Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pitesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez
Aproximadamente unas seis
semanas después de haber comenzado el proceso de reeducación; seis semanas de
violencia física y verbal, de privación de sueño, de humillaciones continuas;
seis semanas de una situación que ha sido muy bien descrita con el concepto
“estar al borde de la muerte pero sin recibir el regalo de la muerte”, la
resistencia del preso se había acabado, y estaba en disposición de pasar a la
auto denuncia. Esta denuncia debía hacerse por escrito. La víctima debía
confesar hasta la menor falta cometida durante su vida, confesiones en las que
iba dejando un reguero de responsables y compañeros que también eran
denunciados. Como ya os he contado, tras haber realizado esta confesión, el
preso pasaba a otro estado, en el cual debía negar claramente su “máscara”, es
decir, todo lo que había sido hasta ese día.
En ese punto, el preso adoptaba
las mentiras de un tercero: su torturador, como verdades, y negaba todo aquello
que alguna vez había considerado verdadero. Este camino se consideraba
necesario para que el preso pudiera considerarse un hombre nuevo, que era de lo
que se trataba. En la práctica, esto lo convertía en el esclavo constante de los
deseos y órdenes de su torturador y, al fin y a la postre, de Turcanu, que
mandaba sobre todos ellos. La última epifanía surgía cuando el otrora rebelde
estudiante era conminado a probar su nueva fidelidad convirtiéndose en
torturador de un nuevo grupo de presos. El esquema, a partir de ese momento,
era siempre el mismo: primero acercarse a la nueva cuerda de presos, ganarse su
amistad; para, luego, a una señal convenida, quitarse los velos y convertirse
en los torturadores que eran.
El programa de reeducación de
Pitesti fue aplicado durante los años 1950 y 1951. En ese tiempo, teniendo en
cuenta que el ciclo completo para cada cuerda de presos era de unos dos meses y
pico, se generaron diversas “promociones” de torturadores fieles al comunismo,
que comenzaron a ser exportados a otras prisiones; sobre todo, a Gherla y a los
campos de trabajos forzados que había en el área donde se construía el canal
entre el Danubio y el Mar Negro.
Llegó, sin embargo, el día en
que las cosas se torcieron un poco. En las obras del canal, uno de los
torturadores, un estudiante de Medicina llamado Bogdanescu, se pasó de frenada
a la ahora de reeducar a un tal doctor Simionescu, que era un profesor bastante
reputado. En realidad, Bogdanescu no lo mató; pero lo que no pudo prever fue
que Simionescu, desesperado, se echase contra el alambre de espino de las
barreras del campo, donde fue acribillado por los guardias.
Las noticias de la muerte de
Simionescu llegaron a su mujer, y ésta protestó al Ministerio del Interior. Se
las arregló, además, para que los datos salieran del país, con lo que las
emisiones en rumano de Voice of America, Radio Europa Libre y la BBC se
hicieran eco del tema. Como siempre que alguien se las arregla para tirar de la
cintura de los comunistas lo suficiente como para que se note que el culo les
huele a mierda, en el Comité Central todo dios se puso muy nervioso. Así que el
Ministerio del Interior lanzó una investigación propia en el campo forzado del
Canal. Pero, claro, esto es como poner el caso de la filtración de los datos
del novio de Ayuso en manos de García Ortiz. La investigación del Ministerio
fue tan independiente que su principal director fue Nicolski. Sabiendo como
sabían los padres del sistema de reeducación que ya no se podría mantener todo
el momio en secreto, todo lo que les preocupó fue “investigar” lo suficiente
como para concluir que ellos no tenían la culpa.
Al final, comenzaron a
presentarse problemas en dos de los centros a los que se habían exportado
torturadores desde Pitesti: la prisión de Ocnele Mari; y un sanatorio
penitenciario de tuberculosos en Targu Ocna. El mayor error fue el de Targu;
sólo a un retrasado mental se le ocurriría ponerse a torturar a personas que
estaban físicamente enfermas. Como resultado de la reeducación en Targu, uno de
los internos, Virgil Ionescu, intentó suicidarse; y otros comenzaron una huelga
de hambre. Un domingo se celebró un partido de fútbol a pocos metros de la
muralla del sanatorio; los internos ocuparon las ventanas, gritaron pidiendo
ayuda, e informaron como pudieron de lo que estaba pasando. Llegada la historia
a la ciudad cercana, la policía inició una investigación en la que ninguno de
los torturadores fue castigado; pero el programa fue parado en seco.
