martes, noviembre 23, 2021

Carlos (15): La oportunidad ratisbonense

El rey de crianza borgoñona
Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion En busca de un acuerdo La oportunidad ratisbonense Si esto no se apaña, caña, caña, caña Mühlberg Horas bajas El Turco Turcos y franceses, franceses y turcos Los franceses, como siempre, macroneando Las vicisitudes de una alianza contra natura La sucesión imperial El divorcio del rey inglés El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide El largo camino hacia el altar Papá, yo no me quiero casar Yuste 


Mis disculpas. Pensé que había publicado la toma 15, y no era así. Aquí la tenéis.


Tras el acuerdo básico entre católicos y protestantes, todo quedó dispuesto para realizar una reunión en Ratisbona, paralela a la Dieta, que abarcó de abril a julio de 1541 y estuvo presidida por el propio Carlos. A la reunión acudieron tanto Melachton como Calvino, y en la organización de los debates tuvo un papel fundamental Granvela; de hecho, fue capaz de redactar un texto sobre la doctrina de la justificación al que Calvino, al parecer, no fue capaz de cambiarle ni los puntos y coma. El 2 de mayo, los reunidos alcanzaron un acuerdo que se conoció como Libro de Ratisbona. Era un texto de 23 artículos.

Sin embargo, en cuanto este texto pasó de los teólogos a los políticos, esto es, cuando fue elevado a la Dieta, comenzaron los problemas. Lutero, que había recibido el texto de Granvela sobre la justificación, hizo público su rechazo del mismo; asimismo, Roma comenzó a hacer lo que siempre hace, esto es, intentar joder todo acuerdo que no haya mamoneado personalmente.

El Libro de Ratisbona ha sido considerado como una iniciativa por la cual el humanismo, esto es, la filosofía surgida con el Renacimiento, trató, y se podría decir que consiguió, de integrar la nueva ideología teológica reformada dentro de lo anteriormente existente, esto es, hizo compatible la reforma y lo reformado. Fue un texto para labrar la paz entre ambas partes y hay que decir que, por una vez, y aunque recibieron con fruición el fracaso, los Francisquitos no fueron los causantes del descarrile. Fue Lutero. Ya hemos dicho que ni Calvino había puesto problemas al enfoque ofrecido por los asesores imperiales. Lutero, sin embargo, ya no quería ninguna solución que pasara por la supervivencia del Papado; y, muy probablemente, no era ya el único, puesto que estaba rodeado de príncipes que habían detectado en el apoyo a la Reforma la oportunidad de oro para constituirse en poderes más o menos autónomos. La renuencia luterana fue, eso sí, oro molido para la Roma, que no encontró razón ni incentivo alguno para mostrarse más conciliadora que quien se posicionaba claramente como su enemigo.

El Papa había aceptado la reunión de Ratisbona a regañadientes. En realidad, lo más preciso sería decir que si la había aceptado era porque, como suele pasar con los santos padres que dicen que son el primer cristiano pobre de la Humanidad y todas esas tonterías, el inquilino de Roma no le puso la proa a la tentativa alemana de concertación porque esperaba sacar algo para sí en ello. En aquellos momentos, el inquilino del Vaticano esperaba que el emperador Carlos le cediese a su familia Farnesio la señoría de Camerino. Sin embargo, buena prueba de la repugnancia que en el fondo sentía hacia la asamblea es que prohibió expresamente a sus legados participar en cualquier discusión con teólogos protestantes.

Entre los protestantes había alguno que estaba en la misma situación que el Papa. El landgrave Felipe de Hesse, por ejemplo, acababa de casarse por segunda vez sin haberse descasado del todo de la primera. Felipe trató de resistir el escándalo de sus prelados aseverando que no hay nada en las Escrituras contra la bigamia, pero su situación era tan delicada que necesitaba del apoyo del emperador. Por ello, en Ratisbona se ofreció como colaborador frente a las tendencias protestantes más radicales y favorables a la ruptura, dirigidas por Juan de Sajonia y por otros nobles financiados por Francia.

