Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pilesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez
Gheorghiu-Dej no necesitó de filtraciones ni informes para conocer el contenido del discurso de Khruschev contra Stalin; lo estuchó directamente. Él formaba parte de la delegación rumana al congreso donde se produjo la intervención. Con él viajaron a Moscú Chisinevski, Miron Constantinescu y Petre Borila. La publicación en medios rumanos de las crónicas de aquel congreso se demoró todo lo que pudo.
El líder del comunismo rumano
tenía claro, en todo caso, que le tocaba plegar algo las velas. Así pues, en
cuanto recuperó el resuello y algo del autocontrol, pasó a reconocer los
errores más gruesos de Stalin: haber permitido un culto a su
personalidad y haber permitido que la policía secreta realizase
actividades de terror político y tortura. La suya, pues, fue la típica asunción
de culpas de un estalinista (en realidad, de casi todo comunista); es decir,
más bien un sí es no es, en el que siempre se trata de salvar al soldado Ryan de
alguna manera. Admitió las cosas, además, en un lenguaje alambicado y complejo,
diciendo cosas como que Stalin “se apartó del concepto marxista-leninista de la
personalidad”; que es una forma muy elegante de decir que se convirtió en un
autócrata sin límites ni contrapesos. Pero, eso sí, del discurso de Khruschev,
no dijo nada. Como si hubiera estado en el baño cuando fue pronunciado.
Gheorghiu-Dej, como buen comunista, no dejaba de ser un puto nenaza que era incapaz de aceptar la menor responsabilidad; ni siquiera en un entorno como el que dibujó, caracterizado por la asunción con sordina de los pecados del estalinismo. Por eso, en realidad sus principales esfuerzos, más que en criticar a Stalin, estuvieron en tratar de convencer a Rumania y al mundo de que estalinistas, estalinistas, lo que se dice estalinistas, en su país había tres, que eran: Ana Pauker, Vasile Luca y Teohari Georgescu. Pero no él. Más o menos como decir: o sea, vale, íbamos todos en el Peugeot; pero yo no hablaba mucho con ellos.
Esta
afirmación no sólo le permitió quitarse del foco, sino que le permitió,
también, tirarse el folio de que el Partido de los Trabajadores de Rumania
había realizado ya, con antelación, la reforma interna que ahora se demandaba
desde Moscú, puesto que se había librado de esos estalinistas. En este entorno,
no tuvo empacho en reconocer que la policía secreta se había pasado tres
pueblos en Rumania (aunque también se ocupó de recordar que había sido muy
efectiva investigando conspiraciones prooccidentales); y no le importó porque
se preocupó mucho de recordar que esos excesos se habían producido cuando
Georgescu era ministro. Hay que reconocer que el tío tenía unos cojonazos del
tamaño de los de Errejón el feminista.
El tema, sin embargo, no coló
tan fácilmente. El problema para Gheorghiu-Dej era que, como os he contado, no
había estado solo en Moscú. Yo creo que el nuevo mando de la URSS, si bien no
quiso acercarse demasiado al secretario general del PTR por considerarlo un
estalinista cerrado, sí es posible que hiciese cosas respecto de los otros dos;
porque el caso es que Constantinescu y Chisinevski se lanzaron contra su jefe,
acusándolo de haber sido el principal promotor de las prácticas estalinistas en
el comunismo rumano. En esta reacción, por supuesto, también pudo pesar el
hecho de que alguno de ellos, sobre todo Chisinevski, sabía que tenía muchas
cosas que perdonarse, como responsable de propaganda que había sido; tanto él
como Constantinescu, por ejemplo, estaban metidos de hoz y coz en la detención,
interrogatorio, juicio y ejecución de Lucretiu Patrascanu. Chisinevski, por lo
demás, era amigo de Ana Pauker, y es probable que también reaccionase para
defenderla.
La reacción de Gheorghiu-Dej
fue convocar una reunión de una especie de elite del Partido, formada por unas
3.000 personas, en el pabellón de deportes de Floreasca, a finales de marzo de
1956. En la reunión se prohibió a los asistentes que tomasen notas.
En dicha reunión, Gheorghiu-Dej
leyó un resumen (muy resumen) de la intervención de Khruschev, para apostillar
acto seguido que el contenido de aquel discurso tenía una relevancia cero para
el Partido en Rumania. Todo fue muy comunista. Primero Gheorghiu-Dej se
felicitó de haberse adelantado a las peticiones de la URSS porque, decía, en
1952 había desaparecido en el país todo culto a la personalidad; para, a
continuación, darle la palabra a Apóstol, que hizo una intervención de
comepollismo en modo experto que, de hecho, en realidad venía a demostrar que
eso de que el culto a la personalidad había desaparecido en el comunismo rumano
era, simplemente, mentira. Una cosa y la contraria, pues. En su línea. El resto
de las intervenciones fueron de segundas y terceras filas, aunque justo es
reconocer que uno de ellos llegó a reclamar que se revisase el pasado del PRT a
la luz de las cosas que ahora Khruschev había contado.
La reunión de Floreasca habría
de marcar la política del Partido en los tres años siguientes: sostenella, no
enmendalla, hacer como que Stalin no había muerto y que, en cualquier caso, las
mierdas que ahora se decían de él no tenían nada que ver con la realidad del
Partido. El nivel de autocrítica habitual, pues.
