Después de aquella mañana, la vida de Carlos Luján se sumergió en la Navidad. Tenía unos días libres previstos para esas fiestas (Laura le había dejado bien claro que no permitiría que las pasara en acto de servicio), así pues llegaron horas lentas y tibias, al calor del brasero. A Luján le gustaba sentarse en el salón de su casa, poner muy cerca la cuna de Bruno, y observarlo, especialmente cuando estaba dormido. Observar a su hijo y, en general, permanecer lejos de su trabajo lo ayudó a tranquilizarse. Él sabía lo que había hecho. La misma tarde de diciembre en que regresaba solo en el opaco cubículo del automóvil que lo traía de El Pardo, repasando los informes que Ismael Rebollo acababa de confiarle, había reparado en la pequeña tarjeta, prendida al resto de los papeles que hablaban de Lucía Odriozola. El primer pensamiento que había cruzado su mente al verla era que él entendía el significado de esa anotación. El segundo fue que, obviamente, era el único policía que hasta entonces había reparado en ello (de otro modo, la suerte de Lucía en todos esos años habría sido muy otra de la que él conocía). Y lo tercero que, tal vez, nunca volvería a verla.
Una de las mejores habilidades secretas de Carlos Luján como policía era su capacidad de detenerse a pensar incluso en situaciones muy comprometidas. Aquélla había sido una de ellas. Aún después de haber sobrevivido (ésa era la palabra) a la entrevista más importante de su vida; aún después de haber tomado conciencia de las fuerzas importantes que estaban detrás del caso Anselmo López, cuando abrió el informe sobre Lucía Odriozola y vio la tarjeta, supo pensar deprisa y con ciertas dosis de calma. Lo primero de lo que se dio cuenta, ya se ha dicho, fue que el hilo que mostraba aquella tarjeta no había sido aún descubierto por nadie. Al tiempo que no le convenía hacerlo evidente. Si algo sabía ya con claridad Carlos Luján en las últimas horas del 13 de diciembre de 1956, era que el caso Anselmo López no era cualquier caso. Que, por alguna extraña razón que algún día esperaba averiguar, el asesinato de un antiguo divisionario sin oficio ni beneficio tenía una extremada importancia para las personas más importantes de España. De repente, Lucía Odriozola cambiaba de rostro. Dejaba de ser la prostituta y casual vecina del finado, para ser alguien potencialmente relacionado con esa conspiración en la que Carlos Luján nunca había dejado de creer del todo: rojos matando a un falangista o, tal vez, rojos matando a un rojo. En un mundo en el que nadie parecía ser quien debía ser, Lucía no tenía por qué ser una excepción.
Sin embargo, no sería muy lógico aflorar este hecho. Si la policía tomase conciencia de que la inocente anotación, La Aromática. Chamartín de las Rosas, podía estar indicando una militancia sindical, o la relación de Lucía con alguien sindicado, su reacción, con seguridad, sería exprimirla como un limón. Se repetirían los interrogatorios del 48, probablemente con más violencia, con más golpes. Sin embargo, algo que el olfato de policía de Luján le decía: Odriozola ya había callado antes. Ya había sido apaleada antes, Luján lo sabía bien, y no había dicho nada. Lo cual venía a significar que, o bien la tarjeta no demostraba nada más que una infeliz casualidad; o bien tenía razones muy poderosas para callar.
Para Carlos Luján, era evidente que si Lucía Odriozola podía confesarse a un policía, ese policía era él. Pero, para eso, él debería tener algo más que lo que tenía hasta ese momento, que no pasaba de ser una prueba meramente circunstancial, como demostraba su propia conversación con Rebollo a cuenta de la tarjeta. Por eso, fumando en la oscuridad de su dormitorio la misma noche del día en que se entrevistó con Franco, enhebrando las volutas invisibles de humo con la respiración rítmica de su mujer, por todo eso Carlos Luján había llegado a la conclusión de que debería ser él quien interrogase, lo más discretamente posible, a Lucía Odriozola, una vez que su gestión con Léntulo lo llevase a alguna parte. No antes.
Todo eso, sin tener en cuenta que había una razón más para no acercarse por el club, por el mundo del francesito maricón y su medioputa: Rebollo.
Carlos Luján se sentía razonablemente optimista del resultado de su conversación con Ismael Rebollo. Pensaba que, si bien no era totalmente probable, sí era razonablemente posible que Rebollo se hubiese tragado sus explicaciones y que, en consecuencia, no tuviese ninguna idea clara sobre la famosa tarjeta. Pero siempre quedaba una posibilidad. Tratándose de Rebollo, siempre podía ocurrir que supiese más de lo que había confesado y que, de hecho, su actitud fuese una celada. La ventaja con que contaba Luján es que conocía bien a su antiguo jefe; sabía cómo pensaba y, por consiguiente, se imaginaba cuál sería, en ese caso, su siguiente movimiento: hacer vigilar a Luján para conocer su relación con Lucía. La mejor manera de afectar desinterés era demostrarlo, día a día, con una total ausencia del club.
Todos estos argumentos los acumulaba Carlos Luján en su conciencia. Le permitían armar su estrategia y, al tiempo, le permitían no preguntarse si no habría alguna otra razón, de índole más personal, para proteger a Lucía Odriozola de la investigación del caso López.
A su regreso al trabajo, ya en enero, Luján se encontró la oficina a medio gas y más fría de cómo la había dejado, quizá por la ausencia de su dotación habitual de cuerpos humanos. En uno de los paneles colocados en la pared para colocar allí mensajes y otros materiales, alguien había clavado un papel enorme con letras grandes hechas a mano que decían: LA GUERRA HA TERMINADO.
-¿Qué cojones significa eso?-preguntó en voz alta Luján, mientras se quitaba el gabán y caminaba hacia el perchero de otra pared.
Iglesias, el subinspector gordo y bromista que había conocido en su primer día, estaba en su trayectoria. Luján observó su mirada, entre despreciativa y retadora.
-¿No lees nunca la prensa?
-No, si puedo evitarlo –confesó el inspector.
-Te pierdes las grandes noticias. La guerra ha terminado porque, de una vez, los putos rojos han confesado que se lo llevaron.
Mientras pronunciaba ese «que se lo llevaron», Iglesias frotaba delante de los ojos de Luján las yemas de los dedos gordo e índice de su mano derecho. Seña de dinero.
-¿Te refieres a?
-El oro, sí. El puto oro de Moscú. ¡Joder, Luján, si están todos los periódicos dale que te pego!
-Lo han devuelto –Luján afirmó, más que preguntar.
