miércoles, septiembre 16, 2020

Franco y Dios (9: aquel agosto que el Generalísimo decidió matar a los curas de hambre)

Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.

El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva

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Y ahora vamos con las tomas de esta serie. Ya sabes: los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
La tarde que el cardenal Pacelli se quedó sin palabras
O el cardenal no sabe tomar notas, o el general miente como una perra
Monseñor Cicognani saca petróleo de las dudas del general Franco
La nación ultracatólica que no quería ver a un cardenal ni en pintura
No es no; y, además, es no
¿Qué estás haciendo: cosas nazis?
Franco decide ser nazi sólo con la puntita
Como me toquéis mucho las pelotas, me llevo el Scatergories
Los amigos peor avenidos de la Historia
Hacia la divinización del señor bajito
Paco, eres peor que la República
¿A que no sabías que Franco censuró la pastoral de un cardenal primado?
Y el Generalísimo dijo: a tomar por culo todo
Pío toma el mando
Una propuesta con freno y marcha atrás
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco

Yanguas, como buen embajador, sabía servir a su señor. Pero también servía a la racionalidad haciendo propuestas como la resurrección de la Junta del Patronato Real que había existido en tiempos del general Primo de Rivera. Sin embargo, esta solución no le servía a Franco y, de hecho, cuanto más tiempo pasaba, menos le servía. Conforme avanzaba el año 1938, los territorios en control de la República iban cayendo como fichas de dominó; y, al llegar las tropas nacionales a ellos, lo normal es que se encontrasen decenas, centenares de puestos eclesiásticos, obispados incluidos, completamente vacantes, puesto que sus ocupantes habían huido, en el mejor de los casos; o muerto, en el más frecuente. Aquello se trataba, en el fondo, de una pelea abierta en torno a quién iba a proveer esos puestos vacantes: si el Estado nacional, o la Iglesia. La España nacional, por mucho que con los años matizase esta forma de ver las cosas y de hecho se apartase del falangismo militante, era en ese momento un Estado totalitario; y, como estado totalitario, no veía lógica en que los sacerdotes pudieran ser un estamento aparte no controlado por el Estado. En la percepción del franquismo, sobre todo del más irredento, la situación del Patronato Real era la misma que cuando este derecho había sido concedido. A los Reyes Católicos les habían otorgado el derecho de nombrar obispos porque eso obispos eran medio pastores de almas, medio actores activos en la lucha contra los musulmanes. ¿Qué diferencia había con el estatus de unos obispos cuya función era ser la espadaña contra el Terror Rojo?

Burgos, de hecho, estaba tan acuciado por sus necesidades políticas que, incluso, le dio una instrucción a Yanguas que éste decidió, por su cuenta y riesgo, no llevar a cabo, esto es, no planteársela al secretario de Estado; consciente como era el embajador, que también era un más que aseado canonista, de que era una petición que no tenía el más mínimo pase. Porque Franco, de forma alucinante, no sólo quería el derecho a poder nombrar obispos, sino que también quería el derecho de poder echarlos o trasladarlos si eran incompatibles con el régimen. Esto, en 1938, era un deseo, una reivindicación, estrechamente ligada al estatus del obispo de la Seo de Urgel, Justino Guitart i Vilardebó, a quien el franquismo consideraba excesivamente cercano al nacionalismo catalán.

Yanguas, sin embargo, era plenamente consciente de que si la Iglesia puede llegar a admitir el principio de que un obispo pueda llegar a ser nombrado por civiles (aunque, como ya he apuntado, esa posibilidad, en realidad, está en contra de los principios del Derecho canónico), el derecho de despedirlo o trasladarlo ya es droga dura. Como os he intentado explicar varias veces en el este blog al tratar diversos momentos históricos, si una cosa ha estado clara en la Iglesia desde el primer momento son dos cosas: el obispo responde a las órdenes primigenias dadas por Jesús de predicar la palabra de su Padre, es el verdadero pastor de almas nombrado por Dios. Al Papa no lo nombra Dios: lo nombran los cardenales, se entiende que asistidos por el Espíritu Santo. Pero el obispo es un poder delegado de Dios. ¿Cómo leches, por lo tanto, podría aceptar nadie que crea en el origen divino de la dignidad obispal que a un obispo lo puede obligar a dimitir un puto piernas con uniforme, por muy generalísimo que se intitule? Como digo, Yanguas nunca sacó ese potro a pasear delante de Pacelli. Era consciente de que ese derecho no lo había otorgado jamás un concordato.

