lunes, septiembre 14, 2020

Franco y Dios (8: posiciones enfrentadas)

Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.

El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva

------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Y ahora vamos con las tomas de esta serie. Ya sabes: los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
Aquel agosto que el Generalísimo decidió matar a los curas de hambre
La tarde que el cardenal Pacelli se quedó sin palabras
O el cardenal no sabe tomar notas, o el general miente como una perra
Monseñor Cicognani saca petróleo de las dudas del general Franco
La nación ultracatólica que no quería ver a un cardenal ni en pintura
No es no; y, además, es no
¿Qué estás haciendo: cosas nazis?
Franco decide ser nazi sólo con la puntita
Como me toquéis mucho las pelotas, me llevo el Scatergories
Los amigos peor avenidos de la Historia
Hacia la divinización del señor bajito
Paco, eres peor que la República
¿A que no sabías que Franco censuró la pastoral de un cardenal primado?
Y el Generalísimo dijo: a tomar por culo todo
Pío toma el mando
Una propuesta con freno y marcha atrás
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco

El ya embajador español en el Vaticano, en su primer informe completo a Madrid, asumía como propia la tesis de Pacelli de que la negociación habría de plantearse, ahora, de forma global, puesto que ambos Estados habían iniciado relaciones diplomáticas plenas. En la visión de Yanguas, esto planteaba una serie de necesidades perentorias, puesto que el estatus jurídico de las relaciones entre la España nacional y el Vaticano no estaba nada claro y, sobre todo, quedaba colgando el tema del Patronato Real.

Las cosas no eran nada fáciles. Tal y como explicaba el embajador, y es la madre del cordero de todos los problemas, el Vaticano consideraba que el Concordato de 1851 estaba muerto, ya no era vigente; como  no lo era el derecho del Patronato Real, concedido a los reyes de España y a sus descendientes, no a un generalito con voz de pito. La principal referencia teórico-jurídica a este respecto, por parte vaticana, había sido fijada por Benedicto XV en una alocución consistorial de fecha 21 de noviembre de 1921. Aquel discurso se había pronunciado en un momento en el que estaban muy frescas las creaciones de nuevos Estados en Europa, notablemente los resultantes del desmembramiento del Imperio Austro-Húngaro. Reflexionaba el Papa en aquel caso en que la creación de esos nuevos Estados y gobiernos abría un hiato en la Historia de los pactos con la Iglesia, puesto que aquellas contrapartes “se han renovado de tal modo que lo que ahora son no puede considerarse como persona moral con la que en otro tiempo había pactado la Sede Apostólica”. Venía a decir Benedicto entonces: yo pacté cosas con un emperador católico a marchamartillo; ni de coña me siento obligado a mantenerlo delante de unos tipos que ahora se dicen checoslovacos y que cualquier día van y deciden que son protestantes, o laicos, o budistas.

El argumento de Benedicto no dejaba de tener su eficacia. Pero, según Yanguas, fino jurista, no se podía aplicar a España, a la España nacional, por dos razones: la primera, porque el compromiso de dicha España nacional con el catolicismo era sólido, y resultaría una imbecilidad pensar que pudiera cambiar (de hecho, no cambió en cuarenta años). Y, segundo, el paréntesis de la República (así lo calificaba él) en modo alguno justificaba una doctrina basada en la total ruptura, sin marcha atrás, de un Estado, como le había ocurrido a Austria-Hungría. En la idea de Yanguas, que no se olvide era especialista en Derecho Internacional, cuando dos poderes soberanos llegan a un pacto, uno de ellos no puede romperlo unilateralmente. De alguna manera, pues, Yanguas utilizaba en beneficio del franquismo el dato, en el que él creía, de que el Vaticano nunca hubiese querido llegar a rompimiento alguno con la República, y hubiese contemporizado a pesar de los gravísimos actos antirreligiosos cometidos por ésta. No podía, por lo tanto, invocar la Iglesia que se había producido un hiato, una laguna, una “suspensión de acuerdo” entre la misma y España, cuando ella misma nunca había dado el paso de manifestar dicho rompimiento.