-Quiá –respondió Iglesias, con gesto de asco-. Devuelto, devuelto… Por lo menos, han reconocido que se lo llevaron.
Observando periódicos atrasados, Luján comprobó que durante aquellos días festivos, la observación de su hijo le había absorbido en exceso. En efecto, la prensa del régimen había hecho toda una batahola de aquella cuestión. Representantes republicanos en el exilio entregan al gobierno legítimo documentación sobre el destino del oro de Moscú. Declaraciones grandilocuentes. Artículos de fondo repletos de palabras encendidas.
Iglesias tenía razón, pensó Luján. La victoria definitiva se produce cuando quien ha sido vencido, además, lo reconoce sin paliativos.
Ya incorporado al trabajo, Luján hizo sus gestiones. Descubrió que, de momento, estaba empantanado. Azpíriz pasaba unos días de vacaciones y Aurelio Barandiaín, según refirió una sobrina suya al cargo de la pensión esos días, también estaba en su tierra, pasando unas largas navidades. Fue por eso que aplicó un par de semanas a su otra cara, como él la llamaba: aceptar o buscar misiones propias de su unidad, buscando ese efecto de no destacar que le había exigido Rebollo.
Antes de que Azpíriz regresase, sin embargo, fue el propio Rebollo quien cambió eso. Y de una forma bastante sorpresiva para Luján.
Una mañana, el inspector caminaba hacia la comisaría con paso decidido. Precisamente tras la esquina en la que un día le había esperado un coche con Ismael Rebollo dentro de él, se encontró con su anterior jefe. Esta vez estaba de pie, apoyado en la fachada del chaflán, fumando indolentemente. Carlos Luján se lo quedó mirando unos segundos, sin saber si debía o no saludarlo.
-¿Tienes querencia por este lugar? –Acabó por preguntarle.
-Es discreto y tú, que eres animal de costumbres, siempre pasas por aquí –respondió Rebollo-. Está lo suficientemente cerca de la comisaría como para poder prever a qué hora podré encontrarte, y lo suficientemente lejos como para que nadie o casi nadie nos vea.
-¿Nadie debe vernos?
Rebollo torció la boca en un rictus de indiferencia.
-Digamos que no sería elegante.
-Genial. Y, dime, ¿qué va a ser hoy? ¿Vamos a ir a ver a Mola?1
Rebollo sonrió y negó con la cabeza.
-Casi, casi. No vamos a ver a nadie. Vamos a vigilar. Y a hablar.
-Honrado de vigilar contigo, y encantado de hablar.
Rebollo caminó dos pasos hacia Luján. El sarcasmo se había borrado de su rostro.
-¿Honrado, Luján? Vas a acompañarme a un servicio que no tiene nada que ver con los cometidos de tu unidad. No te digo que sea nada ilegal ni criminal, ya me conoces. Pero no tienes por qué hacerlo.
Luján se bañó unos segundos en las pupilas de su interlocutor. Heladas, como siempre. Pero se dijo: no, no es él. Soy yo. Y contestó la verdad.
-Dos cosas. Una, de ti me fío, y lo sabes. Y dos, después de todos estos meses, después, sobre todo, de ese paseo que no dimos tú y yo hará cosa de un mes, tu trabajo me provoca…
-¿Curiosidad?
Luján bamboleó su cabeza arriba y abajo.
-Ajá, sí. Curiosidad.
No te miento, se dijo en su interior. Pero, además, quiero tenerte cerca. Cuanto más cerca, mejor.
Si lo que Luján estaba haciendo era tirar un anzuelo, Rebollo lo mordió con fruición. Su sonrisa se amplió y palmeó un par de veces las espaldas del inspector.
-Joder, macho –musitó-. Has nacido para policía. Para policía de verdad.
Luego le señaló un coche, esta vez normal, aparcado cerca de allí.
Subieron. Rebollo condujo hacia el barrio de Salamanca, tras musitar «no será largo, vamos aquí mismo». Pero tardaron casi media hora, tras la cual Luján notó que aminoraba la marcha y, al contemplar un espacio libre para aparcar en la acera, le escuchó una expresión de triunfo. Cuando paró el coche, Rebollo le miró y dijo, con una sonrisa.
-Justo enfrente.
-¿Enfrente? ¿De qué?
-De nuestro destino. O sea, ese portal.
Rebollo siguió la línea imaginaria demarcada por el dedo de Rebollo. El número 11. Espió la placa. Calle Hermosilla.
-¿Hermosilla, 11?
-Eso es. Hermosilla, 11, tercer piso.
Luján encendió un cigarrillo.
-¿Vive Marx, allí?
A Rebollo pareció hacerle gracia la broma.
-¡Marx! ¡Estás de coña!
Luego se aplicó a aspirar su cigarrillo, para prenderlo con la cerilla que Luján le había encendido.
-Es el despacho de Gil-Robles –informó finalmente Rebollo, hablando con el pitillo entre los labios.
Luján sintió un leve escalofrío de extrañeza.
-¿Ahora espiamos a Gil-Robles?
Rebollo se alzó de hombros.
-No nos gustan los republicanos.
-Ya, ya. Pero hay republicanos y republicanos, ¿no?
Rebollo reprimió una risa. Luego miró a Luján, algo más serio.
-Luján, hay una raya. Y es muy simple saber de qué lado estás, del lado de allá y del de acá.
-Ya, pero Gil-Robles…
-Amigo mío, fíate del Diablo, y no corras. A lo mejor, hoy aprendes algo.
Después de esa confesión, Rebollo se enfrascó en un largo silencio. Luján sopesó la posibilidad de abrir la boca e iniciar algún tema de conversación. No lo hizo, sin embargo. Al fin y al cabo, él era el novato. Si le había cabido alguna duda de que no iban a vigilar los hábitos de vida de cualquier sospechoso de haber violado el Código Penal, el hecho de que el vigilado fuese José María Gil-Robles la disipó. Sin cerrar los ojos (hubiera sido indecoroso, en medio de una vigilancia policial), Carlos Luján trató de recordar la única vez en su vida que tenía conciencia de haber estado cerca de Don José María. Había sido en la casona de su tío, Augusto Calanda. De hecho, El Dueño era, como él decía, casi de Acción Popular y de la CEDA2. El tío Augusto había tenido, y todavía tenía a mediados de los treinta, importantes propiedades rurales en Castilla la Vieja3, lo cual lo mantenía fiel a los mandados de Don José Martínez de Velasco4. Allá por el 35, cuando Luján era un adolescente más preocupado en jugar con la perra Larita que en cualquier otra cosa, agrarios y cedistas estuvieron juntos en gobiernos de la República, lo cual animaba la celebración de reuniones y diálogos, para los cuales, no pocas veces, El Dueño había prestado gustoso su amplio hotelito. Luján veía a aquellos señores, normalmente entrados en edad y vestidos de forma elegante pero pasada de moda, llegar puntuales, cruzar el jardín, no sin olvidar repasarle el pelo en señal de cariño mientras ponderaban lo crecido que estaba, y luego entrar al amplio salón que quedaba separado del jardín por una amplia cristalera con puertas correderas. Entonces se sentaban en los sillones del salón, fumaban, bebían coñá y discutían sobre España, con palabras de Carlos Luján nunca escuchó, ni tampoco le interesaron.
