De vuelta a Madrid, eran ya casi las dos, Luján se dejó caer por la pensión Natalia, situada en una calle que iba a dar a la Cava Baja, en un portal muy antiguo de paredes desportilladas. Sentado en el único escalón de aquel portal había un tipo de aspecto poco respetable, limpiándose las uñas con una pequeña navaja.
-¿Siguen los Barandiaín regentando la pensión Natalia? –le preguntó Luján, con las manos en los bolsillos de su gabán, señalando con la barbilla la plaquita que anunciaba el establecimiento en una de las jambas del portal.
-¿Quién quiere saberlo? –Fue la respuesta del hombre, que miraba con ojos torvos.
-Créeme: no quieres saber quién soy yo –le contestó Luján.
Había aprendido que ésa es la respuesta que hay que darle a los rateros, a los chulos y a los sirleros para ablandarlos. Como le habían explicado otros policías veteranos en los años que empezaba: ellos entienden. El tipo del portal no fue una excepción, pues su rostro se endureció para dibujar inquietud.
-No lo sé –contestó, casi sin voz.
-Lárgate –respondió Luján, con cierto placer por su poder. El tipo obedeció.
Luján subió las escaleras trabajosamente. Los peldaños eran irregulares tras décadas, sino más de un siglo, de uso ininterrumpido, y la escalera estaba completamente a oscuras. Sólo al llegar al tercer piso, que era su destino, la claraboya del techo, en el sexto, le dio algo de claridad. Buscó la puerta de la pensión y llamó con los nudillos.
Esperó. Y volvió a llamar.
Una voz apagada gritó: «¡Ya va!» Tardó más de medio minuto en escucharse el chasquido de las cerraduras y el picaporte de la puerta. Cuando se abrió, Carlos Luján se vio enfrente de una mujer baja y rechoncha, de pelo entrecano y piel sucia, embutida en un delantal y con guantes en las manos.
-¿Qué quiere? –preguntó la mujer, sin amabilidad.
-¿Aurelio Barandiain?
-Está comiendo.
Luján colocó delante de la señora su credencial policial. Doña Etelvina abrió la boca e inspiró más aire que el acostumbrado, pero se lo guardó. Luego parpadeó y consiguió reaccionar.
-¿Ha pasado algo?
-Nada nuevo, tranquila. He venido a hablar de Higinio Longares.
La mujer recordó sin esfuerzo.
-Ya vinieron unos uniformados a preguntar. Tres. Hace…
-Digamos que yo necesito hacer mis propias preguntas.
La mujer trató de recibir esa afirmación con una sonrisa de compromiso. Asintió con la cabeza.
-¿Ha comido usted?
-No.
-Pues pase. Hay cocido.
La pensión Natalia era un mundo de mundos distintos. A todas luces, y a pesar de que era enero y Madrid era un témpano, la calefacción no estaba puesta. Caminando por el largo y estrecho pasillo al que daban las habitaciones, el frío se podía cortar. Pero, llegando al final del pasillo, la casa terminaba en tres puertas: a la izquierda, el comedor, con tres mesas redondas de cuatro comensales cada una; en el centro, una puerta cerrada que tenía todo el aspecto de ser el baño; a la derecha, la cocina. De la cocina partía todo el calor de la casa, a causa de la labor de los fogones, y eso hacía que aquella esquina fuese algo más agradable. Además, en el salón había una vieja fuente de metal donde reposaban unas piedras de carbón, encendidas. Eso estropeaba el aroma de los alimentos pero daba calor.
Luján fue dirigido por doña Etelvina hasta la mesa más cercana al brasero, donde comía un hombre en mangas de camisa y con enormes tirantes, calvo y también muy ancho. Aurelio Barandiain saludó a Luján con cierto deje de indiferencia pero, una vez sentados ambos, no dejaba de mirarlo, incluso mientras se tomaba la sopa. Luján declaró que le bastaría con el segundo. A base de tanta sopa recalentada después de las guardias, había terminado por odiarla.
Los garbanzos eran pequeños y estaban duros. El jarrete tenía un sabor pasable, aunque su textura era también excesivamente dura. Las verduras eran irreconocibles. Todo el cocido daba la sensación de seguir aguado. Aún así, Luján se tomó casi todo el plato, tiempo que aprovechó para observar a los parroquianos, cuatro, de los que decidió que tres eran viajantes, bien vestidos con ropas baratas y demasiado usadas; y uno de ellos, probablemente, un obrero o jornalero, más pobremente vestido y con enormes manazas que, al moverse hacia el plato, lo hacían parecer aún más pequeño de lo que era.
