Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)
En un régimen como la república, que lo fue dos veces muy, pero muy de izquierdas, el hecho de que el Banco de España retuviese un activo milmillonario sin movilizarlo, fue siempre un problema. Y siempre es siempre. No se trata de la movilización del oro para comprar armas. Ya se trató, antes de la guerra, de las demandas de sindicatos y partidos, que veían como políticas de bienestar o la reforma agraria capotaban por falta de recursos financieros; y volvían el rostro hacia la calle Alcalá para himplar: “¡pero si ahí hay de sobra, coño!”
Antes incluso del golpe, pues, el
Frente Popular ya pensaba en lo que Julio Carabias definió con la expresión,
muy gráfica, “vivificar el oro”. Aunque, las cosas como son, tampoco está nada
claro que no se lo hubieran gastado en putas y ventorros. Que el monte siempre
ha estado ahí, y la cabra siempre ha sido una cabra; y la que no ha sido cabra,
ha sido cabrona.
En los meses anteriores al golpe,
mucho personal comenzó a hacerse pajas con que si aquel excedente en la cuenta
de la comunidad se repartía entre los vecinos, España iba a ser poco menos que
Alemania después del Plan Marshall, toda ella autopistas, redes viarias y
expendedores gratuitos de caramelos para los niños. Y hay que decir que era un
pensamiento no exento de transversalidad: el propio José Calvo Sotelo creía en
la necesaria movilización de la riqueza española.
Si hemos de creer a Carabias, en
el fondo de todo esto latía un enfrentamiento entre el Estado y los accionistas
privados del Banco. Éstos, en pura teórica bancaria (y porque les convenía,
porque de toda la vida han sido unos buitres carroñeros, y buitras, de la
leche) consideraban que las reservas de oro eran de los accionistas del Banco.
El gobierno, como el vasco del chiste, no era partidario. En las primeras
semanas de la república, de hecho, ya se había modificado la Ley de Ordenación
Bancaria, para establecer claramente que, si algún día se reestablecía el
patrón oro, momento en el que habría que calcular de forma fetén las reservas
de oro y su necesidad de respaldo, el excedente que pudiera generarse sería
apuntado al Estado y no a los accionistas. Una medida, en mi personal
opinión, de plena lógica, y que sólo siendo el tipo de cyborg creador de valor
que hace falta ser para presidir un banco puede llegar a no entenderse.
Carabias, tras la guerra, llegó a escribir que el deseo de que este precepto
legal fuese retrotraído fue el que hizo que el Banco de España se convirtiese
en una institución muy buena amiga del golpe de Estado. Esta idea cristalizó,
tras el golpe, con la clasificación de los miembros del equipo directivo del
banco en lo que se daría en llamar Quinta Columna; algo que no les puso la vida
fácil.
Lo realmente jodido de las
apreciaciones de Carabias es que, incluso después de la guerra, eran
acusaciones sin pruebas. Eso, por no mencionar una cosa que en economía tiene
mucha importancia: que hayas encontrado un camino racional no quiere decir,
exactamente, que todos los demás sean irracionales. Dicho de otra forma: tal
vez el Banco de España tenía sus razones para guardar el oro como Smeagol el
anillo. En los sueños unicorniales de la izquierda no tenían cabida cosas como
la inflación que podría provocar la movilización del oro, por no mencionar la
situación internacional.
Lo importante es entender que el
Banco de España notaba en la nuca, mucho antes de que la guerra estallase, el aliento de los que acabarían por ser
“paseadores” en el Madrid nocturno. El
15 de junio, con el cadáver de José Calvo-Sotelo todavía caliente, el Banco
celebró consejo; y allí su primer subgobernador, Pedro Pan, se refirió al
“fallecimiento” del diputado. A esa reunión acudieron doce consejeros. A la
siguiente, el 20, ya sólo fueron cinco.
Varios de esos consejeros
aparecieron pronto en Burgos. Los que se quedaron, casi ni salían de casa. En
la sesión del 21 de septiembre de 1936, ya sólo asistió un consejero privado,
Lorenzo Martínez Fresneda y Jouvé. Solicitó, en vano, medidas de seguridad que
garantizasen la asistencia a las reuniones de los consejeros. Todo el mundo,
funcionarios incluidos, estaba ya básicamente acojonado desde el 17 de agosto,
fecha en la que se celebró consejo, reunión en la que se leyó una instrucción
del ministro de la Gobernación, en la que se conminaba a entregar todas las
armas que había en el banco. Las armas, obviamente, no las tenía cualquiera;
las controlaba la Guardia Civil. Se dijo que debían ser entregadas a unos
comisionados que llegarían al efecto. Finalmente, esos comisionados resultaron
ser un grupo de trabajadores del banco (que ya os imaginaréis que de VOX no
eran); quienes, desde ese momento, se convirtieron en los dueños literales del
viejo caserón del Banco de España. Inmediatamente, comenzaron a producirse
momentos en los que “elementos incontrolados” (¡ya tardaban!) amenazaban a
altos ejecutivos del banco.
Este ambiente de acoso y derribo,
por supuesto, se transmitió a los bancos privados, incluso los extranjeros; y
no digamos las cajas de ahorro, que son unos fistros que, las cosas como son,
los políticos de toda hora han considerado su juguete particular
financiapolvos. Como consecuencia, en dos meses de guerra la banca republicana
era una puta mierda y funcionaba peor que Caritas Diocesana en Afganistán.
Nadie lo sintió, porque los bancos, en la visión de las izquierdas, no servían
para nada más que para robar al obrero.
Un hecho curioso es que el Banco
de España perdió el libro de actas de su consejo correspondiente a los meses
enero-septiembre de 1936. Todos los demás tomos de actas siempre estuvieron
localizados, pero no éste. De hecho, esa documentación permaneció 60 años
ignota hasta que el economista Juan Velarde anunció, en el año 2000, que el
libro había aparecido en una vieja caja fuerte. Yo, personalmente, siempre he
pensado que el libro siempre estuvo más o menos localizado, pero que allí por
finales del siglo XX debieron de fallecer todos sus custodios. Pero es sólo una
hipótesis.
La desaparición es tanto más sorprendente
cuanto que las actas de ese libro, son bastante pobres; como si quien las
redactó no se quisiera meter en muchos berenjenales, y se limitase a anotar las
decisiones administrativas.
El Banco de España celebró
consejo, como os he dicho, el 15 de julio; dos días después del asesinato de
Calvo Sotelo, y 24 horas después de los gravísimos incidentes durante su
entierro. La única excepción a un acta monocorde y de baja intensidad que anota
el “fallecimiento” del diputado es la intervención de Ramón del Rivero y
Miranda, tercer conde de Limpias, quien intercedió por la familia, que en su
opinión quedaba en muy mala situación económica; por lo que el banco decidió
seguirle pagando el emolumento que recibía el muerto.
La primera reunión tras la
sanjurjada/molada/francada fue el día 20 de julio. En ese momento, ya lo hemos
visto, el gobierno ya había suspendido las transacciones mercantiles y las
bolsas de valores. Como he dicho, a esta sesión ya sólo vinieron cinco consejeros.
Lo acojonante del acta es comprobar cómo el Banco de España, en medio de una
situación en la que el gobierno está decretando diversos corralitos para evitar
el pánico económico, hace como que aquello no va con él. En el acta, eso sí,
hay una pequeña humorada, o tal vez un mensaje en clave, ya que al referirse al
momento en que el presidente del Consejo da cuenta de las decisiones del
gobierno sobre las limitaciones mercantiles, fiduciarias y de crédito, se
refiere a ellas con la coletilla “comunicadas por la radio”. Da la impresión de
que alguien quiso dejar claro que en el Ministerio de Hacienda, en el momento de legislar esas medidas cruciales para la operativa económica y bancaria, nadie pareció
sentir la necesidad de informar de ello al banco central. Más allá, el acta de la
autoridad monetaria no dice nada, y nada es nada, sobre la necesidad de tomar
medidas cautelares en materia monetaria. Tampoco se dice nada sobre las
oficinas del banco que la república había dejado de controlar. De hecho, el
consejo estudió la documentación sobre la plata existente “en todas las cajas
del establecimiento”; pero en ningún sitio del acta se aclara cuáles son esas
cajas, si son todavía todas, y sólo las que están en zona republicana, o qué.
Eso sí, se acordó encargar un retrato de Alfredo de Zavala, ex gobernador de la
institución.
Dos días después, 22 de julio,
asisten seis consejeros. Se toman sólo cuatro acuerdos, lo que sugiere que,
según entraron, ya se estaban yendo. Se informó de la continuación del
corralito, pero una vez más sin mayores matices.
Las actas son importantes para
entender algo: una de las consecuencias del inicio de la GCEXX fue que, o bien
el Banco de España se retiró de sus obligaciones como gendarme monetario; o
bien, lo que es más plausible, el gobierno de la república se las retiró por
desconfiar por completo de él. La subordinada “escuchada en la radio” sugiere,
también, que no sólo no tenía competencias, sino que tampoco tuvo información.
Es posible, incluso, que, desde el momento en que los “comisionados” de la
propia plantilla del banco, y sus amigos “incontrolados”, comenzaron a campar
por sus respetos por los pasillos del caserón, los ejecutivos y consejeros del
banco comenzasen a desconocerlo todo incluso sobre sí mismos. Por lo demás,
aunque cueste creerlo, la referencia explícita a la “guerra civil” sólo existe
en un acta, de 31 de diciembre 1936.
Es importante entender que todo
esto que os estoy describiendo no fue el fruto de realidades contra las que se
luchaba, pero que atropellaban a los gobernantes. No. El juicio a la república
en guerra que cuando menos yo considero correcto es un juicio del que debe
formar parte el hecho de que este entorno de cosas: un entorno en el que la
autoridad monetaria y bancaria no controlaba nada ni a nadie, los bancos eran
controlados por grupos de trabajadores sindicalizados, y el tráfico mercantil
estaba seco; esta realidad, digo, fue una realidad buscada porque era
compatible con los presupuestos ideológicos de cuando menos algunos de los que
decidieron defender a la república. Sólo así se entiende la descarnada frase de
Julián Zugazagoitia: “La guerra consintió a los españoles realizar su sueño
dorado: tener un sueldo fijo y vivir de la nómina del Estado. Los presupuestos
de cada ministerio crecieron de una forma increíble. Los créditos
extraordinarios sobrepasaban, en diez veces, las consignaciones normales. Nos
íbamos quedando sin territorio y, como si el fenómeno fuese natural, crecía la
burocracia indispensable”. A falta de un sector del crédito que mueva los
recursos con racionalidad (esto es: premiando al que crea valor, penalizando al
gañán), el único juez que queda es el Estado que, en ese punto, se identifica
con el gobierno (y no se identificó con el Partido porque había que mantener la
ficción de un Frente Popular de amigos); el Estado que, además, ha dejado claro, en multiplicidad de episodios, que a la hora de repartir chistorras, soles y lechugas, no lo hace lo que se dice con criterio de eficiencia. El actor público se convierte en el
Dios del Credo: Señor y dador de vida. El problema es que, en la
república, ni siquiera esto fue cierto y, al final, hubo más dioses que en el
panteón indio, pues cada ayuntamiento, cada sindicato, cada autonomía, acabó
haciendo de su capa un sayo.
El Banco de España no estuvo en
esta movida. Su movida principal, teniendo en cuenta el perfil de la mayoría de
sus consejeros, estaba en sobrevivir. El día que Mola se pronunció era
gobernador Lluis Nicolau D'Olwer. Su número dos era Pedro Pan; Peter Bread, sin
embargo, fue al consejo del 15, vio el percal y, en cuanto se montó la
ensalada, se fue a Burgos; tras su cese fue cuando se nombró a Julio Carabias,
ya citado. Segundo subgobernador siguió siendo José Suárez Figueroa. Los
consejeros más presentables, que eran los que representaban a los intereses
generales, eran: Antonio Flores de Lemus, Agustín Viñuales y Enrique Rodríguez
Mata. Los tres aguantaron algún que otro flisflás, pero acabaron por dimitir.
El 14 de agosto, los consejeros identificados con el golpe fueron cesados; y el
14 de septiembre, con ocasión del debate sobre el tema del oro, dimitieron
otros dos consejeros: José Álvarez Guerra y Lorenzo Martínez Fresneda. Este
número de salidas, unido al hecho de que los consejeros obrantes eran renuentes
a ir a las reuniones, provocó que muchas veces el consejo se quedase sin el
quorum requerido en sus propias normas. El 13 de noviembre fue el peor para
esto, pues a esa reunión sólo acudieron el gobernador, los dos subgobernadores
y el consejero Toribio Echevarría. El 7 de diciembre, el gobierno nombró cinco
consejeros para equilibrar la situación. Y en diciembre de 1937, hubo nuevos
nombramientos.
Toda la impresión que cuando
menos tengo yo es que el Banco de España, durante la GCEXX y en zona
republicana, vivió una especie de bipolaridad. Algo que no es nuevo porque esa
bipolaridad es el tipo de (grave) enfermedad mental que vive la docta institución
cada vez que se pone a su frente a un gobernador de fuerte perfil político;
dicho en términos técnicos, un perrete del gobierno. En ese momento, el Banco
de España se convierte en dos: uno, el que el gobernador dice que es; otro, el
que sus integrantes saben que es.
En el consejo de 31 de diciembre
de 1936, Lluis Nicolau, que era el gobernador, hizo una especie de resumen de
lo que había supuesto para el banco el estallido del conflicto; como ya os he
dicho, fue el único Consejo en el que formalmente se habló de la guerra como
tal. En sus palabras, el banco, ese mismo banco que se había enterado “por la
radio” de medidas que debía haber emitido o intermediado él mismo, se convertía
en una institución que había prestado una “entusiasta colaboración a la labor
del gobierno”. Incluso se permitía la humorada de decir que el banco, en
aquellos meses, había “vigilado los vaivenes de la marcha comercial del país
para procurar que no se obturasen las fuentes de riqueza”. La verdad es que en
las actas de los consejos no hay un adarme de pista sobre tal “vigilancia”; por
no mencionar que las fuentes de riqueza, para entonces, estaban básicamente
obturadas.
El tema se complica más aún si
vemos que Carabias, el subgobernador, se refirió en la misma sesión (sesión en
la que, por cierto, se tomaron las decisiones históricas de no repartir
dividendo y de suspender la junta general de accionistas) al hecho de “no estar el banco
en relación con un grupo importante de sus sucursales”; lo que venía a ser la
primera vez que se admitía el tajo provocado por la guerra, pero sin dejar de
afirmar el mando administrativo sobre toda la estructura del banco. Por ello,
dice Carabias, “se ignora el saldo que pueda resultar de todas las cuentas y,
muy principalmente, en la de Valores en suspenso, esto unido a las
operaciones que ha habido necesidad de otorgar en virtud de peticiones
apremiantes de ayuntamientos, comités, organizaciones sindicales, etc., que se desconoce
cómo habrán de ser saldadas".
La frase es acojonante por varias
razones: primera, por el desconocimiento total, confesado con total desparpajo,
de la naturaleza de la cuenta de resultados de 1936. El banco, literalmente,
desconocía si había ganado dinero o lo había perdido. Segundo, porque ese
desconocimiento no se basaba sólo, ni siquiera fundamentalmente, por no tener
control de las sucursales de media España. El desconocimiento provenía de que,
al parecer, se habían hecho diversas, por el tenor de la frase cabe entender
que muchas, disposiciones de dinero en favor de gentes del propio bando
republicano; dinero que se había entregado con total desconocimiento de sus
condiciones de devolución, y que lo mismo se entregó en sobrecitos del propio banco para así respetar las recias tradicionales españolas. Y es que, como diría Fermín Trujillo, “a esta
guerra, al principio, hay que echarle billetes”. La principal fuente de
desconocimiento, pues, procedía, no de la zona rebelde, sino del propio
territorio republicano.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario