, el gran pecado de la Transición política: haber “permitido” que la democracia la trajeran quienes no la querían. Porque fue exactamente así. La democracia española, la Constitución del 78 (que es como decir: cualquier constitución democrática) fue posible porque quienes querían frenar ese proceso decidieron, no sólo permitirlo con su indiferencia, sino alentarlo con su voto. Es evidente que la mayoría de quienes hicieron eso, lo hicieron porque tenían la sensación de que no tenían nada que temer del nuevo régimen; que no se les pedirían cuentas. La Constitución del 78 forma un todo indivisible con la ley de Amnistía. Una ley pedida por casi todos y aceptaba por todos.
La Transición no fue la victoria de las minorías visibles, sino de la mayoría invisible. Esa misma mayoría invisible que asistió, durante semanas, al espectáculo de que los estudiantes y trabajadores que estaban por el Mayo del 68 acabasen por creerse que eran la mayoría de Francia; pero que luego dejó las cosas bien claras en los colegios electorales. La mayoría invisible española son esos españoles a los que se dirige la canción de Jarcha que fue la canción oficial del referendo de la reforma política, Libertad sin ira. Ésa que dice: pero yo sólo he visto gente/muy obediente/hasta en la cama./Gente que sólo desea/su pan, su hembra/y la fiesta en paz. Esa mayoría invisible hizo que el 20 de noviembre de 1976, cuando, tras la prohibición de actos en el centro de Madrid, el primer aniversario de la muerte de Franco reuniese en Cuelgamuros a cuatro gatos mal contados; que es, exactamente, lo que ha pasado desde entonces; y, de hecho, si ha comenzado a dejar de pasar, ha sido gracias a la acción de los cráneos previlegiados de la memoria histérica, que con su rumble rumble y su purria sólo han conseguido petar las aulas de la ESO y el Bachillerato español de eso que ellos llaman “ultraderechistas”.
La mayoría invisible, una vez, en 1936, tuvo que aguantar que las minorías visibles la arrastrasen a una guerra. Porque la inmensa mayoría de los españoles que lucharon en la guerra civil, y la totalidad de quienes la sufrieron como civiles, no luchó donde quiso, sino donde le tocó. La mayoría de los españoles que ganaron la guerra, y que la perdieron, ya la habían perdido el 18 de julio por la tarde. Y su espíritu estaba muy presente en los corazones de los miembros de la mayoría invisible de 1976; los hombres y mujeres que le dijeron a las minorías visibles: a los guerrilleros de Cristo Rey, a ETA V y ETA VI, al PTE, al FRAP, al BVE, a ATE, a los GAS, a la ORT, a la LCR, al MCE, a Fuerza Nueva, a la Joven Guardia Roja. Les dijeron a todos ellos: esta vez os vais a pelear con vuestra puta madre. Un señor que había sido diseñado en fábrica para no entender ese mensaje, Santiago Carrillo, resulta que lo entendió. Como lo entendió, en el otro lado del pentagrama, Manuel Fraga, quien arrastró consigo a Gonzalo Fernández de la Mora, a Thomas de Carranza, a Federico Silva; a tantos otros, dejando con ello el franquismo convertido en un huevo pasado por agua que alguien se comió la tarde anterior, y ahora es sólo una cáscara esperando que el camarero la retire. Pero lo mismo hicieron Felipe González y Santiago Carrillo con la pretendida oposición al franquismo; y que en realidad no era tal, como viene a reconocer, con cierta sorna, Enrique Tierno en sus memorias, cuando describe sus reuniones clandestinas en la calle Marqués de Cubas, casi siempre controladas por el mismo inspector de policía, a quien todos conocían, y que se limitaba a esperar en un bar a que terminasen.
Eso es la Transición política española: pasar de los de la purria, y entenderse entre los que quedaron. Así las cosas, no hay que extrañarse de que a la purria actual le caiga tan mal.
En el guion escrito por la UCD, si noviembre fue el mes de los avances, diciembre debía ser el de la apoteosis. Que lo fue, pero menos. El gobierno, en todo caso, sigue, impasible el abulense, en la dirección diseñada. El día 3 de diciembre, para solaz de los barceloneses, cesa como alcalde de la ciudad Joaquín Viola Sauret, sustituido por José María Socías Humbert, un hombre de Martín Villa, pero mucho más presentable a ojos catalanes.
El PSOE, en hecho sorprendente para muchos, celebra libremente su XXVIII Congreso, en el que Felipe González Márquez, Isidoro, subirá a los cielos (aunque bajará poco tiempo después durante un rato). Lo más importante de aquel congreso es la imponente guardia pretoriana de socialistas mundiales que se merca González. A Madrid vienen Willy Brandt, François Mitterrand, el jarrón chino de la guerra civil Pietro Nenni, y Olof Palme, el hombre que había posado para los fotógrafos pidiendo apoyo por la calle para la democracia española. Este gesto, por cierto, le causará un problema. En Barajas, a su llegada, rodeado de una nube de periodistas, un hombre de acento porteño se le acerca. Es Jorge Cesarsky, conocidísimo ultraderechista argentino. Cesarsky le recuerda a Palme aquella imagen de la cuestación callejera y le pregunta, no exento de retranca, si no se animaría a pedir ahora “por los asesinos del FRAP y de la ETA”.
El día 10, Santiago Carrillo da la campanada dando una pequeña rueda de prensa con un grupo de periodistas en Madrid, a los que confirma que está viviendo en la capital.
