Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pitesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez
En realidad, cuando los rumanos
hicieron legal el trabajo forzado, no hicieron otra cosa que dar cobertura
legal a sus flatulencias previas. Para cuando la ley se aprobó, el régimen
llevaba un año utilizando trabajadores obligatorios en las peligrosas obras del
canal entre el Danubio y el Mar Negro. La utilización del trabajo forzado se
hizo tan generalizada que, el 22 de agosto de 1952, de nuevo reconociendo algo
que ya estaba pasando, los campos de prisioneros fueron rebautizados “colonias
de trabajo”; que hay que tener un cinismo modo experto. Con los años, cuando el
régimen comenzó a verse presionado por su imagen exterior y por el hecho de
que, por mucho que trabajasen en sentido contrario, sus mamonadas se filtraban al
mundo, el trabajo forzado fue sustituido por el exilio interior. Pero eso, como
os digo, se tomó su tiempo.
Las listas de prisioneros
merecedores de ir a picar piedra no las hacían propiamente los jueces que los
sentenciaban. Primero, había algunos que ni siquiera eran sentenciados. El
25 de agosto de 1952 se creó en el seno del Ministerio del Interior una
comisión para tomar esas decisiones. Fue Draghici quien creó esa comisión, que
puso bajo el mando directo de su adjunto, el ínclito Gheorghe Pintile. Con
Pintile, la URSS adquirió la terminal perfecta para tener todo aquel
procedimiento bajo control cuando lo necesitare. Esta comisión también decidió
los nombres de las personas que no podían, en cualquier caso, residir cerca de
Bucarest.
El canal entre el Danubio y el Mar Negro fue la obra pública que mayor número de campos de concentración creó: hasta 14 fueron levantados para ubicar a las personas que habrían de trabajar en las obras. La magna obra había sido aprobada por el Politburo el 25 de mayo de 1949; pero, en realidad, era un proyecto trasnacional, porque el Comecon, es decir el mercado común comunista, estaba detrás del proyecto; lo que podríamos llamar los fondos Next Camaraden.
En efecto, el
proyecto era muy estrechamente vigilado por los soviéticos, ya que éstos tenían
la idea de lo que se ha dado en denominar “un Ruhr soviético”, creando
canales de salida para el acero fabricado en la URSS hacia Europa y los países
mediterráneos. También había una razón bélica: Stalin quería poder operar en el
Danubio de forma sencilla en el caso de que las cosas con Yugoslavia se
pusiesen peor que como ya estaban.
En mayo de 1949, una comisión
técnica rumano-soviética terminó de pergeñar los elementos técnicos del
proyecto del canal, cuyos trabajos comenzaron unos tres meses después. Gheorghe
Hossu fue nombrado director del proyecto, mientras que Mayer Grunberg fue
nombrado primer asistente y jefe de ingeniería.
Desde el primer momento, las
obras del canal sirvieron para dar una buena prueba de la ética real de
trabajo de los regímenes comunistas. Como ya se ha dicho, buena parte de la
mano de obra era mano de obra forzada que, por lo tanto, no cobraba. Hemos de
suponer que aquellos tipos no generaban plusvalía alguna, así pues no había
nadie que se la pudiera alienar. Pero hay más. Por ejemplo, la infraestructura
sanitaria de una zona de trabajo, para 1.500 obreros, consistía en un médico,
un auxiliar y dos enfermeras.
Los trabajadores fueron de tres
tipos. Los que fueron voluntarios a la obra, y que cobraban; los presos
condenados a trabajos forzados; y los militares que eran obligados a trabajar
en la obra. En el inicio de los trabajos, hubo un llamamiento general en los
ministerios para lograr voluntarios. En pocos meses se lograron casi 9.000. Aparentemente,
porque estas cosas es muy difícil conocerlas a fondo, las relaciones entre
rumanos y soviéticos en la cúpula del proyecto no fueron lo que se dice
fluidas. Comunistas y todo, los rumanos comenzaron a darse cuenta de que alojar
y alimentar a todos los trabajadores voluntarios era un problema que excedía
las capacidades de la región de Dobrogea donde se ubicaban las obras. Pero eso
a los soviéticos les daba igual, probablemente porque, en su visión, todos eran
trabajadores forzados.
Poco a poco, la obra acabó por
alcanzar una nómina (es un decir) de 20.000 trabajadores voluntarios y 18.000
personas que estaban allí porque no tenían otro remedio. Los prisioneros eran a
menudo sometidos a tratos brutales, con palizas sin razón aparente. A algunos
se les recetaron varias balas; y a otros muchos, simplemente, se les negó la
asistencia sanitaria o se les obligó a trabajar incluso cuando el doctor había
dicho que no estaban en condiciones. En pleno invierno, los prisioneros eran
encerrados en celdas en camisa, o incluso desnudos; en verano, los ataban
desnudos en la intemperie para que se los comieran los mosquitos.
Aquello eran prácticas bastante
generalizadas. Pero, por lo que acabaron contando los supervivientes, entre
todos aquellos torturadores destacó Ioan Pavel, comandante del campo de Salcia,
y sus subordinados Ion Popa, Petre Manciulea y Tudor ilinca; así como Liviu
Bordea en el campo de Capul Midia. Los comunistas fueron tan valientes en estas
acciones de “reeducación por el trabajo” que, cuando se hubieron ido, ha sido
difícil, en ocasiones imposible, reconstruir la vida y la muerte de muchos de
estos presos, porque no dejaron rastro documental alguno de muchas de las
muertes producidas en las obras del canal. Así de convencidos estaban de estar
haciendo lo correcto que lo ocultaron al mundo, y al futuro, todo lo que
pudieron.
