viernes, octubre 03, 2025

GCEconomics (16) Echa el freno, Madaleno




Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)

 

Una de las consecuencias inmediatas de la sospecha primero, constancia después, de que la guerra iba a ser una guerra, y larga, fue la conciencia por parte del gobierno de la república de que debería utilizar las reservas de oro para poder realizar pagos en el exterior. Como ya hemos visto, tan pronto como el 24 de julio de 1936, se autoriza al Banco de España la venta de hasta 25.220.000 pesetas de oro; como sabemos, no fue la única autorización que llegó.

En paralelo, la república trató de hacerse con cuantos medios de pago pudo, mejor. Como primera medida, se decretó la obligación de todos los súbditos extranjeros de ingresar en el Banco de España todo el oro, las divisas y los activos financieros extranjeros de que dispusieran en España. Eso sí, esto se hizo para incautarse de los dividendos en divisas de los activos, pero no los activos en sí; se buscó no ponerse un borrón en el prestigio internacional.

Cuando la república comenzó a oler el fétido aliento de la derrota, recobró estas iniciativas. A finales de 1937, comenzó a aprobar una serie de disposiciones por las cuales las sucursales bancarias extranjeras de los bancos españoles deberían poner bajo el control del gobierno todos los valores que cotizasen en divisas.

Otro aspecto importante de la guerra monetaria fue la pequeña guerra que la república hubo de librar contra la plata. Oro, las cosas como son, tiene poca gente; y, no nos engañemos, alguna de esa gente tiene la capacidad de conseguir que nunca puedas poner tus zarpas sobre su vil metal. Pero la plata es otra cuestión. La plata en más común. Estaba presente en muchas acuñaciones de monedas, por no mencionar que había muchas familias que tenían en casa cuberterías de plata y objetos similares. La plata, por lo demás, es un metal precioso; así pues, puede llegar a servir de relación de cambio espontánea. La gente, cuando deja de creer en los billetes, vuelve su rostro hacia los metales preciosos, en la confianza de que sí le sirvan para comprar y vender. Empezada la guerra, pues, en ambos bandos, pero más en el republicano puesto que en él, el desprestigio de la moneda fiduciaria fue mucho mayor, había que evitar que el personal acaparase plata; porque eso significaría la consolidación de una masa monetaria paralela a la masa monetaria; paralela, e incontrolable.

En octubre de 1936, la república encontró la disculpita perfecta para retirar las monedas de plata de la circulación: habían sido acuñadas por la monarquía. El argumento, en realidad, es una chorrada; pero era lo que tenían a mano. La teoría era que la Casa de la Moneda emitiría y entregaría una moneda republicana (entiendo que con menos ley); pero no lo hizo, por lo que se emitieron papelitos: certificados de plata de cinco y diez pesetas, que clonaban el valor facial original de cada moneda. Se ordenó al Banco de España atesorar la cantidad de plata amonedada suficiente como para respaldar los certificados.

En marzo de 1937, entiendo que ante el hecho de que la emisión de los certificados de plata no había salido demasiado bien, se decidió acuñar monedas de una y dos pesetas hasta cubrir un valor de 100 millones; monedas de cobre y aluminio. Aquella emisión fue una especie de “contraprogramación”, puesto que en aquellas fechas el gobierno de Burgos estaba haciendo su primera emisión de moneda.

Como puede verse, la república esperaba que los ciudadanos desarrollasen una confianza suficiente hacia las monedas oficiales que emitía o respaldaba como para no proceder a atesorar su plata. Pero, claro, la gente no es gilipollas, y eso es exactamente lo que hizo. A finales de 1937 ya se puede decir que el burro había dejado de seguir al dedo, y era el dedo el que seguía al burro. El día de Nochebuena, la sustitución de las viejas monedas de plata se amplió a las de 50, 25 y 10 céntimos. El 31 se ordenó la acuñación de nuevas monedas de 50 céntimos; pero, una vez más, la incapacidad de la Casa de la Moneda de hacer aquello para lo que existe obligó a emitir certificados una vez más. Eso fueron las de 50 céntimos. El resto de monedas sustituidas por el decreto de Nochebuena lo fue por unos discos de cartón que hoy se pueden encontrar en muchos lugares de venta de memorabilia. A los discos se les adherían timbres diversos para evitar que cada pichi pudiese emitir moneda en su casa, claro.

La situación para la república, sobre todo a partir de la pérdida del norte, era desesperada. Trataban de recoger todo el metal precioso que podían para así poder respaldar sus emisiones de moneda; pero su propia política tenía muy escasa credibilidad, ya que, cuando les tocaba emitir la moneda de sustitución, sólo eran capaces de emitir papelitos.

