miércoles, enero 03, 2024

Francorrupción: La hermanísima (1) La capital que quería ser mayor

La capital que quería ser mayor
El funcionario catastral antifascista
Hacienda pica como la membrilla que es
La prima de Zumosol
Los estafadores pierden una batalla, pero no la guerra
Mola el franquismo, ¿eh?



La ciudad de Madrid, como tal ciudad, ha experimentado muchos hitos. Pero ninguno como la creación del Canal de Isabel II. No es ninguna exageración decir que sin el Canal, Madrid nunca habría podido dejar de ser una ciudad de provincias con alguna que otra ínfula; una capital menor como Bonn. El río Lozoya y su racionalización ingenieril, que es lo que conocemos como Canal de Isabel II, supuso la oportunidad de urbanizar decentemente amplias zonas del secarral castellano que rodeaba a una villa de cuyas condiciones absurdamente imposibles ya se quejó Quevedo, entre otros.

En el flanco oriental de la ciudad, particularmente, las posibilidades de crecimiento de Madrid surgidas en la segunda mitad del siglo XIX al calor de las nuevas canalizaciones supusieron la posibilidad de superar los límites de un pequeño barranco existente en las mismas lindes orientales de los últimos barrios de la ciudad; barranco que hoy está notablemente suavizado por la obra pública, aunque la suave pendiente que todavía hoy se aprecia lo sigue, de alguna manera, atestiguando. Allí había unos terrenos que acabarían por ser de la diputación provincial, donde ésta situaría una maternidad (y allí sigue, aunque ya sabéis que todo lo de la Diputación ahora es de la Ayuso). Entonces, en el tiempo que os relato, la plaza de toros de Madrid estaba situada donde hoy está el Wizink Center; y debéis entender que, entonces, ir a los toros era ir más o menos a la periferia; de esta manera os será más fácil de imaginar dónde terminaba Madrid, y cuál fue la frontera que superó.

Superar el barranco de lo que hoy se llama calle del doctor Esquerdo incorporó para Madrid unos terrenos que venían más o menos delimitados: al norte, por el conocido como Camino Alto de Vicálvaro, pues hacía dicho pueblo se dirigía, y se dirige; al sur, la calle Antonio Casero; y al este, el arroyo del Abroñigal, que hoy conocemos como Calle 30. Dentro de ese abrazo, hoy, está Radiotelevisión Española y su Pirulí, calles totalmente urbanizadas, una zona deportiva municipal y diversos equipamientos. Pero todo eso, como medio Madrid, una vez fue puro campo.

Yo os voy a resumir, en estas notas, la increíble historia de una parte relevante de estos terrenos. Una historia contada en un libro, La importancia de llamarse Franco (Jaime Sánchez-Blanco, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1978) cuya lectura os recomiendo más que la de estas notas. Porque conforma, si no es caso de corrupción más brutal del franquismo, sí, cuando menos, el más, por así decirlo, cualitativamente escandaloso. Por lo demás, por razones de eficiencia (más la falta de conocimientos jurídicos y procesales de quien esto escribe) lo que vas a leer no es más que un resumen ejecutivo. El libro es muchísimo más enjundioso y se extiende mucho más de lo que yo lo voy a hacer. Lo suyo, pues, es que leer estos post te acabase moviendo a buscar el libro en la venta de segunda mano; no es difícil de encontrar, ni caro.

La culpable de nuestro crimen: Pilar Franco Bahamonde, La Hermanísima, salida, pues, del mismo útero que el general Francisco Franco, viuda de Jaráiz, con una numerosa prole a la que, a pesar de vivir modestamente de su pensión, consiguió colocar, inmobiliariamente hablando, sin ningún problema. Aunque en estas notas vamos a aprender de qué tipo de sitios provenía la “pensión” de doña Pilar (porque ella mismo siempre sostuvo que vivía de su pensión; igual que Hyman Roth, el socio de Michael Corleone, en las últimas semanas de su vida).

