Cuando Franco decidió mutar en Franco
El cardenal Maglione, como no puede ser de otra manera, acogió con gran satisfacción la restitución del presupuesto de culto y clero en España. Sin embargo, ya os he adelantado algunas líneas más arriba que dicho gesto por parte del gobierno español se había producido en paralelo a una campaña en la Prensa nacional que bien se puede calificar de torpe. Las personas que pensaron que la mejor forma de proceder a aquella cesión legal ante el Vaticano era hacerla acompañar de editoriales y comentarios en los periódicos que vinculaban estrechamente el gesto con la negociación del Concordato no cayeron en la cuenta de que eso suponía airear una negociación habitualmente secreta y, en consecuencia, otorgar permiso a otros para comentar la jugada. Esto es lo que hizo la Prensa de varios países, en tonos no precisamente muy comprensivos hacia la España de Franco y colocando al Vaticano en la posición desabrida de estar bajo la sospecha de llegar a entregarle a Franco el derecho de nombrar obispos. Las consecuencias en materia de imagen pública fueron tan jodidas para ambas partes que apenas unos pocos días después de haber sido iniciados los comentarios, éstos desparecieron de las galeradas de los periódicos con la misma rapidez con que habían aparecido.
La cola del cometa fue la que dio
más problemas. Dando pábulo a las cosas que decía la prensa española, un periódico
francés, Le Temps, publicó una
crónica, bastante bien tirada, detallando los posicionamientos vaticanos.
España acusó aquel golpe, y el embajador Yanguas pidió explicaciones en la
Secretaría de Estado. Maglione le juró, esto es puso a Dios por testigo, de que
él no había filtrado una mierda; la valoración sobre el valor de la palabra de
un cardenal de la Iglesia se la dejo a cada lector pues, probablemente, sobre
este tema hay opiniones para todos los gustos. Madrid siempre sospechó del sneaky Tardini; yo, personalmente, creo
que fue Maglione.
El tema era espinoso. Las
publicaciones venían a informar, negro sobre blanco, de que había un país, España,
que estaba cuando menos negociando la pervivencia de un derecho, el
nombramiento de obispos, del que algunos países habían carecido siempre y
otros, que en algún momento lo habían disfrutado, lo habían matizado hasta
hacerlo desaparecer en la práctica, siguiendo la doctrina de los nuevos tiempos
que como sabemos defendía el Vaticano desde Benedicto XV. Como es lógico, que de
repente se supiera que el Vaticano se avenía a negociar ajados derechos
seculares con un país hizo que los otros se cuestionasen por qué leches a ellos
sus obispos se los nombraban por videoconferencia unos tipos desde Roma. Esto
hizo, en la práctica, que ambas partes: España y el Vaticano, adquiriesen un
repentino interés por sacar ese tema adelante de una puta vez. Así las cosas, en la
Santa Sede la reunión pendiente de la Congregación de Asuntos Extraordinarios
quedó fijada para el 17 de diciembre de 1939.
Yanguas entró rápidamente en
conocimiento, gracias a la Radio Macuto cardenalicia que manejaba con destreza,
de que la Congregación era mayoritariamente contraria a la pervivencia del
Concordato de 1851, por entender que éste era uno más de los activos religiosos
españoles que había ardido en 1931, por así decirlo. Aunque el embajador
contaba con que Maglione le pusiera un bozal a los más renuentes, desde un
punto de vista realista admitía que no se podía confiar en lo absoluto en un
escenario en el que las tesis españolas fuesen asumidas en lo fundamental por
este órgano consultivo.
A causa de todo ello, Yanguas
comenzó una secreta campaña diplomática, durante la cual se entrevistó con
muchas personas importantes para la política vaticana. Visitó a una decena
larga de cardenales y miembros de la Compañía de Jesús, integrados y no
integrados en la Congregación, y la mayoría significados por su simpatía hacia
el nuevo Estado español. En general, fue recibido con cordialidad, tuvo su
tiempo sin tasa para explicar sus planteamientos, y recibió buenas palabras en
el sentido de que sus interlocutores veían espacio para el diálogo. El garbanzo
más negro fue Tedeschini, quien se mostró cerrilmente contrario a las
posiciones españolas, y no ocultó que lo hacía por razones personales: sentía
que había sido muy maltratado durante su estancia en España, y se consideraba merecedor
de una rectificación pública a su favor. Tedeschini era además, como ya
sabemos, el principal impulsor de la idea de que el Vaticano había denunciado
el Concordato, de alguna manera, durante los tiempos de la República.
