El funcionario catastral antifascista
Hacienda pica como la membrilla que es
La prima de Zumosol
Los estafadores pierden una batalla, pero no la guerra
Mola el franquismo, ¿eh?
Dicho y hecho. El 12 de julio, de buena mañana, Gómez de la Serna recogió a comprador y vendedor en el Hotel Nacional de la glorieta de Atocha, los metió en su coche, los llevó a Ocaña y, una vez allí, el notario local autorizó la escritura por la cual Bruguera, como apoderado de su amante, vendía a Gutiérrez Soto un solar que se había inventado usando un plano de 1868 y sobre cuya propiedad no exhibió el más mínimo documento acreditativo, lo cual no debe extrañarnos porque, veramente, no lo poseía. Como en el terreno de la imaginación todo vale, en la escritura de venta la finca se describía como de 87.500 metros cuadrados pero, “según reciente medición, en realidad 100.000”. Claramente, Gómez de la Serna se había dicho a sí mismo: think big. Necesitaba vender esa finca cien veces, así pues la necesitaba grande.
A Bruguera, absolutamente necesario en aquel negocio, le comprometió Gómez de la Serna 20.000 pesetas en el momento de la firma, más 70.000 en el momento en que prosperase el expediente de dominio que pensaba instar y, consecuentemente, la finca quedase inscrita en el Registro. Además, le “garantizaron” derecho de tanteo en toda venta que Gutiérrez Soto realizase de todo o parte de la finca, más un 30% de los rendimientos de dichas ventas.
Bruguera, sin embargo, no recibió un duro. Una vez firmada la operación, Gómez de la Serna le dijo que no tenía el dinero (lo cual quiere decir, sí, que el notario autorizó la escritura, a pesar de que en la misma se establecía un pago en aquel mismo momento, y que no se produjo); pero que no se preocupase, que Gutiérrez Soto le pagaría porque era “todo un caballero”.
En otras palabras, el timador había sido timado. Y timado, además, por un registrador de la propiedad, abogado en ejercicio, y asesor legal de gentes tan importantes como la hermana del jefe del Estado. Mola el franquismo, ¿a que sí?
En este punto del relato, los más agudos de entre vosotros os estaréis preguntando cómo es posible que Gómez de la Serna estuviese tan seguro de sí mismo. La respuesta es doble: en primer lugar, estaba falsamente seguro, como los hechos demostrarían. Y, en segundo lugar, estaba confiado porque no dejaba de ser un hombre de la profesión. Un colega. Aquel merdé tenía un centro de gravedad en el Registro de la Propiedad número 2 de Madrid. Y el titular de dicho Registro era amigo suyo: Santiago Liaño se llamaba.
Lo primero que hizo Gómez de la Serna al volver a Madrid desde Ocaña fue presentarse en el despacho de Liaño. Llevaba la escritura que se acababa de firmar en Ocaña y la certificación de Hacienda, más el borrador de una certificación registral que había preparado él mismo; certificación que, como era una inmatriculación, decía que la finca ahora vendida no figuraba en el Registro de la Propiedad; cosa que no era verdad y De la Serna, además, que diría Julio Iglesias, lo sabía.
Ante tamañas pruebas, endebles como promesa de primer ministro, ¿qué hizo Liaño? Pues qué iba a hacer: expedir el certificado y firmarlo.
Con esta evidencia en la mano, Gómez de Liaño redactó un escrito a los juzgados de Primera Instancia de Madrid, en el que solicitaba el inicio de un expediente de dominio en nombre de Gutiérrez Soto, instando al juez a declararlo en pleno dominio de aquel terreno que, en realidad, era del Banco Central, de la Fundación Caldeiro, de Antonio López, de otros dueños reales y, como dicen los catalanes, a más a más, en una parte del “dueño virtual” Alfonso Sergio Orbaneja. El escrito recayó en el juzgado 16.
Alfredo Gómez de la Serna, experto abogado inmobiliario, sabía bien que el juez exigiría dos cosas: una, la información catastral de la finca, si es que estaba catastrada (que lo estaba); y, dos, el certificado del Registro declarando que la finca no estaba previamente inmatriculada. En esto último, no tenía problema: tenía el certificado que él mismo había preparado y que su amigo Liaño había firmado. Pero no podía presentar la información catastral porque ésta, como ya os he descrito, hacía ya medio siglo que era bien clara al establecer que aquella “finca de fincas” (esto es: la parcela construida por Bruguera a partir de parcelas de varios dueños) estaba registrada, parcelada y sus dueños bien adverados. Es claro que el juez, lo que habría hecho, habría sido citar al Banco Central, a Antonio López, a los Caldeiros, y el mojo se habría descubierto.
Así las cosas, la única posibilidad de De la Serna era presentar la vieja certificación del Catastro declarando la inexistencia de cédulas parcelarias que le había facilitado Bruguera y, sobre todo, el famoso papelito de Hacienda. Dado que Hacienda acusaba Mercedes Romeu de no haber inscrito la parcela en el Catastro urbano, Gómez de la Serna esperaba que el juez no cayese en que estaba inscrita en el Catastro rústico.
