miércoles, enero 17, 2024

Cartagena (5): A peor

 La sublevación
¿Pirata, yo? ¡Y tú más!
Quien mucho abarca, poco aprieta
La lucha en el mar
A peor
El fin 



En todo caso, en una cosa que se parecen las negociaciones entre el centralismo republicano y los cantonales y las que, de alguna manera, se producen entre Madrid y Barcelona en el momento de redactar estas notas: en ambos casos, todo el mundo parece tener claro que el acercamiento debía comenzar por garantizarle a los rebeldes que no pisarían la cárcel. Tan pronto como el 30 de agosto, la izquierda parlamentaria lleva a las Cortes la propuesta de una amnistía para los cantonales. El gobierno, sin embargo, contesta que una amnistía sería totalmente incompatible con la dignidad de la República. O sea, los tiempos se parecen; pero no tanto.

Llegado Castelar a la primera magistratura de la República, envía unos comisionados a Cartagena. En esencia, estos heraldos lo que llevan es una oferta económica: dinero a cambio de rendición. Pero esta vez serán los cantonales los que dirán que algo así es incompatible con el espíritu y la letra de su revolución. Martínez Campos, por su parte, le escribió una carta personal al general Contreras intimándole la rendición con el argumento, cierto, de que enfilando el otoño de 1873 la rebelión cantonal ha perdido casi todas sus esperanzas de contagiarse al resto de España. Contreras recibe la carta en plena sesión de la Junta cantonal, la lee en público y allí mismo redacta su contestación, por supuesto negativa. En noviembre, representantes ingleses e italianos en Cartagena intentaron mediar para coser una rendición honrosa; pero la idea fue de nuevo rechazada.

En esa situación lo que está ocurriendo es que pasa el tiempo; y el avance del tiempo no hace sino favorecer al gobierno de Madrid. Desde Chinchilla, el cantón cartagenero no podía ya soñar con disponer de fuerzas suficientes como para parar el avance de las tropas centralistas. Éstas, por lo tanto, van situando trincheras y, lo más importante, puestos artilleros en posiciones relevantes cada vez más cercanas a la ciudad. Hay algunos casos en los que la resistencia causa bajas. Así, la Numancia y la Méndez Nuñez bombardean una batería artillera situada en El Ferriol, causando la muerte de un teniente de artillería, Agustín Vidal, y de 17 militares y civiles más. El 4 de septiembre, en una salida, las tropas cantonales consiguieron destrozar una batería artillera de los centralistas. Ya en el mes de agosto, por otra parte, las tropas centralistas hicieron un intento de atacar la ciudad propiamente dicha y el barrio de Santa Lucía (donde estaba la fábrica de desplatación), pero fueron repelidos. Estas victorias parciales, sin embargo, no deben ensombrecer el tono general de las acciones que, por pura lógica militar, favorece a los centralistas. Éstos, el último día del año, toman definitivamente la muy estratégica cota de El Calvario y, dos días más tarde, el barrio de San Antón. En ese momento, están ya casi en la ciudad. Por lo demás, desde el 26 de noviembre los centralistas comenzaron a bombardear la ciudad. El bombardeo del 26 de noviembre, que causó un número acrecido de víctimas, provocó que las baterías de los buques contestasen, con lo que se montó una pelea de pepinos espectacular.

Los bombardeos, por lo demás, no tenían nada de selectivos. Se alcanzaron objetivos como hospitales, lo que obligó a realojar a los enfermos, en un entorno de falta total de recursos para ello. A cada segundo que avanzaba el conflicto desde los últimos días de noviembre, pues, se hacía cada vez más difícil concebir el conflicto cantonal, o si lo preferís la respuesta de la República, como una pelea entre hermanos republicanos que, en un momento u otro, se entenderían. Entre ambos bandos se abrió una profunda zanja que los dos tapaban con muertos; y ya se sabe que no hay nada que genere más radicalidad que la veneración de los mártires.

El 21 de diciembre, la junta cantonal hace preparar un vapor y anuncia que todo aquel residente que desee abandonar la plaza en él, puede hacerlo. Hace un frío brutal, y aquella noche, en el puerto, se pudo ver en el muelle una larga fila de más de 150 personas heridas, esperando para embarcar. Los cantonales, sin embargo, habían montado esa expedición pensando todavía que quedaban los restos suficientes del buen rollito entre hermanos en el que alguna vez creyeron. Sin embargo Gálvez, sea por mero análisis personal, sea por cosas que sabe, acaba por convencer a la Junta de que suspenda el traslado, por la convicción que tiene de que el barco ya nunca regresará al puerto cartagenero y que, incluso, los heridos, no digamos ya los ciudadanos hábiles, que se vayan en el barco, no serán dignamente tratados.

