La sublevación
¿Pirata, yo? ¡Y tú más!
Quien mucho abarca, poco aprieta
La lucha en el mar
A peor
El fin
Como suele ocurrir con cierta frecuencia, los habitantes de la población murciana de Cartagena, distinguida de tiempo atrás y sobre todo durante todo el siglo XIX por una importante presencia militar, eran, por lo general, antimilitaristas. En el último tercio de aquel siglo de tantas novedades ideológicas, Cartagena había adoptado muchas de ellas, y se puede considerar, sin demasiadas dudas, como un bastión liberal y anticlerical. En enero de 1873, cuando la marcha de Amadeo de Saboya vira el gobernalle de la nación española hacia su primer experimento republicano, la ciudad es engalanada como Vigo en Navidad y recorrida por una alegre manifestación de locales que están, literalmente, en su mejor momento. El 16, que es domingo, la manifestación se repite, esta vez ya con banda de música; más que manifestación, es romería reivindicativa (como la lerdez ésa actual de las batucadas). Pocos días más tarde llegó a la ciudad Antonio Gálvez Arce, quizá, o sin quizá, la principal figura, en ese momento, del republicanismo radical murciano.
El 23 de marzo los cartageneros, que por lo que se ve son muy dados a las manifestaciones, celebran la tercera de recepción de la nueva república; ésta, ya, con mayores tintes de acto oficial. Presiden las autoridades locales y el diputado enviado por la circunscripción a Madrid, José Prefumo y Dodero. Los marineros de la fragata Almansa participaron en aquella manifestación portando una bandera roja, al estilo de lo que habían hecho ya los republicanos franceses en muchas movidas de décadas atrás, en la que se podía leer: Federación Española, Justicia, Disciplina, Orden. El mismo lema portaban los marineros de otro buque, el Vitoria, sólo que estaba vez en una bandera morada; color que, como sabemos, acabará por tener mucho éxito entre los republicanos. Prefumo trata, en su discurso, de atajar un poco algunas de las alharacas. En la manifestación ya se habían dado vivas a la República Federal; pero el diputado, quizás porque conocía a sus conciudadanos y se olía la tostada, trata de decirles que la República, de momento, lo que es, es república. Que si será federal o mediopensionista, eso lo tendrán que decidir las Cortes; y que procuren no dar mucho por culo con el temita.
Como digo, Prefumo, más que probablemente, sabía de lo que hablaba, y a quién hablaba. Buen conocedor de la plaza murciana, sabía bien que buena parte de los manifestantes, de la ciudad toda, estaba bajo la influencia creciente de los Amigos de la Libertad, un club político muy intransigente en sus planteamientos, que cada vez tiene más claro que si no hay federación, para ellos no habrá república.
Este club carbonario y, en general, el nutrido componente intransigente de la ciudad, serán los que criarán la insurrección cantonal poco a poco; de modo y forma que de dicha insurrección se puedan decir muchas cosas, pero no que fue espontánea y provocada por los hechos.
El movimiento cantonal tiene su origen tractor en Madrid. Cartagena no defiende el federalismo en solitario, ni siquiera es considerada la principal plaza para esta lucha por la denominada Comisión de Defensa del Comité de Salud Pública, que es quien debe lanzar el movimiento. Muchas personas, y desde luego entre ellas el propio Antonio Gálvez, asumen que deberá ser el activista murciano el que lidere el movimiento en Cartagena; para eso está ahí. Pero se le adelantará alguien. Manuel Cárceles Sabater, que entonces era estudiante de Medicina [con los años, médico de éxito en Madrid y gran jugador de damas, sobre lo que escribió un libro; llegó a ver la II República] y que tenía mucha relación con el presidente del Comité de Salud Pública de Madrid, Roque Barcia, se pone de acuerdo en la forma de lanzar el movimiento con un concejal cartagenero bien conocido y respetado en la ciudad: Eduardo Romero Germes. Cárceles se llega a Cartagena y comienza, inmediatamente, a frecuentar el club carbonario de la calle de la Jara, donde excita los ánimos. El estudiante, sin embargo, es, como Barcia que era su verdadero mentor, un estratega; en esto, creo yo que sobrepujaba un poco a Gálvez, más dado a las estrategias tipo Clemente, patadón p'alante y si hay que dar hostias, se dan.