La cosa le salió cojonuda. El juez titular y su secretario estaban de vacaciones. Los suplentes, probablemente un tanto angustiados por la carga de trabajo, no fueron muy porculos. El juez suplente admitió a trámite la petición; una petición que no había ni por dónde cogerla. Contaba, además, con el hecho de que, como en la descripción de la finca los lindes oriental y occidental estaban descritos de forma muy sucinta, lo que tendría que hacer el juez sería convocar a los posibles dueños a través de edictos, de ésos que nunca se lee nadie.
Cuando pasó el verano, sin embargo, el expediente cayó en manos de uno de esos tipos que suelen ser especialmente meticulosos: el fiscal del juzgado. Este fiscal sabía hacer su trabajo, pues pronto se dio cuenta de que en el escrito presentado por Gómez de la Serna no se identificaban los dueños colindantes. Por ésta y otras razones, el 23 de noviembre elaboró un escrito negándose a conceder el expediente de dominio.
La jugada era jodida. Pero Gómez de la Serna era un gambeteador profesional. Inmediatamente, redactó un escrito en el que decía subsanar unos errores previos en el primer escrito, facilitando los nombres de los dueños colindantes con la finca. Y los nombres que aportó fueron los de unos amigos de Gutiérrez Soto. Sí, lo que lees: un registrador de la propiedad en ejercicio pretendiendo engañar a un juzgado facilitándole los nombres de unos falsos dueños de parcelas que resultaban ser estafadores, y él lo sabía. Entre los propietarios colindantes, citó a Claudio Pardo Fernández, con domicilio en el número 56 de la calle Ferraz (la de, ejem, el PSOE). Salvo él, todos los consignados en el escrito comparecieron en el juzgado, sin necesidad de ser llamados, para confirmar los asertos de De la Serna. En el juzgado ni siquiera les pidieron que presentasen el DNI, mucho menos documentos acreditativos de sus propiedades. Simplemente fueron, dijeron que no se oponían al expediente de dominio, y se fueron.
Todo tenía que salir a pedir de boca. Pero las casualidades existen. Alfredo Gómez de la Serna había calculado que nadie se leería el edicto que, en cumplimiento de la normativa, el juzgado de instrucción número 16 publicó en los boletines oficiales correspondientes y, también, en un periódico de difusión nacional; en este caso, El Alcázar. Pero resulta que no fue así. Una persona acabó leyendo ese edicto en un ejemplar atrasado del periódico. Y no era cualquier persona. Era Justo de León-Sotelo Aguado, apoderado del Banco Central y gran impulsor del BC, el club de fútbol de empleados de la entidad. El hombre que había negociado con la dirección del Central la cesión de los terrenos cerca del Abroñigal para campo de fútbol.
Días después,. Salvador Ortega, presidente de la Fundación Caldeiro, quien ya prácticamente se había olvidado del asunto de los terrenos más allá de doctor Esquerdo tras apañarse la permuta, recibió una llamada. El comunicante era Gervasio Rodríguez, miembro de la Asesoría Jurídica del Banco Central. Con el típico tono bastante monocorde de los abogados, Rodríguez informó a Ortega del edicto leído en El Alcázar, más otras publicaciones en boletines oficiales. Fue en esa conversación telefónica cuando el presidente de la Fundación Caldeiro se enteró de que su finca había sido vendida por una tal Mercedes Romeu a un tal José María Gutiérrez Soto. Y lo que era peor: la venta incluía los terrenos que Ayuntamiento había aceptado permutarles, y todo el campo de fútbol del Banco Central.
Días después, la Fundación Caldeiro y el Banco Central se personaron por escrito en el juzgado 16 oponiéndose al expediente de dominio. Ellos sí que aportaron pruebas: el documento de permuta del Ayuntamiento; el plano del Catastro rústico; y las cédulas de propiedad. Todo lo dirigió Miguel García Obeso, jefe de la Asesoría Jurídica de Banesto y él mismo magistrado excedente, en estrecha colaboración con Matut.
La línea fundamental de ataque de Obeso era simple: Los estafadores que pretendían ser dueños de la finca en litigio, al no haber calculado que se interpondría un expediente de expropiación y un acuerdo de permuta, no habían podido calcular que su estafa no sólo suponía quitarle lo que era suyo a propietarios privados, sino también al Ayuntamiento de Madrid. Lo cual, claro, eran palabrfas mayores, puesto que España, de todala vida de dios, ha sido un país en el que con el privado, como es rico, te puedes meter todo lo que quieras; pero con el poder público, ay, amigo, como es virtuoso por definición y tiene más poder que Mazinger Z, ahí la has cagao. Y todo lo que tenía Gutiérrez Soto para explicarse era una compraventa anterior del terreno (la de la mujer de Bruguera a Mercedes Romeu), que ni se había presentado, ni se presentaría ante el juez.
