jueves, enero 18, 2024

Cartagena (6): El fin

 La sublevación
¿Pirata, yo? ¡Y tú más!
Quien mucho abarca, poco aprieta
La lucha en el mar
A peor
El fin 


En menos de una semana, la práctica totalidad de las esperanzas del menos templado de los revolucionarios cartageneros acabará disuelta. Estos días horribles comenzaron el 30 de enero con el incendio, en la rada cartagenera, de la Tetuán; incendio que alcanza el pañol de la pólvora y que provoca una deflagración. Desde el primer momento se sospecha de un fogonero llamado Ricardo Yuste, que es detenido. En pleno traslado para su interrogatorio, Yuste resultó alcanzado por un casco de granada que lo hirió mortalmente en el vientre. Entre sus últimos suspiros, confesó haber sido pagado para provocar el siniestro.

La pérdida de la Tetuán redujo a su mínima expresión la capacidad bélica del cantón, incluso por el mar que siempre había sido su fuerte. Pero el 3 de enero llegó la noticia verdaderamente fastidiosa. En Madrid, el general Pavía había instado a los diputados a abandonar las Cortes (porque Pavía, metéroslo en la cabeza, nunca entró con su caballo en el Congreso) y, a pesar de la inicial resistencia de algunos de ellos, había terminado por prevalecer en el montaje de una especie de republiqueta de orden (porque, metéroslo también en la cabeza, Pavía no trajo la monarquía; hizo lo que hizo para evitar la llegada de una monarquía, la carlista) al frente de la cual colocó al general Serrano.

En Cartagena, como en otros muchos puntos de España y del extranjero, se responsabilizó de aquel golpe de Estado a Emilio Castelar quien, se decía, había traicionado al sueño republicano. El general López Domínguez, quien como ya os he contado estaba responsabilizado de las acciones contra el cantón, recibió un telegrama de Pavía el mismo día 3 instándolo a ponerse a sus órdenes, cosa que hizo.

En medio de estas noticias, que lógicamente para los cartageneros significan que cualquier solidaridad federal con su proyecto es ya imposible, los bombardeos sobre Cartagena continuaron. Por lo demás, el bloqueo cada vez era más efectivo y, por eso mismo, en la ciudad, para entonces, falta absolutamente de todo. Por las calles, para entonces, se han hecho comunes las tristes procesiones de carros repletos de muertos; los heridos se cuentan por centenares, y apenas hay con qué cuidarlos. Son jornadas en las que el peor enemigo de la ciudad fue, probablemente, el general Gangrena.

El día de Reyes por la mañana, aparentemente un proyectil de los sitiadores acierta con el Parque de Artillería, que vuela por los aires; hay quien dice, sin embargo, que fue volado desde dentro. Se trató, en todo caso, de una tragedia de enormes proporciones, con más de 400 víctimas. Éste es el momento en el que, lógicamente, el ánimo de los que aquí he calificado de revolucionarios o socialdemócratas, muta. Ese momento terrible en el que los esfuerzos también les tocan a ellos. Cuando llega la hora de arrimar el hombro y, si necesario, incluso dar la vida por esas ideas por las que se cree, llega el momento de “bueno, a ver, yo, creer, creer lo que se dice creer, tampoco creo tanto”. Los puestos avanzados de la ciudad se quedan sin gente que los quiera ocupar. El día que “el otro” ya no quiere morir por nosotros, nos replanteamos nuestra causa, nos ha jodido.

El día 10 de enero, por la noche, el castillo de La Atalaya se rinde a los centralistas. Quienes estaban en él, defendiéndolo, casi sin munición, desconociendo una comida caliente de tiempo atrás y pelados de frío dentro de sus harapos, sólo pidieron el indulto para sí. La revolución cartagenera ha alcanzado ese punto en el que todo dios mira por sí mismo. Todavía, el castillo de Galeras y la Méndez Núñez reaccionaron disparando sobre La Atalaya. Gálvez tomó a algunos voluntarios y se fue hacia el castillo para evitar la rendición; pero cuando llegó éste ya se había rendido y, de hecho, lo recibió con una salva cerrada de disparos.

El 11 de enero, ya en la tarde, se reúne la Junta. Allí, a pesar de algunas opiniones en contra, como las de Gálvez y Contreras, se aprueba la capitulación. Fernando Segundo y Antonio Bonmatí, ambos miembros de la Cruz Roja, son comisionados para presentarse ante el general López Domínguez y negociar la rendición. Tanto los castillos como los buques izan la bandera negra.