Por mucho que las clases trabajadores cartageneras, a través de los clubes, se muestran abiertamente a favor del movimiento insurreccional que el estudiante quiere montar, éste sabe bien que en Cartagena no se mueve nada sin las Fuerzas Armadas. Su habilidad residió en entender que las Fuerzas Armadas no son, necesariamente, sus mandos. De la manifestación del 23 ha aprendido Cárceles que en la Almansa y la Victoria hay muchos marineros que están por posturas avanzadas. De hecho, poco a poco se acabará por dar cuenta de que, en realidad, en ambos buques hay un enfrentamiento larvado entre los mandos de tropa y los oficiales que, al parecer, son acusados de no ser muy respetuosos con los primeros.
Como siempre en los movimientos revolucionarios, éstos son pulpos que tienen diferentes tentáculos, no siempre coordinados. Muy importante para la sublevación será un veterinario local, Estaban Nicolás Eduarte. Nicolás Eduarte tenía contacto y se podría decir que controlaba o coordinaba a los llamados voluntarios de la República: Pedro Alemán, Juan Cobacho, un tal Sáez que era cartero,. Pedro Roca, Francisco Ortuño, José Ortega Cañabate o Miguel Roca. Estas personas estaba preparándose para reclamar el cantón y habían acumulado, días antes de la ensalada, una treintena de fusiles.
Finalmente, el Comité de Salud Pública de Madrid fijó el 4 de julio como la fecha para la insurrección. Sin embargo, la toma de conciencia de que las cosas están todavía demasiado verdes le lleva a aplazar la movida. Cinco días después, el 9, Cartagena se agita por sí sola. Para entonces, la forma principal que ha tomado la revolución cartagenera ha sido rebelarse contra su Ayuntamiento, expresión última del orden de cosas con el que quieren acabar.
La cosa tiene su razón de ser. Cárceles tiene prisa. O, más bien, tiene miedo. El estudiante de Medicina es perfectamente consciente de que la policía no es tonta y que, exactamente igual que ellos, los revolucionarios, se mueven para preparar la revolución, el gobierno también toma medidas para cauterizarla. Concretamente, sabe que en unos días el partido revolucionario cartagenero va a perder uno de sus grandes bastiones: el castillo de Galeras, en ese momento ocupado por una guarnición de soldadesca bastante radical, y que va a ser prontamente sustituida por tropas traídas de África. El otro gran hito que parece que se va a producir, que sería una puñalada en la espalda de la revolución, es la salida de la flota de la rada.
Cárceles era discípulo de Barcia, lo cual quiere decir que, cuando menos inicialmente, no estaba en su intención mover la revolución sin sus instrucciones. Sin embargo, le escribe con urgencia a su mentor a Madrid explicándole el mojo e instándole a darle instrucciones. La respuesta de Barcia, sin embargo, o no llegó, o no la quiso mandar, o tal vez la carta de Cárceles no llegó a tiempo; porque el caso es que llegó un momento en que el estudiante se convenció de que tenía que dar el paso por sí mismo.
Así las cosas, Cárceles reúne a los conspiradores. Aparentemente, la persona en cuyas habilidades, digamos, militares, confía más, parece ser el cartero Sáez. Conmina a los demás a ponerse bajo su autoridad y, de seguido, todos se dirigen hacia el castillo de Galeras, donde se dedican a comerle la oreja al destacamento presente para que, en ningún caso, permitan su relevo. Les funcionó. El regimento de África estaba, de hecho, a punto de remontar el promontorio hacia el castillo; pero, cuando lo hizo, se encontró a la tropa presente, desde entonces tropa okupa, que les comunicó que de allí no se movían, por lo que se dieron la vuelta.