Gómez de la Serna, mientras tanto, estaba muy seguro de sí mismo. Lo único que él temía, que era que el juzgado hubiese exigido los certificados del Catastro rústico, no había ocurrido. El fiscal se había opuesto, sí; pero él había reaccionado rápido mandándole a la pandilla de estafadores reclutada a pelo puta para que declarasen.
De hecho, Gómez de la Serna
comenzó a prepararse para la victoria, es decir, para el momento en
que el expediente de dominio estuviese judicialmente concedido, la
anotación registral prístina y, por lo tanto, se pudiera comenzar a
dedicar a vender la parcela virtual a algún incauto. Lo primero que
hizo fue recuperar el derecho de tanteo y la participación sobre las
ventas otorgados a Bruguera en la compraventa privada. Para ello,
hizo que algún cliente suyo le comprase un pisito a Mercedes Romeu a
cambio de que ésta revocase el poder notarial en favor de su amante.
El derecho de tanteo y la participación se las cedió a su amiga
Julia Rodríguez, madre del apoderado de Pilar Franco.
Acto
seguido, Manuel Bruguera sería, como luego veremos, enviado a un
asilo de ancianos privado. Quién buscó aquel emplazamiento y, sobre
todo, quién lo pagó, no lo sabemos. Sólo sabemos que una testigo
acabaría declarando, en el marco de investigaciones posteriores, que
había sido “una señora muy encopetada”. Claramente, a De la
Serna aquel anciano ya no le servía de nada, y se lo quitó de en
medio.
Días después de todo esto, sin embargo, Gómez de la Serna recibió la información de que José María Gutiérrez Soto, el flamante propietario de la finca inventada, y su vecino colindante Claudio Pardo, habían sido detenidos por la policía por lo de la letra de 110.000 pesetas. Inmediatamente después, recibió copia de los escritos presentados por la Fundación Caldeiro y el Banco Central, y tuvo claro que tocaba plegar velas; así que redactó rápidamente un escrito desistiendo del expediente de dominio.
Los estafadores habían perdido una batalla. Pero no la guerra. Sólo hacía falta un Plan B, y si en algo era maestro el registrador de Ocaña era a la hora de elaborar Planes B.
La cosa no estaba tan mal. El hombre fundamental para todo aquel tema, Gutiérrez Soto, estaba en la cárcel, cierto; pero antes de ser detenido le había otorgado un amplísimo poder notarial a Gómez de la Serna, por lo que para el registrador incluso era buena noticia que estuviese en el maco.
En segundo lugar, quedaba, todavía la posibilidad de actuar por el artículo 205.
El artículo 205 de la Ley Hipotecaria establecía que cualquier persona podía incluir en el Registro una finca, con tal de que no estuviese inscrita ya a favor de otra persona. Para ello, debería presentar una escritura notarial en la que figurase que el interesado había comprado el terreno a otra persona que pudiera demostrar fehacientemente que había adquirido dicha finca por lo menos un año antes de la inscripción registral. Todo lo que había que hacer, por lo tanto, era inventarse descripciones de las fincas que no se pareciesen a las reales ya registradas (pan comido para un registrador de la propiedad) y contratar a tres estafadores: el primer propietario, el primer comprador y el segundo comprador.
Gómez de la Serna cumplía totalmente los requisitos de la ley: tenía el certificado registral firmado por Liaño en el que se decía que la finca no estaba registrado a favor de nadie; tenía una escritura de 12 de julio del año anterior por la cual Gutiérrez Soto compraba la finca a Mercedes Romeu; y tenía un poder notarial total por parte de Gutiérrez Soto, con el cual él mismo podría vender ahora la finca o partes de ella a alguien que quisiera poseerla. A decir verdad, con la documentación que tenía, probablemente ningún notario aceptaría autorizar la escritura. Pero él conocía al notario adecuado: Miguel González, su compañero de fatigas en Ocaña. En los términos del artículo 205, sólo hacía falta esperar tres meses a que hiciese un año de la venta anterior.
Finalmente, llegó el 13 de julio de 1958, es decir, un año y un día después del 12 de julio de 1957, cuando en Ocaña se había verificado la “venta” de la finca falsa a Gutiérrez Soto. Sin embargo, el abogado y registrador esperó a septiembre para realizar la operación. Había quedado ya con un cliente que estaba dispuesto a comprar aquella finca falsa, pero ese cliente estaba disfrutando de un largo veraneo.
El 22 de septiembre de 1958, Alfredo Gómez de la Serna se desplazó a Ocaña en compañía de una clienta suya, María Queipo de Llano y Blanco, de la rama del general Queipo de Llano y amiguísima de la hermanísima. Allí, el notario Miguel González Rodríguez autorizó la escritura por la cual Gómez de la Serna, en representación de Gutiérrez Soto, segregó dos parcelas inventadas de la finca inventada y se las vendió a su clienta.
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