martes, enero 16, 2024

Cartagena (4): La lucha en el mar

 La sublevación
¿Pirata, yo? ¡Y tú más!
Quien mucho abarca, poco aprieta
La lucha en el mar
A peor
El fin

La efectividad militar cantonal por tierra, como acabamos de ver, se vio notablemente cuestionada muy pronto y, de hecho, duramente golpeada por la cagada de Chinchilla. No obstante, como ya os he dicho la verdadera trump card de los cartageneros, sin la cual no se entiende su capacidad de resistencia como cantón, era la fuerza naval. En el puerto de Cartagena se encontraban tres fragatas acorazadas: la Vitoria, la Numancia y la Tetuán; una fragata blindada, la Méndez Núñez; otra de madera, la Almansa; y dos vapores de rueda: el Blasco de Garay y el Fernando el Católico. Aquello era más que suficiente para defender la plaza por mar y, de hecho, era la principal baza que tenían los cartageneros para llevar a cabo su estrategia de extensión del cantonalismo, en la que sabían que les iba la vida.

El 20 de julio, de hecho, Contreras se embarcó en el Fernando el Católico para llegarse a Mazarrón y Águilas, poblaciones ambas que gana sin problemas para la causa cantonal. Ese mismo día, Gálvez, al mando de la Vitoria, es decir, consciente de que iba a enfrentarse con un hueso más duro, puso proa hacia la ciudad de Alicante. La ciudad lo recibió de una forma mixta. Las gentes y el castillo de la ciudad se rindieron a la causa cantonal, y de hecho se formó una junta revolucionaria. Los poderes obrantes en Alicante fueron más cautos. Intentaron comprometer su apoyo a la causa cantonal sólo en el caso de que ésta se hubiese generalizado en el país. Hubieron de plegarse a la presión popular, pero lo cierto es que, apenas unas horas después de haberse marchado los cartageneros, la ciudad regresó a la obediencia gubernamental.

El 23 de julio, Gálvez estaba regresando a Cartagena en el Vigilante, un vapor que los cantonales habían encontrado en el puerto alicantino y habían hecho suyo. Pero entonces comenzaron a percibir las consecuencias del famoso decreto de piratería del gobierno español. La fragata blindada alemana Friedich Karl, al observar el barco ondeando la bandera roja, apresa el buque. Los cartageneros presionan a los alemanes y, finalmente, el capitán de la fragata se aviene a devolver a Gálvez, pero no el barco, que será posteriormente entregado al gobierno de Madrid. Lo que es peor para los cantonales es que Gálvez, para recuperar su libertad, tuvo que firmar un papel comprometiendo a cantón a permitir el libre tránsito de buques de diferentes nacionalidades por Cartagena o Escombreras.

El 21 de julio, Contreras vuelve a salir, esta vez acompañado por nutridas tropas, en la Vitoria y la Almansa. El objetivo de esta expedición es sublevar a toda la costa desde Cartagena hasta Málaga. El día 29 están frente a Almería, ciudad a la que le reclaman 100.000 duros en condición de subsidio de guerra. Las autoridades almerienses le dicen a los cantonales que no mamen, y Contreras decide amenazar con el bombardeo de la ciudad. Eso sí, anunció que los objetivos fundamentales de los tiros serían la Capitanía General y la zona del cuartel de la Guardia Civil.

El resultado del anuncio fue la evacuación de la ciudad de Almería por parte de la mayoría de sus habitantes, que debe de ser que no se fiaban de la puntería de los cantonales; quedaron en el interior, casi únicamente, las tropas de la población. El día 30, a las diez de la mañana, comenzó el bombardeo. Parte de las tropas disponibles procedieron a un desembarco que, inmediatamente, se encontró con oposición por las calles adyacentes al puerto. Después de este enfrentamiento, la escuadra cantonal decidió levar anclas y poner proa hacia Málaga. Sin embargo, esa no será la mejor de las ideas del mundo.

El día 1 de agosto, efectivamente, la muy eficiente Friedich Karl y otra fragata inglesa procedieron a apresar la Almansa y la Vitoria. El comodoro alemán hizo pasar a Contreras a su barco y, al parecer, lo trató con muy poca delicadeza. El tema, sin embargo, no está del todo claro. Los ingleses, para empezar, no han querido participar en la acción, por no verla clara; de hecho, estaba tan poco clara que el propio gobierno alemán acabó desautorizando a su comodoro, y sustituyéndolo. Aun así, en Cartagena se montó la mundial. Un casino progubernamental fue arrasado, y la población se lanzó al puerto, al parecer con la intención de tomar la Méndez Núñez y, con ella, atacar a una goleta inglesa presente en el puerto, que se hizo prudentemente a la mar y tocó zafarrancho de combate. En ese momento, sin embargo, llegaron la mayor parte de los marineros de los barcos apresados, en barcas, lo cual contribuyó para tranquilizar algo los ánimos. Los alemanes acabaron por entregar a los ingleses los dos barcos apresados; los británicos los dejaron en Escombreras, que habían sido declaradas aguas neutrales.

Para los ingleses, el tema no es fácil. La política exterior británica, en ese momento, está muy influida por quien acabaría por ser ministro de la cosa, George Granville Lesveson-Gower, segundo conde Granville y normalmente conocido como Lord Granville, poco amigo de inmiscuir a Inglaterra en asuntos de otros países. En la Cámara de los Comunes había una minoría bastante potente que consideraba que los gobiernos cantonales podían terminar siendo gobiernos legítimos y aceptados (las potencias europeas eran renuentes a reconocer la I República) y, por lo tanto, consideraban que obrar de acuerdo con el decreto de piratería era jugársela a malquistarse con ellos. A pesar de estas dudas, sin embargo, los ingleses hacen saber que se van a llevar los dos barcos de Escombreras a Gibraltar, donde su intención es ponerlos a disposición del gobierno nacional. Los cartageneros se plantearán la lucha abierta contra los ingleses pero, finalmente, y sabiamente aconsejados por los mejor amueblados de entre ellos, como Gálvez y Barcia, asumen que lo mejor es no abrir una batalla que no se sabe si podrán ganar y que, sobre todo, enfrentarse a las potencias europeas sería, a la larga, la muerte del cantón.

A pesar de que la pérdida de estos dos buques fue un durísimo golpe moral para los cantonales, éstos creyeron haber sacado en limpio de ello una actitud comprensiva hacia ellos por parte de las potencias internacionales (aunque mejor sería definirla como actitud vigilante) y, por lo tanto, concluyeron que lo que tenían que hacer era continuar su política de expediciones marítimas para sublevar a la costa a su favor, así como obtener ayuda y pertrechos. El 14 de septiembre, por ejemplo, Gálvez regresó de Torrevieja con el Fernando el Católico cargado de mercancías y pertrechos. Al día siguiente, Contreras se apoderó de 17.000 pesetas en Águilas.

De nuevo, quien más se les resiste es Alicante, población que, como ya hemo visto, desde el principio no veía nada claro el mojo. Eso hace que los cantonales amenacen con bombardearla, para lo que dirigen hasta allí a la Tetuán, el Fernando el Católico, la Méndez Núñez y la Numancia; aunque la primera de ellas tuvo que regresar a puerto por tener una vía de agua. El 25 de septiembre, los barcos están ya muy cerca de costa; pero se ven rodeados por una flotilla de barcos extranjeros, más potente que ellos, que les presiona para que esperen y así le den tiempo a los ciudadanos extranjeros residentes en Alicante para ponerse a salvo ellos y sus enseres. Tras esta dilación, el 27 comienza el fuego contra Alicante. El bombardeo, sin embargo, no fue todo lo efectivo que los cantonales hubieran deseado, por lo que finalmente se retiraron.

El 17 de octubre, Contreras y Barcia se hacen a la mar al frente de la pequeña flota. Su objetivo es atender las llamadas recibidas de sendas comisiones, una de Valencia y la otra de Barcelona, indicando la disposición de las poblaciones para sublevarse. El día 19, seguidos de cerca por un grupo de barcos alemanes, ingleses, franceses e italianos, están en el Grao. Sin embargo, el viaje sólo les sirvió para comprobar que Valencia no quería ser cantonal. Así las cosas, los cantonales se hacen con el control de varios barcos mercantes, que llevan a su propio puerto. Ese día 19, por otra parte, el Fernando el Católico se va a pique, tras chocar con la Almansa, lo que produce 17 ahogamientos; el resto de los tripulantes fue, básicamente, rescatado por los buques extranjeros que seguían de cerca a la expedición.

Igual que las ilusiones terrestres habían terminado en Chinchilla, las marítimas terminaron en El Grao. Tras aquella expedición fallida, en la que ya no pudieron ni plantearse amenazar a la ciudad de Valencia con un bombardeo, los cantonales se dieron cuenta de que su fuerza marítima era cuestionable. La verdad sea dicha, aunque el decreto de piratería no tuvo una gran eficiencia literal, apenas los dos barcos entregados, arrastrando el escroto, por los ingleses, y alguno más, sí que había tenido su efectividad. Aunque dicho decreto no consiguió la implicación directa de las potencias europeas en la guerra contra el cantón murciano, lo que sí hizo fue implicarlas en una acción constante de vigilancia y escolta de los barcos cartageneros; lo cual, en la práctica, equivalía a mutilar, en gran parte, su capacidad bélica; sobre todo la ligada al factor sorpresa, pues es evidente que poca sorpresa puedes aprovechar cuando hay quince barcos o así siguiéndote a todas partes.

La pérdida de las esperanzas en una capacidad ofensiva por tierra y por mar hizo que el proyecto cantonal hubiera de resignarse a ser, básicamente, un proyecto de resistencia a un asedio. Sin embargo, no todo estaba perdido.

El gran activo en manos de los cartageneros era el hecho de que el gobierno de Madrid era un gobierno bastante débil que, por otra parte, ya se estaba enfrentando a un enemigo carlista. La guerra es un hecho en el norte, en Cataluña, en Aragón y en Valencia; y el gobierno no puede ni soñar con detraer tropas de esos teatros para ocuparse el problema de Cartagena, pues en ese caso podría salirle más caro el collar que el perro.

