jueves, noviembre 27, 2025

Ceaucescu (27): Trabajador forzado por la gracia de Lenin




Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pitesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez

 

Exactamente igual que ocurrió en la Unión Soviética, el Ministerio del Interior del régimen comunista rumano se convirtió en un departamento de fuerte importancia económica, ya que, detrás del eufemismo “trabajo temporal”, escondió el uso sistemático de los trabajos forzados como una herramienta para conseguir mano de obra gratuita. El 8 de junio de 1950, los comunistas rumanos aprobaron un Estatuto de los Trabajadores que introducía el concepto de trabajo forzado; lo cual debe de ser algo muy marxista, porque lo cierto es que la mayoría de los regímenes comunistas han tirado de ese hilo de una manera o de otra.

En realidad, cuando los rumanos hicieron legal el trabajo forzado, no hicieron otra cosa que dar cobertura legal a sus flatulencias previas. Para cuando la ley se aprobó, el régimen llevaba un año utilizando trabajadores obligatorios en las peligrosas obras del canal entre el Danubio y el Mar Negro. La utilización del trabajo forzado se hizo tan generalizada que, el 22 de agosto de 1952, de nuevo reconociendo algo que ya estaba pasando, los campos de prisioneros fueron rebautizados “colonias de trabajo”; que hay que tener un cinismo modo experto. Con los años, cuando el régimen comenzó a verse presionado por su imagen exterior y por el hecho de que, por mucho que trabajasen en sentido contrario, sus mamonadas se filtraban al mundo, el trabajo forzado fue sustituido por el exilio interior. Pero eso, como os digo, se tomó su tiempo.

Las listas de prisioneros merecedores de ir a picar piedra no las hacían propiamente los jueces que los sentenciaban. Primero, había algunos que ni siquiera eran sentenciados. El 25 de agosto de 1952 se creó en el seno del Ministerio del Interior una comisión para tomar esas decisiones. Fue Draghici quien creó esa comisión, que puso bajo el mando directo de su adjunto, el ínclito Gheorghe Pintile. Con Pintile, la URSS adquirió la terminal perfecta para tener todo aquel procedimiento bajo control cuando lo necesitare. Esta comisión también decidió los nombres de las personas que no podían, en cualquier caso, residir cerca de Bucarest.

El canal entre el Danubio y el Mar Negro fue la obra pública que mayor número de campos de concentración creó: hasta 14 fueron levantados para ubicar a las personas que habrían de trabajar en las obras. La magna obra había sido aprobada por el Politburo el 25 de mayo de 1949; pero, en realidad, era un proyecto trasnacional, porque el Comecon, es decir el mercado común comunista, estaba detrás del proyecto; lo que podríamos llamar los fondos Next Camaraden. 

En efecto, el proyecto era muy estrechamente vigilado por los soviéticos, ya que éstos tenían la idea de lo que se ha dado en denominar “un Ruhr soviético”, creando canales de salida para el acero fabricado en la URSS hacia Europa y los países mediterráneos. También había una razón bélica: Stalin quería poder operar en el Danubio de forma sencilla en el caso de que las cosas con Yugoslavia se pusiesen peor que como ya estaban.

En mayo de 1949, una comisión técnica rumano-soviética terminó de pergeñar los elementos técnicos del proyecto del canal, cuyos trabajos comenzaron unos tres meses después. Gheorghe Hossu fue nombrado director del proyecto, mientras que Mayer Grunberg fue nombrado primer asistente y jefe de ingeniería.

Desde el primer momento, las obras del canal sirvieron para dar una buena prueba de la ética real de trabajo de los regímenes comunistas. Como ya se ha dicho, buena parte de la mano de obra era mano de obra forzada que, por lo tanto, no cobraba. Hemos de suponer que aquellos tipos no generaban plusvalía alguna, así pues no había nadie que se la pudiera alienar. Pero hay más. Por ejemplo, la infraestructura sanitaria de una zona de trabajo, para 1.500 obreros, consistía en un médico, un auxiliar y dos enfermeras.