En lo tocante al punto más fuerte de la rebelión, es decir, la flota, desde principios de octubre en Cartagena están noticiosos de que el almirante Lobo y su propia flota han partido de Almería para llegarse a las aguas murcianas. La Junta reacciona poniendo todos los barcos bajo la comandancia de Contreras.

Para entonces, sin embargo, pasan dos cosas: la primera, obvia, es que los centralistas tienen más barcos que los cantonales; la situación ha revertido, sobre todo después de la decisión inglesa de entregarle los barcos capturados; situación que, por lo demás, se intensificará con el hundimiento del vapor Fernando el Católico, al que ya me he referido. La segunda cosa que pasa es que el cantón, como la II República toda, cosa de medio siglo después, se dejará llevar, en su caso probablemente porque no tuvo más remedio, por ese buenismo seudo o protoanarquista que tiende a pensar que el hombre animado por altos valores es bueno e inteligente per se; que, por lo tanto, todo lo que necesita una tropa para prevalecer es luchar por una buena causa; y, consecuentemente, se aceptó que los barcos se poblasen de tripulaciones formadas por fogosos revolucionarios que de hacer discursos sobre la fraternidad universal lo sabían todo; pero lo que viene siendo navegar y pelear en el mar, eso era ya algo que les pillaba más por la tangente.

Esto se vio bien claro en la mañana del 11 de octubre, cuando Contreras sacó a su flota de la rada para enfrentarse con los barcos de Lobo. Casi inmediatamente, la Numancia, que era un barco que sabía navegar ligero, se adelantó en exceso, rompiendo la línea; y para cuando su tripulación se quiso dar cuenta, estaba literalmente rodeada de buques centralistas. Esto la obligó a embestir para romper el cerco (o sea, el correlato terrestre de abrirse paso a hostia limpia) y, sobre todo, dio a traste con todo el plan de batalla de los cantonales.

El almirante Lobo, en esa situación, decidió una estrategia basada en repetir la jugada: tratar de aislar a los buques y atacarlos uno a uno. La Vitoria, centralista, trató sin éxito de abordar a la Tetuán. Por su parte, la Numancia acabó causándole tantos daños al vapor centralista Ciudad de Cádiz que éste tuvo que abandonar la lucha. En un determinado momento, las dos joyas de cada corona: la Victoria y la Numancia, se encontraron frente a frente, a punto de acometerse. Pero en ese momento un barco francés, el Semiramos, se colocó entre ellos. Las naves extranjeras, efectivamente, eran el público de toda aquella movida y, por diversas razones, los franceses habían decidido evitar la batalla final. A causa de su intervención, pues, la batalla naval terminó en empate técnico.

Aquellas tablas hicieron mucho más daño en Cartagena que en Madrid. Los centralistas habían vivido para luchar un día más, y lo sabían. Los cantonales, sin embargo, habían puesto tantas ilusiones en su fuerza por mar que aquel empate les sabía a derrota. Entonces como décadas más tarde, por ejemplo cuando la II República perdió Málaga, los más radicales de entre los revolucionarios que, como todo revolucionario eran incapaces de reconocer errores propios, escondieron la más que probable verdad, es decir la bisoñez de muchos de los abnegados combatientes de los barcos, detrás de un pretendido error militar cometido por Contreras como almirante de la flota, y José Solano como almirante de la Numancia. A la llegada de los barcos al puerto hizo falta llamar tropas cantonales para evitar que acabasen linchados.

El cantón había sufrido 38 heridos y siete muertos, aunque probablemente las heridas que más sentía eran las de la Méndez Núñez. Aún así, los cantonales salieron una vez más el 13, buscando a la flota de Lobo; ésta, sin embargo, rehuyó el combate, consciente de que, en ese momento, el cantón se estaba cociendo en su propia salsa.

En realidad, Cartagena lleva cocinándose ya bastantes semanas. Las semillas del enfrentamiento se plantaron ya en el episodio de la toma de la Victoria y la Almansa por parte de los alemanes, con posterior entrega a los ingleses que, finalmente, decidieron poner los barcos a disposición del gobierno español legítimo. Con esa facilidad con que se ven las cosas desde la barra del bar, sin responsabilidades ni nada que se le parezca, fueron ya entonces muchos entre los revolucionarios más exaltados que ni pudieron ni quisieron comprender la actitud un tanto blanda de la Junta; aunque, en realidad, deberíamos decir que, más que blandos, los dirigentes del cantón, lo que fueron, es conscientes de que no podían hacer nada. Con todo, lo que realmente fue un factor desmoralizador de primera magnitud, y sabido es que la desmoralización da alas a los más radicales, fue el hecho de que, tras las salidas por tierra y por mar de aquel otoño, los cartageneros acabaron por tener que asumir que estaban solos. Para el cantón de Cartagena, la caída de Murcia y de Valencia fueron dos varapalos muy duros; con todo lo que se dice del cantonalismo cartagenero, lo cierto que es que sus impulsores y sus creyentes tuvieron claro desde el minuto uno que el cantón de Cartagena, él sólo contra el mundo, no tenía nada que hacer. Siempre supieron que necesitaban un proceso pimargalliano en el que las diferentes células de la representación popular española, los ayuntamientos, fuesen despertando y forzando un nuevo pacto federal. Si eso no pasaba, ellos tenían los días contados, y lo sabían. De hecho, la minoría federal intransigente en el parlamento de la República intentó eso mismo sin fusiles, aceptando el programa de Cartagena y enviando diputaciones parlamentarias a diversas ciudades para atraerlas a ese programa. Pero para cuando lo hicieron, el tema cantonal se había convertido ya en un enfrentamiento armado, por lo que no consiguieron gran cosa.

