viernes, enero 12, 2024

Cartagena (2): ¿Pirata, yo? ¡Y tú más!

 La sublevación
¿Pirata, yo? ¡Y tú más!
Quien mucho abarca, poco aprieta
La lucha en el mar
A peor
El fin 


Una vez que consiguió sentar, siquiera formalmente, el principio general de la sujeción de los federalistas a un ideal republicano central, por así decirlo, Pi i Margall decidió dar los pasos necesarios para acabar con el movimiento cantonalista de los díscolos murcianos, sin plantearse nombrar un mediador internacional ni nada. Para conseguirlo, envió a Antonio Altadill, el gobernador de Murcia, a la plaza. Da la impresión de que el gobernador, cuando llegó a Cartagena, se encontró una situación más difícil de lo que esperaba, puesto que tuvo que dar pasos no situados claramente en la dirección exigida por Madrid, como proponer el cese del Ayuntamiento y el nombramiento de una junta revolucionaria. Cuando las noticias llegan a Madrid, Pi i Margall se pone como el puma de Baracoa y le exige a su subordinado que retrotraiga la situación; para entonces, sin embargo, el general Contreras ya había declarado la independencia del cantón murciano; que era, probablemente, lo que Altadill había intentado evitar por la vía de prometerles a los cartageneros una profundización de los cambios revolucionarios (la típica mesa de negociación de toda la vida, que de toda la vida acaba como acaba).

A lo largo de estas primeras horas cruciales de la crisis, la impresión es de que el gobierno de Madrid no supo calibrar con exactitud la situación en Murcia. La rebelión del cantón de Cartagena es un hecho que tiene muchas caras y muchas razones de ser; es una movida en la que se juntan las puras necesidades federalistas con otro tipo de reivindicaciones sociales, vinculadas a grupos de opinión y acción que, tras La Gloriosa, se habían ido desencantando progresivamente del nuevo régimen por entender que era demasiado poco progresista. Yo creo que es así como hay que interpretar el gesto de Altadill de no ponerle la proa al movimiento cartagenero y, de hecho, tratar de profundizar su vertiente no federalista, por así decirlo; y es algo que vuelve a ocurrir inmediatamente después, cuando Pi trata de movilizar a los prohombres republicanos de la ciudad, les envía un telegrama en el que les subraya la gravedad del momento, y éstos acaban contestando a esa inquietud uniéndose a los planteamientos sediciosos. En todo caso, resulta muy difícil no creer que hay algo en el carácter cartagenero especialmente belicoso, que siempre pone difícil las salidas pactadas. Cabe recordar que la actitud contemporizadora de Altadill es básicamente la misma que, más de medio siglo después, desplegarán los militares y políticos republicanos en la misma plaza durante las últimas jornadas de la Guerra Civil. Hay en ambos episodios diversas identidades que hacen pensar en un sentimiento revolucionario estructural, por así decirlo.

El 17 de julio, con varios pueblos de la región de Murcia ya sublevados como lo estaba Cartagena, Pi i Margall decidió que aquello no se podía resolver con telegramas y discursos. Por ello, decidió enviar tropas a la plaza, al mando del general Velarde (que estoy casi seguro que era José García Velarde, capitán general de Cataluña y después de Valencia). En el plano político, ese mismo día se lee en el Congreso el proyecto de Constitución, del que prácticamente había sido ponente Emilio Castelar; Pi, que se enfrentaba a una crisis de gobierno, consideraba que aprobar una Carta Magna con rapidez era la única manera de solventar el gravísimo problema que planteaba por las tendencias centrífugas. Sin embargo, el debate sobre la Constitución se convierte, como por otra parte era fácil esperar, en una serie de amargos reproches hacia el presidente, puesto que los menos templados de entre los republicanos centralistas consideran que ha sido demasiado blando con los murcianos. Algo de eso hay, efectivamente, cuando menos en mi opinión. Es un hecho histórico comprobado en mil ocasiones que uno de los grandes problemas que se le plantea a toda revolución es luchar contra sus elementos más radicales: ésos que, una vez producida dicha revolución, todavía quieren más. En la mayor parte de los casos, el revolucionario original, de alguna manera frenado por el hecho de que quienes hoy levantan barricadas son sus hermanos, pierde un tiempo precioso, durante el cual podría haber movilizado fuerzas en contra de los movimientos, paralizado por la solidaridad ideológica. Pi i Margall, en realidad, puede ser objeto de reproche por su astenia inicial en el tema de Cartagena; pero lo que no podemos es decir que esa astenia no es comprensible. Era, probablemente, el político español, en ese momento, peor dotado para gestionar aquella crisis.