Con otro argumento también muy eficiente, Yanguas recordaba que el Concordato de 1851 Ya se había suspendido en su aplicación dos veces en el siglo XIX: la primera, entre 1854 y 1856, cuando acaeció el llamado bienio progresista; y, la segunda, entre 1868 y 876, es decir como consecuencia de La Gloriosa y la I República. En ambos casos, ciertamente, una vez que el periodo agitado pasó, el mismo Concordato pasó a volver a estar en vigencia. ¿Qué tenía la segunda República que no tuviera la primera? En consecuencia, Yanguas, en interpretación que fue más que lógicamente abrazada por Franco, consideraba completamente vigente el derecho otorgado por Inocencio VIII a los reyes católicos y sus sucesores; así como el derecho de presentación de obispos y otros beneficios consistoriales que Adriano IV le concedió a Carlos V y sus sucesores. Los beneficios menores no consistoriales, todavía en manos del Papa, habían sido, para más inri, cedidos a los reyes de España en el Concordato de 1753.

Además, indicaba, hay que tener en cuenta que el Concordato de 1753, anterior al de 1851 y expresamente vigente, en los términos de éste último, en todos los términos que no se opusieran al texto posterior, declaraba sus previsiones de “firmeza inalterable y subsistencia perpetua”.

Yanguas, en todo caso, no era tonto. Cinco minutos en Sant’Angelo le habían bastado para percatarse y saber bien que el problema no era una discusión doctrinal sobre la vigencia de normas y pactos. El problema fundamental era que el primero de los argumentos sobre los que el embajador construía todo su edificio argumental, esto es que el compromiso de España con el catolicismo estaba fuera de toda duda, no era tan cierto desde el punto de vista del Vaticano. La Santa Sede veía que el régimen sublevado cada vez se identificaba más, no con el fascismo, que eso le habría dado menos problemas, sino con el nacionalsocialismo; y eso que le daba problemas. 

Adolf Hitler se había abierto espacio hacia el poder en Alemania a base de trabajarse a quien tenía que dárselo en herencia, Hindenburg; y de capitidisminuir a quien era el campeón de dicho provecto presidente: Franz von Papen. Von Papen era muchas cosas, pero la principal cosa que era, era representante y portavoz in pectore de las fuerzas católicas alemanas, que siempre recelaron de Hitler.

El fascismo alemán, dotado de unos significados seudoreligiosos de los que el fascismo italiano tendía a carecer, tenía un carácter absolutamente totalizador, en el que la componenda con las creencias católicas no cabía. A los nazis, el tema protestante les molestaba algo menos, fundamentalmente porque el protestantismo no tiene Papa. El catolicismo, sin embargo, era una alternativa jodida que al NSDAP no le gustaba nada; por eso se aplicó, de una forma más o menos taimada, a trabajar contra ella.

El Vaticano temía, y no le faltaba cierto apoyo para temerlo, que la creciente influencia nacionalsocialista en una España nacional que se empezaba a montar, siquiera formalmente, a base de ponerle carne a un esqueleto llamado Falange, acabase por arrastrar al país hacia las actitudes antirreligiosas. El Vaticano, Yanguas se lo dijo a Jornada muy claramente en sus informes, nunca se quedaría tranquilo con que el general Franco oyese misa diaria. Al general Franco le podía caer una maceta en la cabeza, o los militares de corte más fascista le podían hacer un golpe de Estado (y esto no es ninguna tontería; Hitler cortejó a Muñoz Grandes en este sentido). Lo que pretendía la España nacional era que el Vaticano le concediese o mantuviese unos privilegios perpetuos; y la eternidad del sentimiento católico español no estaba en modo alguno garantizada por las circunstancias.

Yanguas, que como ya he dicho era un diplomático y jurista de gran competencia y capacidad para ver las jugadas que había sobre el tablero, también advirtió a sus jefes de Madrid sobre otro efecto: que se pasaran de católicos. En la España nacional, era obvio que había que hacer una labor de barrido de la hostia (nunca mejor dicho) para cambiar todo un acervo normativo que se había puesto en marcha en la República en el sentido laico. Sin embargo, razonaba el embajador, si el Estado nacional iba demasiado deprisa en su labor de pulido, acabaría por ocurrir que la Iglesia ya había obtenido todo lo que quería antes de empezar a negociar en serio; momento en el cual los incentivos del Vaticano para ceder ante España serían nulos. Así pues, el embajador recomendaba que, neto de una serie de medidas que se consideraban absolutamente necesarias (las dos más importantes, el restablecimiento del crucifijo en las escuelas y la suspensión de los pleitos de divorcio), la nueva legislación se dejase en suspenso. En la lista de espera estaba la regulación del matrimonio, la des-secularización de los cementerios, la ley de congregaciones, la regulación del papel de la Iglesia en la enseñanza, o la dotación del clero. Ahí es nada. Si todo eso lo resolvían los franquistas a favor de la Iglesia de forma unilateral, argumentaba el embajador, los Francisquitos luego no iban a querer negociar ni los menús de la cafetería de la Conferencia Episcopal. Yanguas consideraba especialmente importante no avanzar en el tema del presupuesto de culto y clero. Mantener a los curas jodidos y sin pasta era la gran baza de Franco (¿necesitáis que os lo repita? ¡La pasta, siempre la pasta!)