Cuando consideró que había comido lo suficiente como para no ser desconsiderado, se limpió la boca con una servilleta, encendió un cigarrillo y miró a don Aurelio.
-Le ahorraré tiempo, porque ya he leído las declaraciones que en su día hicieron a la policía sobre Higinio Longares.
El navarro se alzó de hombros.
-Entonces, ha hecho la visita en vano, señor. Porque no creo que tenga nada más que contar. Era un huésped aseado y pagaba. Nunca nos dijo dónde trabajaba, pero tenía dinero para el mes, y eso es lo que importaba. Las últimas semanas antes de… antes de eso, se volvió un poco más descuidado; se dejó crecer el pelo y la barba, pero no por ello iba desarreglado. Eso es todo.
-En realidad, me gustaría que me diese sus impresiones.
-¿Mis impresiones?
-Sus impresiones, sí. Su inquilino mató a una persona y le cortó las manos después de haberla matado. Eso es algo bastante cruel y sanguinario. No todo el mundo sería capaz de hacerlo.
Barandiain seguía comiendo, como si la cosa no fuese con él.
-¿Usted le cree capaz?
El hombre miró a Luján, con la sorpresa en el rostro.
-¿Yo?
-Usted, sí, usted. Quiero saber qué opinión tiene.
El interrogado torció el gesto.
-Yo no lo conocía, señor… Luján.
Luján hizo un gesto con la mano, como espantando una mosca.
-Eso será verdad y no lo será, señor Barandiain. Esto –nuevo gesto de la mano, abarcando el comedor- es pequeño. Un pequeño mundo. Usted ha vivido durante meses a menos de cinco metros de Higinio Longares. Ha desayunado, comido y cenado un montón de meses casi a su lado. Entiendo que diga que no sabía en qué restaurantes trabajaba porque eso es algo que a menos que el interesado confiese, no hay forma de saberlo. Pero usted tiene que tener una opinión sobre cómo era su huésped.
El navarro miró su plato y negó varias veces con la cabeza, sin levantar la vista.
-Yo no quiero líos.
-Ni yo se los estoy buscando. Pero, ¿sabe? La mejor manera de tener líos con la policía es mosquearla. Hacer cosas extrañas. Y este silencio de usted no es muy normal.
El hombre le miró. Luján leyó el miedo en sus ojos. Se dio cuenta de que había poco que sacar de ahí. Barandiain callaba, probablemente, por simple y pura terquedad o por no tener nada que ver en algo tan desagradable como un asesinato y un suicidio. No obstante, no modificó la dureza de su propia mirada. Aún así, quería escucharle.
-Nunca me gustó ese tipo –acabó declarando.
-¿Por qué?
-Por lo mismo por lo que no me gusta la gente cuando no me gusta. Por no ir de frente.
-Necesitaré que se explique.
-No era legal –respondió el casero, hablando como con incomodidad-. O sea, pagaba puntualmente y todo eso. Era limpio y cumplía con los horarios y si no los cumplía luego no iba demandando que le sirviesen una comida a deshoras.
-Un cliente de pensión ideal, entonces.
-Si, ya. Pero vaya usted a saber.
-Vaya usted a saber, ¿qué?
El navarro suspiró, casi bufó.
-Mire, señor –bajó la voz como si fuera a contar un secreto de Estado, disparando miradas furtivas a ambos lados-. Este negocio sólo se sostiene con disciplina. Hay que mirar cada céntimo, ¿entiende? Nosotros tratamos a nuestra gente lo mejor que nos permite lo que les podemos cobrar. Esto no es el Palace pero tampoco cobramos como allí.
-Me hago cargo.
-Lo realmente jodido de un huésped es que trate de engañarte. Los hay que lo intentan a lo grande; éstos no te pagan y son menos problema porque tarde o temprano te cansas y los echas.
-Ya –Luján comenzaba a comprender-. Y luego están los más taimados. Los que lo hacen poco a poco.
Al casero esas palabras parecieron espolearlo.
-La cocina siempre está abierta. Y tampoco le ponemos llave a la despensa. Normalmente no hace falta pero hay veces que desaparecen cosas.
-¿Cosas?
-Cosas, sí. Cosas de comer. Los huéspedes las roban. Algunos huéspedes, o sea. Los que no van de frente.
Luján se echó atrás en su silla.
-¿Longares?
Barandiain, en lugar de asentir, se limitó a alzarse de hombros.
-Que la gente sise alguna cosilla para entretener en el estómago, bueno… Pero un día, bastante tiempo antes de… lo de Longares, desapareció medio kilo de mantequilla.
-¡Joder! ¿Para qué querían tanta?