El régimen nunca explicó los
porqués del abandono final del proyecto del canal. Por lo que han investigado
diversos scholars, parece ser que el principal problema del proyecto fue
su precipitación. Stalin estaba ya en los últimos años de vida. Era un hombre
mayor, muy consciente de que aquel proyecto no era sencillo, y quería verlo
acelerado. En consecuencia, los trabajos comenzaron cuando las planificaciones
ingenieriles todavía no se habían consolidado. Aparentemente, cuando los
estudios definitivos estuvieron listos, con la obra ya en marcha, se descubrió
que el coste y esfuerzo necesarios inicialmente calculados eran más o menos la
mitad de los que serían de verdad. Después se dieron cuenta de que los estudios
geológicos (hechos por soviéticos) habían sido bastante deficientes. Y, last
but not least, dado que la URSS estaba embarcada en ese estado delirante en
que la colocaron los planes quinquenales de Stalin, planes en los que había que
cumplir las cuotas de producción sí o sí, sin hacer preguntas en materia de
calidad, la maquinaria utilizada en las obras comenzó a estropearse con
frecuencia, y pronto acabó por quedar claro que era una puta mierda.
Aquello había que resolverlo de
alguna manera. La forma racional habría sido replantear el proyecto,
redimensionarlo, buscar otros proveedores de maquinaria, etc. Pero, claro, en
la URSS de Stalin las cosas se hacían de otra manera. Las cosas se hacían buscando
cabezas de turco.
En el verano de 1952, el
coronel Misu Dulgheru, jefe de investigaciones penales de la Securitate, fue
convocado el Ministerio del Interior. En la sala en la que le entraron estaba
el Marlaska de turno, Alexandru Draghici, y el miembro del Politburo Iosif
Chisinevski. Además, estaban Gheorghe Pintile y Alexandru Nicolski, junto con
el también general de la policía secreta Vladimir Mazuru; un tal Agop
Garabedian, especialista soviético en propaganda; y otros tres soviéticos más,
Alexander Sakharovsky y unos tales Tiganov y Maximov.
Toda esta corte de demócratas
convencidos dejó hablar a Chisinevski, quien le dio la orden a Dulgheru de que
montase un juicio público contra los saboteadores de las obras del canal. Añadió:
“el cámarada Gheorghiu-Dej quiere esto rápido”.
Dicho y hecho. Tras una
exhaustiva y profesional investigación, el 29 de agosto de aquel mismo año
abría sus sesiones el primero de estos juicios, con ocho ingenieros y dos
mecánicos en el banquillo. La acusación presentó 31 testigos; la defensa, vaya
hombre, ninguno. El juicio fue rápido; tres días después, el 1 de septiembre,
el presidente del tribunal, comandante Ovidiu Teodorescu, estaba leyendo la
sentencia. En ella se decía que los saboteadores habían recibido ayuda de los
ingleses y los estadounidenses.
Los acusados, hemos de entender
que haciendo uso de una última esperanza, expresaron su arrepentimiento por las
cosas que habían hecho. A cinco de ellos, aún así, les cayó la condena a
muerte; y a los otros cinco el trabajo forzoso entre 20 años y perpetua. Dos de
las sentencias de muerte, tras la apelación, fueron conmutadas por trabajos
forzados perpetuos. Como consecuencia, el 14 de octubre de 1952, Nicolae
Vasilescu, Aurel Rozei-Rozemberg y Dumitru Nichita, tres tipos que todo lo que
habían hecho había sido regalar buena parte de su plusvalía a unos tipos que
decían haber llegado al poder para entregársela toda, fueron fusilados en algún
lugar que ni siquiera sabemos cuál fue. Pero, ojo, los nietos de los tipos que,
cuando todo esto se fue sabiendo en la Europa occidental, no movieron ni media
ceja por estas muertes, te dirán que lo del Valle de los Caídos fue lo peor de
lo peor.
En la primavera de 1954, que si
recordáis bien fue el momento en que el régimen decidió poner en marcha el
juicio contra Lucretiu Patrascanu, el Ministerio del Interior decretó una
revisión global de los prisioneros forzados que había en los campos. En todos
los centros penitenciarios, los viejos miembros de la Guardia de Hierro, o de
los partidos de la oposición, fueron severamente interrogados, en búsqueda de
testimonios que se pudiesen usar contra el dirigente comunista caído en
desgracia.
Para los rumanos, la muerte de
Stalin y lo que pasó poco tiempo después no fue en modo alguno señal para
levantar el pie del acelerador con el tema del trabajo forzado. De hecho, una
resolución gubernamental de febrero de 1958 extendió el uso de los trabajos
forzados como castigo hasta “aquellas personas que pongan en peligro el orden
público, incluso aunque no hayan cometido crimen alguno”. Esto mantuvo la
llegada de nuevos internos a los campos de trabajo hasta el año 1963. Cuando el
régimen, preocupado por su imagen exterior, comenzó a realizar su propia
crítica del estalinismo rumano en 1968, personas que habían estado a cargo de
campos de trabajo describieron puntillosamente el régimen esencialmente infernal
en que consistía todo el montaje. Los alcaides y responsables de los campos,
por ejemplo, no tenían información alguna sobre los crímenes, reales o
presuntos, de los presos que les llevaban, puesto que llegaban sin orden de
arresto. Los propios presos desconocían muchas veces las razones de su represión;
como también desconocían la de su liberación en el caso de que se produjese. En
estas comisiones Pavel Stefan, que fue ministro del Interior desde 1952 hasta
1957, llegó a declarar: “algunas veces, arrestamos y metimos presas a personas
por la sola razón de que necesitábamos sus casas”.
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