Recuerda que ya te hemos contado:
La extraña combinación de circunstancias que puso a John Moore al mando de las tropas británicas en España.
Las opiniones no demasiado buenas que los ingleses se llevaron en su primer contacto con La Coruña.
Los miedos de sir John Moore de que en España estallase la burbuja.
Los cambios de planes de los ingleses, después de que un cartero vallisoletano se cargase a un francés pollas.
Napoleón Bonaparte, en Benavente, perdía a marchas forzadas interés en la caza de los ingleses. Es como si se creyese, como un lector más de las sátiras que publicaba con fruición la prensa francesa, todas las historias que contaban los papeles sobre la vergonzante retirada de los británicos, de cómo habían dejado a los españoles en la estacada mientras se arrastraban por la piel de toro bebiendo vino y metiéndole mano a las monjas.
La extraña combinación de circunstancias que puso a John Moore al mando de las tropas británicas en España.
Las opiniones no demasiado buenas que los ingleses se llevaron en su primer contacto con La Coruña.
Los miedos de sir John Moore de que en España estallase la burbuja.
Los cambios de planes de los ingleses, después de que un cartero vallisoletano se cargase a un francés pollas.
El momento en el que Napoleón se puso en la boca el cuchillo de capar.
Napoleón Bonaparte, en Benavente, perdía a marchas forzadas interés en la caza de los ingleses. Es como si se creyese, como un lector más de las sátiras que publicaba con fruición la prensa francesa, todas las historias que contaban los papeles sobre la vergonzante retirada de los británicos, de cómo habían dejado a los españoles en la estacada mientras se arrastraban por la piel de toro bebiendo vino y metiéndole mano a las monjas.
Así las
cosas, sin salir del pequeño pueblo castellano, Napoleón decidió
dejarle a Soult el temita de los ingleses. Hizo detener a sus tropas
en el camino hacia Astorga, las formó y, una vez así, les enseñó
una carta que había recibido de París que, según afirmó, hablaba
de problemas sin cuento que lo reclamaban en la capital del mundo. Y
como lo dijo, lo hizo.
La
napoleónica decisión eliminó un poquito, no mucho, de presión
sobre los ingleses. La Guardia Imperial fue facturada de vuelta a
Valladolid. Otras tropas, al mano de César Alexandre Debelle, a
Madrid. Incluso Junot fue enviado a Zaragoza, mientras otras tropas
eran enviadas a las riberas del Duero, donde algunas guerrillas
españolas estaban dando por saco.
En las
últimas horas del día de Año Nuevo, mientras tanto, tropas
inglesas alcanzaban Bembibre. La villa no pasaba entonces por su mejor momento, teniendo en cuenta que uno de
los oficiales que entraron en ella la definió como a wretched,
filthy little hole; creo que una traducción conceptual adecuada
sería «un puto agujero de mierda». Pero lo que vieron fue
tremendo. Un espectáculo que tampoco se ha reproducido nunca en las
muchas películas hagiográficas que sobre nuestra guerra de la
Indepe hemos hecho nosotros y los propios británicos. Todo,
absolutamente todo en el pueblo, estaba roto: puertas, ventanas,
muebles. Todo. Las divisiones de Hope, Baird y Fraser habían pasado
por el pueblo como los hunos. Se habían bebido hasta los meados de
los bueyes, y se habían cogido una cogorza de tal calibre que casi
mil efectivos de sus unidades hubieron de quedarse en el pueblo,
demasiado mamados para poder andar. Los soldados y oficiales de la
reaguard británica se encontraron eso: hombres tirados en el suelo,
catatónicos, y mujeres y niños deambulando como zombies, según los
relatos, tan borrachos como sus maridos y padres, hasta el punto de
que uno de los relatos cuenta que de las narices de los niños manaba
el vino como si estuviesen sangrando.
Los
sobrios militares que acaban de llegar comenzaron a repartir hostias
entre los borrachos, utilizando incluso las bayonetas, pero sin
éxito. Como uno de sus sargentos dejó escrito, «poco o nada se
podía hacer con personas que eran incapaces de mantenerse de pie,
mucho menos de marchar».
Algunas
horas más tarde de la llegada de los soldados de refresco, llegaron
noticias de que por el este se acercaban dragones franceses. Algunos
de los mamados intentaron huir, pero no pudieron evitar ser una presa
fácil para los caballeros del general Armand Lebrun de La Houssaye.
Sólo unos pocos pudieron huir y reagruparse con el resto de las
unidades en la carretera de Villafranca del Bierzo.