Las buenas palabras, en todo
caso, no escondían un hecho: los prelados, incluso muchos partidarios de la
España de Franco, partían en su mayoría de la base, igual que los asistentes a
la conferencia de metropolitanos, de que si se podía dialogar, ello sería desde
la posición de que el nombramiento directo de obispos por parte del gobierno
debía desaparecer como tal. Cuando los interlocutores de Yanguas hablaban
amablemente de diálogo, se referían casi siempre en la posibilidad de buscar
alguna fórmula que pudiera satisfacer a los españoles, pero siempre desde el
presupuesto de que el Patronato Real, en su literalidad, quedase atrás. Los
argumentos españoles que encontraban más difíciles de contestar era el
precedente de Castelar durante los tiempos de la I República; así como el hecho
de que, a pesar de la general modernización de los pactos concordatarios, en
Latinoamérica había países, como Perú o Argentina, que retenían derechos en el
nombramiento de prelados.
Así las cosas, en la práctica la
mayoría de los cardenales se alineaban con el Papa Pío al propugnar el acuerdo
de una solución provisional que permitiese dotar las sedes vacantes, que eran
muchas. En todo caso, terminada la ronda, Yanguas volvió a entrevistarse con
Maglione, en quien quiso ver a un aliado tenue, que intentaría acercar las
posiciones de la Congregación a las de España; hemos de suponer, pues, que el
secretario de Estado le dio garantías en tal sentido.
Finalmente llegó el 17 de diciembre. Una reunión en la que Yanguas habría de valorar lo que vale la palabra de un cura, cuando menos si es secretario de Estado. Una de las misiones del embajador en sus entrevistas con los miembros de la Congregación había sido fibrilarles la idea de que, si no había una decisión mínimamente favorable a las tesis españolas, o comprensiva con las mismas, España iría al rompimiento de las relaciones diplomáticas. Pues bien: Maglione, el tipo que iba a defender la causa española en esa reunión, le dijo a los cardenales que sabía de buena tinta que España nunca daría ese paso. En ese entorno, los miembros de la Congregación votaron en contra de las tesis españolas.
La
estrategia del Vaticano fue callar ante Yanguas sobre la decisión tomada por la
Congregación y decirle que el Papa estaba reflexionando sobre la materia. Tanto
en la embajada como en Madrid se olían la tostada. Beigbeder incluso le
autorizó a su embajador en un cablegrama a comentar en sus encuentros con la
diplomacia vaticana que tal vez tendría que abandonar pronto Roma, para no
volver. Yanguas, sin embargo, consideraba que el gobierno de Madrid se estaba
precipitando; era más partidario de esperar a que los acontecimientos se
definiesen por escrito.
La respuesta formal vaticana
llegó el 3 de enero de 1940. Se trató de un escrito en el que la Santa Sede
respondía formalmente a un memorando español que databa de mayo del año
anterior. La fórmula finalmente propuesta por Pío XII era: “La Santa Sede
recibirá de los Excelentísimos obispos de España y también del gobierno del
Generalísimo Franco, por conducto de la Nunciatura Apostólica, listas de
candidatos y, al producirse la vacante de una diócesis, la Santa Sede, sin
estar ligada a dichas listas, propondrá, previas las oportunas conversaciones
del nuncio apostólico con el ministro competente acerca de los candidatos, tres
nombres al Jefe del Estado, entre los cuales éste elegirá a uno y lo presentará
al Santo Padre”.
Cuando Maglione le entregó esta
nota a Yanguas y se la explicó verbalmente, se ocupó muy mucho de dejar claro
lo que, por otra parte, era más que obvio: esta redacción santificaba (nunca
mejor dicho) el concepto de que el Concordato no estaba vigente. El Vaticano no
estaba dispuesto a aceptar lo contrario.