Al final, la prisión de Gherla
quedó como el último escenario del programa de reeducación. Alí, por ejemplo,
Ludovik Rek, un húngaro transilvano, mató a otro preso, Ion Fluieras, que había
sido dirigente del Partido Socialdemócrata (sí, los lerdos que habían aceptado
confluir con los comunistas) a base de hostiarlo con un saco de arena. Anteriormente,
había sido el lugar de residencia del paquete inicial de torturadores de
Pitesti, hasta que en el verano de 1952 se les dio la orden de marcharse.
Turcanu, Popa Tanu y los otros miembros de su grupo fueron enviados a Bucarest,
momento a partir del cual la vida de los internos de Gherla mejoró un poco;
aunque no del todo, como ya hemos visto.
Aparentemente, porque la
documentación sobre este asunto no aparece por ningún lado, Turcanu y sus
compañeros recibieron en la capital el encargo de hacer un informe sobre la
ejecución del proyecto de reeducación, los medios usados y los resultados conseguidos.
Una vez que terminaron dicho informe, fueron conminados a firmar al pie de
declaraciones en las que aseveraban que el proyecto no había sido nunca
ordenado por el Partido Comunista, ni siquiera por las autoridades de las
prisiones. Aparentemente, pues, unos presos se habrían puesto a torturar a
otros sin que los alcaides hiciesen nada.
El comunismo, cuando se le
huele la mierda, siempre inventa “incontrolados”, y les echa la culpa de todo.
Turcanu y su gente se dieron
perfecta cuenta de por dónde iba la jugada de firmar aquel papel, y se negaron
a firmar. Así que les llegó el momento de recibir unas cuantas dosis de su
propia medicina.
En 1952, el programa de
reeducación fue finalmente cerrado; aunque, como sabemos, hay bastante más que
indicios de que aquel terremoto siguió teniendo alguna que otra réplica. Terminó
por dos razones: la primera, porque demasiada gente lo conocía, y para todos
los comunistas era obvio que las emisoras y medios de comunicación exteriores
iban a hacer grandes cosas con ello. La segunda razón es que, si veis las
fechas, la terminación del programa viene a coincidir con la purga de Pauker,
Luca y Georgescu; es decir, Gheorghiu-Dej decidió hacer de la necesidad virtud,
y hacer lo que mejor se le da a un comunista, que es echarle la culpa a otro.
Dej comenzaba a notar la necesidad de sacudirse la vitola de estalinista; y le
vino de coña poder decir que los estalinistas habían sido otros, pero que ahora
los tenía controlados. Cuando uno de los amigos de Pauker y participante en los
programas de reeducación, un tal coronel Zeller, fue cesado y se suicidó,
Gheorghiu-Dej consiguió la confirmación para todas sus mentiras.
Pauker, sin embargo, nunca fue
imputada por aquellos hechos; Stalin no lo habría permitido. Pero tampoco fue
imputado Nicolski; tenía demasiados amigos en la NKVD, lo cual lleva a
sospechar que esta vez hubiera sido Beria quien no lo habría permitido. Y eso a
pesar de que algunos adjuntos de Georgescu, cuando fueron interrogados,
implicaron directamente a Nicolski en el programa de reeducación.
El régimen estuvo dos años
preparando pacientemente el juicio de Turcanu y su grupo. Tenían que hacerlo
bien; los torturadores tenían que caer, eso no era problema; el problema era
construir el caso falso según el cual todo había sido idea de ellos. El relato
por el que se decidieron los comunistas fue sostener la idea de que Turcanu y
los suyos eran agentes infiltrados de Horia Sima, un antiguo líder de la
Guardia de Hierro; por qué esta vieja organización parafascista, con fuerza
sobre todo antes de la guerra, podía haber querido, y podido, dedicarse a
torturar a opositores al comunismo dentro de las cárceles, es algo que los
comunistas rumanos todavía no han explicado con solidez; y, las cosas como son,
ya no tiene pinta. Los únicos acusados sometidos a juicio, pues, fueron
Turcanu, Popa Alexandru, Nutri Patrascanu y otros 19.