Nos vamos a trasladar a 1859. En dicho año, la expansión de Madrid más allá del barranco que hoy se llama doctor Esquerdo no se ha producido, y todo lo que hay más allá de la maternidad es campo rústico. De los terrenos donde hoy está situado el Pirulí la principal propietaria es la marquesa de Aranda, que precisamente muere en dicho año. En 1871, cuando se comienza a elaborar el catastro rústico de Madrid (no el urbano, pues aquello todavía no es Madrid), la finca de la marquesa, de unas ocho hectáreas, queda registrada con el número 2.292. La descripción de la finca se refiere a “el sitio nombrado Casa Blanca”, no porque allí estuviese Biden, sino porque el activo más reconocible de la zona es una casa con arrendatarios, la mayoría labriegos de la zona, conocida como Casa Blanca; y de la que volveremos a hablar porque, un siglo después, seguirá en su sitio. Los lindes de la finca que se marcan en el catastro son: al norte, con el Camino Alto de Vicálvaro y con tierras pertenecientes a la conocida como Huerta del Cordero; al este, con terrenos propiedad de Pedro Barbería, del marqués de Perales y de Martín Erice; a Mediodía, otra vez con el llamado Camino Viejo de Vicálvaro y otro que va a la Huerta del Cordero; y al oeste, con el tejar de Marcelino Sánchez, tierras de Martín Erice y otro tejar de Galo de Aróstegui. Los nombres, en buena medida, no son importantes. Lo importante es tener en cuenta que en 1871 hablamos de una propiedad rústica que está bien delimitada y conocida. Es más: hace ahora casi siglo y medio, toda la zona está sobradamente delimitada en sus dueños y superficies.

Cuando se planificó el crecimiento de Madrid hacia el este, seis de las ocho hectáreas que un día fueron de la marquesa quedaron dentro del denominado entonces Ensanche de Madrid, mientras que las otras dos se calificaron en el extrarradio (seguían siendo rústicas, pues). Ambas zonas quedaron divididas por una zanja, que entonces se llamó Foso del Recinto y que hoy conocemos, básicamente, como calle del doctor Esquerdo (aunque antes de eso se llamó Paseo de Ronda). Los herederos de la marquesa de Aranda, por lo tanto, pasaron a poseer, en la práctica, dos parcelas: una de suelo rústico, y otra de suelo ya declarado urbano o perteneciente a la ciudad de Madrid.

Pocos meses después de la inscripción catastral de 1871, los herederos de la marquesa de Aranda, probablemente incentivados por el hecho de que los terrenos que habían quedado dentro del Ensanche habían incrementado su valor, y tal vez, también, sospechando que mejor harían vendiendo que esperando a ser expropiados, los vendieron, y se quedaron tan sólo con el foso y los terrenos allende el mismo mirando desde la Puerta de Alcalá (por decir un sitio). Esos terrenos que vendieron los herederos de la marquesa fueron los que acabó comprando la Diputación Provincial (y que hoy son las dos orillas de la calle O'Donell según se llega a Doctor Esquerdo). La Dipu decidió emplazar en aquel lugar, en el lindero de la ciudad, una serie de equipamientos sanitarios, el más sobresaliente su Maternidad que, como digo, allí sigue (aunque obviamente no es el mismo edificio).

En el año 1900, supongo que para obtener mayor seguridad jurídica sobre su propiedad, los herederos de la marquesa de Aranda practican un nuevo registro de su finca. Entonces la describen como de 21.000 metros cuadrados (las dos hectáreas antes citadas), lindando con tierras de la Diputación Provincial e incluyendo la Casa Blanca. El Catastro de la Riqueza Rústica de 1903 así incluyó la finca.