Moore no
podía más. En ese momento, era comandante de una tropa de
dipsómanos pobremente vestidos, vulgares rateros que atacaban a todo
el que se ponía a tiro de ellos, para robarle todo lo que tenía y
penetrar a sus mujeres. En el camino hacia Villafranca, mientras
rumiaba la necesidad de dar un escarmiento British style
cuando llegara al pueblo que era su objetivo, fue dando órdenes de
que las personas que fuesen descubiertas en flagrante situación
deplorable fuesen separados del resto de la tropa y mostrados a la
misma, para su vergüenza. Al llegar a Villafranca, los expuso en la
plaza del pueblo, como condenados a muerte.
Las
tropas, sin embargo, iban a su bola. Yo, honradamente, no sé si los
villafranqueses recuerdan de alguna manera el 1 y 2 de enero de 1809.
Pero deberían. Es probable que nunca se haya vivido en ese pueblo
una situación igual. Nada más llegar al pueblo, el día 1, los
soldados británicos iniciaron un motín que no pudo ser
razonablemente controlado hasta la medianoche del 2. Durante esas más
de 24 horas, los soldados robaron los caballos de los establos,
saquearon las tiendas, profanaron las iglesias. Por supuesto, todos
los toneles y recipientes de vino, en lo que ya era un clásico,
fueron abiertos a hostias en plena calle. Las tropas se lo llevaron
todo: la sal, la carne, el pescado, galletas, ropa, munición,
medicinas. Todo quedó tirado e inservible en la calle, porque
aquellos flemáticos británicos no robaban para quedarse nada;
robaban por joder. Por robar. Por romper. Os copio aquí la
descripción que hizo un oficial de la situación:
«Cualquier
esquina del pueblo estaba llena de hombres. Muchos regimientos
tuvieron que dormir al raso. Muchas de las mulas, de los bueyes y de
los caballos de carga parecían al límite de sus fuerzas, y allí
mismo se tumbaban y morían. Muy pronto se hizo imposible moverse en
muchas de las calles. Finalmente, Villafranca había sido
completamente saqueada, y la borrachera de la mayor parte de las
tropas provocó los incidentes más vergonzosos. Hacia abajo, hacia
el río, la artillería destrozó todos sus almacenes, y los vagones
de munición, que habían sido destrozados con tal propósito, ardían
en un gran fuego. Los soldados tiraron toda la munición al río.
Varios centenares de caballos que estaban al límite de sus fuerzas
fueron matados a tiros allí mismo. Día y noche escuchábamos los
disparos. Todo estaba destrozado. La disciplina había desaparecido».
La
jornada de Villafranca bien puede considerarse como una movida
antisistema de primer nivel, provocada por una tropa de hooligans
que no quería estar allí; que despreciaba a España y a los
españoles. Que despreciaba aquella guerra, y a sus mandos. Y que
había decidido tomar el poder de su mano.
Cuando
Moore llegó al pueblo era ya la noche del día 2. Lo peor había
pasado, pero los indicios eran bien evidentes en la calle. Con total
frialdad, dio la orden de que toda la tropa formase en la plaza mayor
del pueblo y calles adyacentes en la mañana siguiente. No fue tarea
fácil para los oficiales conseguir que, horas después, los soldados
estuviesen allí, pero lo consiguieron.
La plaza
principal de Villafranca era entonces apenas un claro de tierra con
un árbol en medio, junto al cual se situó Moore. Estuvo varios
minutos sin decir nada, mirando a sus soldados, mientras estos
formaban en silencio, esperando. Después de esta tensa espera, a una
señal del comandante en jefe de las tropas, unos cuantos soldados de
caballería, a pie, se dirigieron a la formación, y sacaron de la
misma a un soldado que había saqueado una tienda y, en el saqueo, le
había arreado una mano de hostias a un oficial que había intentado
detenerlo.
Debéis
pensar, ahora, en las películas que habéis visto en la tele, si es
que las habéis visto, sobre el motín de la Bounty. El
recuerdo os ayudará a entender que lo peor que te puede pasar cuando
estás a las órdenes de un oficial inglés es que no te grite, no te
insulte, no te escupa; sino que, simplemente, ordene a otros soldados
que te inmovilicen. Esto suele ser el signo de que lo que viene no es
muy agradable.
El
soldado fue obligado a arrodillarse frente al árbol de la plaza. Un
pelotón formó a sus espaldas, con las carabinas preparadas. Luego
una orden de juego y, zas, el hombre yacía muerto. Disparado en la
espalda; como se dispara a los cobardes. Moore dio orden de que toda
la tropa desfilase delante del cadáver, mientras él mismo se iba a
toda hostia a Cacabelos, donde le habían dicho que unos
destacamentos de reserva estaban empezando a montarla.