A las cinco de la mañana del 12 de julio, contando con apenas el puñado de revolucionarios que solía reunirse en casa del veterinario, Cárceles toma la Casa Consistorial y allí constituye una Junta Revolucionaria.
Casi inmediatamente después de aquel gesto sin marcha atrás, para Cárceles y los revolucionarios cartageneros comienzan los problemas. Ellos contaban, claramente, con que la Almansa, cuyos marineros y cabos sabían bien les eran parciales, saludaría la revolución alzándose por su cuenta. Pero eso no pasa. Envían gentes al puerto a enterarse, y éstos regresas refiriendo dudas en la fragata. Los marineros de la Almansa, todavía no convencidos de que la revolución sea un sentimiento compartido por toda Cartagena, temen acabar enfrentados a la población. Cárceles se da cuenta de que necesita demostrarles lo contrario, por lo que envía un emisario a Galeras con el encargo de que los soldados del castillo tiren un cañonazo e icen la bandera roja. Este episodio es muy curioso pues, al parecer, cuando los soldados de Galeras se aprestaron a cumplir la instrucción de Cárceles, se dieron cuenta de que en todo el castillo no había una sola bandera roja. Así las cosas, decidieron izar la bandera más roja que tenían, que era la bandera turca. Obviamente, los cartageneros se quedaron pijarriba cuando vieron la bandera turca ondeando en uno de los principales castillos de plaza marinera. Uno de los republicanos presentes en el castillo, finalmente, se abrió una vena con una faca y trató de cubrir con ella la estrella y la media luna blancas de la enseña.
Hecho esto, aunque procuraron controlar algunos puntos estratégicos de la ciudad, los revolucionarios, conscientes de que estaban muy lejos de ser una fuerza armada con capacidad de imposición, tomaron la decisión básica de encastillarse en el Ayuntamiento y esperar acontecimientos; es decir, pusieron todas sus expectativas en el pueblo de Cartagena. El líder histórico, por así decirlo, del republicanismo cartagenero, Pedro Gutiérrez de la Puente, se presentó para exigir la presidencia de la Junta Revolucionaria. Cárceles lo acepta, pero le advierte a Gutiérrez de que la Junta está tratando de parlamentar con los benévolos.
Expliquémonos. En aquella España de 1873, el calificativo “benévolo” se reservaba para aquel republicano que, sobre serlo, se abría a lograr acuerdos con radicales e incluso con monárquicos. El republicano benévolo se contraponía con el republicano denominado “intransigente”, que era el “avanzar sin transar” de toda la vida. Aquella mañana, el Ayuntamiento de Cartagena era republicano, pero en dos versiones diferentes. En la primera planta, bajo la dirección de Prefumo, estaban los benévolos. En la planta baja, la Junta Revolucionaria intransigente. Y ambos estaban tratando de llegar a algún tipo de acuerdo.
Lo que nunca he tenido claro es si en esas horas Cárceles se da cuenta de que no tiene madera para liderar ese movimiento; si los republicanos locales, como Gutiérrez de la Puente, le dejan claro que no le van a dejar prevalecer; o si, quizás, la resignación del mando por parte del estudiante de Medicina era algo que incluso éste tenía previsto. El caso es que en esas horas Cárceles decreta la disolución del Ayuntamiento y la Junta Revolucionaria, crea una nueva en la que ya no está él, y se pone al mando de las gentes armadas por la república federal. Sin embargo, este mando también será efímero, pues en la tarde llegó Gálvez a la ciudad y, al día siguiente, el general Juan Contreras y Román, que se hicieron cargo de su mando.