Castelar fue elegido el 25 de agosto presidente de la República. El día 30, el viejo político republicano pronuncia un discurso en el que renueva su fe federal pero, al mismo tiempo, asegura su compromiso con la unidad del país. Para ello, se aplicará inmediatamente a la creación de un nuevo ejército. Reorganiza el 21 de septiembre el cuerpo de Artillería que había sido disuelto por Ruíz Zorrilla en los tiempos del rey Amadeo, llama a los reservistas y decreta una leva sin reemplazantes, es decir, una leva en el que todo el que es llamado deberá ir a filas. El Estado se endeuda en 100 millones de pesetas para poder armar a todos esos nuevos soldados. En el movimiento que, quizás, le costó más desde un punto de vista moral, Castelar realiza una serie de nombramientos de generales y mandos en el que trufa el Ejército de personajes moderados y aún monárquicos, consciente de que son los que pueden traer a las tropas la disciplina perdida (que es mucha, porque en esa época el Ejército español es un puro cachondeo).

De forma bastante lógica y coherente con los acontecimientos, el primer responsable del sitio de Cartagena, por parte centralista, fue el general Arsenio Martínez Campos. Martínez Campos dividió sus fuerzas en dos brigadas. Una de ellas, al mando del general Salcedo, se dirige a La Palma. La segunda, a mando de un brigadier Villalón que no he podido identificar completamente, se instala en Los Vidales con el propio Martínez Campos. El 27 de septiembre, sin embargo, Martínez Campos dimite de su mando. A parecer, durante la presencia de la flota cantonal en Alicante, y cuando el Ayuntamiento de la ciudad había pedido un aplazamiento de cuatro días de la amenaza, Martínez Campos se había opuesto a dicha petición, lo que causó la dimisión en bloque del equipo municipal. Horas después, sin embargo, el gobierno de Madrid avaló la actitud del Ayuntamiento, por lo que el general se sintió desautorizado y se abrió. Fue, pues, sustituido por el teniente general Francisco Ceballos. El gobierno, sin embargo, le ordena a Ceballos que tome Cartagena en un plazo máximo de un mes, y la reacción del militar es dimitir por su parte. Así que el 10 de diciembre, pasa a ser comandante de las fuerzas sitiadoras el general José López Domínguez.

López Domínguez llega a La Palma el 12 de diciembre. Su primera decisión es crear una línea de bloqueo por tierra que sea, o pretenda ser, realmente efectiva. El ala derecha se la deja al general José López Pinto, la del centro al brigadier Emilio Calleja y el ala izquierda, a también brigadier Carlos Rodríguez de Rivera. Se colocaron siete baterías alrededor de la plaza y se acopiaron algo más de 10.500 efectivos. El bloqueo por tierra tiene que ser todo lo duro de que se sea capaz, puesto que el bloqueo por mar sigue siendo una ful. Aunque los gubernamentales tienen algún barco más, su problema fundamental reside en que, cada noche, deben largarse del puerto para llegarse a Alicante, que es el primer puerto disponible para poder repostar carbón. De esta manera, cada día, cuando cae el sol, en el puerto de Cartagena entran, como Pedro por su casa, un montón de barcos con pertrechos para la ciudad.

El gobierno nombró el 19 de agosto a Miguel Lobo y Malagamba como general de la escuadra. Lobo contaba con los vapores Ulloa, Lepanto y Colón, la goleta Prosperidad, la fragata de madera Carmen, y el vapor Ciudad de Cádiz; además, claro, de la Almansa y la Vitoria. Lobo, en todo caso, fue sustituido en octubre por el almirante Nicolás Chicharro y Leguinechea. En ese momento, la flota gubernamental del Mediterráneo estaba formada por las fragatas blindadas Vitoria y Zaragoza; tres de madera: Almansa, Navas de Tolosa y Carmen; dos goletas, Diana y Prosperidad; y el vapor de ruedas Ciudad de Cádiz

En medio de la lucha, en todo caso, hubo intentos de negociación. En realidad, el backbone del movimiento cantonal se podría decir que lo deseaba. No hay que olvidar que, aunque en las calles de Cartagena se movieron muchos deseos muy diferentes, con ideologías conexas pero no totalmente iguales, el movimiento es, en su origen y en su esencia, un movimiento republicano federal. La lucha, para los cantonalistas, era, en buena medida, una lucha entre hermanos; y debía terminar en la reconciliación. Estas ideas, sin embargo, chocaron con la actitud cerril, pero también lógica, por parte de los sucesivos gobiernos de Madrid. Ni Salmerón ni Castelar quisieron saber nada de aperturas de mesas de negociación con los cantonales, pues eran conscientes de que eso era situarlos a la misma altura que ellos; y de que eso era empezar a perder la pelea. Como sabemos bien, con el paso de las décadas, estas convicciones se han relajado mucho.

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