El
discurso de Moore antes de irse no pudo ser más claro. En un determinado momento,
le dijo a sus soldados: «Si, como es más que probable, los
franceses han capturado Bembibre, han conseguido un premio bastante
extraño. Porque han atrapado, o han cortado en trozos, unos cuantos
centenares de británicos cobardes y borrachos». Luego, en una frase que él no lo sabía pero sería de
alguna manera premonitoria, continuó: «lejos de sobrevivir a la
desgracia de una conducta tan infame, mi deseo es que la primera bala
de cañón que dispare el enemigo me de en la cabeza».
Aquella
misma noche, sin embargo, como ya hemos insinuado, los saqueos
comenzaron en Cacabelos, hasta el punto de convencer a sir Edward
Paget de que no se podía parlamentar ni convencer a su tropa. La
mañana posterior a la ejecución y el discurso de Moore en
Villafranca, Paget formó a las tropas de Cacabelos en lo alto de una
colina. Una vez allí, hizo sacar de la formación a los peores de
los amotinados y, en una especie de juicios rápidos, los condenó.
Los así condenados fueron atados a triángulos formados con
alabardas. Inmediatamente, bajo el lúgubre sonar de los tambores que
marcaban la cuenta, comenzó la flagelación. Cada 25 vergarazos, un
sargento comprobaba que el soldado podía aguantar una tanda más.
Terminado el castigo, el soldado volvía a la formación, y se
comenzaba con otro. Las flagelaciones duraron horas. Varias veces,
llegaron mensajeros para comunicar a Paget que el enemigo se
aproximaba. Pero nadie se movió.
El final
de la escena era la pena reservada a dos soldados que, por su
especial violencia, habían sido condenados a muerte. Fueron
arrastrados a un árbol, con sendas cuerdas en el cuello. Las cuerdas
fueron pasadas por otras tantas ramas, y así se quedaron, esperando
la orden final de Paget que haría efectiva la sentencia.
Un
momento ideal para que un pollas lo interrumpiese.
Y en la
tropa británica había un pollas que ni modo iba a desaprovechar la
ocasión.
En
efecto: antes de que Paget pudiese dar la orden de ejecutar la
sentencia, apareció el general John Slade en su caballo. Venía para
contar que su tropa había tomado contacto con el enemigo y que,
claro, estando bajo su mando los ingleses, no habían sido capaces de retenerlos. Paget se
volvió hacia Slade y lo miró como se miraría a Jordi Pujol si nos
parase en la calle y nos pidiese un par de euros para tabaco. Con voz
de trueno, buscando que le oyese todo el mundo, le contestó: I
am sorry for it, sir, but this information is of a nature that would
induce me to expect a report rather by a private draggon than from
you. You had better go back to your fighting picquets, sir, and
animate your men to a full discharge of their duty. Para los que
no sepáis inglés: lo trató de tontopollas incapaz del mando.
Cuando
Slade se hubo ido, Paget, muy excitado según un testigo, gritó:
«¡Dios mío! ¿Acaso no es lamentable comprobar que, en lugar de
estar preparando a mis tropas para enfrentarse al enemigo, estoy
aquí, ejecutando a dos ladrones? No obstante, estoy resuelto a
ejecutar a estos delincuentes.»
Siguió
un silencio. Bueno, un silencio... Las tropas en la formación
estaban en silencio. Pero podían oír, perfectamente, el ruido que
hacían las tropas de Slade, huyendo hacia ellos, colina arriba.
Paget,
finalmente, se dirigió a los dos protoahorcados: «Si os conservo la
vida, ¿prometéis reformaros?» Increíblemente, las noticias de los
testigos nos dicen que los condenados se quedaron callados. Tan
callados que tuvieron que ser sus oficiales los que les animasen a
prometer lo que su jefe les intimaba. Finalmente, lo hicieron, y
fueron desatados.
Justo a
tiempo, porque los franceses estaban ya a tiro de lapo.
En la
noche se acabaron los disparos, y 400 cadáveres quedaron en el campo
de batalla. La 28, que para entonces estaba sola, marchó hacia
Villafranca en medio de canciones guerreras y abrazos múltiples; la
ética del ganador. Cuando llegaron al pueblo, se encontraron con que
todas las demás tropas lo habían abandonado. Sólo quedaban unos
cuantos oficiales, encomendados de destruir toda la comida que podía
haber en la zona, para evitar el aprovisionamiento de los franceses.