El embajador español tuvo, aquel verano, dos audiencias, con un muy corto espacio de tiempo entre ellas, con el propio Papa Twit Eleven. En ambos casos, Aquiles Damián Ambrosio, ADA para los amigos, prácticamente no quiso hablar de otra cosa que no fuesen los nazis. El Papa, lejos de conceder audiencia a las reivindicaciones o ideas que trajese el embajador desde España, lo que hizo fue pedirle que le transmitiese al generalísimo su personal inquietud por el avance imparable de la propaganda nacionalsocialista; avance en el que la España nacional, cosa que parece que le inquietaba mucho, estaba sirviendo de puente hacia las tierras latinoamericanas. Yanguas intentó quitarle hierro al asunto diciéndole que todo aquello había sido consecuencia de la influencia de Von Faupel en Burgos; pero que ahora que se había ido que la Wilhelmstrasse había colocado a un diplomático de carrera, el tema iría mucho mejor. Pío XI le dijo que no tragaba; que, de hecho, no sólo es que pensase que España estaba en peligro, es que también lo estaba Italia. Con esa clarividencia que han tenido siempre los Papas para leer la política internacional (sin la cual hace siglos que habrían desaparecido, ellos y sus Estados), le dijo a Yanguas: “Aunque Mussolini hable del Eje Roma-Berlín, eso no pasa de ser una frase”. Yo creo que lo dijo con toda la intención, pues sabía bien que la parte elidida del argumento era: “así que tú, enano de los cojones, que ni siquiera formas parte formalmente del Eje, ya te digo yo lo que te respetan los nazis”. Y no le faltaba razón.

El 5 de agosto, tras haber digerido las muchas novedades producidas en las semanas anteriores, el conde de Jordana le hacía llegar a Yanguas un telegrama con el libro de instrucciones de por dónde deberían ir sus negociaciones. Definitivamente, España apostaba por sostener la plena vigencia del Concordato de 1851 y, consecuentemente, sólo admitiría la provisión de las sedes vacantes con arreglo a lo estatuido en dicho acuerdo. Si, como cabía estimar, la Iglesia ponía pies en pared con esta propuesta, la respuesta de España sería bloquear el nombramiento de obispos, y admitir únicamente el de administradores apostólicos, y eso con conocimiento previo gubernamental.

Esas instrucciones eran el resultado de un consejo de ministros celebrado exactamente en esa fecha, 5 de agosto, en el cual el gobierno de la zona nacional había decidido enfriar la posibilidad de un acuerdo provisional, ante el temor de que dicha provisionalidad pudiese enquistarse. En otras palabras, el análisis estratégico que hacían Franco y sus ministros era que, una vez que se firmase con la Iglesia, habría que firmar la continuidad del Concordato pues, de otra manera, dicha continuidad ya no se obtendría nunca.

Al parecer, en aquella reunión de ministros, Jordana había sido el único que había disentido a la hora de defender la vigencia del Condordato. Con todo, la decisión más importante que tomó aquel consejo, en relación con el tema que nos ocupa, fue dejar sin resolver la petición formulada por el cardenal primado de España; un bajar de brazos con el que la España nacional trataba de mandarle un mensaje claro a Roma.

Con fecha 7 de julio, Isidro Gomá, tras haberlo consultado con monseñor Cicognani, envió una carta al ministro de Justicia, en la que le solicitaba que, mientras no se tomase una resolución más moderna y definitiva sobre la dotación del clero, se les conservasen las prestaciones acordadas por ley de 6 de abril de 1934, de forma que los sacerdotes recibirían dos tercios de esa asignación, formándose con  el tercio restantes un fondo que sería distribuido de forma más particular. La conferencia de metropolitanos, celebrada en noviembre de 1937, había acordado esta fórmula para poder mantener de alguna manera un cierto decoro económico entre los sacerdotes de la España nacional.

En el presupuesto entonces vigente existía un sobrante de unos dieciséis millones y medio de pesetas, que Gomá recomendaba se aplicase a este plan. De esta manera, el cardenal primado esperaba mejorar la situación, nada halagüeña, de muchos sacerdotes de la España nacional, los cuales no tenían recurso alguno y, en muchos casos, malvivían de la difícil caridad de sus convecinos, que también llevaban lo suyo. Las necesidades de esta dotación, según Gomá, y no mentía, se hacían además más acuciantes conforme avanzaba el año, puesto que, como ya he comentado, cada vez caían más territorios republicanos en manos de los nacionales, territorios donde toda la administración eclesiástica había de ser reinventada, normalmente desde cero.

El Ministerio de Asuntos Exteriores, a la hora de informar esta petición, se apresuró a recordar la decisión del consejo de ministros de 26 de mayo anterior: aquélla que establecía que el Estado español ya no daría pasos en beneficio de la Iglesia sin recibir oportunas contrapartidas. En otras palabras: si damos de comer a los curas, olvidaros del Concordato, del Patronato Real y de la Gallina Turuleta.

