miércoles, diciembre 16, 2020

La Armada (15: el Capitán América de la catolicidad entra en París)

Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.

La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode



Jueves, 12 de mayo de 1588. Cinco de la mañana. Todavía está oscuro, pues el hombre aún está sometido a los dictados de los movimientos del sol y no de las chorradas horarias de los gobiernos y de la Comisión Europea. En su dormitorio que da justo al chaflán de la Rue des Pouilles, el embajador español en París, Bernardino de Mendoza, ronca como si se hubiera tragado a un oso que se hubiera tragado al campeón de eructos de Calasparra. Sin embargo, lo despierta la batahola de un grupo de hombres armados que viene bajando la Rue de Saint-Honoré. Mirando por la ventana, Mendoza alcanza a distinguir unos ridículos pantalones bombachos, exageradamente ahuecados como si sus portadores tuviesen los muslos de Hulk, y se da cuenta de que son miembros de la guardia suiza del rey. Detrás vienen guardias franceses; y todos toman la calle Saint-Honoré. El sol comienza a salir, y bajo su luz brillan los morriones, las picas, los arcabuces, dispuestos por la formación defensiva. A las tropas se las tragan, lentamente, las callejuelas que llevan al Louvre. Pronto, comienzan a sonar las cajas y los pífanos.

A Mendoza todo aquello le produce curiosidad; pero sería inexacto decir que le sorprende. Primero, porque él siempre sabe muchas cosas. Y, segundo, porque el desarrollo de la última tarde del día 11 ha dejado lugar a pocas dudas. Durante todo el final de la jornada anterior, el entrar y salir de gente del Hotel de Ville ha sido constante. Las guarniciones en la Bastilla y el Châtelet han sido reforzadas; las patrullas callejeras se han redoblado. Está claro que alguien esperaba que algo pasara, y algo ha pasado.

Verdaderamente, entre personas bien informadas poca sorpresa podría producirse para un golpe de Estado que, en realidad, llevaba unos tres años fraguándose; aunque lo que Mendoza ha visto no se corresponde con esa movida; él lo sabe, y le inquieta. Parma se lo había dejado bien claro al rey Felipe: en el momento en que mis soldados se suban a las barcazas que los llevarán a las costas de Inglaterra, es fundamental que Francia esté agostada, paralizada, écrasé. Los riesgos son muchos para Los Dieciséis, como se conoce al comité conspirador de la Santa Liga, y muy especialmente para su cabeza, Enrique de Guisa; pero no hay otra que allegarse a la capital y disparar la conspiración, ahora que las naves, si no han salido ya de Lisboa, deben estar a punto.

Los católicos saben bien que París no es que valga una misa, es que no lo tendrán antes de repartir una buena mano de hostias, y no precisamente consagradas. Muy especialmente, en su planificación han tenido muy claro desde el principio que las posibilidades son muchas de que el rey Enrique intente un levantamiento popular en su defensa. Pero es muy improbable que tuviesen la inteligencia de prever el movimiento que verdaderamente se produjo: un golpe de Estado contra el golpe de Estado.

Porque eso es lo que ha hecho el rey Enrique.

Las cosas, la verdad, ya mostraban tres días atrás tendencia a torcerse respecto de los planes de la banda apoyada por los españoles. Enrique de Guisa había entrado en París en la primera tarde del lunes 9 de mayo, momento en el que fue “espontáneamente” reconocido por un grupo de parisinos en la Rue Saint-Martin. El movimiento de Guisa no hacía sino culminar una conspiración que había comenzado a fraguarse en los ya lejanos días de enero de 1585. Esos tres años, como ya hemos insinuado en otros puntos de estas notas, se consumieron, fundamentalmente, en lo que hoy en día llamamos labores de propaganda. Los católicos franceses y muy particularmente parisinos, mayoritarios en la ciudad, fueron machacados con la idea de que más les valía armarse lo más que pudieran, si no querían morir algún día asesinados por hugonotes aliados con el rey de Francia. Asimismo, la propaganda agitaba la sucesión en el trono francés, a favor de Enrique de Navarra, como una amenaza real para los católicos. Se buscaba, por lo tanto, que la población en general estuviese en disposición de hacer la revolución, so to speak.

Que los conspiradores fuesen dieciséis no es casualidad. Cada uno de ellos era capitán de uno de los dieciséis barrios de la capital, y los cinco principales de entre ellos eran, además, coroneles de la conspiración en cada uno de los cinco distritos o arrondisements que entonces tenía la capital. En amplias partes de la ciudad, los efectivos que les eran parciales eran minoritarios, cuando no inexistentes. Por eso contaban con un ambiente de terror que les permitiese desplegar su labor.