Los hambrientos miembros de la 28, que llegaban a Villafranca después
de haber obtenido una difícil victoria para Su Majestad, se
encontraron pilas de carne en las plazas pero, cuando fueron a echar
mano de ellas, los oficiales no se lo permitieron; en una rigidez
conceptual muy British, argumentaron que sus órdenes eran
destruir los alimentos sin que alguien pudiera tocarlos. Por mucho
que los de la 28 porfiaron en que entendiesen que ese alguien
tenía que ser francés, no lo consiguieron. Finalmente, frente a la
flema británica se impuso el hambre humana: haciéndolos a un lado
de buenos o malos modos, los soldados de la 28 rodearon las pilas de
carne a medio quemar o por quemar, y con sus bayonetas pinchaban
trozos de la misma, que se llevaban a la boca o guardaban en sus
zurrones.
Era
cerca de la una de la tarde, terminada la sesión de
flagelaciones, cuando, y una vez que las tropas que habían hecho de
pantalla respecto de los franceses se reagruparon con las demás, el
general Paget dio la orden para que todos se moviesen en dirección al puente. Las tropas comenzaron a cruzarlo con la intención de dejar únicamente en el lado, por así decirlo,
francés, al 28 regimiento.
Cabe
decir, en todo caso, que a pesar de que todos acababan de vivir un
fuerte castigo ejemplarizante, el mensaje estaba lejos de haber sido
entendido por todos, incluso por alguno. Sin ir más lejos, en
aquella retirada hacia el puente sabemos positivamente que hubo
unidades, como la 95 de fusileros, que bajaron la colina haciendo
eses, porque la práctica totalidad de sus miembros tenían unas tajadas bolingueras como pianos. Borrachos, sobrios y mediopensionistas no
tardaron en encontrarse con el avance de las tropas del 15 regimiento de
cazadores y tercero de húsares francés, al mando del general
Colbert; más conocido entre sus íntimos como Auguste François-Marie de Colbert-Chabanais.
La
llegada de los franceses convirtió el entorno del puente en lo que
los ingleses suelen llamar a bloody shambles y nosotros un
caos de la hostia. Las tropas francesas e inglesas se mezclaron, y
los miembros de las segunda que estaban mamados, como los fusileros,
reaccionaron disparando a todo y a todas partes porque, borrachos
como estaban, no se encontraban en condiciones de distinguir amigos
de enemigos. Para los franceses, el enfrentamiento supuso casi 50
fusileros que consiguieron matar y bastantes húsares que hicieron
prisioneros. Los británicos casi no pudieron reaccionar, puesto que
el puente estaba virtualmente bloqueado de gente.
En medio
de aquel caos para la parte británica, cómo no, el general John
Slade no perdió la oportunidad de cagarla. En efecto, se presentó
ante Moore, quien se encontraba en un estado de confusión y
excitación, para presentarle un informe, cosa que, dijo, le había
sido requerida por un tal coronel Grant (podría ser Colqhoun Grant, pero no he podido adverarlo), asimismo subordinado de
Slade. Moore se limitó a mirarlo con desprecio y preguntarle cuándo
exactamente había sido él, general John Slade, nombrado ayudante de
campo de un coronel.
La gran
ventaja para los ingleses fue que los franceses no pudieron, no
habrían podido, guardar el orden en medio de aquella batalla
caótica. Esto llevó a Colbert a pensar que lo mejor era ordenar la
retirada de sus hombres para recolocarlos y ordenarlos. Este respiro
dio tiempo para que los fusileros mamados supervivientes pudiesen asimismo reorganizarse en unas viñas en el flanco del puente, y después dejasen tiempo y espacio para que los húsares
hiciesen lo propio. Finalmente, la 28 pudo tomar posiciones,
incluyendo algunas piezas de artillería con las que respondió a los
franceses cuando volvieron a cargar. Además, la 52 y la 95,
apostadas tras los muretes que delimitaban las viñas a ambos lados
del lugar del enfrentamiento, pudieron así capturar a los franceses
en un eficiente fuego cruzado. La batalla estuvo terminada en el
momento en el que el fusilero Tom Plunkett acertó con una bala en el
cuerpo de Colbert, y lo mató. Faltos de su carismático general, los
franceses no tardaron en volver grupas. En realidad, habían perdido
a un hombre que admiraban, pero de cuyas virtudes estratégicas
dudan bastante, cuando menos, los ingleses. Robert Blackeney, un
adolescente irlandés que en aquel momento tenía 15 años y formaba
parte de la 28 que protagonizó la pelea, y que años después
escribiría sus recuerdos de la guerra española, calificó la acción
de ataque de Colbert de most ill-advised, ill-judged, and
seemingly without any final object in view. «Suponiendo que
hubiesen superado la barrera de la 28 y el fuego cruzado», escribió,
«se habrían encontrado en una posición peor que al inicio, porque
se habrían encontrado con el ala izquierda del 28 regimiento,
apoyada, si fuera posible, por el ala derecha justo en el flanco de
los franceses; teniendo en cuenta que eran 400 o 500, se habrían
visto cuadruplicados, con lo que todos y cada uno de ellos habría
sido disparados, ensartados con la bayoneta, o hechos prisioneros».
