miércoles, julio 15, 2020

La Baader-Meinhof (27: Mogadiscio)

Éstas son todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Epílogo: queridos siperos



La postrera víctima del juicio de Stammheim fue Siegfried Buback, el Fiscal General del Estado. Era la mañana del 7 de abril de 1977, pasadas las nueve de la mañana. Buback iba en su Mercedes cuando se paró en un semáforo. Entonces, una moto, con dos pasajeros, se paró a su lado. El “paquete” llevaba una cartera de la que sacó un subfusil, con el que regó de balas el interior del coche. Tanto el fiscal general como su chófer resultaron muertos. En el asiento de atrás iba un inspector de policía, que resultó gravemente herido; murió unos días después.

Esta vez, como no podía ser de otra manera, el comando que reivindicó la acción llevaba el nombre de Ulrike Meinhof. Como venganza por su asesinato de Estado.

La motocicleta había sido alquilada el 2 de abril en Düsseldorf. El hombre joven que la alquiló dio un nombre falso, pero fue rápidamente identificado como Günger Sonnenberg. La policía tapizó el país con su foto y la de otros dos activistas: Knut Folkerts y Christian Klar.

Semanas después, el 3 de mayo, una mujer jubilada residente en Singen, muy cerca de la raya de Suiza, llamó a la policía para decir que había reconocido a dos de los varios terroristas buscados por entonces en los rostros de un hombre y una mujer a los que había visto sentados en la terraza de una cafetería. La policía comenzó a seguirlos, pero los terroristas se les enfrentaron, hiriendo a dos agentes de la ley. Trataron de escapar en un coche robado pero, tras una maniobra equivocada, acabaron en la orilla de un río. Abandonaron el vehículo, y salieron corriendo. Finalmente, el hombre recibió un disparo en la cabeza, y la mujer en una pierna. El hombre, gravemente herido, se recuperaría para poder enfrentarse a un juicio. Era Günter Sonnenberg. La mujer era Verena Becker, liberada de la cárcel a cambio de un político secuestrado, Peter Lorenz, en marzo de 1975. El subfusil intervenido a los terroristas era el que había matado a Buback.

En Stammheim, el fiscal pidió tres cadenas perpetuas, con quince años adicionales, para los acusados. El alegato de la defensa fue realizado por los abogados de oficio, pues Baader consideraba que el mejor movimiento que podían hacer los acusados era abandonar el juicio, y los abogados seleccionados habían actuado en consecuencia. El equipo de abogados de oficio, diezmado por la salida de los dos de Ulrike Meinhof y Künzel, que no quiso hablar como protesta por las escuchas de Baden-Würtemberg, alegó que el juicio debía declararse nulo a causa de: las escuchas realizadas, por el asunto de la transferencia de información a la Corte de apelación, y por la falta de valoraciones médicas de los acusados en los meses anteriores.

El 28 de abril de 1977, tras casi dos años de juicio, y en ausencia de los acusados, Andreas Baader, Gudrun Ensslin y Jan Carl Raspe fueron declarados culpables de cuatro asesinatos, 34 tentativas de asesinato, la colocación de seis bombas, pertenencia a organización criminal, y otros crímenes. Les cayó la pena pedida por el fiscal.

Desde el día en que fueron condenados, Baader, Ensslin y Raspe apenas pasaron seis meses en prisión. Su última esperanza se disolvió el 18 de octubre, cuando 86 rehenes de un secuestro aéreo fueron rescatados en Mogadiscio. Pero antes hay que contar alguna que otra cosa.

A pesar de esta falta de esperanzas, lo cierto es que en Alemania seguía habiendo una Fracción del Ejército Rojo, probablemente un grupo nuevo, que realizó varias acciones terroristas. Su primera acción había sido el asesinato de Buback ya comentado. Tres meses después, uno de los hombres más importantes del sector financiero alemán, el responsable del Dresdner Bank y miembro de varios consejos de administración del Ibex teutón, Jürgen Ponto, fue fatalmente herido en su propia casa de Oberursel. Era la tarde del sábado, 30 de julio de aquel 1977. Una ahijada de Ponto, Susanne Albrecht, se presentó a visitarlo con un ramo de rosas y dos amigos. Lógicamente, Ponto la dejó pasar. Un rato después, la mujer del banquero, que estaba en una habitación contigua al despacho de su marido, escuchó una pelea, y luego cinco tiros. Ponto murió una hora después, ya en el hospital.
Días antes, Ponto le había confesado a un amigo que estaba decidido a no permitir que nadie pudiera chantajear a nadie con su persona. Sabía que era un objetivo lógico de los enemigos del capitalismo, y se había armado. Los terroristas, en efecto, querían secuestrarlo; él, sin embargo, se resistió, y por eso lo mataron.

Tanto Albrecht como otros sospechosos que comenzó a buscar la policía tenían conexiones con Croissant, el abogado demócrata (bueno, más bien democrático alemán). Buena parte de las personas que se buscaron eran mujeres, como Sigrid Sternebeck, Angelika Speitel, Silke Maier-Witt o Adelheid Schulz. Pero también se buscó a Willy Peter Stoll. Croissant había huido a Francia, donde concedió entrevistas en las que acusó a Alemania de ser un país fascista. La República Federal, digo. El 30 de septiembre, fue arrestado por la policía gala.

A estos terroristas de nuevo cuño, más jóvenes, la policía los conocía como “el grupo Haag”, puesto que sospechaba que el abogado Siegfried Haag era quien los dirigía.

Los condenados de Stammheim no pasaron a su vida de condenados en firme. Siguieron en la prisión donde estaban, con bastante espacio, los libros a su disposición, radios y televisiones, recibiendo visitas, y la compañía de cinco camaradas de la organización.

El 5 de septiembre de 1977, el presidente de la federación industrial alemana, Hans Martin Schleyer, fue secuestrado. En la acción de secuestro, los tres policías de escolta fueron asesinados. Los terroristas también dispararon a bocajarro al chófer.

Al día siguiente, los secuestradores exigieron la liberación de prisioneros de la RAF con 100.000 marcos cada uno, hacia un país que sería anunciado. Los nueve eran: Baader, Ensslin, Raspe, Werner Hoppe, Ingrid Schubert, Irmgard Moller, Verena Becker, Günter Sonnenberg y los tres de Estocolmo: Hanna Elise Krabbe, Karl Heinz Dellwo y Bernd Maria Rossner. La policía sospechaba que los secuestradores habían sido Silke Maier-Witt, buscada ya por el asesinato de Ponto; y Christian Klar, buscado por el de Buback.

El gobierno no cedió; hubo aplazamientos en el plazo de las exigencias, pero siguió sin ceder. Los presos fueron aislados totalmente. Un par de semanas después del secuestro de Schleyer, Knut Folkerts, fue trincado en Utrecht después de un enfrentamiento en el que mató a un policía. La mujer que iba con él, Brigitte Mohnhaupt, logró escapar.

A finales de septiembre, con el secuestro todavía sin resolver, el Ejército Rojo japonés secuestró un avión. Aterrizó el aparato en Dacca y exigió dinero y la liberación de sus presos. El gobierno japonés accedió. Este hecho quizás convenció a los alemanes de que lo mejor era proceder al secuestro aéreo, porque el hecho es que, el 13 de octubre, cuatro árabes, dos hombres y dos mujeres, se subieron a un Boeing 737 en Palma de Mallorca, camino de Frankfurt. Tomaron el control del avión.