El general López Domínguez, interpretando a la letra los nuevos tiempos generados tras el golpe de Pavía pero también, esto es cierto, el tono dado por Castelar a su mandato republicano, contesta que él no va a iniciar una negociación con la Junta, porque eso equivaldría a darle a esa Junta vitola de órgano soberano con el que negociar. Se limita, por lo tanto, a informar de que si al día siguiente a las 12 de la mañana la lucha ha cesado y la ciudad se ha entregado, dará un indulto general. La Junta, ante esta reacción, redacta unas condiciones de capitulación, que son leídas en una asamblea. Exige el reconocimiento de los grados y empleos concedidos durante la insurrección, movilización de los voluntarios al norte, reconocimiento de la deuda cantonal, indemnización de los daños perpetrados a la propiedad, indulto de los prisioneros hechos en Chinchilla, mantenimiento de las armas y recepción de las tropas centralistas a tambor batiente.

Tras la lectura de estas condiciones, la mayoría de los miembros de la Junta, salvo Barcia, Eduarte, Antonio de la Calle y Rafael Fernández, junto con casi 1.500 personas más, se meten en la Numancia. Contreras, que se fue en ese barco, cuenta en sus memorias que todos esperaban morir en la mar aquel día. A una milla del puerto, siete buques centralistas los esperaban. A pesar de los negros presagios que, según Contreras, tenían todos, la fragata rompió el cerco y llegó el 13 a Mazalquivir, en Argelia. Los centralistas, que los persiguieron, exigieron a las autoridades la entrega de la fragata y de sus pasajeros; sin embargo, sólo les fue entregado el barco.

El día anterior, y tras haber aceptado algunos de los puntos de la propuesta cantonal, López Domínguez firma la capitulación. En aquel momento, cuando las tropas centralistas entraron en la ciudad, apenas quedaban en toda Cartagena 27 viviendas sin desperfectos.

Los viajeros del Numancia, como os he dicho, alcanzaron Orán. Allí el buque fue entregado al gobierno español, y se admite a muchas personas en los hospitales de la ciudad. El 16 de enero de 1874 se anuncia que las principales cabezas del movimiento presentes en el barco serán detenidas en el Château Neuf de Orán. Al mismo tiempo, algunos otros destacados dirigentes, entre ellos el hijo de Gálvez, gravemente herido, son hospitalizados. Gálvez fue encerrado en el fuerte de San Gregorio.

De una forma un tanto extraña, la actitud final del gobierno francés parece ser un tanto arbitraria. Diversas personas fueron puestas en libertad y otras extraditadas, sin que parezca que exista un criterio claro; vamos, como si la decisión final de entregarlos hubiese quedado en manos de SEUR. La única norma un poco sólida se produjo el 8 de febrero, cuando se ordenó a los subprefectos liberar a todo aquel prisionero español que pudiera exhibir la petición de un colono residente para darle curro. Pero horas después, todos los prisioneros que no son reos de delitos de derecho común son liberados a mogollón.

En Cartagena, por su parte, pese a que López Domínguez firmó unas condiciones de capitulación bastante flojas, en realidad hubo una represión importante, que hizo que mucha gente fuese deportada a Filipinas o a las Marianas.

Una vez terminada la rebelión cartagenera, todo lo que queda, y no es moco de pavo, es el análisis de sus porqués. Lo primero que cabe decir, en este terreno, es que Cartagena venía, a finales del siglo XIX, acumulando agravios respecto, sobre todo, de la ciudad de Murcia. En 1291 comenzó la cosa, con el traslado del arzobispado de una a otra ciudad. Por lo demás, en 1833, cuando se conformó la estructura de España en provincias, Cartagena quedó integrada en la de Murcia, en una decisión que fue extremadamente dolorosa en la ciudad. Los cartageneros se sabían y se sentían cabeza territorial histórica; pero ahora pasaban a ser un mero partido judicial. Así las cosas, durante todo ese siglo se genera ese típico resentimiento milano-romano, o en su día barcelonés-madrileño: la típica dinámica entre la ciudad industriosa que ve a su capital como un cotolengo de vagos.

