viernes, enero 05, 2024

Francorrupciòn: La hermanísima (3): Hacienda pica como la membrilla que es

La capital que quería ser mayor
El funcionario catastral antifascista
Hacienda pica como la membrilla que es
La prima de Zumosol
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Mola el franquismo, ¿eh?


El plan requería dos pasos. En primer lugar, se inmatricularía la finca inventada en el Registro, tras “demostrar” que no estaba previamente inscrita. Una vez hecho esto, había que pasar a demostrar que, además, era suya. Para esto era para lo que Bruguera había inventado la falsa compraventa entre su mujer y su amante; pero, efectivamente, si lo estáis pensando, habéis acertado: también tenía que demostrar que su mujer vendió la finca porque efectivamente era suya.

En el momento en que relatamos, había una forma más habitual de hacer eso. Era la posibilidad, que todo el mundo en el mundillo legal conocía como “del artículo 205”, método del que ya volveremos a hablar, y que consistía en irse al Registro instando la inmatriculación y presentando la escritura de compraventa. En este caso, todo cuadraba: la compraventa era anterior a la inmatriculación, y la vendedora podía ser comprobada (mediante prueba caligráfica con otras firmas suyas), pero no se le podía exigir que explicase a quién le compró los terrenos, porque estaba muerta. El único pero de la estrategia es que, habiendo muerto la mujer en 1950, y puesto que la escritura de compraventa la preparaba su viudo seis años después, su firma debía falsificarse. Bruguera temía que los calígrafos del juzgado se coscasen de la movida.

Para tener que evitar este trámite que juzgaba demasiado peligroso era por lo que Bruguera inventó la jugada de Hacienda. Denunciando a su propia amante por no haberse dado de alta en la contribución, conseguía un papel que, adjuntado al resto de la documentación, podría convencer, no a un registrador, pero sí al usurero que debía conceder el préstamo.

Una vez que los estafadores habían decidido que no se la jugarían ante un registrador que tuviese la ocurrencia de pedir un peritaje caligráfico de calidad sobre la presunta firma de Almudena Fernández Abeleira, se les aparecía otro problema. Cuando intentasen hacer dinero con la finca inventada, es decir, cuando intentasen venderla, ante el notario tampoco podrían exhibir esa escritura, por lo que tenían que buscar otra carretera comarcal. Esa comarcal se llamaba (ignoro si se sigue llamando) acta de notoriedad. Se trata de un documento por el cual el notario certifica que para él es notorio que la persona que vende una finca (en este caso, la mujer de Bruguera) la compró alguna vez, aun a falta del documento que lo sostenga (la escritura privada que los estafadores no querían manejar porque la firma de la vendedora estaba falsificada). El problema con esta vía es lo porculos que siempre han sido, y siguen siendo, los notarios. Porque el notario es un malaleche que no estampa su firma al pie de un documento de cualquier manera. En un acta de notoriedad, puede hacer lo que le de la gana: visitar el terreno, hablar con los vecinos, consultar registros, planos, discutir el tema con las Kardashian, lo que sea. Si el notario, pues, es medianamente profesional (ni siquiera hace falta que sea el Perry Mason de la Fe Pública) acabará por descubrir el mojo; y esto Cayetano y Bruguera, que habían sido pillados tantas veces, lo sabían. Así pues, mejor no ir por el camino del acta de notoriedad.

Así las cosas, sólo quedaba un tercer camino: el expediente de dominio. Una figura en la que todo lo que hay que demostrar es que el comprador está de acuerdo con la venta, como lo están las personas a cuyo favor está catastrado el terreno y los vecinos colindantes. Es, o era, pues, un procedimiento por el cual el pasado, desconocido por falta de documentos, se da por bueno hasta el último acto (la compraventa del momento) al comprobar que todos los contemporáneos más o menos afectados por esa transacción presente están de acuerdo con ella. El expediente de dominio tenía, además, la ventaja de que no se tramitaba ante un porculo, es decir, un notario, sino en un juzgado, ese sitio que, desde los tiempos del rey Hermenegildo, está hasta arriba de trabajo.

Así las cosas, el abogado Cayetano y Manuel Bruguera acabaron por redactar la falsa escritura privada en la que Almudena Fernández Abeleira, la mujer muerta de Bruguera, le vendía a Mercedes Romeu Vaqué, su actual amante, una finca que no existía y que, consecuentemente, nunca había poseído, a cambio de un dinero que nadie había tenido nunca ni había pagado a nadie.

La venta quedó fijada el 12 de abril de 1950, pocas semanas antes de que la vendedora la roscase. Los 87.500 metros cuadrados se vendieron por 1.750.000 pesetas. Hicieron su finca lindar con caseríos y terrenos sin orden (para no tener que citar referencias concretas) y con la calle Antonio Casero; y el resto lo dejaron más o menos en paso, para no pillarse los dedos. Mercedes firmó el documento sin una protesta ni una pregunta.

Acto seguido, Bruguera se presentó en Hacienda. Usando el poder que le había concedido Mercedes, “confesó” allí que en los seis años anteriores su representada no se había dado de alta en la Contribución Urbana; por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Hacienda picó como la membrilla que es siempre que ve un duro en el suelo. Y, desde luego, el detalle de que los propietarios auténticos de aquella parcela estuviesen pagando religiosamente sus impuestos como riqueza rústica, no urbana, tampoco pareció importarle; pues todavía está por ver que la Hacienda española avise jamás a un contribuyente de que está pagando lo que no debe pagar.

Lejos de colocar las cosas en sus justos términos, los hábiles inspectores de Hacienda, al grito de “¡A pagar, a pagar!”, visitaron personalmente con el propio Bruguera la “propiedad” de su representada Mercedes Romeu, tras lo cual redactaron lo que se conocía como “acta de invitación”, es decir, el documento en el que Hacienda “invita” a un contribuyente a resolver una situación anómala. Este acta de invitación estuvo adjuntada al sumario que el Juzgado de Instrucción número 21 de Madrid acabó por instruir contra Mereces Romeu, entre otros; pero ya en 1978 dicho sumario había sido hecho desaparecer. Bruguera, como apoderado de su amante, firmó la aceptación del error y prometió pagar; aunque, la verdad, nunca pagó, ni él, ni nadie.

Los estafadores sufrieron, en ese momento, un serio traspié. La cosa es que Cayetano, el abogado expulsado que estaba en toda la pomada, fue detenido en ese momento. Obviamente, la detención no tuvo nada que ver con el caso que tenían entre manos; tuvo que ver con alguna otra de sus muchas tropelías y timos.

La caída de don Cayetano obligaba a Arcadio Cruz y a Manuel Bruguera a buscar nuevos socios en la estafa. Arcadio enseguida pensó en Alfonso Sergio Orbaneja. Los Sergio Orbaneja eran familia diseñada para prosperar en el franquismo; no en vano eran algo así como primos de los Primo de Rivera (si no recuerdo mal, el padre de Miguel Primo, el dictador, casó con una Orbaneja). Eran dos hermanos, Vicente y Alfonso. El primero de ellos era médico y militar y, a decir las propias fuentes falangistas, un nota de cojones. Ángel Alcázar de Velasco, un falangista de primera hora que acabaría confesando que estuvo preparado para asesinar al teniente Castillo, escribió que se avergonzaba de haberlo tenido que saludar. Semejante pollo, sin embargo, llegó a gobernador civil dos veces y, por supuesto, a jefe superior de Policía de Madrid.

Alfonso, su hermano, se hizo abogado. Pero un abogado un tanto peculiar, de esos que consideraba que la ley está para cumplirla, o no. Consecuentemente, acabó expulsado del Colegio Oficial. Una vez que perdió su licencia abogadoril, Alfonso Sergio Orbaneja se apuntó al oficio de conseguidor, y abrió oficina en un bar entonces muy famoso, el Chun-Chao, a tiro de lapo de la actual sede del Partido Popular. Desde allí, muy cerca del Supremo y de los juzgados, el hombre seguía de cerca asuntillos en los que seguía teniendo mano, aunque ya no se pudiera disfrazar de cucaracha y llevarlos directamente.

A este hombre, en su mesa habitual del Chun-Chao, fue a quien visitó Arcadio Cruz para explicarle el negocio que había diseñado el viejo Manuel Bruguera. Las cosas como son, a Alfonso Sergio, de primeras, el tema le pareció complejo. Hacía falta encontrar un notario que no fuese muy conas con las formalidades inmobiliarias, un juez que tampoco se tomase muy en serio la investigación de las technicalities de la finca y, según cómo se diese la cosa, incluso un abogado del Estado que fuese suficientemente subnormal. Sin embargo, el timador le presionó lo suficiente como para excitarle la glándula de la ambición, así que el ex abogado prometió ocuparse de la inmatriculación de la finca falsa.

Los estafadores se las prometían muy felices; y más felices se las prometían después de que Arcadio Cruz Velasco practicó una inspección sobre el terreno de la finca falsa de Manuel Bruguera. Regresó muy animado de su paseo allende la calle doctor Esquerdo, convencido de que lo que había visto era un terreno en el que no había ninguna actividad. Pero la cosa es que estaba equivocado. Lo que Arcadio interpretó como una especie de chabola abandonada era, en realidad, una vivienda arrendada a un labriego que explotaba una huerta cercana (también en la “finca”); en un pequeño lago seco, lleno de basura, no reparó en que existía un contador de agua, contador que generaba facturas periódicas que pagaba el auténtico propietario de aquella porción de terreno, un señor llamado Antonio López López, quien también era el propietario de la llamada Casa Blanca, que estaba petada de arrendatarios. Por último, lo que el estafador interpretó que eran sólo unas porterías colocadas de cualquier manera eran, en realidad, un campo de fútbol usado por el Banco Central y Dragados y que, para más inri, había sido inscrito en la Federación de Fútbol para competiciones en ligas de aficionados.