Tras
esta retirada, los franceses realizaron otra tentativa de atacar la
posición británica. Esta vez atacaron el flanco derecho británico,
poniendo a los fusileros con resaca en una posición nada elegante,
por lo que Moore tuvo que enviar tropas en su ayuda. El general
francés Pierre Hughes Victoire Merle, que dirigía el ataque una vez muerto Colbert desde
la cima de la colina donde poco antes habían sido las flagelaciones,
vio el movimiento de los ingleses, y ordenó y ataque sobre el
flanco izquierdo. Fue una decisión de pobrísima alma estratégica. Un ataque sobre el flanco izquierdo inglés colocaba a
los atacantes en el perímetro de la artillería instalada por la 28
para repeler el embate anterior. En realidad, los colocaba tan dentro
del perímetro que los artilleros tendrían que haber estado seis
veces más mamados que los fusileros para no acertar. Cuando
dispararon sus artefactos, el efecto sobre las líneas francesas fue
tan devastador que perdieron el orden, luego la capacidad de ataque
y, finalmente, se retiraron, arrastrando con ellos a los atacantes
del otro flanco. Ahora, el problema fue para los oficiales ingleses;
los fusileros, en medio de la borrachera, habían pasado primero por
un momento de despiste y desesperación; pero, luego, desde el
momento en que se apostaron en los viñedos para realizar el fuego
cruzado, les entró esa cosa que también tiene que ver mucho con la
dipsomanía. Me refiero a esa fase de la hemicránea que, en un
civil, provoca lagrimeantes confesiones de cariño eterno; y, en un
militar, un ardor guerrero de la hostia. Los fusileros vieron a los
franceses retirarse y, empalmados como mandriles como estaban,
salieron detrás de ellos, a cazarlos; los oficiales tuvieron que
poner toda la carne en el asador para detenerlos, porque aquellos borrachos impresentables parecían dispuestos a correr hasta París si hacía falta.
Tras aquel enfrentamiento, los británicos tenían delante de sí la mole del puerto de montaña de Pedrafita do Cebreiro. Un lugar que, sin necesidad de disparar un solo tiro, sería la tumba de muchos de ellos.
Bueno, hay que reconocer que por una vez, Napoleón no dio la "espantá" como tenía a bien hacer cuando las cosas pintaban feas. Esta vez sí que es cierto que le "reclamaban" en París sus más allegados so pena de dejarle sin trono y sin sitio al que volver, je, je.
ResponderBorrarAlucino con el comportamiento de las tropas inglesas. Siempre había oído, y me había autoconvencido de que una gran parte del éxito de los ejércitos ingleses era su gran disciplina incluso en los momentos más difíciles. Además, recuerdo haber estudiado la gran preocupación que tenía Wellington (duque de) en tener el avituallamiento necesario para no encontrase con problemas entre sus, aproximadamente, aliados. Supongo que en aquella época no era tanto y se le ha aplicado retroactivamente la fama de sus nietos. Y bien mirado, dada la forma de reclutamiento, lo raro habría sido esperar otra cosa.
Bueno, Napoleón, problemas domésticos aparte, pensaba que las pocas tropas de sir John iban a ser presa fácil de Ney y Soult, así que poca gloria le reportaba seguir sobre el terreno teniendo mejores cosas que hacer.
ResponderBorrarEn cuanto a la disciplina. Después de tomar Oporto en 1809, y antes de cruzar a España para la campaña de Talavera, Wellington (que entonces aún no lo era) se dedicó a impartir disciplina látigo en mano a sus tropas. Es interesante notar que las tropas de Wellington no eran las de Moore, que estaban reorganizándose en UK por esas fechas. O sea, que dos cuerpos británicos distintos requieren jarabe de palo con menos de un año de diferencia. Por algo sería.
Porque los ejércitos británicos eran disciplinados a base de bien. Los que no eran disciplinados sin incentivos externos (ejem) eran los soldados británicos.
Y, para que no se le desmandasen, o al menos no demasiado, se dedicó a acopiar suministros para la campaña de Talavera. Cuando el acopio se terminó fue cuando empezó a recular. Pero ésa es otra historia.
Eborense, strategos