En enero de 1938 se puede decir que el Estado republicano había perdido completamente el control sobre su masa monetaria. En primer lugar, como ya os he dicho, al no estar formalmente en guerra, mantenía la ficción de que el Banco de España era el gran vigilante de la masa monetaria de todo el territorio nacional; cuando, en realidad, la república ya no controlaba ni la mitad del mismo. En segundo lugar, en el ámbito de administración republicana, al calor del acaparamiento de plata por parte de los particulares y de las emisiones descontroladas de moneditas por parte de ayuntamientos, partidos y sindicatos, la masa monetaria estaba descontrolada; y eso quería decir que nadie, en puridad, podía aspirar, ni a controlar la inflación, ni a tener una política seria de crecimiento económico. Toda esta situación cristalizó en un decreto de enero de 1938, por el cual se limitaba el privilegio de emisión de moneda del Banco de España a billetes de 100 pesetas o más, quedando el Ministerio de Hacienda titular del de emitir billetes de 5, 10, 25 y 50 pesetas, así como los certificados provisionales de céntimos. Se pretendía con ello detener el crecimiento acromegálico del balance del Banco de España o, si lo preferís, escamotearle a todo aquél que pusiera los ojos sobre dicho balance el crecimiento descontrolado de la masa monetaria republicana. Pero, claro, de la misma manera se estaban creando dos autoridades de emisión de moneda distintas; y una de ellas, plenamente habitada y controlada por políticos.

Unos doce meses después de aquella medida, el gobierno republicano había hecho uso de todo el oro que una vez había encontrado en el Banco de España. Hacía ya meses que apenas conseguía incautaciones valiosas; aunque justo es reconocer que no puso todo lo que incautó en juego para respaldar la moneda, como demuestra el dato de que, acabada la guerra, todavía pudiese llenar un yate de objetos de lujo robados cuya devolución, mira tú, no hay memoria histórica que reclame.

La consolidación del golpe de Estado como una guerra obligó a los dos bandos a decretar moratorias mercantiles, dado que no se podía aspirar a tener operativas empresariales normales en aquella situación. En el caso de la república, la reacción fue inmediata y un tanto sobreactuada, en mi opinión, por razones ideológicas. A los redactores de los decretos del Ministerio de Hacienda, ya durante el gobierno Giral y no digamos después, les iba la marcha. Así pues, decretaron la suspensión inmediata de las operaciones mercantiles que implicasen movimiento de fondos en los establecimientos de crédito, suspendiendo también el vencimiento de efectos comerciales y la actividad de las Bolsas de valores. Se prohibieron las transmisiones de bienes muebles e inmuebles; medida que, hay que dejarlo claro, buscaba convertir en inútiles los robos, perdón, incautaciones, que diversos militantes de izquierdas, perdón, “incontrolados”, estaban cometiendo por todo el país en la persona de gentes cuyo único delito era poseer lo que ellos querían; perdón, quise decir fachas. El argumento que pretendía introducir la nueva regulación era: ¿para qué robarlo, si no vas a poder venderlo? Porque de prohibir los robos y decretar el encarcelamiento o fusilamiento de quien los perpetrase, ni hablamos, claro.

La república, pues, frenó en seco el sistema económico. En parte porque no creía en él y, como le suele ocurrir, pensaba que la riqueza cae de los árboles y brota de forma natural de las alcantarillas; en parte para intentar parar un proceso por el cual sus conmilitones estaban, como Henry Hill, robando hasta la última migaja de lo que encontraban. El resultado de frenar en seco el sistema económico fue exactamente ése: frenar en seco el sistema económico. Cierto es que se eximió a comerciantes de las restricciones de circulante, como ya hemos visto; y, asimismo, se permitió el abono de cupones y dividendos, y se autorizó a los bancos a cargar en las cuentas de deudores las letras aceptadas antes del 15 de agosto de 1936. Pero todo eso fue como intentar derribar la muralla china con un cepillo de dientes.

El resultado de esta operación de secado y planchado fue evidente. Por fin, las izquierdas españolas tenían lo que siempre habían querido, y aquello con lo que han seguido soñando desde entonces: un país sin capitalismo. El pequeño problema fue que el país, sin capitalismo, no funcionaba. En octubre de 1936 el gobierno, tragándose sus convicciones, publicó un decreto por el que regulaba la forma en la que se instrumentaría el comercio de valores en ausencia de Bolsas. El 27 de noviembre, in extremis, una orden regulaba el pago del cupón de los bonos de oro de la Tesorería del Estado al 4%. Una operación clave para la república, pues aquella emisión se había colocado, tiempo antes, entre inversores mayoritariamente extranjeros. Haber hecho default en esa emisión habría sido devastador para la república, y el gobierno lo sabía.