La revolución, sin embargo, había sido exitosa. Muy particularmente, todos los castillos de la ciudad, fundamentales para garantizar su seguridad pues su función era defender con su artillera el puerto, eran ya de los revolucionarios. Las dos fragatas, por así decirlo, más revolucionarias, la Almansa y la Victoria, habían superado sus pruritos y estaban totalmente con el movimiento, lo que arrastró al resto de la flota, por muchos intentos que hizo en sentido contrario el ministro de Marina de Madrid, Federico Arnrich Santamaría, presente en la plaza,y que de hecho tuvo que saltar a un paquebote y marcharse a Alicante a la naja porque iban a por él.
El día 14 por la tarde entró en la ciudad el regimento de Iberia, enviado desde Málaga por el gobierno para sofocar la sublevación. Sin embargo, estas tropas, cuando se encuentran a las propias tropas de la ciudad amotinadas bajo la dirección de Fernando Pernas, un oficial que había sido recientemente relevado del mando, deciden unirse. Como en una fila de fichas de dominó, se apuntan al bombardeo el regimiento de Cazadores de Mendigorria, el general Félix Ferrer y otros muchos oficiales (los que no se unieron se fueron con Anrich a Alicante). El brigadier de Infantería de Marina José de Guzmán y Saquetti, que era el comandante militar de la plaza, hubo de resignar su puesto, aunque pudo salir de la plaza en compañía de las fuerzas que habían decidido no sublevarse.
Antonio Altadill y Teixidó, a la sazón gobenador civil de Murcia, envió un telegrama a Madrid informando de la ensalada cartagenera el día 13 de julio, el mismo en que Guzmán estaba siendo cesado. Lo recibió Francisco Pi i Margall quien, inmediatamente, procedió a convocar al consejo de ministros. Noticiosos de que el general Contreras, que todavía estaba de camino hacia Cartagena, era partidario de la movida, decretan su arresto; pero no se producirá, porque no le alcanzarán a tiempo. Asimismo, también se decidió enviar al ministro de Marina a la plaza, con los resultados ya referidos. Pi lo que quería, por encima de todo, era aislar la revolución cartagenera, evitar su infestación. Por ello, propone enviar un ejército desde Valencia para que, literalmente, tome la región de Murcia y garantice el orden. Eulogio González Iscar, titular de la cartera de Guerra, le quita la idea de la cabeza; primero, porque logísticamente es algo prácticamente imposible; y, segundo, porque lo mismo es peor el remedio que la enfermedad.
Yo creo que aquella del 13 de junio es para el político-silbato (o sea, Pi; también podríamos decir "político irracional", pero lo mismo los anarquistas se mosquean) una jornada muy parecida a ese momento, al final de A brigde over the river Kwai, cuando sir Alec Guiness se dice a sí mismo: “Dios mío, ¡que he hecho?” Años y años de escribir artículos y libros contando que la república federal es la polla de Montoya, el compendio de todo bien sin mezcla de mal alguno, tienen como corolario esa tarde en la que Çesc PyM ha de enfrentarse a la dura realidad de las no menos duras consecuencias de sus ideas. En ese momento, tengo por mí, Pi i Margall ha de enfrentarse al hecho de que ni la realidad es tan sencilla como él describe en sus libros; ni la república federal era tan amante de la concordia como él siempre había pretendido; ni el peligro de escisión del territorio nacional era tan lejano como él siempre había imaginado. Su primera reacción, nada más salir de un consejo de ministros en los que le han ido anulando, uno a uno, todos los comodines que ha pedido, Pi i Margall se reúne con los mandos de los batallones de voluntarios de Madrid, casi todos ellos federalistas como él, para tratar de convencerlos de que no es momento de llevar el federalismo a sus últimas consecuencias; que son momentos de unión. Los mandos aceptan el principio y ordenan a sus guarniciones en toda España que pongan el mantenimiento del orden republicano por encima de todo.
¿Arreglado? Mis gónadas, arreglado.
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