En este esquema, el embajador español apostaba por la negociación, relativamente rápida, de un modus vivendi en el que el Estado nacional ganase la reivindicación básica de ser informado de los nombramientos con antelación suficiente como para poder oponerse.

El Consejo de Ministros celebrado el 26 de mayo de aquel 1938 aprobó en su totalidad la estrategia propuesta por Yanguas. Con estos mimbres, Yanguas marcó el número de Pacelli.

Las posiciones se distanciaron pronto. Pacelli le dijo a Yanguas, casi de partida, que consideraba perfectamente posible la negociación de un Concordato en el tono de los concordatos de la posguerra. Se refería a la posguerra de la Gran Guerra, es decir, a aplicar la doctrina de Benedicto XV. Yanguas no estuvo de acuerdo, claro, y argumentó que, en opinión del Estado español, habían decaído por completo las razones que habían llevado a la suspensión del Concordato con la República.

A pesar de que el embajador español rebatió con cierta comodidad el argumento de la doctrina Benedicto, y el otro según el cual el Patronato era un derecho concedido a Reyes, se encontró con que Pacelli había hecho bien los deberes y le presentó un tercer argumento que no esperaba: el Vaticano había denunciado el Concordato durante la República. Parece claro que Yanguas no contaba con este argumento, aunque salió del paso como pudo alegando eso de que entre dos poderes soberanos uno no puede rescindir unilateralmente un acuerdo, sino que lo que debe es, en los términos del propio Concordato, intentar una solución. 

Ambos, entonces, se enfangaron en una profunda discusión de Derecho Canónico; Pacelli argumentó que los concordatos más nuevos, los de la posguerra como él los llamaba entonces, habían aceptado en su totalidad el principio canónico general de que privilegios como el Patronato en realidad están en contra de dicho Derecho Canónico y, por lo tanto, no deben ser prolongados. Yanguas, sin embargo, le contestó recordándole el tenor del canon tercero, que salva de ese tipo de previsiones los acuerdos ya firmados. Como vemos, de nuevo adquiría una importancia fundamental la consideración de que el Concordato de 1851 seguía vigente.

Yanguas y Pacelli se entrevistarían de nuevo diez días después. En esta segunda conversación el Secretario de Estado, tal vez para quitarle hierro a posiciones tan enfrentadas, le dijo al embajador que el Vaticano no tenía intención de hacer nombramientos en el episcopado español en el corto plazo; pero que, en todo caso, si procedía a hacer alguno se consultaría al gobierno de Burgos; compromiso que expresó en unos términos un tanto vagos, o sea, una especie de modus vivendi de un posible modus vivendi.

El 20 de julio, Yanguas le escribió una carta a Jordana en la que le reportaba todas estas gestiones. Para entonces, el embajador ya tenía claro que, si la España nacional quería recuperar el poder de controlar qué religiosos llegaban a obispos en España, no le quedaría otra que ir poco a poco, tratando de ganarse la confianza de un Vaticano muy renuente a conceder ese derecho. Así las cosas, el embajador español proponía resucitar la fórmula que se había arbitrado en los tiempos de la dictadura de Primo de Rivera: se creó una llamada Junta del Patronato, junta que elaboraba listas cerradas  de religiosos merecedores de obtener las dignidades eclesiales, entre los cuales la Iglesia decidía los nombramientos. En el fondo, todo esto no quiere decir sino que Yanguas le estaba diciendo a sus jefes que el Vaticano le había dicho bien claro que el futuro no lo conocía nadie; que España podría ser, mañana o pasado mañana, una nación indiferente, alejada o incluso enfrentada con el catolicismo; y que, en esas circunstancias, los Francisquitos no iban a volver a cometer el error de siglos antes y ceder un derecho que era suyo.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario