jueves, octubre 09, 2025

GCEconomics (20) Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos




Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)

 

El juicio de este acto catalán es, obviamente, un juicio que depende de la subjetividad. Si le preguntásemos a Gabriel Rufián, supongo que nos dirá que le parece de puta madre. Que el esfuerzo bélico catalán avanzaba hacia el marasmo, que eso comprometía muchísimo el presente y futuro de la república, y que Tarradellas supo ver lo que en Madrid ni olían. Pero, claro, esa opinión es matizable. Si me preguntáis la mía, os diré que yo estoy personalmente convencido de que Tarradellas no tenía más opción que hacer lo que hizo; pero hacer lo que hizo no fue, desde luego, ninguna buena noticia; ni para la república, ni para Cataluña.

¿Por qué Madrid no atendió las peticiones de Cataluña? Aquí está el primer problema. Desde el minuto 1 de la guerra, la Esquerra se comporta dejando claro que su objetivo es aprovechar la guerra para conseguir la independencia en algún grado. Esto hace que, lógicamente, en Madrid, donde con seguridad el precedente del 34 pesa como plomo, desde el momento en que se dan cuenta de que el golpe de Estado se ha convertido en una guerra larga, comiencen a barruntarse la idea de que lo que van a necesitar es controlar ellos el esfuerzo bélico catalán. De ahí que Prieto le ofrezca a Companys financiar desde Madrid las nóminas de la industria de guerra catalana, a cambio de poder decidir qué cartuchos o qué armas se van a fabricar. Pero Companys dice que no, porque Companys, como siempre en su desgraciada vida, está más por el huevo que por el fuero. Todo lo que sea un retroceso en sus sacrosantos derechos de republiqueta propia no le vale. El mismo error que cometen los anarquistas: la revolución está antes que la guerra, lo cometen los esquerris: Cataluña está por delante de la guerra, por delante de combatir con eficiencia y coordinación, por delante de poner cada duro de que se disponga en el lugar donde más eficiente sea, sea Manresa o Lorca. Tarradellas tenía necesidades; pero Madrid también. Las cosas se hicieron de manera que a ninguno de los dos le salió de los cojones bajarse de sus respectivas burras, y mirar por el tipo de bien común por el que sí estaban mirando los sublevados al nombrar un generalísimo. Cuando dos lerdos discuten, el resultado nunca es inteligente.

La pregunta es: con su gesto incautador, Tarradellas, ¿ayudó a la potencia militar de la república, o puso un hito en el camino hacia la derrota? La desgracia para la república, y no digamos para Cataluña, es que la respuesta más acercada a la realidad es: un poco de las dos cosas. Yo creo que las reivindicaciones del nacionalismo catalán en el sentido de que Madrit llevó demasiado lejos su desconfianza hacia la Esquerra y sus socios, con el resultado de dejar a la región sola ante la guerra, son en parte ciertas. Pero también lo es que en modo alguno la Generalitat tuvo gestos para hacerles pensar otra cosa.

En agosto de 1936, el Consejo de Economía de Cataluña, que hay que recordar es un organismo que ya no está sólo dominado por quienes fueron votados para gobernar la autonomía, aprobó un programa de once puntos que suponía, en la práctica, llevar a cabo esa separación que se temía en Madrid respecto del mando del gobierno de la república. Aquel plan era un claro mensaje en el sentido de que Cataluña, además de asumir su pleno soberanismo y por lo tanto entender que el golpe de Estado le daba patente de corso para escindirse en la práctica; además de eso, digo, venía a dar vitola de existencia a la revolución social sin esperar a la victoria. Los once puntos son:

 

1)     Supeditación total de la producción a las necesidades bélicas.

2)     Monopolio el comercio exterior.

3)     Colectivización de la gran propiedad rústica.

4)     Desvaloración parcial de la propiedad urbana, reduciendo alquileres por decreto

5)     Colectivización de la gran industria, los servicios públicos y los transportes

6)    Incautación o colectivización de todo negocio abandonado por su propietario

7)     Intensificación del cooperativismo en la distribución

8)  Control obrero de los negocios bancarios, con la vista puesta en la nacionalización.

9)     Control sindical de todas las empresas que no hubieran sido incautadas

10)  Fomento del establecimiento en el campo, creación de nuevas industrias para sustituir importaciones caras, electrificación de toda Cataluña.

11) Eliminación de impuestos, con el objetivo de implantar un impuesto único.

Estos once puntos, meses después (enero de 1937), se convirtieron en el denominado Plan Tarradellas, desplegado en 58 medidas. El presidente Manuel Azaña habría de decir en su diario que, entre estas 58 medidas, no había ni una sola amparada por la legalidad republicana.

Ante esta evolución, en el primer aniversario del golpe, 18 de julio de 1937, el Ministerio de Hacienda creó un grupo de trabajo para estudiar las diferencias existentes en materia económica entre el gobierno español y el catalán. Aquel grupo no buscaba negociar, sino hacer una precisa notaría de todos los ámbitos en los que la Generalitat “se había pasado”, para proceder a ejercer la recentralización. Pero es evidente que ese grupo, o no se reunió, o se reunió para hablar del Balón de Oro de Lamine Yamal; porque el caso es que en enero de 1938, el gobierno de Madrid acabó decretando que ninguna moneda emitida por alguien que no fuera él o el Banco de España tenía validez reconocida. Asimismo, ordenó la recogida de esos papelitos en un mes. Tarradellas, sin embargo, permaneció impasible el catalán. De hecho, cuando Yagüe entró en Barcelona, se encontró una nueva emisión de moneda catalana terminada y esperando en los almacenes.

Los decretos de S'Agaró, o Plan Tarradellas, sacralizaban la transferencia de todas las competencias económicas fundamentales a Cataluña, incluyendo la capacidad tributaria y la política monetaria. De hecho, todas las emisiones de moneda realizadas por ayuntamientos catalanes estuvieron teóricamente respaldadas por el Tesoro catalán; porque es que resulta que ahora Cataluña tenía un Tesoro, y no era de espardeñas.

El País Vasco no le fue a la zaga a los catalanes. De hecho, los vascos fueron igual o más de ciegos que los catalanes en la cuestión de querer lamerse su propio coño, algo que en realidad tiene menos lógica puesto que ellos estaban menos presionados por las fuerzas de izquierda y, sobre todo, los anarquistas. En todo caso, su defección final en Santoña dejó bien claro cuál era su concepto de solidaridad con la república.

Con fecha 1 de octubre de 1936, el parlamento de la república aprobó por unanimidad (bueno, por unanimidad de los que seguían siendo considerados diputados) el Estatuto de autonomía del País Vasco. Los vascos querían esa norma legal para poder llevar adelante el proyecto que tenían diseñado, que era la independencia de facto a través del control monetario y la total asunción de toda competencia relativa al sector financiero. Eso, más la plena soberanía militar.

Como quiera que la autonomía vasca llegó ya en guerra, su gobierno fue un gobierno de guerra basado en el llamado Pacto de Guernica, suscrito por todas las fuerzas integrantes del Frente Popular en ese lugar que, decía Unamuno, sólo los tontos llaman Euskadi. Un poco antes del gobierno en sí, para cuya presidencia fue votado José Antonio Aguirre, se había creado la Junta de Defensa de Vizcaya. Se creó para asistir al gobierno de la república más que para sustituirlo, aunque tenía competencias propias que, inicialmente, eran sólo las que antes habían tenido los gobernadores civiles en las provincias. La Junta de Defensa tenía un responsable de asuntos económicos, que era Eliodoro de la Torre, uno de los fundadores del sindicato ELA-STV.

De la Torre, como todos los peneuves, era una persona a la que lo que más le gustaba en esta vida era demostrar que los vascos son otra cosa; de hecho, en su paroxismo yo creo que estuvo a piques de demostrar que los vascos son distintos de los vascos. El 14 de agosto de 1936, en la primera orden que dictó, ya lo dejó claro. Esa orden va del decreto del gobierno de Madrid de establecer una moratoria de los vencimientos mercantiles. Y De la Torre viene a decir: eso será para otras zonas del Estado, que están hechas unos zorros con la guerra; pero no para Vizcaya, que es un sitio donde la normalidad campa por sus respetos. Otrosí: los del RH negativo seguiremos cobrando deudas.

Una tras otra, De la Torre fue “acomodando” las normas que se dictaban en Madrid a las condiciones de Alpha Centauri, es decir, del País Vasco. Todo eso mientras en paralelo, que era lo que realmente le interesaba a los jelkides, se creaban normas específicas para el País Vasco. Entre estas medidas, y de forma muy parecida a Cataluña (aunque, calendario en mano, en realidad los vascos se adelantaron) fue la reducción “porque yo lo valgo” de los alquileres, seguida de una imposición de un impuesto del 25% sobre los mismos (en otras palabras: los alquileres no bajaron gran cosa; tan sólo el Gobierno Vasco se convirtió en co-casero de todos ellos).

Eliodoro de la Torre siempre defendió la necesidad de que el País Vasco emitiese su propio signo monetario “investido de igual o mayor, si cabe, firmeza y garantía que el billete del Banco de España”. Esta frase es una buena pista del espíritu nacional (ejem...) que impregnó la actuación de los nacionalistas vascos al inicio de la guerra: se auto conceptuaban como más libres, más listos, menos presionados bélicamente hablando, más eficientes económicamente, que los tuercebotas de Madrid; que no les podían caer muy simpáticos desde la llegada de Largo Caballero al poder, puesto que, en el fondo, el PNV, cuando deja de ser lo que es 23 horas y 45 minutos al día, es decir un business model, es un partido político más bien de derechas. Pero, vamos, el PNV siempre ha tenido claro que lo suyo es soberanismo sin escisión. Esa nueva moneda, decía De la Torre, se instrumentaría mediante “talones librados a cargo del citado Banco emisor [de España] por los distintos bancos y cajas de ahorros que aquí operan”.

Eliodoro de la Torre, obviamente, fue nombrado consejero de Economía del gobierno vasco. Ahí intensificó su política de emisión de talones que, en el fondo-fondo, estaban respaldados por el oro del Banco de España, aunque él ambicionase considerarlos de mayor firmeza y garantía que la moneda maketa. Obviamente, se vio obligado a legislar contra el acaparamiento de monedas y billetes, porque los vascos, como todo el mundo, pueden ser tontos, pero no gilipollas, y por lo tanto se coscaron rápido de que aquellos papelitos, de firmeza y garantía, poca.

El 16 de abril de 1937, cuando todo el pescado comenzaba a estar vendido en aquella región por la que la guerra, supuestamente, ni había llegado ni llegaría, el gobierno vasco decidió poner en circulación una nueva remesa de taloncitos; aunque justo es decir que su objetivo era recoger con esa emisión los talones antiguos.

En lo respectivo a la banca, un decreto a finales de 1936 cambió la composición de todos los consejos de administración de los bancos vascos. El 9 de febrero se creó en el Departamento de Hacienda una Delegación de la Banca Privada, para controlar el sector. En otras palabras: los vascos no nacionalizaron la banca, pero se la quedaron. Hecho diferencial. Se creó también el llamado Comité de la Banca Vasca, formado por un director de sucursal del Banco de Euskadi (o sea, el dizque banco central pues) y los presidentes de los consejos de administración de los bancos de la zona (o sea, la cuadrilla de toda la vida; porque a todos los había nombrado el mismo gobierno).

El otro gran tema del que se ocupó el gobierno vasco fue la financiación de la guerra. Una de las razones, y está entre las más poderosas, por las cuales la república perdió una guerra que cuando menos en determinado momento estuvo en condiciones de ganar, fue el hecho de que el frente norte no presentase una unidad estratégica con el resto de frentes de batalla donde la república se jugaba su futuro. Los vascos siempre fueron, desde el minuto uno, de que su estatuto les apoyaba para tener un ejército propio, una estrategia propia y un Estado Mayor propio. Esa falta de unidad estratégica fue letal para la república y, por ejemplo, generó el efecto de que, cuando los vascos quisieron ayudar a Asturias y Santander (que, vaya, lo hicieron para protegerse ellos; altruismo cero) ya era tarde.

Pero esto, claro, les obligaba a tener su propia estrategia de financiación bélica.

Para poder encontrar dinero para comprar balas, el gobierno vasco se planteó, en primer lugar, lo mismo que se plantearía décadas después, ejem, ETA: tirar de los vascos pudientes, que eran muchos (y pocos huyeron a zona nacional, pues se encontraban cómodos en su tierra, gobernada por sus compis de casino y choco). Sin embargo, barruntando que aquello no sería muy productivo, se decidió requisar las cajas de oro del Banco de España en Bilbao; un oro que, por suerte para los vascos, había llegado poco antes del golpe de Estado. Antonio Irala, secretario general de la Presidencia del gobierno vasco, fue el encargado de ejecutar esta política, con el aval del dirigente peneuvista Juan Ajuriaguerra, un nota de cojones. Con esa pasta se compraron 5.000 fusiles y 6 millones de cartuchos.

Aquella alegría duró poco. Avanzaba el tiempo, y cada vez se hacía más evidente que ese optimismo sobrado de Eladio de la Torre en plan “la guerra es en otro sitio”, estaba soportado, como suele pasar con las convicciones del PNV, con cero evidencias. Hacía falta más pasta. Así que el gobierno vasco entró a saco en las cajas de alquiler de los bancos, y se llevó hasta los ceniceros de Cinzano. Eso sí, se reguló la oportuna indemnización por los activos incautados (ja). En octubre de 1936 ya se había legislado que los ciudadanos tenían que ir a la sucursal del Banco de España a entregar el oro y las divisas que tuviesen. Esta medida, sin embargo, fue ampliada en su plazo varias veces, en lo que es más que un síntoma de que los vascos, como el vasco del chiste, no eran partidarios, y que prefirieron quedarse en casa a esperar que la Erchaina les visitase para quitarles lo que era suyo si tenía cojones. A mediados de diciembre de 1936, el propio gobierno vasco admitía que por el Banco de España no habían pasado ni Peter, ni Eneko, ni hostias.

El mudo hizo lo que pudo. Estableció un impuesto del 2% sobre todo pago librado a la Hacienda vasca (o sea, una doble imposición de libro, cosa que está teóricamente prohibida); intervino la Campsa en el País Vasco; ilegalizó la venta de inmuebles a compradores extranjeros. En otras palabras: profundizó en el objetivo de financiar su guerra; acción en la cual lo puso bastante difícil para poder ganar la guerra. El gobierno vasco puso las armas del Ejército de Euskadi, equipó su logística, hizo las levas, puso en marcha la industria de guerra. Todo hasta el punto de que lo justo es decir que, con la caída del frente del norte, no perdió la república; perdió el País Vasco, pues mucho se empeñó en ser el único en luchar.

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