El gran muñidor (y financiador) de toda la trama era Mendoza. Cuando el embajador español fue informado de las intenciones de Álvaro de Bazán antes de su muerte, esto es, de salir de Lisboa el día 15 de febrero, lo preparó todo para que la rebelión se produjese en dicha fecha. En esos días, Guisa hizo público un manifiesto en el que exigía que el entourage del rey fuese limpiado de cualquier miembro considerado herético; una reclamación que apuntaba al favorito real, Epernon. Asimismo, se reclamó un apoyo sin ambages para la Liga, el establecimiento de la Inquisición, el embargo de los bienes de los propietarios hugonotes, y la ejecución de todos los prisioneros de guerra protestantes que no aceptasen abjurar de su fe. Tras ese manifiesto, Guisa se trasladó a Soissons, y los capitanes católicos comenzaron a converger en París. Asimismo, el duque de Aumâle, primo de Guisa, atacó las fortalezas reales en la Picardía. Por supuesto, todo ello salpimentado por homilías en los púlpitos parisinos cada vez más virulentas.

Enrique de Valois se cabreó un kilo cuando ocurrió todo esto. Su primera idea, de hecho, fue realizar una leva para dirigirse personalmente a Picardía a llevarse por delante a los coligados. Pero cuando estaba en ésas, Mendoza recibió noticias de España más precisas; supo de la muerte del marqués de Santa Cruz, y del consiguiente retraso en la salida de la Armada. Saber eso Mendoza y comenzar diversos asesores en el Louvre (entre ellos, la propia reina madre) a comerle la oreja al rey con que lo que tenía que hacer era parlamentar con Guisa, fue todo uno. Por supuesto, en Soissons, el duque católico se mostró inesperadamente proclive al diálogo.

Enrique de Guisa era un católico ferviente; pero era, sobre todo, un ambicioso político. Cuando Bernardino de Mendoza le dijo que no era el momento de lanzar el órdago contra el rey, no contestó que a la orden; contestó lo que las prostitutas y los fontaneros: eso es otro precio. Y, ese mismo mes de abril, a pesar de que el tesoro español estaba notablemente tensionado con los gastos de la Armada, cobró puntualmente su sobresueldo; signo inequívoco de la extremada importancia que le daba El Escorial a la necesidad de que lo de Francia saliese bien, y cuando debía hacerlo. Y es que, verdaderamente, sólo Guisa podía acabar con el poder del duque de Epernon, un hombre católico él mismo, pero que compartía con el gran estratega hugonote, Gaspard de Coligny, la idea de que la mejor forma de cohesionar Francia, por encima de las diferencias religiosas, era ponerla en guerra contra España (paradójicamente, sería doscientos años después cuando ocurriría todo lo contrario, esto es: sería la guerra contra el francés la que uniría a los españoles).

Epernon, éste es un dato importante, había sido nombrado por Enrique de Valois gobernador de Normandía. Su pretensión era hacer completamente vigente ese mando, controlando todos los puertos del Canal. A partir de ahí, quería avanzar sobre la Picardia, hacer retroceder a la Santa Liga y tomar el control de Calais y de Boloña. Entonces, se uniría a los ingleses en el Canal con todos los barcos que pudiese acopiar, en el caso de llegar a tiempo para contrarrestar a la Armada; o, si las tropas de Parma ya hubieran cruzado el Canal, atacaría Flandes y Artois, tratando de hacerlas francesas antes de que los españoles pudieran regresar.

Los católicos necesitaban contrarrestar esos planes. Por eso fue tan importante el correo real recibido por Mendoza el 15 de abril, en el que Felipe le aseguraba a su embajador que la Armada se haría a la mar dentro de las cuatro semanas siguientes.

Bernardino, pues, abrió el cajón de mierda. En la última semana de abril, todos a una, los púlpitos parisinos estallaron. Había una conspiración, decían los curas: el rey de Francia y sus malditos asesores (Epernon) habían llegado a un acuerdo con los hugonotes para masacrar a la población de París. Si el duque de Guisa algún día decidía allegarse a París (cosa que ya había decidido, claro), los parisinos debían recibirlo como su puto salvador.

A Enrique III aquella salva de homilías le colocó las gónadas encima de las orejas. Envió a uno de sus secretarios, Bellièvre, a parlamentar con Guisa, para intentar convencerlo de que no moviese el culo hacia París hasta que la gente estuviese más tranquila. Las instrucciones que llevaba el secretario eran de intentar convencer al duque de que había que evitar un baño de sangre como fuese; pero, si se negaba o respondía con evasivas (que fue lo segundo), debía transmitirle la orden tajante del rey de que no podía entrar en París.

Guisa fue, por lo tanto, conminado por quien, jurídicamente, podía darle esa orden, es decir el rey, a no entrar en París, en la mañana del domingo 8 de mayo. En la última tarde de aquel día, sin embargo, el jefe de la Santa Liga se puso en movimiento. Viajó de noche, desayunó a un tiro de lapo del estadio de Saint-Denis y se dirigió a la puerta de San Martín para entrar en la ciudad. Llevaba una capucha y un sombrero. Pero, al entrar en la ciudad, en la calle Saint-Martin, alguien le quitó el sombrero y le bajó la capucha. Enrique de Guisa era muy conocido en toda Francia, ciertamente; lo más probable, sin embargo, es que en la calle, en ese momento, hubiese personas que ya se ocuparon de clamar quién era. Los parisinos comenzaron a aclamarlo, y a gritar que había llegado su protector.

Hasta ese punto, pues, el plan de Bernardino de Mendoza y Enrique de Guisa había ido como la seda. Los barrios donde había conspiradores estaban adecuadamente prevenidos. Varios centenares de soldados de la Liga, muchos de ellos verdaderos veteranos, habían sido fibrilados en París en las últimas jornadas y habían sido discretamente alojados en puntos cruciales: el convento de los Jacobinos, el palacio del obispo, el Hôtel Montpensier, el Hôtel de Guise... Para mayor abundamiento, el conde de Epernon, que era el único asesor del rey con valentía suficiente como para hacer frente a la situación, se encontraba enfangado en el barrizal normando, adonde, además, se había llevado algunas de las mejores tropas reales.

Ahí, sin embargo, acabó la exactitud del plan. Las cosas casi nunca salen como se han planificado en un papel o clavando chinchetas en un mapa (por eso son tan irreales las pelis sobre atracos complejos, donde casi siempre las cosas salen como se ha planeado; y eso, repitámoslo, no ocurre casi nunca, lo planifique George Clooney, o su porquero). Una vez en París, aclamado por más o menos espontáneos parisinos católicos que lo esperaban o se encontraban por casualidad en las inmediaciones de la Puerta de San Martín, Enrique de Guisa, supuestamente, tenía que tirar por la calle que llevaba el nombre de la puerta hacia la de San Antonio, para llegarse a su propia residencia, donde una abigarrada tropa lo esperaba. Pero no hizo eso. En realidad, picó espuelas de su caballo justo en la dirección contraria, a su derecha, por la calle  Saint-Denis, hacia la de San Eustaquio, donde tenía su sede el escuadrón móvil de Catalina de Medicis. Guisa se presentó ante la mano que, en buena parte, mecía la cuna de Francia, y le anunció que se encontraba en París para ponerse a servicio del rey, para liberarla a ella de presiones indeseables, y para seguir, en toda esa labor, sus sabios consejos. Ambos, Guisa y Kate, tuvieron una conversación de cuyo contenido no tenemos noticia, aunque varios testigos de la misma, en la distancia, indicarían que fue acompañada por aspavientos por ambos lados. La principal consecuencia de dicha conversación, fuese la que fuese, es que la Medicis solicitó su silla. O sea, que ordenó que le preparasen el coche oficial.

Catalina de Medicis salió, pues, camino el Louvre, en su pequeña silla portátil, bamboleándose en medio de una multitud que la vitoreaba. Delante iba Enrique de Guisa, repartiendo cucamonas a derecha e izquierda. Así los vio pasar, por debajo de su ventana, Bernardino de Mendoza; y verlos, lejos de animarlo, lo acojonó. El embajador español empezaba a barruntar que las cosas no iban a terminar como él esperaba. El planteamiento del español, plenamente lógico, era que su campeón católico podía hacer mil cosas en París: podía darse un baño, ir a un Boy's o dedicarse a cantar baladas de Maurice Chevalier por las esquinas de los parques; pero lo que nunca debía hacer era entrar en el Louvre; porque su enemigo, el rey Enrique, si bien no podía considerarse dueño de Francia y ni siquiera de París, sí que podía considerarse dueño y señor de aquel palacio. El Papa Sixto, cuando supo de la entrada de Guisa en París, se limitó a musitar: “Ese imbécil va a su muerte”. Y no se olvide que estaba iluminado por La Paloma.