Cartagena, por lo demás, como ciudad con fuerte presencia industrial, en parte derivada de su importante vocación marinera, era como una pequeña Cataluña: tenía ya a mediados del siglo XIX una elevada proporción de asalariados por cuenta ajena; de gentes, pues, que eran proclives a considerar que les estaban alienando las plusvalías, y todo eso.

Todos estos hechos han de ponerse en relación con el hecho de que, sobre todo en la primera Cartagena cantonal, se dan, muy a menudo, vivas a la España Federal. Esto nos debe de llevar a comprender que no estamos ante un gobierno secesionista; en realidad, estamos ante un movimiento legitimista, por así decirlo, en el sentido de generado en una colectividad que quiere recuperar la legitimidad de sus aspiraciones de autogobierno.

Como ya he tenido ocasión de comentar varias veces en estas notas, el indiscutible padre del proyecto cantonal de Cartagena fue el republicanismo federal, teñido de ese cartagenerismo que venía incubándose de siglos atrás, pero que fue especialmente importante en el siglo XIX tras consolidarse la división administrativa española. Sin embargo, había personas en la rebelión que, por utilizar el lenguaje actual, estaban más a la izquierda de todo esto.

En esta lista están personas como Pablo Meléndez o Pedro Roca. Cuatro años antes de la rebelión, recién producida la Gloriosa, ambos crearon una Junta Suprema de Operarios de la Maestranza; al año siguiente, crearon el Centro Federal Cartagenero, que adhirieron a la Internacional. En 1871, Meléndez promovió una huelga en el Arsenal para conseguir mejores salarios, por la cual fue despedido. Con el tiempo, estos elementos internacionalistas irían compactándose con la inclusión de personas como el activista foráneo Lucien Combatz, que había estado presente en la Comuna de París. De hecho, una vez caído el Cantón, Combatz fue exiliado a las Marianas, donde fallecería.

Pablo Meléndez figuró en las juntas revolucionarias creadas en el cantón, y esto hizo a muchos observadores internacionales, entre ellos los mismos Engels y Kropotkin, afirmar que el cantón de Cartagena había estado dominado ideológicamente por la Internacional. Esto, sin embargo, es, creo yo, demasiado decir y demasiado escribir. Meléndez era, formalmente, un militante federal, y yo creo que fue en su calidad de tal que fue adscrito a los elementos formales de la revolución. Lejos de querer decir su presencia que la Internacional había tomado el movimiento cantonal, lo que vendría a decir, más bien, es que el movimiento cantonal fue capaz de integrar a los activos que tenía la Internacional, que no es lo mismo.

En todo caso, el otro gran radicalismo obrerista del tiempo: el socialismo, también estuvo presente en Cartagena. Lo estuvo, sobre todo, a través de Antonio de la Calle. De la Calle era un activista que se llegó al puerto murciano acompañando a Roque Barcia y que asumió la dirección del periódico que es, hoy, una de las fuentes principales del movimiento, si no la principal: El Cantón Murciano. En el gobierno cantonal es nombrado subsecretario de Estado y secretario de la Comisión de Guerra. Abandonó este cargo pronto por desavenencias con otros miembros, y pasó a currar en la pata de servicios públicos. Impulsó diversas medidas de marcado contenido socialista, como el decreto que establecía la enseñanza obligatoria, al tiempo que prohibía la enseñanza religiosa; así como la confiscación de todos los bienes eclesiales. Pi i Margall, sin embargo, recuerda en sus libros que la junta revolucionaria rechazó de plano esta última norma; es decir, que De la Calle la publicó en su periódico por su cuenta y riesgo, para encontrarse después con que ni el gobierno del cantón ni, dice Pi, los propios habitantes de Cartagena, la aceptasen.

