Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pitesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez
Como ocurre en el caso de casi todos, si no todos, los mandatarios comunistas, Gheorghe Gheorghiu-Dej estuvo siempre informado de primera mano, y de hecho totalmente implicado, en el montaje y conservación del sistema represivo rumano. Su principal enlace con las mazmorras del comunismo rumano era Alexandru Draghici. Draghici era 12 años más joven que Dej y había pasado buena parte de su vida a su sombra. Se hizo comunista en 1934; relativamente tarde, pero cuando lo hizo, le cogió rápidamente el gusto y el ritmillo.
Cuando fue liberado de la
prisión donde lo habían metido, en el mes de agosto de 1944, Draghici fue
nombrado fiscal general; lo cual es todo un mérito, porque había dejado la
escuela cuando tenía once años; pero, vamos, viendo cómo interpretan el Derecho los fiscales generales con carrera, lo mismo los comunistas tienen razón y la diferencia no es tanta. En su condición de fiscal, participó en los
juicios contra presuntos criminales de guerra que se produjeron en 1945. En
octubre de aquel año lo hicieron miembro suplente del Comité Central, y en 1948
pasó a ser miembro pleno. Aquel mismo año, se unió a Teohari Georgescu e Iosif
Ranghet en las investigaciones en torno a la vida y milagros de Lucretiu
Patrascanu. El 30 de diciembre de 1950, fue nombrado cabeza del directorado
político del Ministerio del Interior. Ahí comenzó una carrera de hombre muy
poderoso, carrera que cercenó radicalmente Ceaucescu en 1968 cuando, sin dar
demasiadas explicaciones, lo acusó de haber cometido crímenes muy graves y lo
cesó de sus cargos.
Cuando Georgescu cayó en
desgracia, en 1952, dejó libre el puteal de ministro del Interior, y Draghici
fue el elegido para ocuparlo. De hecho, en setiembre de aquel año se creó un
nuevo ministerio, llamado de la Seguridad Nacional, con más competencias y
medios, al frente del cual situaron a Sandritu.
Draghici sabía lo que tenía que
hacer: lo que hacían los soviéticos. Creó, conservó o mejoró una tupida red de
prisiones y campos de trabajo, en número de 75; instituciones que se estima
llegaron a tener unos 100.000 alegres inquilinos. Aunque hay otras
estimaciones, Corneliu Coposu, que era el secretario de Maniu y fue inquilino
de estas instituciones, elevaba la cifra de los represaliados en aquellos
primeros años cincuenta hasta más de 280.000, de los que unos 190.000, según
él, habrían muerto encerrados.
El segundo nombre más temido
dentro de esa red de centros de detención era Sighet. La prisión de Sighet
estaba situada en la provincia de Maramures, y fue escogida como centro de alta
seguridad para los presos considerados de especial riesgo o peligro para el
régimen. Así que allí terminaron los líderes de los partidos democráticos, los
ministros de los gobiernos pre comunistas y buena parte de los sacerdotes y obispos
que no les bailaron el agua a los comunistas. Particularmente, entre sus
sólidas paredes se habrían de alojar cuatro ex primeros ministros, además de
Iuliu Maniu, Constatin Bratianu y algunos obispos.
Con todo, la peor de las
prisiones rumanas fue la prisión de Pitesti. Ahí se practicó uno de los
ejercicios de ingeniería social más repugnantes de la Historia de la humanidad;
y el hecho de que apenas sea conocido lo dice todo sobre la excelente labor de
limpia, fija y da esplendor que, en los países de occidente, han hecho los
cejudos intelectuales pro comunistas que dominaron el cotarro de la opinión
pública durante muchas décadas de la Guerra Fría.
Pitesti estaba situada a unos
120 kilómetros al noroeste de Bucarest. Allí, el 6 de diciembre de 1949 comenzó
un experimento socio-sicológico que, como suele pasar con estas cosas, recibió
un nombre poco descriptivo pero con pinta de aséptico: reeducación. Los nazis
también llamaban a sus campos de concentración campos de reasentamiento. Los
hijos de puta siempre tienen muy claro que la primera batalla que hay que ganar
es la batalla del lenguaje.