El juicio, que fue secreto, se
abrió el 20 de septiembre de 1954. Se afirmó que Horia Sima, que estaba
exiliado en España, había lanzado la orden de cometer las torturas en Pitesti
para comprometer al Partido Comunista. Se los acusó de 13 asesinatos y el abuso
y tortura de 780 personas más, de los cuales un centenar habían quedado con
secuelas severas. Algunos miembros de la Administración, como el inspector
general Iosif Nemes, o militares como el teniente Mihai Mircea, fueron acusados
de haber ayudado a Turcanu. La persona de mayor pote que fue acusada fue un
viceministro del Interior, Marin Jianu. Más adelante, en 1957, fueron acusados
de “fomentar actos de terror criminal” el director de prisiones, coronel Tudor
Sepeanu; el alcaide de Pitesti, Alexandru Dimitrescu; y Gheorghe Sucigan, Constantin
Adavanei y Viorel Barbosu, los tres oficiales que habían estado destinados en
Gherla. Les cayeron entre cinco y ocho años.
El juicio de Turcanu fue
presidido por el mismo que había juzgado a Iuliu Maniu: el coronel Alexandru
Petrescu. Entre los acusados había una distinción: aquéllos que no provenían
del programa de reeducación (Turcanu, Popa, Patrascanu y alguno más); y los que
se habían convertido en torturadores porque habían sido reeducados para ello
(Gheorge Popescu, Cornel Pop, Dan Dumitrescu u Octavian Voinea son ejemplos).
El juez Petrescu, sin embargo, decidió no hacer ninguna distinción entre ellos.
El 10 de noviembre de 1954, la Corte Militar de Bucarest encontró que todos los
acusados eran culpables, y los condenó a muerte.
Me gustaría dejaros claro algo:
el juicio de 1954 y su corolario, es decir, el amanecer en que el pelotón hizo
pam pam en el cuerpo de Turcanu, no le sirvió de nada a sus víctimas. Aquel
juicio no se hizo para devolverle la dignidad y reconocer la ordalía de la que
habían sido objeto centenares de rumanos, la mayor parte de ellos jóvenes
estudiantes. El juicio se hizo para pasar un papelito entre las nalgas del
comunismo, para limpiarle un ojete que comenzaba a oler a repugnancia galáctica.
Los demás implicados en la trama no recibieron nada. Para empezar, fueron
condenados al silencio, dado que el régimen comunista rumano jamás tuvo la
pulsión de ser transparente ni proactivo contando este episodio. En segundo
lugar, como pudieron comprobar todos los que estuvieron en contacto con las
víctimas incluso bastantes años después, nadie que sufriera el programa de
reeducación de Pitesti pudo jamás decir que se había recuperado de él. Es
cierto que los años de comunismo que todavía le quedaban a Rumania se salpimentarían
de amnistías y medidas de gracia, merced a las cuales algunos de aquellos
internos de Pitesti, o lograron volver a ver la calle, o vieron sus condiciones
carcelarias notablemente suavizadas. Pero, en todos los casos, no volvieron a
ser los mismos.
De un viaje así, en efecto, no
se vuelve. No hablamos de estrés postraumático. Hablamos de la experiencia de
haberte negado a ti mismo; de haberte defecado sobre todas tus convicciones,
sobre el recuerdo de las personas a las que una vez amaste, para poder ver un
amanecer más; para poder ahorrarte un nuevo porrazo en los riñones. De esa
experiencia de brutalidad, de auto-conversión en un monstruo, ya no puedes
volver; porque si vuelves, lo normal es que tu reacción sea suicidarte; acabar con el monstruo.
Pitesti es una de ésas cosas
que saco en mis conversaciones “por qué el capitalismo mata”. Si me dejan (que
lo habitual es que no me dejen) cuento en unas pocas frases en qué consistió el
programa de reeducación penitenciaria rumano de 1950 y, una vez que termino, le
doy a mi interlocutor papel y boli, y le digo: “ahora escríbeme la lista de los
países capitalistas que hayan hecho esto”.
Recuerda al tratamiento que le dieron a Winston Smith en el Ministerio del Amor.
ResponderBorrar