miércoles, noviembre 26, 2025

Ceaucescu (26): Pío, pío, que yo no he sido




Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pitesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez

 

Turcanu tenía una víctima a la que dedicaba especiales maldades. Se trataba de Alexandru Bogdanovici; habían sido amigos en el pasado, y Turcanu consideraba que su amigo había “cantado” y le había señalado para su arresto. En marzo de 1950, lo sometió a tres días de tortura ininterrumpida, durante los cuales saltó sobre su estómago y su pecho hasta que hizo humus con sus órganos internos. Bogdanovici entró en coma y falleció pocas horas después. No fue el único. El proceso de reeducación se llevó la vida de 14 internos de Pitesti.

Aproximadamente unas seis semanas después de haber comenzado el proceso de reeducación; seis semanas de violencia física y verbal, de privación de sueño, de humillaciones continuas; seis semanas de una situación que ha sido muy bien descrita con el concepto “estar al borde de la muerte pero sin recibir el regalo de la muerte”, la resistencia del preso se había acabado, y estaba en disposición de pasar a la auto denuncia. Esta denuncia debía hacerse por escrito. La víctima debía confesar hasta la menor falta cometida durante su vida, confesiones en las que iba dejando un reguero de responsables y compañeros que también eran denunciados. Como ya os he contado, tras haber realizado esta confesión, el preso pasaba a otro estado, en el cual debía negar claramente su “máscara”, es decir, todo lo que había sido hasta ese día.

En ese punto, el preso adoptaba las mentiras de un tercero: su torturador, como verdades, y negaba todo aquello que alguna vez había considerado verdadero. Este camino se consideraba necesario para que el preso pudiera considerarse un hombre nuevo, que era de lo que se trataba. En la práctica, esto lo convertía en el esclavo constante de los deseos y órdenes de su torturador y, al fin y a la postre, de Turcanu, que mandaba sobre todos ellos. La última epifanía surgía cuando el otrora rebelde estudiante era conminado a probar su nueva fidelidad convirtiéndose en torturador de un nuevo grupo de presos. El esquema, a partir de ese momento, era siempre el mismo: primero acercarse a la nueva cuerda de presos, ganarse su amistad; para, luego, a una señal convenida, quitarse los velos y convertirse en los torturadores que eran.

El programa de reeducación de Pitesti fue aplicado durante los años 1950 y 1951. En ese tiempo, teniendo en cuenta que el ciclo completo para cada cuerda de presos era de unos dos meses y pico, se generaron diversas “promociones” de torturadores fieles al comunismo, que comenzaron a ser exportados a otras prisiones; sobre todo, a Gherla y a los campos de trabajos forzados que había en el área donde se construía el canal entre el Danubio y el Mar Negro.

Llegó, sin embargo, el día en que las cosas se torcieron un poco. En las obras del canal, uno de los torturadores, un estudiante de Medicina llamado Bogdanescu, se pasó de frenada a la ahora de reeducar a un tal doctor Simionescu, que era un profesor bastante reputado. En realidad, Bogdanescu no lo mató; pero lo que no pudo prever fue que Simionescu, desesperado, se echase contra el alambre de espino de las barreras del campo, donde fue acribillado por los guardias.

Las noticias de la muerte de Simionescu llegaron a su mujer, y ésta protestó al Ministerio del Interior. Se las arregló, además, para que los datos salieran del país, con lo que las emisiones en rumano de Voice of America, Radio Europa Libre y la BBC se hicieran eco del tema. Como siempre que alguien se las arregla para tirar de la cintura de los comunistas lo suficiente como para que se note que el culo les huele a mierda, en el Comité Central todo dios se puso muy nervioso. Así que el Ministerio del Interior lanzó una investigación propia en el campo forzado del Canal. Pero, claro, esto es como poner el caso de la filtración de los datos del novio de Ayuso en manos de García Ortiz. La investigación del Ministerio fue tan independiente que su principal director fue Nicolski. Sabiendo como sabían los padres del sistema de reeducación que ya no se podría mantener todo el momio en secreto, todo lo que les preocupó fue “investigar” lo suficiente como para concluir que ellos no tenían la culpa.

Al final, comenzaron a presentarse problemas en dos de los centros a los que se habían exportado torturadores desde Pitesti: la prisión de Ocnele Mari; y un sanatorio penitenciario de tuberculosos en Targu Ocna. El mayor error fue el de Targu; sólo a un retrasado mental se le ocurriría ponerse a torturar a personas que estaban físicamente enfermas. Como resultado de la reeducación en Targu, uno de los internos, Virgil Ionescu, intentó suicidarse; y otros comenzaron una huelga de hambre. Un domingo se celebró un partido de fútbol a pocos metros de la muralla del sanatorio; los internos ocuparon las ventanas, gritaron pidiendo ayuda, e informaron como pudieron de lo que estaba pasando. Llegada la historia a la ciudad cercana, la policía inició una investigación en la que ninguno de los torturadores fue castigado; pero el programa fue parado en seco.

Al final, la prisión de Gherla quedó como el último escenario del programa de reeducación. Alí, por ejemplo, Ludovik Rek, un húngaro transilvano, mató a otro preso, Ion Fluieras, que había sido dirigente del Partido Socialdemócrata (sí, los lerdos que habían aceptado confluir con los comunistas) a base de hostiarlo con un saco de arena. Anteriormente, había sido el lugar de residencia del paquete inicial de torturadores de Pitesti, hasta que en el verano de 1952 se les dio la orden de marcharse. Turcanu, Popa Tanu y los otros miembros de su grupo fueron enviados a Bucarest, momento a partir del cual la vida de los internos de Gherla mejoró un poco; aunque no del todo, como ya hemos visto.

Aparentemente, porque la documentación sobre este asunto no aparece por ningún lado, Turcanu y sus compañeros recibieron en la capital el encargo de hacer un informe sobre la ejecución del proyecto de reeducación, los medios usados y los resultados conseguidos. Una vez que terminaron dicho informe, fueron conminados a firmar al pie de declaraciones en las que aseveraban que el proyecto no había sido nunca ordenado por el Partido Comunista, ni siquiera por las autoridades de las prisiones. Aparentemente, pues, unos presos se habrían puesto a torturar a otros sin que los alcaides hiciesen nada.

El comunismo, cuando se le huele la mierda, siempre inventa “incontrolados”, y les echa la culpa de todo.

Turcanu y su gente se dieron perfecta cuenta de por dónde iba la jugada de firmar aquel papel, y se negaron a firmar. Así que les llegó el momento de recibir unas cuantas dosis de su propia medicina.

En 1952, el programa de reeducación fue finalmente cerrado; aunque, como sabemos, hay bastante más que indicios de que aquel terremoto siguió teniendo alguna que otra réplica. Terminó por dos razones: la primera, porque demasiada gente lo conocía, y para todos los comunistas era obvio que las emisoras y medios de comunicación exteriores iban a hacer grandes cosas con ello. La segunda razón es que, si veis las fechas, la terminación del programa viene a coincidir con la purga de Pauker, Luca y Georgescu; es decir, Gheorghiu-Dej decidió hacer de la necesidad virtud, y hacer lo que mejor se le da a un comunista, que es echarle la culpa a otro. Dej comenzaba a notar la necesidad de sacudirse la vitola de estalinista; y le vino de coña poder decir que los estalinistas habían sido otros, pero que ahora los tenía controlados. Cuando uno de los amigos de Pauker y participante en los programas de reeducación, un tal coronel Zeller, fue cesado y se suicidó, Gheorghiu-Dej consiguió la confirmación para todas sus mentiras.

Pauker, sin embargo, nunca fue imputada por aquellos hechos; Stalin no lo habría permitido. Pero tampoco fue imputado Nicolski; tenía demasiados amigos en la NKVD, lo cual lleva a sospechar que esta vez hubiera sido Beria quien no lo habría permitido. Y eso a pesar de que algunos adjuntos de Georgescu, cuando fueron interrogados, implicaron directamente a Nicolski en el programa de reeducación.

El régimen estuvo dos años preparando pacientemente el juicio de Turcanu y su grupo. Tenían que hacerlo bien; los torturadores tenían que caer, eso no era problema; el problema era construir el caso falso según el cual todo había sido idea de ellos. El relato por el que se decidieron los comunistas fue sostener la idea de que Turcanu y los suyos eran agentes infiltrados de Horia Sima, un antiguo líder de la Guardia de Hierro; por qué esta vieja organización parafascista, con fuerza sobre todo antes de la guerra, podía haber querido, y podido, dedicarse a torturar a opositores al comunismo dentro de las cárceles, es algo que los comunistas rumanos todavía no han explicado con solidez; y, las cosas como son, ya no tiene pinta. Los únicos acusados sometidos a juicio, pues, fueron Turcanu, Popa Alexandru, Nutri Patrascanu y otros 19.