Las aguas, sin embargo, fluían
muy embarradas por debajo del puente. Para muchos observadores quedó claro que
la absoluta ausencia de intervenciones por parte de primeros espadas del
Partido en la reunión era un síntoma claro de que el Politburo no tenía una
actitud unívoca hacia las demandas de la desestalinización. Como consecuencia
lógica, en la reunión de este órgano que se produjo a principios de abril,
Chisinevski y Constantinescu volvieron a la carga. El principal interviniente
fue Constantinescu, que fue contestado por Draghici. No fue el único que apoyó
al secretario general. También habló en su favor en inevitable Gheorghe
Apóstol, la Linda Lovelance del comunismo rumano, Chivu Stoica y Alexandru
Moghioros; tres intervenciones de una plena lógica, pues los tres eran tipos
que, de caer Dej, quizá se hubieran tenido que dedicar a peinar bombillas; eso si no terminaban méandose y cagándose con el culo contra un paredón.
Rumania, pues, permaneció ajena
a lo que estaba pasando no muy lejos de sus fronteras. Aunque el tema tiene su
lógica. En Polonia, por ejemplo, Stalin había liquidado a toda la clase
dirigente comunista en 1938. Boleslaw Bierut, el líder comunista polaco que en
calidad de tal presidía la delegación de su país al famoso congreso del speech
de Khruschev, cayó enfermo en Moscú, y la roscó. Su funeral en Varsovia se
convirtió en una manifestación anti soviética. Khruschev viajó en marzo a la
capital polaca para promover el nombramiento de Edward Ochab. Ochab trató de
desarrollar una política de tímidas liberalizaciones, entre la cual incluyó la
liberación de diversos represaliados de Stalin que seguían en la cárcel, entre
ellos Vladislav Gomulka. Sin embargo, la elite polaca consideraba que estos
cambios eran demasiado cobardes, aunque en ningún momento se planteaba the
crux of the matter, que era el régimen comunista. En junio de aquel año, en
la localidad industrial de Poznan, se difundió el rumor de que una delegación
de trabajadores metalúrgicos que había viajado a Varsovia había sido detenida.
Este rumor provocó primero una marcha, después otras protestas, y acabó en una
movida de la hostia; la represión causó 34 muertos y 500 heridos.
Los rumanos veían los sucesos
de Polonia con interés; pero la intención clara de su Partido y de sus
gobernantes fue aislarlos completamente de estas cosas que estaban pasando. El
aislamiento, incluso, incluía terrenos más cercanos, como Hungría, que estaba
al lado. Los húngaros, ya os lo he dicho, eran la mayor de las minorías étnicas
residentes en Rumania; y que en Hungría estaba creciendo el descontento
quedaría claro bien pronto. En la propia Rumania, de hecho, había ciertos
movimientos sociales de hartazgo. El establecimiento del gobierno Gomulka y,
sobre todo, la revolución húngara, no hicieron sino echar gasolina a la
hoguera.
Para Gheorghiu-Dej, en todo
caso, el levantamiento de los húngaros fue una oportunidad de oro. En un
momento en el que el cuartel general del comunismo mundial, en Moscú, estaba un
poco noqueado por las circunstancias, y siendo como era Rumania un país vecino
en el que era lógico temer que la mecha también prendiese, mantener las cosas
tranquilas y controladas era un servicio de gran importancia, y Dej lo sabía.
En el momento en que la
revolución húngara estalló, en octubre de 1956, Gheorghiu-Dej estaba en
Yugoslavia, devolviéndole a Josip Broz Tito la visita que éste había girado a
Bucarest en el verano. Se hizo un "la DANA me pillo en la India": no quiso marcharse rápidamente para no dar la sensación
de preocupación o desesperación; prefirió agotar su agenda, aunque pasaba las
horas colgado del teléfono hablando con Nicolae Ceaucescu. El 24 de octubre,
apenas unas horas después de que los húngaros hubiesen derribado una estatua de
Stalin, el Politburo del PTR se reunió y decidió establecer una muy estricta
censura de prensa y reforzar la guardia de frontera, con el objetivo de evitar
situaciones que pudiesen soliviantar a las minorías húngara y alemana del país.
También lanzó la instrucción de que se procediese inteligentemente con los
arrestos “para no soliviantar a la población innecesariamente”.
En la tarde de aquel día 24, en
la radio pública, el rumanorrondo de turno leyó lo que le habían escrito que
tenía que decir sobre lo que había pasado el día anterior en Budapest. La
prensa recogió estas informaciones al día siguiente. Las informaciones publicadas
y radiadas escondieron totalmente el carácter nacionalista, y sobre todo anti
soviético, de las movidas.
Pura coincidencia o no, lo
cierto es que aquel mismo día 24 un grupo de estudiantes universitarios de Cluj
realizó una marcha para protestar contra determinadas medidas académicas. Pero
la cosa es que, en realidad, la marcha eran dos marchas: una de los estudiantes
de la universidad rumana, y otra de los de la húngara. Al día siguiente, los
cabecillas fueron arrestados. Dos estudiantes: Balays Imre y Aristid Tarnovan,
fueron acusados de ser agitadores y sentenciados por un tribunal militar a
cinco años de maco. Al día siguiente, varios estudiantes de la facultad de
Filología de Bucarest, que habían organizado una especie de asamblea para
discutir la situación en Hungría, fueron también arrestados. Entre ellos
estaban Stefan Negrea y Teodor Lupas, dos estudiantes que habían publicado una
carta en el periódico de la universidad criticando el monopolio político del
Partido Comunista. Los dos fueron p’alante y les cayeron tres años.
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