Los trabajadores fueron de tres tipos. Los que fueron voluntarios a la obra, y que cobraban; los presos condenados a trabajos forzados; y los militares que eran obligados a trabajar en la obra. En el inicio de los trabajos, hubo un llamamiento general en los ministerios para lograr voluntarios. En pocos meses se lograron casi 9.000. Aparentemente, porque estas cosas es muy difícil conocerlas a fondo, las relaciones entre rumanos y soviéticos en la cúpula del proyecto no fueron lo que se dice fluidas. Comunistas y todo, los rumanos comenzaron a darse cuenta de que alojar y alimentar a todos los trabajadores voluntarios era un problema que excedía las capacidades de la región de Dobrogea donde se ubicaban las obras. Pero eso a los soviéticos les daba igual, probablemente porque, en su visión, todos eran trabajadores forzados.

Poco a poco, la obra acabó por alcanzar una nómina (es un decir) de 20.000 trabajadores voluntarios y 18.000 personas que estaban allí porque no tenían otro remedio. Los prisioneros eran a menudo sometidos a tratos brutales, con palizas sin razón aparente. A algunos se les recetaron varias balas; y a otros muchos, simplemente, se les negó la asistencia sanitaria o se les obligó a trabajar incluso cuando el doctor había dicho que no estaban en condiciones. En pleno invierno, los prisioneros eran encerrados en celdas en camisa, o incluso desnudos; en verano, los ataban desnudos en la intemperie para que se los comieran los mosquitos.

Aquello eran prácticas bastante generalizadas. Pero, por lo que acabaron contando los supervivientes, entre todos aquellos torturadores destacó Ioan Pavel, comandante del campo de Salcia, y sus subordinados Ion Popa, Petre Manciulea y Tudor ilinca; así como Liviu Bordea en el campo de Capul Midia. Los comunistas fueron tan valientes en estas acciones de “reeducación por el trabajo” que, cuando se hubieron ido, ha sido difícil, en ocasiones imposible, reconstruir la vida y la muerte de muchos de estos presos, porque no dejaron rastro documental alguno de muchas de las muertes producidas en las obras del canal. Así de convencidos estaban de estar haciendo lo correcto que lo ocultaron al mundo, y al futuro, todo lo que pudieron.

El régimen nunca explicó los porqués del abandono final del proyecto del canal. Por lo que han investigado diversos scholars, parece ser que el principal problema del proyecto fue su precipitación. Stalin estaba ya en los últimos años de vida. Era un hombre mayor, muy consciente de que aquel proyecto no era sencillo, y quería verlo acelerado. En consecuencia, los trabajos comenzaron cuando las planificaciones ingenieriles todavía no se habían consolidado. Aparentemente, cuando los estudios definitivos estuvieron listos, con la obra ya en marcha, se descubrió que el coste y esfuerzo necesarios inicialmente calculados eran más o menos la mitad de los que serían de verdad. Después se dieron cuenta de que los estudios geológicos (hechos por soviéticos) habían sido bastante deficientes. Y, last but not least, dado que la URSS estaba embarcada en ese estado delirante en que la colocaron los planes quinquenales de Stalin, planes en los que había que cumplir las cuotas de producción sí o sí, sin hacer preguntas en materia de calidad, la maquinaria utilizada en las obras comenzó a estropearse con frecuencia, y pronto acabó por quedar claro que era una puta mierda.

Aquello había que resolverlo de alguna manera. La forma racional habría sido replantear el proyecto, redimensionarlo, buscar otros proveedores de maquinaria, etc. Pero, claro, en la URSS de Stalin las cosas se hacían de otra manera. Las cosas se hacían buscando cabezas de turco.