El principio general del
programa rumano de reeducación es sencillo: hay que superar el punto en el que
le infundes terror al enemigo; lo que hay que hacer es destrozar su
personalidad, llevarlo al colapso sicológico total. Los oficiales de prisiones
que llevaron a cabo dicho experimento estaban dirigidos por Alexandru Nicolski
(nacido Boris Grünberg), y el hecho de que a día de hoy no figure en la lista
de los mayores sádicos de la Historia lo dice todo del conocimiento general,
tanto de no historiadores como de graduados variados.
El experimento de reeducación
duró relativamente poco, hasta agosto de 1952, dado que hasta los comunistas
rumanos, que como acabáis de leer eran capaces de nombrar fiscal general a un
gañán que no distinguía su culo de una ecuación de segundo grado, se dieron
cuenta de que lo que estaban haciendo era demasiado bestia. Pero hasta ese
momento, no sólo fue realizado, sino que se exportó a otras prisiones como
Gherla, aunque en menor escala que en Pitesti.
La Reeducación estaba basada en
las teorías de un pedagogo soviético, Antón Semionovitch Makarenko, un nota de
cojones. Aplicando la lógica visión de un comunista, para el cual, como buen
fascista, el comunismo lo es todo, es la luz de las gentes y de las naciones,
un criminal se convertía, a través de la óptica de Makarenko, en alguien que,
más que cometer un crimen contra los demás, lo cometía contra la perfecta
sociedad comunista; y, por lo tanto, era crucial que comprendiese que su única
oportunidad de redención era pasar a estar a bien con el comunismo, a través de
la obtención del apoyo del Partido. Y la única forma en que podía demostrar esa
redención era trayendo a otros criminales por ese camino. De alguna manera,
pues, Makarenko venía a ver la criminalidad bajo el comunismo como algo muy
parecido a esos clubs de clientes donde te llevas una recompensa si convences a
tus primos y vecinos de que también se hagan clientes.
La principal vía de esta
reeducación del criminal, según Makarenko, era el trabajo forzado; de ahí la
proclividad de los sistemas soviéticos por los campos de trabajo (bueno; es por
eso y, también, porque así, los campeones de darle al obrero su plusvalía
tienen mano de obra gratuita). Hasta ahí la cosa va, más o menos, bien. Los
presos están puteados porque tienen que picar piedra, pero eso no se aparta
mucho de la vida de Paul Newman en Cool Hand Luke. Lo “original”
comienza ahora porque, en opinión de Makarenko, este trabajo forzado debía
combinarse con una receta de castigo físico y lavado de cerebro.
Los prisioneros del comunismo
rumano traían la tortura de serie, puesto que ésta se producía, casi siempre,
durante los interrogatorios de la Securitate. Bajo el programa de reeducación,
sin embargo, el prisionero, tras haber pasado por una sesión de interrogatorio
en la que los policías ya le habían dado una buena mano de hostias, era llevado
a una celda en la que se lo encerraba con otro prisionero que había sido designado como su
torturador. De esta manera, el prisionero era torturado permanentemente por
un torturador que sabía que en hacerlo se estaba jugando no ser él mismo
torturado.
Como digo, este sistema lo
aplicó Alexandru Nicolski con la ayuda inestimable de Eugene Turcanu. Turcanu
era un prisionero de Pilesti, y en 1949 aceptó crear, bajo la atenta mirada de
Nicolski, un equipo de presos torturadores; la mayoría de ellos, universitarios
de Bucarest, Iasi y Cluj.
Los estudiantes-hostiadores
fueron divididos en cuatro grupos. El primero estaba formado por prisioneros
sin juicio que aun así estaban cumpliendo seis o siete años, el segundo por
condenados por delitos menores con condenas de hasta cinco años. El tercero
eran acusados de haber conspirado contra el orden social, con sentencias de 8 a
15 años. En el último grupo estaban los condenados a trabajos forzados de 10 a
25 años.