Ni el Papa, ni Mendoza, ni la tercera de las expresiones de Dios One and Trill se equivocaban. En el momento en el que la abigarrada procesión hacía el corto camino entre la residencia de Catalina de Medicis y el Louvre, en éste último lugar lo que se estaba discutiendo era la forma, el momento y el lugar de la muerte del jefe de la Santa Liga. El rey Enrique, ciertamente, no contaba con su mejor Iván Redondo, Epernon, para que le echase una mano; pero no quería decir que estuviese estrictamente solo. Con él estaba Alphonse d'Ornano, un audaz capitán de la guardia real, natural de Córcega como algunos de los franceses más tocahuevos de la Historia de Francia.

Cuando Enrique de Anjou había recibido el mensaje de su madre, se había dirigido a Ornano para decirle: “el señor de Guisa se encuentra en París contraviniendo mis órdenes expresas. ¿Usted qué haría en mi lugar?” Ornando, prudente (porque la gente temeraria puede ser tonta, pero no suele ser gilipollas), le contestó a la gallega, esto es, contra pregunta: “Sire”, le dijo, “¿vos tenéis al duque por amigo o por enemigo?” Enrique no contestó, pero su rostro no debió dejar demasiado espacio para la interpretación, pues Ornano se limitó a decir: “Sire, dadme una orden, y colocaré su cabeza a vuestros pies”.

Otros hombres del Consejo del Rey, para qué negarlo, se escandalizaron, y no sin razón, ante la apelación el capitán de la guardia. Sin embargo, tampoco faltaron ministros, como el abad de Elbène, que apoyaron la propuesta, probablemente convencidos de que con los Guisa ya no había nada que acordar y que habría que de decapitar a la serpiente sí o sí. Citando al profeta Zacarías, el buen abad se acordó de una de las máximas fundamentales de los contra-golpes de estado: percutiam pastorem et dispergentur oves. Golpea al pastor, y las ovejas se dispersarán. Enrique III estaba todavía dudando cuando Guisa se presentó en palacio.

El campeón católico subió las escaleras de palacio, en ese momento guardadas en ambos lados por una larga fila de soldados, ninguno de los cuales le devolvió el saludo. En una de las salas le esperaba el rey, rodeado de sus gentileshombres. No había terminado Guisa de ejecutar su reverencia, y el rey ya le estaba preguntando qué mierdas hacía allí. Guisa comenzó a hablar de su lealtad y de las muchas mentiras que se decían sobre él, pero el rey se encastilló en el hecho innegable de que él le había ordenado no entrar en París. En ese momento, Guisa se sintió débil y acorralado, pero cuando viera entrar en la sala a Catalina de Medicis, bramó que, si estaba en París, era porque la madre del rey se lo había pedido. Y la reina madre confirmó esa afirmación; sí, le dijo a su hijo delante de todos; yo le he pedido que viniese. De hecho, hizo más, pues mantuvo al rey lejos del gesto que Ornano esperaba para actuar.

¿Lo hizo por escrúpulos religiosos? Es muy difícil de imaginar que Catalina de Medicis tuviera de eso. Ella misma era sobrina de un Papa, así pues sabía mejor que la media que toda la parafernalia de los Francisquitos era -es- una pura monserga. A Catalina de Médicis sólo había una cosa que le importase en este mundo, y esa cosa era Catalina de Medicis; máxime después de que sus dos hijos, el rey y Margarita, se hubiesen vuelto contra ella, y le hubiese quedado claro que la misión de fabricar un nieto que heredase la corona de Francia era batalla perdida. Si, aquella noche, Catalina avaló a Enrique de Guisa, fue, simple y llanamente, porque calculó que jugando esa baza estaría más segura. La reina madre consiguió, finalmente, que Guisa pudiera escabullirse del palacio para ganar de nuevo la calle, donde era inexpugnable. Cuando Bernardino de Mendoza conoció todos estos hechos, por lógica, concluyó que Enrique de Valois era un puto nenaza que no tenía ni media hostia.

Por eso, precisamente, lo último que habría esperado aquella madrugada habría sido ver a las tropas suizas desplegarse en las calles.

3 comentarios:

  1. Ya había leído acerca de la muerte del duque de Guisa en otro blog que tristemente era igual de bueno que esté, pero ya no está en línea: The Masked Lady. Enhorabuena por su excelente redacción, esta historia hasta parece que fuera hecha por Dan Brown!!

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  2. Que me se disculpe mi ablá plevello pero... comparar a alguien (a cualquiera) con Dan Brown es más un insulto que un elogio.

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