Normalmente, los contertulios de Don Augusto Calanda, que ni siquiera era diputado en Cortes, eran de mediano calado. Líderes y jefecillos de ámbito provincial, caciques menores e ideólogos que escribían folletos que habitualmente apenas leían un par de correligionarios. Por eso, cada vez que un ministro de la Nación, un diputado o un alto cargo, se dejaba caer por aquellas tertulias estratégicas, el tío Augusto lo pavoneaba durante horas antes de que el acontecimiento se produjese, en la primera tarde.
José María Gil-Robles pisó ese jardín siendo ministro de la Guerra. Luján no recordaba bien la fecha, pero sí el cargo, porque era lo que más le importaba a su tío y lo que usó para justificar que, aunque soportase la presencia de la chavalería en la casa pues era domingo, los recluyese en una habitación en el segundo piso, una estancia abuhardillada que se usaba de desván de cosas inútiles, desde donde los infantes vieron llegar al ministro. En su imaginación aún bastante infantil, Carlos Luján esperaba ver llegar a un soldado imponente, a un hombre como no se pueden encontrar cien en el mundo entero; por eso, se sintió íntimamente decepcionado ante la visión de un hombre bajo y algo rechoncho, bajo un sombrero que daba la impresión de ser demasiado pequeño para él, con una cara mofletuda y un gesto más propio de niño estudioso que de jefe de los Ejércitos. Quizá aquel día comprendió Luján que los hombres grandes no llevan la grandeza escrita en el rostro. Una enseñanza interesante para él, puesto que su vida habría sido menos exitosa de haber creído que a un asesino se lo reconoce por la mirada.
Despertó de su ensueño leve. Se volvió hacía Rebollo. El policía le miró con un gesto que delataba curiosidad por sus pensamientos.
-Es Gil-Robles –se explicó-. O sea, ya sé que yo no estoy aquí ni sé nada de lo que tú haces y que blablabla. Pero no soy tonto. Y sigo preguntándome si no habrá un solo rojo suelto por España que merezca más tu atención que un tipo de derechas.
Rebollo se estiró en el estrecho cubículo del auto, suspirando al tiempo. Apretó los labios, en un gesto que a Luján le pareció el del maestro que contempla a su mejor alumno fallar en una multiplicación la mar de fácil.
-Derechas hay muchas, Luján.
-No creo que Gil-Robles represente a ninguna peligrosa.
Rebollo negó con la cabeza.
-Tienes que entender lo que es un político, Luján. Eso de que representa a una ideología es sólo al principio. Cuando alguien se hace grande, pasa a representarse a sí mismo. No digo que este tipo –señaló con la barbilla al portal de la calle Hermosilla que vigilaban- no se metiese algún día en política por el bien de España y por el sagrado valor de los principios cristianos y por la madre que lo parió. No digo que no fuese sincera su voluntad de contrapesar las fuerzas de la revolución marxista. Pero llega un momento en que te rodea un montón de personas que no para de decirte que eres la hostia. Comienzan a hablarte de una cosa muy gorda: la Historia. Pasar a la Historia.
-Veo por dónde vas –concedió Luján-. Ése día empiezas no a hacer lo que hay que hacer, sino a hacer lo que hay que hacer para pasar tú a la Historia.
Rebollo, como si fuese un premio, le ofreció un cigarrillo.
-Es el problema de los partidos políticos. Será su problema siempre, se extiende como un cáncer y acaba marchitando a la sociedad más robusta. Todo sistema de partidos llega a un punto en el que éstos ya sólo trabajan para alimentarse a sí mismos; se alimentan de patria: más gordos ellos, más delgada la Patria.
Luján chupó de su cigarrillo. En su interior brincó la ambición, siempre presente de alguna manera entre él y Rebollo, de poner a prueba las convicciones de cada uno.
-También puede pensarse que eso no ocurre por ser líder de un partido, sino, simplemente, por tener poder. Por estar en el Poder. Por ser el Poder.
Rebollo le miró con cara de pocos amigos. Lo ha entendido, se dijo Luján, no sin cierta fruición.
-No, si tienes un hondo sentido del deber, Luján. Como lo tiene Franco, si es ahí por donde vas.
-No he pretendido…
-¿No has pretendido? ¡Qué amabilidad! Da igual, da igual –Rebollo recuperó la sonrisa y el tono distendido-, sé que sabes que yo sé de qué palo vas, inspector. Puedes ser el niño terrible las veces que quieras, porque yo conozco la medida de tu valentía.
A Luján, esa forma de plantear las cosas no le hizo la mínima gracia. Pero se abstuvo de contestar, asentado en la prudencia.
-Mira, Carlos. Cuando Gil-Robles era ministro de la Guerra, tenía un jefe de Estado Mayor que se llamaba Francisco Franco Bahamonde. Jefe de Estado Mayor quiere decir que, sabiendo tocar las teclas oportunas, Franco podría haber sido caudillo en 1935. Pero hasta para eso tuvo sentido del deber.
-O acertó con la estrategia. Tal vez en el 35 habría perdido la guerra.
-Puede ser –Rebollo acompañó esa afirmación con un gesto de la cabeza-. Pero eso son conjeturas. Lo que está encima de la mesa es un acto de disciplina. Una demostración de que se percibe una misión que va más allá de uno mismo. Y, además, para más inri, ahora estamos en un Estado orgánico. A nosotros no nos gobiernan los partidos, con sus intereses propios. Nos gobiernan las células inmortales de nuestra sociedad. La familia, el municipio, el sindicato. Son demasiados titanes como para permitir un eventual, futuro, cambio de rumbo por parte de un general metamorfoseado en político.