Otro de los elementos que en ese momento dominaban los movimientos orquestales en la oscuridad de la geopolítica europea eran las inquietudes varias, entre los protestantes y los turcos, que había levantado el nuevo ambiente de buen rollo entre el Imperio y Francia, ése que había permitido que Carlos cruzase el país galo camino de Flandes. Ya a finales de 1539, Solimán le había enviado un mensaje a su aliado francés (aunque “aliado francés”, en realidad, es un oxímoron) para pedirle explicaciones de un estado de cosas del que él temía ser el pagano final. Sin embargo, en los meses siguientes, el rey francés acabó por decidir que, si Carlos no le otorgaba un control total sobre Milán, él no profundizaría en las relaciones de paz, con lo que los contactos entre París y Constantinopla volvieron a coger momento angular.

La Dieta de Ratisbona se cerró el 29 de julio de 1541 con una declaración, un tanto reiterativa, que garantizaba la seguridad de aquéllos que habían suscrito la Confesión de Ausburgo, más una serie de cesiones de poder a los protestantes que levantaron ampollas entre los católicos y obligaron a Carlos a llegar a un pacto secreto con éstos que evitase una difícil ruptura, que lo habría dejado sin apoyos en el ámbito imperial.

A pesar de estas formalidades, es imposible sostener otra idea distinta que los protestantes salieron sobrados de la Dieta de Ratisbona. En los meses subsiguientes, la Sajonia Albertina cayó plena bajo la influencia reformada, como ya lo había hecho la Ernestina. Y, lo que es más importante, en Brandenburgo hubo cambio de elector, y éste se mostró bastante proclive a las tesis reformadas. Si a eso le unimos el fracaso de Argel, la pérdida de Hungría en manos turcas y el deterioro de las relaciones con París, resulta fácil de concluir que 1541 fue un año de mierda para Carlos de Habsburgo. Un mal año que se destilaría seis años después, en Mühlberg, justo como Carlos nunca había querido que se destilase.

En efecto, a Carlos no se le escapó que de Rabistona no había salido ganador, sino más bien todo lo contrario; y que, en consecuencia, los príncipes protestantes estaban en un estado de ánimo en el que no iban a impedir que los temas acabasen por dirimirse en el campo del honor. Como ya sabemos, tras la muerte de Antonio Rincón, Francia aprovechó aquel hecho para labrar una escalada bélica con el Imperio. En 1542, tropas gabachas invadieron Luxemburgo, que era un feudo imperial, y alentó rebeliones y violencias en Flandes, aprovechando que Fernando estaba luchando contra los turcos en el otro extremo del Imperio.

El problema para los franceses es que dicha escalada, con elevada probabilidad sintonizada con la ofensiva de los turcos desde los Balcanes, no pasó desapercibida para la opinión pública europea, que se percató de que un rey que se intitulaba cristianísimo tenía una alianza con el pérfido infiel. En septiembre de 1543, el duque de Orléans solicitó formalmente su ingreso en la Liga de Schmalkalde, comprometiéndose a predicar la reforma en Luxemburgo y en otros territorios imperiales que en ese momento había invadido; pero esa petición se realizó ya, en medio de la prevención de los príncipes alemanes, que temían estar aportando su apoyo a un Estado que estaba fuertemente aliado con los turcos y que, para más inri, reprimía a los protestantes dentro de sus fronteras (y es que los alemanes siempre han tenido un punto bruto; pero al menos no les da igual Juana que su hermana, cosa que a los franceses y a los ingleses siempre se les ha dado de puta madre).

A raíz de esos movimientos, Carlos acortó su estancia en España (que se extendió de noviembre de 1541 a abril de 1543). María de Hungría, convertida en su deputy, estaba al pie del cañón, y su principal problema era la carencia casi total de que adolecía a la hora de allegar buenas tropas veteranas; tan intensa era su falta que tuvo que echar mano de Felipe de Hesse.

Algunas semanas antes del regreso de Carlos al teatro imperial centroeuropeo, en febrero de 1543, consiguió firmar un acuerdo secreto con Enrique VIII que permitió reiniciar las buenas, y fundamentales, relaciones comerciales entre la isla y la costa flamenca. Enrique tenía interés en presionar a Francia a través de este tipo de tratados, pues no había perdido todavía la esperanza de recuperar alguno de los territorios continentales que un día habían sido ingleses. Después de aquello, pasó algunos días en Busseto con el Papa y, después, se puso manos a la obra militar. Durante el verano, sometió Clèves, Guelders y Zutphen; celebró los Estados Generales flamencos en Lovaina; y luego se fue a por los franceses, que hubieron de retroceder aquende la raya del Artois.