Yanguas recibió la nota con el
gesto de piedra. Aquello no respondía ni al 20% de las aspiraciones españolas.
El Estado español participaba en un proceso previo, el de las listas,
perfectamente inútil ante un Papa que tuviese sus propias ideas, puesto que
dichas listas no lo vinculaban en lo absoluto (sin mencionar que siempre podía
apoyarse en la de los obispos). A partir de ahí, ya todo daba igual, pues el
Estado tenía el derecho a elegir uno entre tres candidatos cuya presencia en la
terna estaba 100% controlada por el Papa. Así las cosas, si el Papa proponía a
Epi, Blas y Coco, ¿cómo se le quedaría la cara a Franco en el caso de que no
quisiera ver un obispo teleñeco ni en pintura?
Así las cosas, Yanguas le dijo a
Maglione que no entendía cómo se le proponía a España un sistema tan
restrictivo de sus potestades, cuando otros países los tenían más generosos.
Maglione siguió en sus trece, y no es de extrañar pues, la verdad, para aquel
entonces los Papas ya estaban concediendo los derechos de nombramiento en
Latinoamérica arrastrando sus escrotos. En ese momento, Yanguas le dijo: “Eminencia,
antes de emprender mi viaje, que puede ser largo, me creo en el deber, no ya
como embajador, sino como católico y español, a quien preocupan las
consecuencias que puede tener el hecho, de manifestar a Vuestra Eminencia que
me temo mucho que no me dejen volver”.
Éstos eran exactamente los
términos que su ministro le había autorizado a utilizar días antes.
A Maglione, estas palabras le
hicieron saltar como un buscapié. Consideró aquellas palabras como un ultimátum
y una medida de coacción (no otra cosa eran), ante lo que Yanguas repitió los
argumentos, también ciertos, sobre la paciencia con la que se había desplegado
el gobierno español. Las cosas como son, no hace falta ser franquista para reconocer
que, desde principios de 1938, Burgos/Madrid no había hecho otra cosa que hacer
cesiones, mientras que el Vaticano, en lo que se refiere al campo estricto de
la negociación, no se había movido ni un milímetro. Y debo decir, digresión en
el relato, que sorprende que la diplomacia vaticana, que tiene una bien ganada
fama de ser una de las mejores del mundo, no haya conseguido nunca entender que
éste, el del inmovilismo, es su talón de Aquiles. Siendo así es como, sin ir
más lejos, Roma facililtó la pérdida de sus propios Estados Pontificios.
En la conversación que siguió,
aunque recompuestos y algo más calmados, los interlocutores se dijeron de todo.
Entre otras cosas, volvió a salir el temita del cardenal Vidal.
Yanguas, efectivamente, fue
llamado a Madrid.
El cardenal Gomá supo que las
cosas entre España y el Vaticano se estaban yendo a la mierda el día 10 de
enero. Le visitaron los dirigentes de la Confederación Nacional Agraria, casi
ya en proceso de disolución e integración en el turbión del Sindicato Único, para
pedirle instrucciones sobre qué hacer. Fueron estos hombres del asociacionismo
católico, que sabían lo que sabían por un miembro de su organización que era
hermano de Muñoz Grandes, los que le preguntaron a Gomá en qué medida le podría
afectar a su problema la ruptura de relaciones diplomáticos. Al cardenal el
pene se le quedó como un anacardo, y los testículos se le emplazaron a la altura de sus clavículas.
Gomá se apresuró a quedar para
tomarse unas cañas con el nuncio Cicognani. Ambos estuvieron plenamente de
acuerdo en que había que impedir el rompimiento como fuese. Cicognani estaba
más que mosqueado. El nuncio tenía vacaciones pendientes casi para cubrir la
Eternidad, pero nunca le habían permitido tomárselas. Ahora, había recibido un
cablegrama de la Secretaría de Estado comunicándole que podía tomárselas cuando
quisiera. Gaetano le dijo a Isidro: mejor no me las tomo, porque si salgo, ya
no vuelvo a entrar.
Todos temían lo mismo: que Franco, harto ya, hubiera dicho: a tomar por culo todo.
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