-Hace algunos meses –respondió Luján, tras una larga y silenciosa chupada a su cigarrillo-, escuché a Arrese explicar precisamente eso. Un sistema puramente equilibrado en el que aquéllos que hicieron la Cruzada se erigían en legítimos guardianes de la pureza del Movimiento. Pero de aquellas leyes no se ha vuelto a saber nada.
Ismael Rebollo, no así Luján, tenía su ventanilla bajada, por donde el frío de la mañana entraba a bocanadas en el auto. Después de observar unos lentos segundos a Luján en silencio, suspiró, se volvió hacia la ventanilla, apoyó en ella el codo del brazo izquierdo y, sosteniendo con la mano izquierda el cigarrillo, fumó en silencio un rato largo, mirando hacia la calle. A ratos, se rascaba la frente con expresión de fastidio. Luján se sintió, por segunda vez en poco tiempo, como ese alumno brillante que repentinamente suspende un examen importante.
-Escucha, Luján –terminó por hablar Rebollo-. Escúchalo otra vez, porque ya te lo he explicado antes, pero no lo has querido entender. Vamos a dar por bueno eso de que la Cruzada fue hecha por los tuyos.
-Oye, Rebollo, la Falange…
-¡La Falange, leches! –El estallido de Rebollo no fue gran cosa, pero sí suficientemente aparente como que un par de transeúntes, cerca del auto en ese momento, les mirasen y se alejasen vigilándolos furtivamente- ¿Te suena el nombre de Galarza5, o del general Varela? ¿Bilbao6, Iturmendi, Fal Conde7? ¿Les negarás compromiso con la Cruzada? Ellos también están dentro, Luján. Y no son tú, no son vosotros.
-No lo niego –respondió Luján-. Pero hay clases.
-No, no, no, no –Rebollo apenas musitaba, pero movía a ambos lados la cabeza casi con violencia-. No hay clases, Luján. Ya no. Nosotros no somos la revolución, Luján. Somos su resultado. España era un campo por arar y lo hemos sembrado. Pero ahora que recogemos la cosecha, el trigo es para todos. ¡Para todos, Luján!
-No pretendo que sea todo nuestro.
-No, no. De vuestra generosidad hay pruebas sobradas –el tono de Rebollo era, por primera vez, conciliador-. Pero, Luján, toda ideología es una faja. En una faja hay quien cabe y quien no. Y en la España del Movimiento tenemos que caber todos.
Inquietante mensaje, se dijo Luján. Pero lógico. Ya José Antonio había prevenido a la Falange de que podría ser utilizada para ser la fachada de un estado tan sólo presuntamente fascista. Ahora, eso mismo era lo que ocurriría, si la mirada de Rebollo no mentía. El futuro es un engranaje, se dijo; y a tipos como Rebollo les importa una mierda que, en su movimiento, aplaste a tipos como yo.
Ese pensamiento avivó la ira.
-Explícame entonces, Rebollo, por qué cojones, en esa España en la que tenemos que caber todos, no cabe José María Gil-Robles.
Rebollo ni se molestó en mirar a Luján. Siguió con la vista al frente y, por toda respuesta, señaló hacia delante con la colilla renegrida que agonizaba entre los dedos de su mano izquierda.
-Mira ahí. Al principio de la manzana.
Luján se volvió. Dos hombres bien vestidos caminaban por la acera. Luján les calculó unos cuarenta años de edad, quizá menos. Aunque uno de ellos tenía un rostro angulado, de corte antiguo, que hacía pensar que era algo más mayor. El otro tenía un aspecto menos intelectual, cejas pobladas en y un gesto adusto, casi rural.
-¿Quiénes son?
-Militantes.
-¿De la CEDA?
Rebollo miró a Luján. Con una sonrisa de triunfo en los labios.
-Socialistas, Luján. Socialistas8.
Carlos Luján sintió un escalofrío en la espalda. En realidad, nunca se había preparado psicológicamente para la prueba de reencontrar socialistas de verdad en el propio Madrid, paseando por la calle Hermosilla como cualquier hombre de bien. Aún peor: dirigiéndose al despacho de Gil-Robles, ahora entendía el sentido de la vigilancia, para entrevistarse con él. Después de unos segundos de vacilación, con un gesto seco agarró el tirador de su portezuela.
-¿Los detenemos?
-Ni de coña –respondió Rebollo, muy tranquilo.
-¿No? ¿Vas a dejar que se vayan?
-Son más útiles libres.
Luján soltó el tirador. Trataba de desenmarañar su desorientación.
-No acabo de entender las técnicas de la Policía Orgánica.
Rebollo rió brevemente. Le dedicó una palmada en la espalda a su compañero.
-Ya te he dicho que Gil es ambicioso. Aunque tampoco es temerario. Tiene una posición, no la quiere perder. Pero es político, y no hay un político que no ambicione el Poder. Su reacción ha sido, pues, buscar algún caminito hacia el Poder, algún lugar que le permita pensar que volverá a saborearlo. Alguna figura notable en la que crea la gente, no sé si me entiendes…
No necesitó decir más. La mente de Luján se aclaró en una décima de segundo.
-Joder. Estás hablando de la puta Corona.
-De la puta, y de la Corona, sí. Gil-Robles juega a monárquico. Juega a que la República estuvo bien en muchas cosas, salvo en lo de ser una república. Y el Borbón le escucha. Ambos están convencidos de que Franco caerá como una fruta madura. Que no tiene más remedio que reconocer, tarde o temprano, que, en el fondo, él también forma parte del paréntesis y que, cuando él se vaya, habrá que cerrarlo.
-Y, ¿no es eso verdad?
-Buen intento, Luján. Buen intento. Pero aquí estamos hablando de Gil-Robles, no de Franco.
Luján fue a decir algo, pero la mirada de Rebollo le dejó bien claro que no era el momento.
-Lo que es verdaderamente acojonante de toda esta historia es que esa milonga de que un rey lo solucionará todo no sólo la escuchan los, bueno, los de derechas. Hay gente en las izquierdas que también le da a ese sonajero.
-¡Joder! ¿Socialistas monárquicos?
Luján alzó las manos y se encogió de hombros.
-¿Por qué no? Si estás jodido, perseguido, encarcelado. Si ves cómo el puto generalito estúpido consigue que las potencias mundiales se olviden de las condenas que ellas mismas escribieron9. Si, por lo tanto, ves que no vas a pillar cacho en tu puñetera vida, ¿por qué no probar? ¿Por qué no apostar por un rey que lleve a cabo la reconciliación nacional?
-No hace falta ninguna reconciliación nacional.
-Lo sé. Como lo sabes tú y lo sabe el resto de los españoles. Pero ellos son políticos, Luján. ¿Por qué no te lo aprendes de una vez?
-Pero están condenados al fracaso.
-¡Pues por eso mismo! –Exclamó Rebollo, con amplia sonrisa- Si van a fracasar, ¿para qué coño detenerlos? Dos socialistas, herederos de los asesinos de Calvo-Sotelo, se van a ver al otrora líder de la CEDA para hablar de puntos comunes. ¡Puntos comunes, Luján! Parece un chiste, pero no lo es.
Luján reflexionó unos segundos.
-Así pues, la misión… ¿ha terminado?
-Exacto, Luján. Hemos visto lo que queríamos ver. Hemos corroborado lo que ya sospechábamos. Sabemos que tenemos que seguir pendientes de esos pollos. Y prepararnos, porque el gil de Gil, cualquier día, nos traicionará. Lo que hay que conseguir es que, ese día, no sea nadie.
Rebollo sacó dos cigarrillos de su petaca.
-Lo cual –dijo, mientras le ofrecía uno a Luján- nos deja un ratillo para hablar del caso López.
Un giro tan brusco puso a Luján inicialmente en guardia. Sin embargo, algo en la mirada de su interlocutor le dijo que la cosa no iba por ese flanco que tanto temía: la famosa tarjeta autógrafa de Lucía Odriozola. Delante de su rostro, Luján no tenía a un interrogador, sino a un colega. No le costó, pues, dejar que los acontecimientos se desarrollasen.
-Apenas he avanzado. He echado anzuelos, a través de Azpíriz, pero Azpíriz no ha regresado aún de sus vacaciones de Navidad.
-No te preocupes –contestó Rebollo, con un gesto de su mano-. Entiendo que te tomes todas las precauciones posibles en un caso tan… especial. Soy yo quien quiere informarte.
Un joven embutido en un gabán bastante viejo estaba en la acera, cerca del coche, observándoles. Probablemente, se había fijado en la escena –dos hombres dentro de un coche parado y apagado, hablando, hablando- y le picaba la curiosidad. Unos pocos segundos de silenciosa mirada de Rebollo le dejaron las cosas claras. Se alejó a paso vivo, Hermosilla arriba.
-Creo que está claro que yo tengo, digamos, «más mano» con ciertas cosas que tú. Así pues, he procurado adelantarme, aprovechando un par de contactos.
-¿Un par de contactos?
-Un par de contactos, sí. No pensarás que una investigación que tiene interesados a tan altos personajes vaya a ser llevada por ti en solitario.
-No, desde luego. En realidad, lo que no entiendo es qué hace un humilde policía metido en esto. Pero prometí no preguntar.
La mirada de Rebollo se estrechó. Suspiró levemente.
-No voy a pasarme toda la puta vida dorándote la píldora –respondió-. Pero te recordaré, aunque sólo sea una vez, que de no ser por ti Anselmo López sería hoy un expediente perdido en cualquier estantería de cualquier archivo apolillado.
-Ya.
-Te ganaste el derecho a estar en esto la tarde que te me enfrentaste en la taberna, delante de tus compañeros. Creías en tu tesis y yo no. Si no te hubiese hecho caso…
-Está bien, está bien. No más explicaciones. No las necesito.
-Ni yo te las voy a dar. Sólo quiero que entiendas una cosa: cada vez que en esta historia te topes con la necesidad de echar un vistazo o hacer alguna pregunta en los tejados de la Administración, vendrás a verme y me lo pedirás a mí. Y yo te haré el favor, por así decirlo.
Luján reflexionó. Ahora sí que no entendía nada.
-No recuerdo haberme topado con nada que demande una actuación de ese tipo.
Rebollo se encogió de hombros.
-Tú sabrás. Yo creo que sí.
En ese momento, Luján lo entendió. Va por delante de mí, se dijo. No es que yo me haya topado con algo que necesite de ciertas consultas en los ámbitos del Poder. Es que él sabe que tarde o temprano, me ocurrirá. Así era Rebollo. Un tipo incapaz de decirte «cuidado, un tiesto cae sobre tu cabeza»; sino: «yo que tú, me movería de donde estás».
Suspiró. Así eran las cosas.
-Tú tienes mucho más tabaco que yo –protestó.
Rebollo, en silencio, sacó de nuevo la petaca, lo abrió, ofreció un cigarrillo a Luján, y se sirvió él otro. Mientras los encendieron, hubo tregua.
-Vale, está bien –dijo Luján, tras la primera chupada-. Ahora dime dónde me encontraré el escollo que tú ya has saltado.
Rebollo tomó aire, y su rostro se tornó algo más serio.
-En la documentación que ya tienes se dice que Julio Cendoya murió en la URSS.
-En Nosequeleches.
-Novgorod. Una acción suicida que admiró a los alemanes. Los divisionarios cruzaron el lago Ilmen para salvar a unos alemanes que estaban atrapados. Murieron nueve de cada diez de los nuestros allí.Y la Escuadra Alcubierre se fue al carajo.
Luján tenía ya un comentario sarcástico pugnando por salir de su boca, pero el tono de Rebollo había adquirido tal gravedad que se la ahorró, y prefirió el silencio.
-En el caso de Cendoya, su muerte fue certificada por dos testimonios. El del cabo Herminio Pozas, a quien ya conoces.
-Sí, claro. El de la taberna de El Pardo, al lado del Palacio.
-Ése. Allí sigue, así pues no vendría mal que le girases una visita.
Esta vez fue Luján quien se encogió de hombros.
-Pensaba hacerlo. Aunque con tranquilidad, porque no pienso que pueda aportar algo muy significativo.
-Yo no opino lo mismo –respondió Rebollo, enigmático.
-¿Ah, no? –Preguntó Luján, con afectada indiferencia, al mismo tiempo que dejaba escapar una vaharada de humo de su boca.
-Pues no. Si no me equivoco, ese tal Pozas te declaró en 1948 que no le sonaba de nada el lema In bello, Amicitia.
-Cierto.
-Sin embargo, ahora sabemos que era el lema de Cendoya y de algunos divisionarios más, más o menos hermanados con él.
-Ajá.
-Y que Pozas es el superior jerárquico que figura en la documentación como testigo de la muerte de Cendoya; como autor del testimonio que le hace merecer su medalla póstuma.
-Exacto.
-Así pues, en una batalla en la que mueren nueve de cada diez compañeros, resulta que la muerte que eres capaz de certificar, hasta el punto de ensalzar el valor y sacrificio del soldado, es la de un tipo que porta y usa el lema In Bello, Amicitia; pero, al mismo tiempo, dicho lema no te suena de nada. Hay algo que no encaja ahí.
Luján pensó para sí. Joder, recuerda mis notas de la declaración de Herminio Pozas del 48. Exactamente, ¿qué juego estoy jugando?
Trató de escapar. Por puro deporte de discusión o, quizá, porque ambos sabían bien que esa dinámica, la del abogado del diablo enfrentándose a la virtud, era la mejor forma de hacer avanzar los casos.
-Bueno, no tienes la certeza de que el tal Pozas no declarase la muerte de otros.
-Esa certeza no la tienes tú –musitó, lentamente, Rebollo-. Habíamos quedado ya en que voy por delante de ti.
Luján se lo quedó mirando. Qué cabrón. Pero, también, qué profesional.
-Has buceado en los archivos.
-Han buceado por mí. En carpetas que necesitan siete permisos para ser abiertas. Herminio Pozas y Julio Cendoya formaron parte de una sección de soldados, una veintena, que recibió la orden de neutralizar un nido de ametralladoras ruso. Iban a tener fuego de cobertura, pero apareció la artillería enemiga y… bueno, los dejaron en medio del puto lago y con el culo al aire. Salieron echando leches por el hielo y, aún así, sólo regresaron cuatro; de los muertos la mayoría, doce, formaba parte del grupo más adelantado, que llevó la peor parte, y en el que brilló nuestro amigo Cendoya hasta que le destrozaron el pecho; todo un carácter, el chico. Una acción típica para la concesión de medallas póstumas. Pero, a efectos de honores y otras historias, es muy importante el testimonio de un superior. Un cabo es poca cosa pero, por decirlo mal y pronto, el cabo Pozas era lo único parecido a un mando que se atrevió a meterse en aquel matadero. De todas las cosas que vió, la única que encontró interesante de contar fue la valentía y muerte de Julio Cendoya. Tenía, seguro, otras que contar pero, o no las vio, o no estaba seguro, o no le parecieron lo suficientemente heroicas.
-Casos de ésos habrá muchos en una guerra.
-Ya. Pero estos dos, Pozas y Cendoya, son el único… ¿cómo le has llamado?, ¡ah, sí!; el único caso que está relacionado con nuestro divisionario López, herido antes de la acción del Ilmen. Lo cual los hace muy, muy especiales a ambos, ¿no te parece?
Luján asintió el silencio.
-A pesar de tu consejo, tengo la sensación de que te has desviado.
Rebollo miró a Luján con expresión de sorpresa.
-¿Desviado?
-Desviado, sí. Tú no querías hablarme de Herminio Pozas.
-Es cierto. Lo que no sé es cómo lo sabes.
-Sencillo –respondió Luján dando una larga chupada a lo que quedaba de su cigarrillo; le encantaba quedar por encima de su antiguo jefe-: cuando has empezado a hablar de tus averiguaciones, te has referido a los dos testimonios existentes sobre la muerte de Cendoya. Si quisieras haberme hablado de Pozas, no lo habrías hecho así, pues ya le interrogué y sabes que con decir su nombre me habría acordado.
Rebollo sonrió, al tiempo que negaba con la cabeza.
-Mira que eres un cabrón listo.
-Tú me quieres hablar de Julio Abrantes.
Rebollo dejó escapar una expresión de sorpresa satisfecha.
-¡Eh, eh! ¡Has hecho los deberes!
-Desde luego. Es evidente, y lo reconozco, que no había llegado tan lejos en el análisis de los, digamos, puntos penumbrosos de la declaración de Pozas. Así que la declaración de Abrantes tiene su interés como contraste.
Rebollo asintió sin hablar.
-Y éste es el momento en que tú me vas a facilitar esa entrevista.
El policía levantó un rostro desanimado, y negó con la cabeza.
-No, Luján. No puedo. Ni siquiera yo ni mis, ejem, amigos, pueden.
Esa respuesta dejó a Luján sin respiración unos segundos. Después, creyó comprender.
-Ha muerto.
-Ojalá –respondió Rebollo.
Luján chapoteó de nuevo, torpemente, en el denso fango de la incomprensión.
-Me confieso incapaz de desentrañar la adivinanza.
-No es una adivinanza –contestó Rebollo, mientras hacía un gesto de fastidio con su boca-. ¿Recuerdas el Semíramis10, Luján?
El inspector se encogió de hombros.
-Y quién no.
-Lo que vas a escuchar ahora más vale que no vayas contándolo por ahí.
-Rebollo, mi mujer casi ni conoce tu nombre de pila.
-Está bien, está bien. El Semíramis nos devolvió a todos los divisionarios no muertos que quedaron en manos de los rojos, ¿no?
-Supongo que sí.
-Pues no lo supongas.
Se hizo un silencio entre ambos. Luján dejó que la información nueva se secase dentro de su conciencia, se solidificase como la arcilla horneada. Sentía una punzada en lo más hondo del estómago, como siempre que su curiosidad se veía excitada.
-¿Quieres decir que los comunistas todavía tienen a algunos… algunos de los nuestros?
-Depende de cómo quieras verlo.
-Joder, qué respuesta.
-No hay otra, Luján. No hay otra.
Rebollo se reacomodó en el asiento. Adoptó un tono aún más confidencial.
-No todos nuestros chicos fueron buenos chicos. La mayor parte de los nuestros que tuvieron problemas en Alemania y en Rusia, los tuvieron porque eran jóvenes, y fogosos, y, esto, mediterráneos. Latinos. No sé si me entiendes.
-Pichabravas.
-Y bebedores, juerguistas. Sí. Es lo que nos toca. Los alemanes son más cuadriculados.
-Ajá.
-Pero hay que reconocer que en todo cesto de manzanas, si es grande, tiene que haber alguna o algunas podridas. Unas pocas. En la División Azul se nos escapó de todo, falangistas sinceros, aventureros, militares buscando ascensos, muertos de hambre; y también delincuentes, gente mala.
-Abrantes.
-Ya llegaremos a eso. Evidentemente, ni a los alemanes les interesaba tener a esa basura en sus filas ni a nosotros que, teniéndola, fuesen ellos la representación de España en el ejército del Reich. Así que en Grafenwöhr…
-¿En dónde?
-En Grafenwöhr. El campo de entrenamiento antes de ir al frente. Allí, digo, ya se separó mucha paja del grano. Pero quien aguantó, o disimuló, o se supo escaquear, al llegar al frente, se hizo más o menos imprescindible. Cuando tres mil cabrones corren por la estepa con la única idea de cortarte los cojones, no le haces mucho asco al compañero porque él mismo también sea un cabrón.