Las cosas se tuercen el 11, cuando quedan cuatro días para el referendo. Poco antes de las 11 de la mañana, es secuestrado el presidente del Consejo de Estado, consejero del Reino, político tradicionalista: Antonio María de Oriol y Urquijo. Dos individuos han entrado en la Fundación Oriol y Urquijo, emplazada muy cerca del Retiro de Madrid. Oriol no suele estar allí en un día así, pero resulta que ese día sí que está. Los jóvenes dicen que traen un mandadero del párroco de Las Rozas, así que les franquean el paso al despacho. Una vez allí, delante de su hijo y varios empleados, lo encañonan y se lo llevan. Orio, como presidente del Consejo de Estado, tenía dos guardaespaldas. Pero ninguno de ellos estaba on duty.
Todo el mundo espera que sea ETA quien anuncie this is on me. Desde Carrero, todo el mundo piensa que son los únicos con capacidad para algo así. Pero, no: es el extraño GRAPO quien reivindica la acción.
Será un secuestro raro, raro, raro, desde el principio, con los secuestradores escribiéndole cartas a los diarios Informaciones y El País. Quieren la liberación de 15 terroristas de diversas organizaciones. Primero dan un ultimátum. Pero cuando se cumple sin que el gobierno les haga caso, anuncian que pueden aguantar lo que haga falta, porque su escondrijo es inexpugnable. En la calle se especula con que están en una embajada. En otro detalle que es muy poco común, Oriol le escribe cartas a su familia desde su cautiverio. La policía practica varios registros; entre los que se cuentan, para sorpresa de todos, las dependencias del primado de España, monseñor González Martín; un señor situado a la derecha del sanedrín que se cargó a Cristo. Hasta ese punto se hace evidente que la policía no parece tener demasiada idea de si el GRAPO es ultraizquierda o ultra todo lo contrario.
El día 15 es el referendo de la reforma política. La creación de Torcuato Fernández Miranda, “de la ley a la ley”, recibe un 2,6% de noes. La victoria es tan aplastante que muchos en el gobierno se preocupan, por el tufo que despiden los resultados a referendo soviético. Pero el pueblo ha hablado: esta vez, te vas a pelear con tu puta madre.
El mes apoteósico, sin embargo, no terminará sin su cadáver. El Partido de los Trabajadores ha convocado una manifestación en la Puerta del Sol. Allí, para participar en ella, está Ángel Almazán. Era trabajador administrativo y estudiante de 18 años. Los policías lo llevaron a una casa de socorro explicando que “se había golpeado la cabeza con una columna”. Lo llevaron a La Paz, y allí murió.
El día 20, en el funeral aniversario de Carrero, unos tipos apelan a Fernández Miranda de perjuro, y de masón. Santiago Carrillo es detenido, pero pasa en comisaría menos tiempo que Jorge Javier Vázquez en un planetario.
Todo está encarrilado y bien encarrilado. Paradójicamente, sin embargo, está a punto de estar en gravísimo peligro.
Yo tengo una idea de por qué se gestó enero de 1977. Y, si habéis seguido estas notas, creo que vais a ver claramente por dónde van los tiros. En el año 1976, a pesar de las muchas dificultades que, sobre todo, ultraderechistas y etarras ponían en el camino (los vascos, siempre tan solidarios), los mensajes para la ultraderecha estaban bastante claros. En primer lugar, el mensaje sociológico. Es absolutamente cierto que el general Francisco Franco habría ganado de calle unas elecciones democráticas en los años cuarenta; y en los cincuenta y, a lo mejor, en la primera mitad de los sesenta. En la segunda mitad, ya el enfermo tose; y en los setenta lo habría tenido dificilillo, aunque yo cuando menos no tengo duda de que se habría batido con bravura. Pero la España de 1976 era diferente. En la España de 1976, no sólo el franquismo puro y duro era ya una cosa de unos pocos nostálgicos, sino que la Falange, literalmente, no sabía lo que era; el carlismo había derivado hacia una socialdemocracia bastante rarita; el tradicionalismo era cosa de la Vieja'el Visillo; y la versión democrática del Movimiento, eso que se llamó Alianza Popular, pronto iba a ver en las urnas cuál era la dimensión exacta de sus apoyos. Elemento uno, pues: la ultraderecha no tenía nada que ganar si intervenía en el juego parlamentario.
Y luego estaba todo lo demás. Juan José Rosón, asistido por Callejas, el hombre de Martín Villa, estaba entrando en el escalafón policial como un elefante en una cacharrería. La ultraderecha, acostumbrada a hacer sus guarreridas contando con la indiferencia, cuando no el apoyo, de los policías uniformados, cada vez se los encontraba más de frente. En cuanto a la judicatura, sinceramente, ir por la vida diciendo que los jueces eran parte del régimen mueve un poco a la coña. No hay más que preguntarse por qué Franco tuvo, desde el minuto uno del partido, que montar tribunales especiales; por qué tuvo que desviar tantas corrientes hacia la justicia militar, sobre todo. El estamento judicial, sin estar totalmente preparado para el cambio, porque nadie lo está por ciencia infusa, era de lo más presentable en aquella España; como lo era la profesión jurídica en general. Elemento dos, pues, de nuestro tradicional aliado policial, cada vez podemos esperar menos cosas. Y Elemento tres: de otros actores de la Justicia, nunca hemos podido esperar gran cosa; pero ahora, las cosas como son, menos.
En esas circunstancias, la ultraderecha de verdad, el facherío que auténticamente merece dicha apelación, debía tomar una elección binaria. Podía morir con dignidad, desapareciendo en silencio, como hacen los que saben entender que su tiempo ha pasado. O podía tratar de despedirse con una buena bronca, como tratando de demostrar que siempre estarían ahí, y que siempre podrían dar por culo.
Una persona inteligente elegiría el primer camino. Pero, las cosas como son, las personas que no sólo piensan que sus ideas son las mejores, sino también que las de los demás son basura (no otra cosa es un ultra), muy inteligentes, no suelen ser.
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