Consecuencia de todas estas cosas, el 22 de noviembre De la Calle fue retirado de la dirección del periódico y sustituido por Roque Barcia quien, si podría haber sido su mentor al principio pues vinieron juntos de Madrid, parece haberse dado cuenta de las diferencias que los separaban. De todas formas, inesperadamente De la Calle se encontró con la oposición no sólo de los junteros cantonales, sino de sus correligionarios internacionales. La AIT publicó durante los tiempos de la rebelión amargos reproches contra él. El activista socialista, que al fin y al cabo estaba actuando en el marco de un proceso que era dominado por los federales (o sea, en su terminología, los burgueses), no hizo otra cosa que lo que harían sus nietos socialistas y comunistas, esto es, adoptar eso que llamamos frentepopulismo y buscar la manera de colaborar con ellos. Esta colaboración, sin embargo, hizo que sus compañeros de la AIT (que, la verdad, muy pragmáticos en su forma de ver las cosas, no eran) lo acusaran de blando y de quedarse a las puertas de lo que tenía que conseguir. La clave del hiato producido entre el socialista y los socialistas fue su famoso decreto de propiedad, que establecía una distinción (muy republicana, por cierto) entre propiedad justa e injusta, y cargando las culpas, y el peso de las presuntas incautaciones, sobre la injusta. El socialismo internacional, sin embargo, estaba por otra movida: la injusticia esencial de la propiedad burguesa. En un concepto exitoso que ha sobrevivido hasta nuestros tiempos (el bienestar de los ricos siempre es injusto; todos los hombres son violadores), el socialismo decimonónico no concebía una propiedad burguesa obtenida sin mediar robo al obrero y, por lo tanto, por el mero hecho de ser propiedad, la consideraba incautable.

La labor de Antonio de la Calle, por otra parte, se parece mucho a la de Amaro del Rosal, ugetista de pro, durante la Guerra Civil. Igual que Amaro del Rosal estuvo colocado durante buena parte de la guerra en el Ministerio de Economía, ocupado de reflexionar sobre la vertebración socioeconómica de la España de la posguerra (partiendo de la base de que la ganaría la República, obviamente), De la Calle, medio siglo antes, hizo lo mismo durante las jornadas del cantonalismo, y publicó diversos artículos estructurando la forma en la que debería estructurarse una España en la que la rebelión cantonal hubiese terminado con la I República tal y como se conocía. Promovió la publicación de artículos en El Cantón Murciano, obra suya y de otros prohombres de la rebelión, explorando muy diversos aspectos de la futura política española.

De la Calle, pues la cabra tira al monte, se ocupó de las reformas sociales con especial interés. Pero, una vez más, acabó recibiendo palos de todas partes; de los junteros, por pasarse; de los revolucionarios, por quedarse corto. Propugnaba la jornada máxima de ocho horas, la creación de jurados mixtos, el fomento del cooperativismo y de una cosa que llamó “bancos de intercambio” que le permitiesen al obrero no tener que realizar contacto alguno con el sector financiero. Era, por lo tanto, un programa más posibilista que revolucionario, por mucho que los principales de sus elementos acabaron por ser abrazados por los sucesores de quienes, en su momento, le atizaron por proponerlas.

La verdad es que personas como De la Calle son árboles que no nos deben impedir ver el bosque. El bosque es la ideología claramente burguesa del republicanismo imperante. De hecho, la junta revolucionaria fue tan respetuosa con la propiedad privada que ni siquiera quiso tocar los activos que habían sido abandonados por sus dueños huidos. El cantón de Cartagena, además, quizás impresionado por las violencias anticlericales que se practicaron en algunos cantones andaluces, siempre quiso exhibir un timbre indiscutible de respeto a la religión y sus ritos, obviamente imbuido del espíritu, muy del 68 (68 del siglo XIX, se entiende), de respeto a todas las creencias en pie de igualdad.

En el fondo de estrategias como éstas yo creo que se sitúa la prevención, si no el miedo, que sintieron los cantonales cartageneros hacia lo que sabían que estaba pasando en otras partes. El denominado cantón andaluz surgió, según su propio manifiesto, para provocar la revolución social. De hecho, más cerca de Cartagena, en Alcoy, la revolución cantonal estuvo totalmente dominada por los internacionalistas, que buscaron con ahínco crear una nueva Comuna en la ciudad alicantina. Esto, al final, acabaría provocando que el cantón, que no dejaba de ser un proyecto apoyado por personajes de marcado perfil social, de tendencias socialistas o anarquistas, como tal tuvo escaso interés hacia la regulación de temas sociales avanzados. Como ya os he dicho, entre los cantonalistas, o muchos de ellos, nunca se disipó la idea de que eran hermanos de aquellos que los atacaban, y ambicionaban algún tipo de entente final. Esto, en mi opinión, hizo que le pusieran sordina a unas tendencias obreristas que, por otra parte, desde muy pronto tuvieron claro que no podían presionar y empujar en su dirección, dada la frágil situación del proyecto.


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