Por lo demás, contrariamente a lo que piensan los revolucionarios y buena parte de los licenciados en Historia, la gente que se apunta a procesos buenos no necesariamente es buena; eso, claro, aceptando barco como animal acuático y sosteniendo la idea de que hay procesos buenos y procesos malos. El 26 de octubre de 1873, Gálvez tuvo que decretar la prisión de Nicolás del Balzo, teóricamente un compañero revolucionario más pero que, en realidad, no dejaba de ser el típico listo que trataba de montarse un proyecto de poder personal. A este tipo de movidas, que son normales porque en todo proceso movido por la ilusión y el empuje buenista, en realidad, de lo que más hay, es logreros montando Gürteles y casos ERE, lo que se fue fabricando, cada vez con más claridad, fue un hiato entre los militares y los civiles. En realidad, a cada minuto que pasaba, se entendían menos. Los civiles, ya os lo he dicho, no dejaban de estar en un proceso de peleílla entre hermanos; nada que no se pudiera resolver tomándose un café y recordando los good old days. Los militares, sin embargo, estaban en medio de una guerra defensiva contra un enemigo dispuesto a poner en juego todos los recursos posibles.

Esta cesura se hizo bien patente el 2 de noviembre, cuando los elementos militares promovieron una manifestación en la ciudad muy crítica con la Junta, y exigiendo unas nuevas elecciones. Detrás de todo está la intención que tienen aquéllos que tienen que leer todos los días los partes de baja y los informes sobre cómo su capacidad bélica desciende dramáticamente, en el sentido de pactar una capitulación honrosa. La Junta, en todo caso, acepta el gambito. Lo hicieron porque, aun sin tener con ellos a Tezanos, sabían cuál era el sentir de la ciudad. Cartagena estaba en ese momento petada de revolucionarios; y, como no me cansaré de repetiros, a un revolucionario, como a ese revolucionario homeopático que llamamos socialdemócrata, nada le gusta más que dibujar un entorno en el que sean otros los que se esfuercen. Los elementos civiles de Cartagena querían la revolución; no la iban a querer, si la cara que se iba a partir no iba a ser la suya. El 8 de noviembre se celebraron las elecciones; y las ganaron los intransigentes, los de avanzar sin transar a base de que seas tú el que viertas tu sangre.

A partir de ese momento, los menos exaltados de entre los mandos militares comienzan a hacer de su capa un sayo. Debéis tener en cuenta que todavía estamos en el siglo XIX. No será hasta varias décadas después, en la Guerra Civil, cuando el general Francisco Franco impondrá un estado militar de cosas según el cual todo aquel militar que no me ha apoyado es tan fusilable como cualquier soldado o civil; y, aún así, en el final de la GCE todavía hubo generales republicanos que llegaron a pensar que Franco los acogería y trataría como ovejitas descarriadas que, al fin y al cabo, sólo habían cumplido con su deber. Pero esto, digo, es el siglo XX. El siglo XIX es el siglo en el que militares implicados en guerras crudelísimas como las carlistas, o militares sublevados contra el poder, bajaban el sable y, a cambio de ese gesto, conservaban los galones y el honor. Para muchos militares implicados en la rebelión cantonal, bajar la guardia no tenía por qué significar ni el paredón ni la expulsión del Ejército. Así pues, pocos días después de las votaciones, varios de éstos llegan a un acuerdo con los centralistas para entregar la plaza. El día 20 de noviembre, sin embargo, Gálvez encuentra un mensaje de los conspiradores dentro de una pieza de pan de contrabando. El 21, la mayor parte de los conspiradores es detenida, y alguno llega a refugiarse en el consulado francés, ante la amenaza cierta de ser linchado por las turbas.

Así estaban las cosas cuando terminaba el año 1873 y, con él, las últimas esperanzas racionales para el proyecto cantonal.

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