-Puedo entender eso.
-Abrantes es un hijo de la gran puta. Entre los españoles lo llamaban El Nazi no porque lo fuera, sino porque se desempeñaba con las gentes de Rusia incluso peor que los alemanes. Mientras los españoles solían contemporizar con los lugareños, él no perdía la ocasión de humillarlos y putearlos. Hasta que un día mató a sangre fría a una joven, casi una niña. Hubo una investigación. No de la división; de los alemanes. Como pronto sabrás, llovía sobre mojado. Acabaron descubriendo que había sido un crimen simple y puro. La chica estaba embarazada. Aunque Abrantes no lo confesó, todo parece indicar que el niño era suyo, y que la mató por eso.
-Y, después de eso, lo repatriaron.
-No. Antes de que eso pudiera ocurrir, desapareció en combate. Casi al final de la existencia de la División.
Luján suspiró. Conocía a Rebollo. Rebajó su tono de voz hasta el susurro.
-Y ahora es cuando me vas a contar algo verdaderamente secreto.
-¿No te lo parece lo que ya sabes?
-Sí, desde luego. Pero has dicho que Abrantes es un hijo de puta, y que ojalá estuviera muerto. Sabes algo más.
Rebollo enarcó las cejas, y asintió.
-En efecto. Está vivo. Y, porque está vivo, Abrantes es un grano en el culo. En el culo de España, en el culo de Franco. Curiosamente, no se ha sabido hasta hace unos pocos meses.
-¿Ah, sí? ¿Cómo ha sido eso?
-Porque es un ladrón, Luján. Cuando se vio perdido, manejó sus opciones y decidió que le iría mejor siendo alemán. Supongo que pensó que siempre llega un día en el que las guerras se acaban y los prisioneros vuelven, y pensaría que los alemanes reclamarían a los suyos antes que nosotros. Robó la placa, la ropa y el armamento de un sargento de las Waffen SS y asumió su personalidad. Ha sido Dietrich Reuter durante quince años; aunque, por el hecho de que los rusos nunca lo liberasen, cabe considerar que, probablemente, no por cambiar de personalidad dejó de dar problemas. Hasta que un día, en uno de los campos de prisioneros donde ha estado, topó con un oficial ruso que aún recordaba detalles de la guerra.
Rebollo perdió unos segundos la mirada más allá del parabrisas, en la mañana fría. Luego se volvió de nuevo hacia Luján.
-Los miembros de la Waffen SS llevaban tatuado en el brazo su grupo sanguíneo. No me preguntes cómo, pero el oficial se fijó en que el sargento Reuter no lo llevaba. Así que tiró del hilo. Revisó el expediente del prisionero. Luego, supongo, le daría una mano de hostias. Esto fue a principios del año pasado. Abrantes, supongo, había perdido ya toda esperanza de regresar o, en cualquier caso, se daba cuenta de que le daba lo mismo ser alemán que no serlo. Así que cantó. Yo soy español.
-La hostia.
-La hostia, sí. La URSS sigue siendo un pozo de mierda, pero Stalin ya no está. Algunas cosas cambian y, hoy, a los rusos un español prisionero en sus campos les quema. Les faltó tiempo para buscar canales para decirnos oye, tío, aquí tienes a uno de tus hijitos, ven a recogerlo.
Luján reflexionó unos segundos.
-No veo el problema. Abrantes será un cabrón, pero es un español. Lo traemos en secreto, y en paz.
-No es tan fácil –respondió Rebollo, con visibles signos de fastidio-. En Grafenwöhr, como te he dicho, se limpió mucha paja. Entre los repatriados antes incluso de llegar al frente, había otro mal bicho, Carlos Gelmírez, un navajero y un chulo que enseguida causó problemas y fue descartado para el servicio activo.
Tragó saliva.
-Días antes de la repatriación, Gelmírez apareció cerca de su barracón, desnucado. Parecía haber resbalado, probablemente borracho, y se había caído sobre una enorme piedra. La muerte nunca se esclareció del todo.
-Y supongo que tampoco ahora, tantos años después.
-La viuda de Gelmírez –Rebollo continuó, como si Luján no hubiese hablado- se puso en contacto con divisionarios regresados. Se empeñó en aclarar el asunto. Acabó consiguiendo, bueno, testimonios; declaraciones de testigos que sitúan a Abrantes en el lugar adecuado para el asesinato y que, además, describen las pendencias que había entre ambos y recuerdan las amenazas de muerte que se cruzaron.
Luján asintió, sin palabras.
-El problema estriba en que Gelmírez fue descartado para Rusia, Luján. Todos los miembros de la División Azul se integraron en la disciplina del ejército alemán y, en Grafenwöhr, hicieron un juramento de fidelidad al Führer¸ Adolf Hitler. Pero no Gelmírez. Gelmírez no juró una puta mierda. Cuando murió, no estaba encuadrado en ninguna compañía ni brigada de la División.
-Era un ciudadano español, y no un miembro del ejército alemán.
-Exacto. Lo cual quiere decir que el crimen nos incumbe aunque no queramos ¿Cómo podríamos repatriar a Abrantes y no juzgarlo?
-Pero, si lo juzgamos, nos exponemos al escándalo.
-Exacto. Lo puedes ver en los periódicos de por ahí. Los rojos exiliados harían una fiesta con esto. La División Azul española, por fin al descubierto. Franco es el Generalísimo de un ejército de chulos de putas, salteadores y asesinos. Qué más quieren.
Luján asintió, pensando en silencio.
-Es jodido, sí.
-Desde luego. De todas formas, yo estoy en contacto. Ya me entiendes. Pero, sinceramente, no creo que vayamos a echarle el guante a este pájaro. No me extrañaría nada que los rusos hiciesen un agujero en el hielo para tirarlo al fondo del lago, y luego volviesen a taparlo. Y, créeme: en El Pardo no encargarían misas por el alma de ese hijoputa.
A las últimas palabras de Rebollo siguió un silencio. El inspector Luján reflexionaba sobre la información que acababa de recibir y Rebollo le dejaba pensar tranquilamente. Pensando en sí mismo, Luján tuvo que reconocerse que era vértigo lo que sentía. El vértigo de alguien que caminase por una tensa cuerda elevada varios metros del suelo y con los ojos vendados.
Nadie en el caso Anselmo López terminaba por ser quien debía ser.
Lucía Odriozola tenía que haber sido sólo una puta solitaria y bienintencionada que trabó amistad con su vecino, otro paria del Universo llamado Anselmo López. Pero, en realidad, era, probablemente, una persona con un activismo sindical que a todas luces había ocultado por algo, hasta el punto de recibir palizas a cambio de su silencio.