En el verano de 1952, el coronel Misu Dulgheru, jefe de investigaciones penales de la Securitate, fue convocado el Ministerio del Interior. En la sala en la que le entraron estaba el Marlaska de turno, Alexandru Draghici, y el miembro del Politburo Iosif Chisinevski. Además, estaban Gheorghe Pintile y Alexandru Nicolski, junto con el también general de la policía secreta Vladimir Mazuru; un tal Agop Garabedian, especialista soviético en propaganda; y otros tres soviéticos más, Alexander Sakharovsky y unos tales Tiganov y Maximov.

Toda esta corte de demócratas convencidos dejó hablar a Chisinevski, quien le dio la orden a Dulgheru de que montase un juicio público contra los saboteadores de las obras del canal. Añadió: “el cámarada Gheorghiu-Dej quiere esto rápido”.

Dicho y hecho. Tras una exhaustiva y profesional investigación, el 29 de agosto de aquel mismo año abría sus sesiones el primero de estos juicios, con ocho ingenieros y dos mecánicos en el banquillo. La acusación presentó 31 testigos; la defensa, vaya hombre, ninguno. El juicio fue rápido; tres días después, el 1 de septiembre, el presidente del tribunal, comandante Ovidiu Teodorescu, estaba leyendo la sentencia. En ella se decía que los saboteadores habían recibido ayuda de los ingleses y los estadounidenses.

Los acusados, hemos de entender que haciendo uso de una última esperanza, expresaron su arrepentimiento por las cosas que habían hecho. A cinco de ellos, aún así, les cayó la condena a muerte; y a los otros cinco el trabajo forzoso entre 20 años y perpetua. Dos de las sentencias de muerte, tras la apelación, fueron conmutadas por trabajos forzados perpetuos. Como consecuencia, el 14 de octubre de 1952, Nicolae Vasilescu, Aurel Rozei-Rozemberg y Dumitru Nichita, tres tipos que todo lo que habían hecho había sido regalar buena parte de su plusvalía a unos tipos que decían haber llegado al poder para entregársela toda, fueron fusilados en algún lugar que ni siquiera sabemos cuál fue. Pero, ojo, los nietos de los tipos que, cuando todo esto se fue sabiendo en la Europa occidental, no movieron ni media ceja por estas muertes, te dirán que lo del Valle de los Caídos fue lo peor de lo peor.

En la primavera de 1954, que si recordáis bien fue el momento en que el régimen decidió poner en marcha el juicio contra Lucretiu Patrascanu, el Ministerio del Interior decretó una revisión global de los prisioneros forzados que había en los campos. En todos los centros penitenciarios, los viejos miembros de la Guardia de Hierro, o de los partidos de la oposición, fueron severamente interrogados, en búsqueda de testimonios que se pudiesen usar contra el dirigente comunista caído en desgracia.

Para los rumanos, la muerte de Stalin y lo que pasó poco tiempo después no fue en modo alguno señal para levantar el pie del acelerador con el tema del trabajo forzado. De hecho, una resolución gubernamental de febrero de 1958 extendió el uso de los trabajos forzados como castigo hasta “aquellas personas que pongan en peligro el orden público, incluso aunque no hayan cometido crimen alguno”. Esto mantuvo la llegada de nuevos internos a los campos de trabajo hasta el año 1963. Cuando el régimen, preocupado por su imagen exterior, comenzó a realizar su propia crítica del estalinismo rumano en 1968, personas que habían estado a cargo de campos de trabajo describieron puntillosamente el régimen esencialmente infernal en que consistía todo el montaje. Los alcaides y responsables de los campos, por ejemplo, no tenían información alguna sobre los crímenes, reales o presuntos, de los presos que les llevaban, puesto que llegaban sin orden de arresto. Los propios presos desconocían muchas veces las razones de su represión; como también desconocían la de su liberación en el caso de que se produjese. En estas comisiones Pavel Stefan, que fue ministro del Interior desde 1952 hasta 1957, llegó a declarar: “algunas veces, arrestamos y metimos presas a personas por la sola razón de que necesitábamos sus casas”.

Repetimos: los nietos de los tipos que no levantaron ni media voz contra esto, hoy nos dan lecciones de democracia.

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