Entre 1903 y 1928, conforme los herederos iniciales la van roscando y van entrando en juego sus herederos, aquella finca en proindiviso pasa a tener más dueños que un bautizo kazajo. En dicho año, aquel auténtico Viva la Gente de herederos aristócratas decide poner un poco las cosas en claro (y ahorrarse unas pesetillas en impuestos) creando una sociedad poseedora del terreno, llamada Proindiviso de la Marquesa de Aranda (muy imaginativos no eran). En 1931, esa sociedad realizó un deslinde con los propietarios de las fincas colindantes, que habían cambiado bastante respecto de los iniciales que hemos visto en el catastro a la muerte de la marquesa. Ahora, la finca lindaba al norte con tierras propiedad de Cecilio Rodríguez, que fuera jardinero mayor del Ayuntamiento de Madrid, creador de los bellos jardines que llevan su nombre, y que en su senectud fue premiado por el gobierno local precisamente con aquellos terrenos. Por el este y por el sur, la finca colindaba con unos terrenos propiedad de la Fundación Caldeiro, una institución benéfica educativa creada en el siglo XIX por un notario madrileño que aun hoy tiene un colegio bien grande en la avenida de los Toreros de Madrid. La Fundación Caldeiro poseía sus terrenos en proindivisión con otros propietarios. Al oeste, la finca lindaba con Madrid, es decir, con el Paseo de Ronda (calle de doctor Esquerdo) y los terrenos de la Dipu.

Luego llegó la guerra civil, un momento fundamental por lo que luego contaremos; pero de eso nadie se enteró. Los accionistas de Proindiviso de la Marquesa de Aranda, o por lo menos los que sobrevivieron, recuperaron su propiedad con la llegada de Franco; y, casi sin solución de continuidad, deciden venderla. Para entonces, detrás de esa finca hay muchas voluntades, no todas coincidentes; y en un país que, además, está bastante canino, los propietarios prefieren trincar pasta por unos terrenos que, además, no hay que ser un lince para barruntarse que cualquier día pueden terminar expropiados. Pues desde 1929, año en el que se emplaza la nueva plaza de toros de las Ventas más allá de la frontera teórica generada por Francisco Silvela-Plaza de Roma-Doctor Esquerdo, está bastante más que clarinete que Madrid va a seguir expandiéndose hacia el este, donde tiene muchas facilidades orográficas para hacerlo.

Los proindivisos aranderos vendieron la finca, primero, a una sociedad llamada Hogares SL en 1946. Ese mismo año, esa sociedad vende el terreno a un tal Francisco Portero Sáez quien, cinco meses después, ya en 1947, se la vende a la Compañía General de Inversiones quien, el 31 de diciembre de 1948, se la vende al Banco Central (que es el Central del actual Banco Santander Central Hispano) y Dragados y Construcciones, que era entonces la firma de construcción vinculada a dicho banco. Todos estos propietarios querían lo mismo: forrarse como promotores. Un arquitecto: Casto Fernández-Shaw, había realizado un proyecto de viviendas bonificadas por el Estado en la parcela; dicho proyecto había sido aprobado. Así pues, comprar aquella finca, si tenías músculo financiero para aguantar la inversión inicial, era money in the bank. Los terrenos no hicieron sino pasar de mano en mano hasta llegar a alguien con dinero suficiente en aquella España de raspas. Y ése era, claro, uno de los primeros bancos del país.

Aquel negocio, sin embargo, nunca se materializó. Fundamentalmente, porque el Ayuntamiento de Madrid, como Pedro Sánchez, cambió de opinión, y generó un nuevo Plan General de Ordenación Urbana en el que primaba las infraestructuras para la zona. El Madrid de la posguerra necesitaba en aquella zona abrir un nuevo acceso a la ciudad desde la Nacional II o, como se la conocía entonces, la Carretera de Barcelona. Así pues, ahora se planteaba realizar una serie de expropiaciones para trazar sus vías y, muy particularmente, lo que todavía hoy se conoce como prolongación de la calle O'Donell, la única calle de Madrid que da decimal. Así las cosas, los propietarios de las fincas afectadas decidieron segregarlas, o sea partirlas, creando subfincas no afectadas por el proyecto y, lógicamente, otras subfincas cuyo claro destino era ser engullidas por el Estado a los precios de mierda que ofrece (aunque esta vez, como veremos, sería razonablemente generoso). El Central y Dragados, mientras no les expropiaban, decidieron colocar en la finca un almacén de maquinaria de la constructora, pues ya se sabe que este tipo de negocios tienen muchas mierdas que guardar. En el resto del terreno emplazó un campo de fútbol y unos modestos equipamientos (ni vestuarios tenía). Se creó un club de fútbol de empleados del Banco que se apuntó a competiciones oficiales.

Éste es, sucintamente, una historia bastante común. Unos terrenos que comienzan siendo de una aristócrata y terminan siendo de un banco. Poca novedad, ¿verdad? Bueno, pues si te parece que es poca novedad, deja de leer aquí. Pero te vas a arrepentir.

A partir de este punto, tenemos que dejar de hablar de aristócratas y banqueros y comenzar a hablar de logreros y de estafadores. Habrá quien diga: “es lo mismo”. Puede; pero, desde luego, los estilos son bastante diferentes.

Todo empieza en la conversación entre dos estafadores: Arcadio Cruz Velasco, uno de esos tipos que, en todo momento, pero sobre todo en años de hambre, trata de salir adelante a base de engaños y pequeños negocios no muy claros; y don Cayetano, un abogado tan, tan honrado que había sido expulsado del Colegio Oficial por estafador. Este don Cayetano, muy en su línea, tenía un amigo que pretendía conseguir un préstamo de un usurero (no de un banco), que pretendía avalar con el título de una finca que, como bien le dijo Cayetano a su interlocutor, “ni siquiera tiene que existir de verdad”. Se trataba, por lo tanto, de urdir una estafa en la que el estafado, al ser un usurero, es decir, un prestamista que prestaba sin licencia, preferiría callar. El engaño perfecto. Sólo había que encontrar la finca de marras que operaría de falso aval.

Arcadio Cruz tenía un amplio historial que demostraba sus habilidades en ese sector de la estafa. Había sido intermediario de ganado, especializándose en comprarlo y revenderlo antes de haberlo pagado, no sé si me explico. Más tarde conoció al personaje fundamental de esta trama: Manuel Bruguera, el hombre sin el cual estas notas no existirían. Bruguera era otro estafador nato, se había dedicado a lo mismo toda su vida, y en Arcadio encontró un cómplice interesante, puesto que se dedicaba a firmar letras de cambio que luego Bruguera, en el marco de laberínticos negocios con sus víctimas, les endosaba.

Estamos en noviembre de 1956, teatro temporal de la conversación entre Arcadio y el abogado Cayetano. “Una finca que sirva como garantía, pero no tiene que ser real”. A Cruz se le encendió una lucecita. ¿No le había hablado Bruguera de algo parecido alguna vez? Lo había hecho, sí. 

Manuel Bruguera Muñoz era extremeño, de Montijo, aunque allí, que yo sepa, nunca le han dedicado ninguna calle; lo cual es lógico, porque no tienen por qué, a menos que se dediquen a homenajear a los estafadores locales. En 1956 ya era un hombre provecto: 85 palos.

En algún lugar del Ministerio del Interior seguirá archivada su ficha policial, quizá. Si todavía existe, tiene más líneas que el libreto de Aida. Desde 1924, que lo detuvieron por primera vez, había tocado el piano repetidas veces y había terminado condenado por estafa, robo, falsificación, suplantación de personalidad y cohecho.

Bruguera había estado casado, pero acabó enviudando. Tras enviudar, tuvo una especie de amor invernal, una mujer llamada Mercedes Romeu Vaqué, con la que pelaba la pava, habitualmente, en el célebre y desaparecido Café Lyon, entre Cibeles y la Puerta de Alcalá, justo enfrente del palacio que construyó el rey asirio Gallardonipal. Allí quedaban y él, según cómo le hubiese ido el último timo, la invitaba, o no, a mojicón con el café (que, como bien atestigua la novela de Camilo José Cela La Colmena, era el tipo de detalles que, en aquella época, distinguía a los exitosos de los pringaos). Aquel día de 1956, Bruguera citó a su amorcito una hora más tarde pues, antes, había quedado con Arcadio Cruz Velasco. Ambos, obviamente, se conocían bien. La vida los había juntado no pocas veces.

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