Durante todo el tiempo en que la república tuvo el control de una superficie razonablemente elevada del territorio español, hubo de lidiar, pues, con un escenario clásico de estanflación: la actividad económica se frenó en seco, mientras que la masa monetaria comenzó a crecer de forma descontrolada, generando inflación. En el momento en que más habría necesitado a un sector primario productivo, la república se encontró con los anarquistas jugando a sus sueños de la Bruja Avería, que griparon la productividad agraria allí donde se produjeron las colectivizaciones “voluntarias”, En cuanto al sector industrial, la dificultad para saber quién mandaba allí, pues tu fábrica lo mismo te la incautaba un funcionario de Hacienda que el portero de la casa donde vivías, unida al exilio de propietarios y sobre todo de técnicos de alto nivel, sacrificados en el altar de principio mayor de que quien sabe de todo es el obrero, provocó una crisis de productividad de la hueva. Un ejemplo lo tenemos en un sector rápidamente incautado, por así decirlo, por las masas obreras: la minería asturiana del carbón. Sólo en el año 1936, en cuya segunda mitad las minas estuvieron en manos de los sacrosantos y exponencialmente inteligentes mineros, la producción cayó un 60%. Bull's eye!

Como es bien sabido, en febrero de 1938, los 150 diputados que el Frente Popular todavía reconocía como tales se reunieron en el monasterio de Montserrat. Aquella sesión fue convocada por Juan Negrín; un Juan Negrín que, es mi idea particular, en dicha fecha, o había llegado a la conclusión de que la guerra estaba perdida, o estaba en ello. De hecho, es en el marco de dicha convicción que yo entiendo el sentir de la reunión. Porque fue una reunión económica. Negrín quería dar información sobre la situación económica de la república; algo que adquiere lógica dentro de un objetivo más general de comenzar a diseñar una salida honrosa y, sobre todo, cómoda y, a ser posible, gürtelina, para sí y sus conmilitones.

De los varios negrines que sabía desarrollar este político camaleónico, especie de aleación de Pedro Sánchez, José Luis Ábalos y Ramoncito Espinar (lo primero por la ambición; lo segundo por el hedonismo y por ser un yonqui del poder mezquino; y lo tercero porque, de cuando en cuando, soltaba unas gilipolleces king size); de los varios negrines posibles, digo, decidió sacar el Negrín plañidero, razón por la cual supongo que la sesión debió de ser una puta tortura.

Comenzó aleccionando a los diputados explicándoles que, en una guerra, el frente económico es incluso más importante que el bélico; para continuar con los sollozos y decir que el gobierno no había sido siempre comprendido en su obra “por ciudadanos y corporaciones públicas” (ahora resulta que los partidos políticos y sindicatos son “corporaciones públicas”). Luego dijo que hasta entonces había sido suave, pero que a partir de ahí iba a ser duro. Se refería, fundamentalmente, a la inflación desbocada.

Negrín, por lo demás, mintió como una perra. Dijo que el balance del Banco de España se había saneado porque el gobierno había devuelto buena parte de los préstamos que le había adelantado; porque se habían retirado billetes de la circulación y, al tiempo, se habían incrementado las reservas, mejorando con ello el respaldo monetario. Las tres afirmaciones; repito: las tres, eran mentira. Reconoció por último Negrín que el país era un dédalo de descoordinaciones, mercados negros, miseria. Pero, dijo, “el gobierno, por calmar el hambre, no está dispuesto a sacrificar el éxito de la guerra”. ¿Qué éxito, puto demente? ¿Cuánta gente tuvo que morir todavía en las trincheras para que tú tuvieras tu casita en Londres con múltiples habitaciones y servicio?

Algunas semanas después, y de forma sorpresiva porque no lo había hecho desde el estallido de la guerra, el Banco de España republicano publicó su balance a 30 de abril de 1938. Un documento muy interesante para poder juzgar cuál había sido la evolución económica y presupuestaria de la república durante los meses en los que, quizá, todavía había podido ganar la guerra (cifras que, además, de alguna manera justifican por qué no la ganó).

Veamos: breve introducción al balance del Banco de España.

(Continuará, obviamente)

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