En sus escritos sobre esos días, Pi i Margall demuestra que, si bien era un federalista maduro y hasta un aseado ideólogo seudo o protoanarquista, como hijo del siglo XIX carecía de toda comprensión de los fenómenos revolucionarios modernos. Se pregunta, con bastante inocencia: “¿cómo iba a suponer entonces que se prestaran a levantarse [las masas] por conseguir lo que las Cortes habían ya proclamado y estaban realizando?” Este texto huele, primero que todo, a torpe disculpa, pues no se olvide que Pi, en teoría, concebía las Cortes como la asamblea en la que se juntaban las voluntades soberanas de otras unidades menores (los municipios); y, en todo caso, revelan bien a las claras la incapacidad esencial que tenía aquel político decimonónico de entender un fenómeno político nacido en las calles y en los cafés.

En unas pocas horas, tras la amarga sesión asamblearia a la que fue el presidente con la idea de salir con una Constitución bajo el brazo y lo que se llevó fue una buena somanta de palos, Pi i Margall, como no había tenido tiempo de leerse Manual de resistencia, decide dimitir. Al día siguiente, 18 de julio, Nicolás Salmerón será elegido primer magistrado de España con la confianza de 119 votos, por 93 que todavía votaron al presidente saliente, a pesar de que seguro hubiera preferido graparse el escroto a la ceja izquierda antes de ser, de nuevo, presidente. La I República española evolucionaba rápidamente para convertirse en una comunidad de vecinos de las de toda la vida, en la que nadie quiere ser presidente y todos intentan convencer al incauto saliente para que repita.

La aritmética de la votación, sin embargo, es clara: si Salmerón ha ganado el ascenso a la cúpula de la República, es porque le han votado los monárquicos. A la República, literalmente, la salvan los que no la quieren, entre otras cosas porque entienden que no es el momento procesal de tumbarla y es mejor dejarla que se cueza en su propia salsa. El de Salmerón, pues, es un voto que trae aparejada la demanda de orden, orden y orden. No será, pues, casualidad que, en su debate de investidura, el 19, sea precisamente el orden la idea tractora fundamental. El discurso de Salmerón es, de alguna manera, el final de la adolescencia del republicanismo español que, hasta ese momento, había vivido convencido de que, como sus postulados eran generosos, éticos y necesarios, todas las puertas se les abrirían entre loas y lanzamiento de prímulas olorosas. Ese día, el republicanismo español comienza a evolucionar hacia la famosa frase de Castelar, ya durante la Restauración: "si ha de volver la República, deberá ser con mucha más Guardia Civil". Aunque también hay que reconocer que, irredentamente superficial, el republicanismo español vivirá una segunda adolescencia a partir de 1931, cuando irá cayendo, uno a uno, en todos los errores en los que cayó en la I Repu, corregidos y aumentados.

Cabe preguntarse, sin embargo, hasta qué punto Salmerón y sus apoyos eran conscientes de que llevar a cabo las promesas que estaba haciendo era mucho, muchísimo menos fácil de lo que lo habría sido apenas 72 horas antes (de ahí que el reproche a la astenia de Pi i Margall sea tan importante). En ese tiempo bastante limitado, el movimiento federalista o cantonalista se había extendido por buena parte de España; una España, no se olvide, que ya tenía que dormir con un ojo abierto a causa de la amenaza carlista.

El general Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque recibió los entorchados de capitán general de Andalucía, en un gesto claramente favorable a la mano dura. En Valencia, Velarde es sustituido por Arsenio Martínez Campos, de cuyas convicciones monárquicas, evidentemente, no cabe dudar teniendo en cuenta su actuación posterior. El gobierno emite decretos a cascoporro disolviendo unidades militares que se han unido a los movimientos disgregadores, y disolviendo también los nuevos ayuntamientos elegidos o nombrados. Asimismo, se decidió abrir expediente administrativo a varios gobernadores provinciales, sobre todo los de Alicante y Murcia, así como el gobernador militar de Alicante. Se cesa al general Contreras en el Estado Mayor del Ejército, así como los mariscales Félix Ferrer y Mora y Fernando Pierrad y Alcedar (quien apenas unos días antes había dimitido como ministro de la Guerra) y los coroneles Fernando Pernas y Castro, Peco y Pozas, todos ellos implicados en conflictos cantonales.