El 31 de enero de 1544, Carlos llegó a Spira, para preparar una Dieta (aunque también le habría venido bien preparar una dieta, atormentado como estaba por la gota). Pocas semanas después, Luis, el elector palatino, falleció y fue sucedido por su hermano, el conde Federico del Rhin; el Timbres era un viejo conocido y aliado de Carlos, tanto que éste, en 1535, le había cedido la mano de su sobrina, Dorotea de Dinamarca.

En la Dieta, Felipe de Hesse comenzó a pagar la deuda generada por el apoyo del emperador en momentos muy duros para él a causa de su picha brava: realizó un encendido discurso en contra del rey francés. Asimismo, el vicecanciller Naves fue el encargado de leer en público en una sesión las cartas que su día le había enviado el rey francés a Carlos, en las que le ofrecía toda su colaboración contra los protestantes alemanes si recibía el ducado de Milán; los príncipes reformados, claro, quedaron chupetizados. Quienes sí fueron decididamente profranceses fueron los legados papales, encabezados por el cardenal Farnesio, en una actitud que incluso revolvió las tripas de Martín Lutero, quien denunció que el Papa, el rey de Francia y el turco se habían aliado.

A pesar de todo esto, la Dieta se enfrentaba a grandes dificultades. Como ya he dicho, desde Ratisbona los príncipes protestantes vivían convencidos de que el presente y el futuro les pertenecía; así pues, esperaban de la Dieta que consolidase todo lo que se les había prometido antes, y aún lo mejorase. Los católicos, sin embargo, llegaron a Spira mosqueados con las cesiones de Ratisbona, y mucho más proclives a romper la baraja que a otra cosa.

Carlos, por su parte, tenía claro que quien tenía el viento de cola era el movimiento reformado. En los meses, si no años anteriores, las teorías luteranas no habían hecho sino crecer; el alemán medio, por así decirlo, se mostraba cada vez más decididamente protestante. Así las cosas, el emperador alumbró una declaración que es, probablemente, el momento en el que el muy católico Carlos de Habsburgo fue más lejos en el reconocimiento de una nueva situación. Para empezar, su declaración hablaba ya de dos religiones; ya no se estaba hablando de una escuela dentro del catolicismo, sino de una forma distinta de entender el cristianismo que, ésta es la conclusión indirecta, precisamente por ser independiente no tiene por qué obedecer lo que le ordene un PasPas. Eso sí, recomendaba el respeto mutuo, el amor fraternal y todas esas mandangas a las que los sacerdotes siempre llaman cuando su deseo oculto es rajarle el pescuezo al de enfrente, en un concilio. Asimismo, Carlos prometía que en la siguiente Dieta se realizaría una reforma de la cristiandad en toda regla, y confirmaba todas las cesiones anteriores en favor de los protestantes.

Este movimiento fue un movimiento arriesgado frente a los príncipes católicos y la opinión pública europea; pero Carlos obtuvo lo que buscaba con ello. Recibió 24.000 hombres y 4.000 caballos durante seis meses para poder presentarle batalla al francés, más cualesquiera fuerzas pudiera necesitar para rechazar al turco.

Francisquito no se hizo esperar. El 24 de agosto, mediante un breve, condenó expresamente la declaración imperial. Era el mundo al revés, pues tanto Lutero como Calvino escribieron folletines defendiéndolo; pero a Carlos, la verdad, no le importaba demasiado. Lo realmente importante es que en París, en cuanto supieron del resultado de la Dieta, habían activado inmediatamente la máquina de negociar, y ahora se mostraban abiertos a lograr algún tipo de acuerdo que impidiese las hostilidades. Este acuerdo de paz, sin embargo, quedó nonato, a causa sobre todo del cambio de tornas producido el 11 de abril de 1544, en Ceresole d’Alba, localidad piamontesa, donde las tropas francesas, al mando de Francisco de Borbón, conde de Enghien, le encendieron el pelo a los españoles, comandados por Alfonso de Ávalos, marques del Vasto y de Pescara.

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