-¡Era un regalo! Un regalo de un primo mío. Nosotros nunca tenemos de eso, menos en aquella época, que costaba… De hecho –nueva bajada del tono-, la íbamos a vender a los estraperlistas de la plaza de la Paja, ¿sabe? Mi mujer quería cambiar los fuegos de la cocina.
Luján terminó su cigarillo.
-Doy por hecho que desapareció.
-Pues sí. Y aquello fue demasiado. Entonces me fijé en lo de los pasos.
-¿Lo de los pasos?
-Lo de los pasos, sí. Hasta entonces no había caído en ello porque no me había fijado. Pero una noche, al despertarme, sentí, bueno, ganas de ir al baño. Me levanté y fui por el pasillo, que estaba oscuro y, ¡zas! Me di de bruces con el tal Longares. ¡Vaya susto!
Luján torció el gesto de su boca, haciendo ver que no entendía. Su interlocutor habló como si sus explicaciones fuesen obvias.
-No le podía ver venir porque estaba oscuro, pero, joder, ¿por qué no le oí? Eso me hizo pensar…
Se tocó la sien derecha con el dedo índice de la misma mano, entornando los ojos.
-No se le oía. Nunca se le oía. ¿Por qué?
Tras diez segundos de silencio, Luján hizo un gesto que quería decir que no era capaz de adivinarlo. El navarro, repentinamente, parecía divertido.
-Siempre llevaba calcetines. Siempre.
Tenía una expresión de triunfo en el rostro.
-Y, eso, ¿qué quiere decir?
-Sigilo, señor policía. Sigilo. Siempre llevaba calcetines para que no le pudiésemos oír. Aquella noche había ido a mear. Pero, ¿y si otras iba a robar?
El primer impulso de Luján fue decirle a aquel hombre que no le contase tonterías. No obstante, se recordó a sí mismo que era él quien le había dejado hablar. Y, también, que para aquel hombre, probablemente, el robo de medio kilo de mantequilla era un hecho de mayor importancia que toda una guerra mundial.
-Quizá se ponía los calcetines para andar por el pasillo.
Con una sonrisa, el navarro negó con la cabeza, violentamente.
-Le, er, espiamos a partir de ese día. Un poquito. Mi mujer entró varias veces a despertarlo a su habitación, cuando él lo pedía, y se las arregló para levantar las sábanas. Ese tipo dormía con calcetines. Incluso en verano. Varias veces lo vio en verano, sobre la cama, incapaz de meterse debajo de una sábana del calor que hacía, y con los calcetines puestos.
Luján reflexionó. Esa imagen, la de alguien asolado de calor que, aún así, se protege los pies, no era normal. La típica cosa que, él mismo acababa de decirlo, mosqueaba a un policía. No obstante, no le encontró el menor sentido.
-De todas formas, robar medio kilo de mantequilla no es matar a alguien.
-No, desde luego. Pero la mala sangre es la mala sangre. Quién sabe. Aunque…
-Hable, hable –le animó Luján.
El casero duró antes de seguir hablando.
-Otras cosas hacen dudar. Usted dice que mató a alguien y le cortó las manos. Eso lo hacen los bestias. Y, sin embargo, Higinio era, a su manera, refinado.
-¿Refinado?
-Refinado, sí. Vale, tenía una vida de mierda sirviendo mesas sabe Dios dónde y viviendo… viviendo aquí. Pero tenía manos largas y finas, manos de artista. Dibujaba. Mire, eso es suyo.
El navarro había señalado un cuadrito en la pared de enfrente de Luján. Era un apunte al carboncillo de la fachada de San Francisco el Grande. Luján no entendía mucho de arte, pero le pareció que el dibujo era perfecto.
-¿Así que Longares dibujaba?
-Y muy bien, en mi opinión. Puede que también vendiese sus dibujos por la calle.
El resto de la conversación fue insulsa. Carlos Luján anotó en su libreta, como datos tal vez relevantes, que, a todas luces, la actitud de Higinio Longares era la de alguien que no quería ser controlado por nadie, mucho menos por sus caseros. En realidad, esto era lo más sorprendente de la entrevista. La pensión Natalia era una leonera donde servicio y huéspedes se hacinaban y, aún así, y pese a haber sido la estancia de Longares relativamente larga, sus patrones apenas sabían de él otra cosa que una sospecha sin pruebas (el robo de la mantequilla, que no tenía mucha lógica porque quien roba una vez lo hace varias) y la chorrada de los calcetines.
No se si solo me pasa a mi, pero los números de los pies de página tienen un formato en el texto que los hacen casi invisibles. De hehco, me he dado cuenta de que existían al final, cuando he visto el texto.
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