Lo llevaron a Roma, donde exigieron la liberación de los presos políticos alemanes. Pero una hora y media después despegaron, sin permiso de la torre de control. Fueron a Larnaca, y luego a Bahrein, donde les autorizaron a repostar. De allí fueron a Dubai, donde las autoridades les denegaron inicialmente el permiso a aterrizar. En Dubai acabarían pasando la noche, esperando la respuesta a sus exigencias, que eran la liberación de los mismos terroristas que en el caso de Schleyer, más dos palestinos y mucho más dinero. Si los liberados no estaban en Yemen, Vietnam o Somalia para las ocho GMT del domingo 16 de octubre, volarían el avión con todo el mundo dentro. Pasaron otro día y otra noche allí pero finalmente, cuando quedaban 40 minutos para el final del plazo, exigieron de nuevo el despegue.

Aterrizaron en Adén, casi sin queroseno, y contra los deseos de las autoridades sudyemeníes. De hecho, el piloto tuvo que aterrizar en un plano, porque la pista estaba bloqueada. El capitán, Jürgen Schumann, convenció a los terroristas de que tenía que salir para comprobar si el avión tenía daños. Éstos le dejaron pero, cuando le vieron hablar con oficiales yemeníes, exigieron su regreso y, cuando regresó, lo mataron de un disparo a la cabeza.

El 17 por la mañana, el copiloto llevó el avión a Kuwait, donde el aeropuerto estaba cerrado; y, luego, en la última etapa, hasta Mogadiscio, en Somalia. Se dio un nuevo ultimátum hasta las tres de la tarde. Conforme se acercaba la ahora, los secuestradores se hicieron con las medias de las mujeres y las usaron para atar a los pasajeros; estaban preparándose para volar el avión.

En ese momento, la torre de control informó de que el gobierno alemán había cedido, y que los terroristas liberados volaban hacia Mogadiscio. Martir Mahmoud, como se hacía llamar el aparente jefe de la banda, reaccionó con albricias, extendió el plazo y desató a los pasajeros. Le dijo a la torre: “Espero que esto no sea otro Entebbe”.

Lo era.

Pocas horas antes del final del nuevo ultimátum, aterrizó en Mogadiscio un avión petado de comandos alemanes, todos miembros del Grezshutz Gruppe Neun o GSG 9, formado tras el atentado de la Villa Olímpica de Munich en 1972, reforzados con dos especialistas británicos. Los británicos hicieron estallar granadas muy luminiscentes al lado del avión; los comandos entraron por delante y por detrás del aparato. Mataron a tres terroristas, hirieron al cuarto y salvaron a todos los pasajeros.

En Stammheim, aun privados de sus radios y televisiones y de acceso a los periódicos, Andreas Baader y el resto de los miembros de la RAF habían pasado jornadas exultantes, poco menos que esperando, únicamente, la llegada del alcaide de la prisión con las llaves de la salida en la mano, y una cartera con pastizara para cada uno.

En la mañana del día 18, cuando la pólvora disparada en Mogadiscio todavía no había terminado de reposar en el suelo, Andreas Baader, Gudrun Ensslin y Jan Carl Raspe fueron encontrados muertos en sus celdas.

Baader y Raspe se habían pegado un tiro. Gudrun presentaba la misma situación que Ulrike Meinhof semanas antes. Una cuarta prisionera, Irmgard Moller, fue encontrada con cuchilladas en el pecho, pero no en estado grave.

Por supuesto, la noticia del hallazgo de los tres cuerpos disparó inmediatamente la reclamación, liderada fundamentalmente por sus abogados, de que los tres habían sido asesinados por el Estado alemán. Aquello no dejaba de ser las sospechas (certezas para muchos) surgidas cuando la muerta fue Ulrike Meinhof, sólo que ahora multiplicadas por tres. Así pues, en la Prensa sobre todo volvimos a encontrar las crónicas de costumbre, salpimentadas por las opiniones de buena fuente que siempre exhibe esa raza especial de hobbit (o sea, de mediano) que solemos identificar, por lo común, usando el término “tertuliano”.

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