Herminio Pozas tenía que ser un cabo que sólo por casualidad coincidió con Anselmo López en la División Azul. Pero ahora era alguien que, tal vez, había querido, conscientemente, evitar toda relación con la única pista sólida sobre el muerto, es decir el famoso anillo y su lema: In Bello Amicitia.
Julio Cendoya era un falangista radical que se había apuntado a la División Azul por sólidas convicciones fascistas. Sin embargo, si formaba parte de ese pasado cuyo regreso Anselmo López temía hasta el punto de no ser capaz de vivir sin angustia; y aceptando la hipótesis de que, tal vez, compartiese con Lucía Odriozola su pasado, podría llegar a ser todo lo contrario: un rojo infiltrado en las filas azules, con a saber qué extraños objetivos.
Julio Abrantes también era, apenas unas horas antes de aquella conversación, un divisionario más que había prestado un testimonio para la concesión de una condecoración. Pero ahora era un problema diplomático de primer nivel.
Higinio Longares era el asesino de Anselmo López. Pero sólo hasta el momento. Y, además, era evidente que quien sabía de este asunto sabía ya que no lo era. Lo cual planteaba también la pregunta de quién era el tal Higinio Longares, y qué papel jugaba en toda esta historia lanzándose desde el Viaducto con uno de los anillos de Julio Cendoya y sus amigos.
Y, en cuanto a Anselmo López, ¿quién diablos era?
El plantel de dudas quedaba completado con una extraña pista, RIP 203, de cuyo significado nadie había logrado averiguar nada. Y una foto con una firma en el envés, en la que un hombre joven y delgado posa en compañía de otro viejo, grueso, bien vestido y con una amplia barba negra, ambos en la Cibeles, dando la espalda a la calle Alcalá en su tramo hacia la Puerta del Sol.
Y, por si fuera poco en este embrollo, si algún día podía aspirar Luján a contestar todas esas cuestiones, todavía quedaría la Gran Pregunta, esto es, qué papel jugaba en el caso Francisco Franco Bahamonde, Jefe del Estado, Caudillo de España y Generalísimo de los Ejércitos. Y qué consecuencias podría tener que Luján hubiese decidido ocultarle información.
Los dos hombres de mediana edad salieron del portal de Hermosilla, 11, mirando disimuladamente a ambos lados.
-Cabrones de mierda –oyó Luján musitar a Rebollo-. Seguro que también ha jugado con vosotros. Juega con todo el mundo, el jodido Gil.
Luján suspiró, bajó el cristal de su ventana y sacó el rostro a la mañana fría. Suspiró de nuevo.
El motor del coche se encendió con pereza. Rebollo desaparcó mientras silbaba, como en sordina, una copla de moda.
1 Se trata de una broma irónica de Carlos Luján. Ya que la anterior vez, Rebollo le llevó a entrevistarse con Franco, ahora Luján cita al general Emilio Mola, el otro gran caudillo en el momento del golpe de Estado del 36. Sin embargo, Mola murió algunos meses después, en un accidente aéreo, dejando el camino libre para que Franco fuese designado jefe supremo de los rebeldes. En el momento de la entrevista, pues, lleva casi veinte años muerto.
2 Confederación Española de Derechas Autónomas, coalición de derechas de la que formaba parte Acción Popular, el partido de Gil-Robles, quien era, además, el líder político y parlamentario de la CEDA.
3 Nombre que entonces recibía un territorio básicamente identificado con la actual Comunidad Autónoma de Castilla y León.
4 Líder del denominado Partido Agrario, formado sobre todo por terratenientes y de corte muy conservador.
5 Valentín Galarza, ministro franquista furibundamente antifalangista.
6 Esteban Bilbao. Tradicionalista, era Presidente de las Cortes en 1956, y combatió los proyectos jurídicos de la Falange, llegando a acusarlos de pretender generar un régimen soviético en España.
7 Líder de los carlistas.
8 Esas dos personas son Enrique Tierno Galván, quien fue diputado y alcalde de Madrid; y Fernando Morán, que fue ministro de Asuntos Exteriores durante la etapa de Felipe González.
9 En 1948, en San Francisco, la comunidad de naciones condenó el régimen franquista, despertando las ilusiones del exilio de una rápida caída del régimen franquista. En enero de 1957, sin embargo, las tornas han cambiado mucho y, de hecho, España ha perfeccionado ya un acercamiento con los Estados Unidos que suponía su consolidación internacional.
10 Así se llamaba el barco que el 2 de abril de 1954, por lo tanto unos dos años y medio antes de esta conversación, desembarcó en Barcelona a miembros de la División Azul que habían quedado presos de los rusos.
1. De momento hay dos ideas que no parecen compatibles. Anselmo es quizá un rojo disfrazado de falangista.
ResponderBorrarPero a la vez, el tema se remueve en relación(no sabemos como) con los falangistas más radicales o "puros" que reniegan de Franco.
Ya veremos como es la relación.
2. Lo de Anselmo López ¿Es un homenaje al caso Anselmo, el eterno caso pendiente de la serie Luz de Luna?
Hola JDJ,
ResponderBorrarNo parece plausible el hecho de la suplantación de la personalidad del miembro de las SS, ya que a todos los SS hechos prisioneros por los rusos se los apiolaban sin misericordia, por el mero hecho de formar parte de las SS (me refiero al frente del este). Sí que considero posible la situación, si la suplantación hubiera sido la de otro soldado español, o la de un soldado de la Wehrmacht.
Además en el Gulag se jugaba con la traición de tus propios nacionales; había alemanes, españoles, italianos, rumanos, etc. que dentro de los campos pasaron a colaborar con los rusos a cambio de condiciones más ventajosas de vida, o por afinidad ideológica, y que a mi modo de ver hubieran pescado enseguida al españolito que se quisiera hacer pasar por alemán.
Un saludi
Asier,
ResponderBorrarEs poco plausible, sí, pero no imposible. La mayor parte de los SS fueron masacrados en el mismo campo de batalla, pero no hay que olvidar que los POW germanos fueron utilizados no pocas veces para reconstruir lo que se habían cargado, así pues en ocasiones el pragmatismo aconsejaba no cargarse todos los brazos. Lo que sí es cierto es que incluso en los campos del Oeste eran peor tratados que el resto de POW.
Corsario, tú tranqui, que las cosas se pueden complicar todavía más :-) Luz de Luna no la ví jamás.