De hecho, aquel campo de fútbol que Arcadio interpretó poco menos que como cuadro maderas apañadas por algunos chavalines de la zona era, en realidad, el Santiago Bernabéu de un club de fútbol que, sin mucha imaginación la verdad, se llamaba BC, siglas del Banco Central, formado por empleados del mismo. El BC militaba en la Segunda División Preferente de Educación y Descanso (así se llamaba la sección de la Administración dedicada al deporte) y, por ello, como os digo, tenía registrado su campirri. El campo no tenía vestuarios; jugadores y árbitros se cambiaban en una casa de la calle Vicente Caballero número 11, donde vivía Claudio Jadraque Medina, utillero del campo para todo servicio, quien también guardaba las redes, las ponía y las quitaba. El campo, de hecho, había tenido incluso más categoría, por así decirlo. A principios de los cincuenta del siglo pasado, había sido el campo titular de un club llamado Club Deportivo Draconsa, que militaba en la Segunda Regional de la Federación Castellana de Fútbol. Draconsa, obviamente, era el acrónimo de Dragados y Construcciones SA. Como ya os he contado, el Banco Central y Dragados habían comprado aquel terreno para construir viviendas; pero nunca habían podido hacerlo porque el Porculero Mayor, de soltera Ayuntamiento de Madrid, nunca les dio la licencia, puesto que les dijo que pretendía realizar en dichos terrenos (y realizó) la prolongación de la calle O'Donell y, que por lo tanto, era sólo cuestión de tiempo que los expropiase.

Muy cerca de donde Arcadio Cruz dirigió sus pasos estaba la finca conocida como La Escuadra (por tener un poco la forma de este adminículo escolar), propiedad en proindiviso, entre otros, de la Fundación Caldeiro. La Fundación Caldeiro fue creada por Manuel Caldeiro, un notario de Madrid que murió sin hijos y con bastante pasta. En su testamento, Manuel Caldeiro instituyó una fundación educativa. En 1864, un señor llamado Pedro Barbería había comprado los terrenos de aquella zona, y con los años se quedó una tercera parte y vendió las otras dos terceras partes, indivisas, a Santiago Alcázar y a Manuel Caldeiro. Así pues Caldeiro, cuando falleció a finales de siglo, poseía esos terrenos, y los incorporó a su fundación. Antes de todo eso, Pedro Barbería, entonces total propietario de la finca, había tenido unos conflictos de lindes con sus vecinos; conflictos que eran los que habían impedido extender las cédulas parcelarias cuando se elaboraron las hojas kilométricas que Manuel Bruguera había copiado en el Catastro durante la guerra civil.

Lo que Bruguera no había investigado (entre otras cosas, porque no le convenía), era que esa famosa instrucción de RECTIFICAR que había lanzado toda su estafa, en realidad, se había resuelto en 1896, cuando se aclaró el deslinde de toda la zona y, por eso, en los planos realizados por el Catastro rústico en 1903, La Escuadra estaba ya correctamente delimitada.

De hecho, ésta no era la única prueba fehaciente que existía de que La Escuadra, y todos los metros cuadrados que ocupaba desde que en 1864 la comprara Pedro Barbería, era una finca perfectamente delimitada, con sus dueños totalmente identificados. Al terminar la Guerra Civil, se produjeron serias diferencias de criterio entre los condueños de la finca de la Fundación. Caldeiro, con esa gestión prudencial que siempre tienen las fundaciones, probablemente quería mantener, pero otros querían vender. Para superar todos estos problemas, los propietarios decidieron partir peras, o sea, metros cuadrados. Se le encargó al arquitecto José Yarnoz Larrosa proponer el deslinde, y así lo hizo en 1946; pero el Ayuntamiento de Madrid, presente en la operación y siempre, en toda hora, dispuesto a dar por culo, se negó. Pero ahí quedó la gestión documentada y, por lo tanto, comprobable.

El 25 de noviembre de 1955, finalmente, Salvador Ortega Gómez, entonces presidente de la Fundación Caldeiro, recibió una comunicación del Ayuntamiento de Madrid informándole de que la Comisaría General de Ordenación Urbana del Gallardonato había decidido expropiar la finca para incluirla en el proyecto de lo que entonces llamaba Parque del Este de Madrid. Se le ofrecían por 20.841 metros cuadrados un total de 629.636 pesetas.

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