El juicio, que fue secreto, se abrió el 20 de septiembre de 1954. Se afirmó que Horia Sima, que estaba exiliado en España, había lanzado la orden de cometer las torturas en Pitesti para comprometer al Partido Comunista. Se los acusó de 13 asesinatos y el abuso y tortura de 780 personas más, de los cuales un centenar habían quedado con secuelas severas. Algunos miembros de la Administración, como el inspector general Iosif Nemes, o militares como el teniente Mihai Mircea, fueron acusados de haber ayudado a Turcanu. La persona de mayor pote que fue acusada fue un viceministro del Interior, Marin Jianu. Más adelante, en 1957, fueron acusados de “fomentar actos de terror criminal” el director de prisiones, coronel Tudor Sepeanu; el alcaide de Pitesti, Alexandru Dimitrescu; y Gheorghe Sucigan, Constantin Adavanei y Viorel Barbosu, los tres oficiales que habían estado destinados en Gherla. Les cayeron entre cinco y ocho años.

El juicio de Turcanu fue presidido por el mismo que había juzgado a Iuliu Maniu: el coronel Alexandru Petrescu. Entre los acusados había una distinción: aquéllos que no provenían del programa de reeducación (Turcanu, Popa, Patrascanu y alguno más); y los que se habían convertido en torturadores porque habían sido reeducados para ello (Gheorge Popescu, Cornel Pop, Dan Dumitrescu u Octavian Voinea son ejemplos). El juez Petrescu, sin embargo, decidió no hacer ninguna distinción entre ellos. El 10 de noviembre de 1954, la Corte Militar de Bucarest encontró que todos los acusados eran culpables, y los condenó a muerte.

Me gustaría dejaros claro algo: el juicio de 1954 y su corolario, es decir, el amanecer en que el pelotón hizo pam pam en el cuerpo de Turcanu, no le sirvió de nada a sus víctimas. Aquel juicio no se hizo para devolverle la dignidad y reconocer la ordalía de la que habían sido objeto centenares de rumanos, la mayor parte de ellos jóvenes estudiantes. El juicio se hizo para pasar un papelito entre las nalgas del comunismo, para limpiarle un ojete que comenzaba a oler a repugnancia galáctica. Los demás implicados en la trama no recibieron nada. Para empezar, fueron condenados al silencio, dado que el régimen comunista rumano jamás tuvo la pulsión de ser transparente ni proactivo contando este episodio. En segundo lugar, como pudieron comprobar todos los que estuvieron en contacto con las víctimas incluso bastantes años después, nadie que sufriera el programa de reeducación de Pitesti pudo jamás decir que se había recuperado de él. Es cierto que los años de comunismo que todavía le quedaban a Rumania se salpimentarían de amnistías y medidas de gracia, merced a las cuales algunos de aquellos internos de Pitesti, o lograron volver a ver la calle, o vieron sus condiciones carcelarias notablemente suavizadas. Pero, en todos los casos, no volvieron a ser los mismos.

De un viaje así, en efecto, no se vuelve. No hablamos de estrés postraumático. Hablamos de la experiencia de haberte negado a ti mismo; de haberte defecado sobre todas tus convicciones, sobre el recuerdo de las personas a las que una vez amaste, para poder ver un amanecer más; para poder ahorrarte un nuevo porrazo en los riñones. De esa experiencia de brutalidad, de auto-conversión en un monstruo, ya no puedes volver; porque si vuelves, lo normal es que tu reacción sea suicidarte; acabar con el monstruo.

Pitesti es una de ésas cosas que saco en mis conversaciones “por qué el capitalismo mata”. Si me dejan (que lo habitual es que no me dejen) cuento en unas pocas frases en qué consistió el programa de reeducación penitenciaria rumano de 1950 y, una vez que termino, le doy a mi interlocutor papel y boli, y le digo: “ahora escríbeme la lista de los países capitalistas que hayan hecho esto”.

Hay que ver qué cabrones pueden llegar a ser los “incontrolados”. 

1 comentario:

  1. Anónimo10:48 a.m.

    Recuerda al tratamiento que le dieron a Winston Smith en el Ministerio del Amor.

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