A pesar de estos actos de disciplina impulsados por Salmerón, lo cierto es que la República estaba muy lejos de poder imponer su ley. Cuando menos en Cartagena, a pesar de que la presencia de tropas afectas era muy relevante y donde, sobre todo, se contaba con la flota. Durante nuestro repaso de las últimas jornadas de la Guerra Civil Española hemos podido ver hasta qué punto Juan Negrín consideraba fundamental para la causa republicana la conservación de la plaza de Cartagena y de su Flota; y cómo la marcha de ésta, efectivamente, clavó un puñal en la espalda del bando republicano, ya desahuciado para entonces por todo el mundo menos la historiografía hispana del futuro. En 1873, en realidad, pasó lo mismo; sólo que esta vez los cartageneros sí que fueron capaces de mantener los barcos en la rada, haciendo que la balanza cabecease a su favor. 

En un movimiento más desesperado que otra cosa, y que es un gesto realmente histórico, el 20 de julio, Jacobo Oreiro Villavicencio, ministro de Marina, expide un decreto de piratería sobre los buques cantonales que, por lo tanto, podrán ser atacados y abordados. El gobierno español, pues, consciente de que la Armada con que hubiera podido contar para contrarrestar el poder de Cartagena era precisamente la que estaba surta en el puerto murciano de forma, digamos, bastante voluntaria, resolvió colocar a aquellos barcos frente a la potencia de las flotas navales extranjeras. Lo que hacía, pues, era señalar a unos activos: los barcos, que formalmente no dejaban de ser una posesión española, para que franceses, ingleses u holandeses supieran que podían abordarlos para arrebatarles aquello de valor que pudieran portar, y los propios barcos. Nosotros, que pensamos que una alusión malsonante a las habilidades de una ministra son lo más de lo más de la bronca parlamentaria, deberíamos poder escuchar la inexistente grabación del debate parlamentario que se siguió en las Cortes para la aprobación de este decreto. Aquello fue, como dicen los franceses, un cafarnaún en toda regla. Y no hemos de extrañarnos pues, repitamos, un gobierno español estaba invitando, negro sobre blanco, a las flotas del mundo a rapiñar las riquezas de la flota española.

Para los amantes del friquismo documental, os cuento que he localizado la disposición en la colección histórica de la Gazeta. La encontraréis en su número 202, fecha 21 de julio de 1873, página 1.122. Es un texto curioso en el que, como digo, el gobierno español declara piratas a los buques de la Flota de Cartagena, invitando a sus potencias amigas a hacerse con ellos, aunque se reserva el derecho a reclamar su propiedad; aspecto éste, para mí, más cosmético que otra cosa. Se justifica el gobierno, en la exposición de motivos, afirmando que estos buques se aprestan a realizar acciones de piratería por todo el Mediterráneo, acción ésta ante la que el Ejecutivo no puede declararse solidario.

Yo creo que, por mucho que intentemos explicarle a un lector de hoy en día el enorme tajo ideológico que abría ese decreto en el alma de cualquier republicano de aquel tiempo, no lo lograremos en su totalidad. En el marco de La Gloriosa, los barcos apuntados a la causa republicana se habían desempeñado en Cádiz de forma muy parecida, si no igual, a como ahora lo estaba haciendo la Flota de Cartagena. Muchos republicanos, por lo tanto, consideraron que el decreto de piratería de 20 de julio de 1873 era un caso escandaloso de doble rasero o, peor; que, en el fondo, se estaba atacando la actuación, decorada con tintes de gloria histórica, de los militares que habían puesto a la Emérita en la frontera. Hay que decir, en este sentido, que los políticos y revolucionarios decimonónicos tenían una cintura mucho más rígida que sus nietos, bisnietos, y no digamos sus sucesores actuales. A ellos les costaba mucho eso que hoy llamamos “cabalgar contradicciones”. Para ellos, una contradicción ideológica en sus términos era poco menos que motivo de suicidio, si no personal, sí, cuando menos, político. Eran gentes, pues, para las que cambiar de opinión, cuando dicho cambio no se movía dentro de los mismos parámetros ideológicos de la idea primera, constituía una mentira, una traición, una mezquindad, de la que nunca se recuperaban. Verdaderamente, eran otros tiempos.