Este último grupo, que era el
que más preocupaba a los dirigentes comunistas, fue llevado en noviembre de
1949 al hospital penitenciario de Pilesti, donde ya se encontraba el grupo
inicial formado por Tuscanu. El principal elemento del grupo trasladado de
estudiantes era el dirigente universitario Sandu Angelescu.
Estos dos grupos intimaron
entre ellos y se confesaron sus cuitas, temores y ambiciones. Este buen rollo
duró hasta el 6 de diciembre, cuando comenzó la reeducación de Angelescu. Fue
situado en una habitación sin calefacción y apenas con una camiseta. Cuando
Angelescu insultó al guardia que lo había dejado allí, Turcanu, que estaba
presente y se había convertido en su mejor amigo, le golpeó en la cara y le
prohibió que lo insultase. Aquello fue la señal para que todos los miembros del
grupo de Turcanu se lanzasen a hostiar a los del grupo de Angelescu.
Cuando entraron los guardias,
Angelescu explicó lo que había pasado. El capitán Dumitrescu, director de la
prisión, fingió enfado con Turcanu y le reclamó una explicación. En ese
momento, Turcanu explicó que él era el dirigente de la Organización de Presos
Fieles al Comunismo; que había tratado de convencer a Angelescu para que
abrazase la buena nueva; y que el rechazo de los estudiantes al comunismo había
provocado la pelea.
Como consecuencia, y sin más
pruebas, Angelescu y sus compañeros fueron acusados de haber rechazado la
reeducación. Fueron colocados desnudos en el suelo helado, apaleados durante
media hora con barras de hierro, para quedar luego a merced de Turcanu y su
grupo. Éstos repitieron las palizas durante varios días. Entre paliza y paliza,
Turcanu aplicó el programa de reeducación propiamente dicho.
Este programa consistía en
cuatro etapas. La primera etapa, o “desenmascaramiento externo”, era un proceso
por el cual el preso que quisiera demostrar fidelidad al comunismo debía
confesar todo aquello que le había ocultado a la Securitate. La segunda fase, o
“desenmascaramiento interno”, consistía en la confesión por parte del preso de
los nombres de todos aquéllos que lo habían tratado humanamente en la prisión.
La tercera etapa, o “desenmascaramiento moral público”, requería del preso que
denunciase todo lo que amaba: su familia, su fe, sus amigos; sus propias ideas.
Esto se hacía para provocar un colapso moral total en el prisionero, y sólo se
pasaba a la etapa final cuando Turcanu consideraba que había hecho su efecto.
En la última etapa, el
prisionero se convertía en torturador, y en la persona de su mejor amigo. Y
vuelta a empezar todo.
Esto duraba algunas semanas, y
no debéis olvidar que cada una de estas fases estaba salpimentada con momentos
de fuerte castigo físico y dolor insoportable. Pasadas estas semanas, el
prisionero era sometido a un plan brutal de trabajos forzados. Estaban permanentemente
vigilados por otros presos que ya habían sido reeducados, los cuales, cuando se
dormía, le golpeaban con una manguera de goma en los pies.
Uno de los elementos
fundamentales de este periodo de reeducación era conseguir que los presos
vinculasen el acto de comer con el dolor. Así, lo normal es que les sirviesen
la comida ardiendo en boles; les obligaban a arrodillarse en el suelo con las
manos a la espalda, y les daban apenas unos segundos para comer, abrevar más
bien, lo que pudieran. A menudo, con la comida les mezclaban sus propios
excrementos.
Turcanu, el principal torturador, tenía sus preferidos: los estudiantes de Teología. Solía bautizarlos en la mañana metiéndoles la cabeza en recipientes de orina. Una Semana Santa, a un estudiante preso lo obligaron a oficiar de obispo con una “casulla” empapada de excrementos. Por supuesto, los presos eran vigilados para que no cometiesen suicidio, aunque uno: Serban Gheorghe, finalmente consiguió tirarse por una escalera.
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