¿Os parece dura una posición así por parte, además, de una España radicalmente católica como la del Generalísimo? Puede; pero, la verdad, el tema tiene cierta lógica. Había, creo yo, dos razones poderosas para jugar esta carta, y una adicional. Dos razones y media, pues.

La primera razón poderosa es la que ya hemos visto: el Patronato Real. Si el Vaticano no tenía la sensación de que tenía una posición débil en alguno de sus flancos, era evidente que Roma no le iba a retrotraer a Franco el Patronato Real. El Vaticano ya no quería conceder ese derecho; en medio mundo estaba tratando de plegar velas y recuperar todos sus derechos espirituales. Franco, sí, era un hombre destacado por su catolicismo, y su Estado, más. Pero eso, paradójicamente, le jugaba a la contra, porque hacía que su postura fuese, por lo general, incomprensible fuera de España. Peor: que se interpretase como lo que era: Franco quería el Patronato Real porque quería nombrar obispos seudo, o proto, fascistas.

La segunda razón es que Burgos nunca dejó de estar cabreado con Sant’Angelo. Franco, que en los últimos años de su vida tenía una foto de Juan XXIII en su despacho, efectivamente consiguió llevarse mucho mejor con un Papa que tiende a enamorar a los no católicos con su tole-tole y sus gestos, no pocos para la galería; pero, sin embargo, nunca se llevó bien con los dos Píos, especialmente el primero de la serie que, sin embargo, como Papas fueron mucho más enjundiosos que su mediático sucesor. 

Pío XI nunca abandonó el proyecto de participar, de alguna manera, en una mediación efectiva que terminase la guerra de España. Franco, como he dicho muchas veces, había ganado esa guerra pasado el verano de 1937, y lo sabía. Ya no le valían ofertas de mediación; comenzaba a ver el mundo en el sentido binario, dividido entre los que estaban con él, y contra él. En ese entorno, los constantes coqueteos de la Iglesia con la posibilidad de una mediación lo molestaban, lo irritaban, lo cabreaban en grado sumo. Piénsese que, por ejemplo, de  haber tenido Manuel Azaña poder efectivo como presidente de la República, es más que probable que la República hubiese sido sensible a esos cantos de sirena; no otra cosa es el deseo de “paz, piedad, perdón” de su famosa alocución. Para desgracia de España, y para suerte de Franco, el bando republicano estaba en manos de Iosif Stalin, y Stalin estaba, ya en aquellos tiempos, tratando de muñir algún tipo de acuerdo con la Alemania nazi; acuerdo para el que le venía de cine tener a Hitler ocupado en la guerra española. Los comunistas españoles, que eran los que mandaban en el bando republicano, recibieron, por lo tanto, la instrucción de resistir o todo lo más ofrecer las trece mierdas de Negrín, todas ellas mercancía averiada. Pero que las intentonas de mediación no llegasen a nada no quiere decir que a Franco no le preocupasen y le cabreasen.

La media razón es: en realidad, si se enfrentaba con la Iglesia, si condenaba a los curas de toda España a comer sobras de sobras, y eso no todos los días, Franco sólo se podía granjear un enemigo de peso: la sociedad española. 

La lectura que hoy se hace de la guerra civil y de la inmediata posguerra (una lectura que demuestra que, si malo es que la Historia la escriban los vencedores, la cosa no mejora cuando la escriben los perdedores) trata de hacernos creer que aquella España no fue otra cosa que la imposición del crucifijo, del rosario y de la misa a golpe de bayoneta; pero eso no es verdad. En la España nacional, y sobre todo en la España republicana que iban tomando los nacionales, lo que había era una sociedad mayoritariamente horrorizada con lo que la República había hecho con sus creencias, y muy dispuesta a echarse en brazos de un catolicismo acérrimo. La España que, según Azaña, había dejado de ser católica, seis años después era, quizás, la más católica que se había visto en siglos. ¿Soportarían esos españoles que su jefe del Estado sitiase a los sacerdotes por hambre?

Ése era el peligro. Pero el peligro no existía. Primero, porque Franco sabía que, si la Iglesia se desafectaba de él públicamente, no tenía, literalmente, casilla del tablero a la que saltar. Y, segundo, porque él controlaba todo el aparato de la propaganda. Ya se había cuidado mucho el Generalísimo de, con la excusa de la Falange, no crear una situación en la zona nacional en la que cada fuerza política comprometida con la sublevación tuviese sus órganos de expresión. En la España nacional sólo se publicaba, sólo se comentaba lo que Franco quería.

Por eso dio el paso; porque sabía que su enemigo (sí, su enemigo) todo lo que podía hacer era callar, y rezar.

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