La Junta de Salvación Pública de Cartagena, por su parte, con fecha 22 de julio, contestó al decreto de piratería declarando piratas a los miembros del gobierno de Madrid. Como dicen los castizos, p'a chulo yo, y para puta, tu madre.

Los revolucionarios cantonales cartageneros, en todo caso, se enfrentaban a problemas más acuciantes que la presión del gobierno de Madrid. Para empezar, en la plaza había un serio problema social, derivado de la monstruosa operación acordeón demográfica que se había producido. La sublevación cantonal había provocado, en sus primeros alientos, una fuerte emigración fuera de la ciudad de familias y personas que no querían formar parte de aquello; pero se vio seguida de un movimiento en el sentido exactamente contrario, por parte de personas no residentes en la ciudad que querían formar parte de la insurrección y querían, por así decirlo, ser ciudadanos del cantón independiente de Cartagena.

Por lo demás, Cartagena se enfrentaba a los típicos problemas de cualquier secesión: ahora estaba sola. Especialmente sola, puesto que en la larga fila de cartageneros que se largó por la puerta estaban, en su inmensa mayoría, las clases más pudientes de la ciudad, que se fueron ellas y su dinero. Así que la ciudad estaba petada de gente que esperaba de aquellos revolucionarios que les diese casa y comida (pues el progresismo, como decía Margaret Thatcher, siempre se construye con el dinero de los demás); pero los revolucionarios, la verdad, no tenían ni un mango (o sea: de tanto putear a los ricos, se habían quedado sin ricos). De hecho, los mineros de La Unión, muy cercana a la ciudad, se presentaron en ella, muy ufanos, convencidos de que la Junta les daría el curro y les pagaría sus salarios; cosa que ésta no estaba en condiciones de garantizar. Esto generó una situación bastante parecida a la que se le presentó al chileno Salvador Allende tras nacionalizar el cobre. 

Como bien saben los comunistas, las revoluciones cuestan mucho dinero. Así que hay que hacerlas de manera que el que tiene dicho dinero no se pueda largar. Mucho más inteligente que asaltar la mansión del marqués es inventarse un impuesto a los marqueses.

Y esto, de hecho, es lo que hizo la Junta: decretó la imposición de un impuesto entre los ciudadanos de Cartagena que debería suponer unos ingresos de unos 80.000 duros. Asimismo, se negoció a pelo puta con aquellos burgueses más o menos acomodados que se habían quedado en la ciudad (o no habían sabido abrirse a tiempo) para que abonasen el trimestre ya vencido de la contribución (el principal impuesto) y adelantasen la siguiente; en paralelo, se impusieron medidas de ahorro energético, para gastar menos. Los miembros del gobierno insurreccional se impusieron un sueldo de tres pesetas diarias, bastante poca cosa, y se comprometieron a no administrar fondo alguno; es decir, se autorregularon contra la corrupción, quizás por saber de qué palo iban algunos de los miembros del club. A todo lo largo y ancho de la ciudad, vecinos sanos toman la decisión de renunciar a los cupos y raciones que les distribuye la Junta, para facilitar su labor. O sea, solidaridad auténtica, de la que decides tú y no el BOE.

El gobierno cantonal asaltó las aduanas que ahora eran sus aduanas, y puso en almoneda todas las mercancías que encontró, rebajadas en un 10% (lo cual es una manera de verlo; otra es que dichas mercancías estaban gravadas en un 90%, ya que a ellos no les habían costado nada). El martes 9 de septiembre se ponen a la venta todos los activos del Arsenal que no se consideraron necesarios para el sostenimiento de la plaza. Por último, se refuerzan las capacidades inspectoras aduaneras, para así garantizarse que los ayuntamientos revolucionarios murcianos no utilicen la felicidad del momento para escaquearse de pagos y deudas contraídas con Cartagena. Pues, como decimos en Galicia, amiguiños sí, pero cada vaquiña, por lo que vale.

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