martes, septiembre 30, 2025

GCEconomics (13) De lo necesario, y de lo legal




Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)

 



A la recepción del dinero, el gobierno lo distribuía en diversas entidades financieras, en una obvia medida de seguridad; hubo cuentas en Orán, Londres, Amberes, Amsterdam, Praga, Toulouse, Marsella, Rabat, Berna, Nueva York, Washington, Ciudad de México, Buenos Aires y, por supuesto, Moscú. Aparentemente, Juan Negrín, personalmente, contaba con una cuenta en el Banco de España a través de la cual llegó a controlar un tercio de los fondos de forma directa.

Los consejeros del Banco de España, aparentemente, estuvieron de acuerdo con todas estas operaciones; aunque lo más probable es que lo estuviesen sólo formalmente, puesto que, sabiendo como tenían que saber para qué quería el gobierno el dinero, seguían exigiendo que los convenios reflejasen el uso del mismo para intervenir en los mercados internacionales de divisas. Martínez Fresneda, el único consejero que quedaba en representación de los accionistas, fue el que más problemas puso hasta que al fin dimitió; aunque aceptó seguir en su puesto  sin cobrar.

Esto, sin embargo, se refiere al oro vendido a Francia (Negrín, por cierto, pensó en vendérselo también a Inglaterra; pero la insistencia de los ingleses de hacerlo todo legal y transparente le hizo desistir). Luego está el tema del que más gente sabe o cree saber, que es el oro de Moscú.

Como ya hemos visto, el acuerdo para sacar el oro de España se tomó el 6 de octubre, en todo lo gordo de la batalla de Madrid. El 25 de octubre, 7.800 cajas que habían sido armadas por el equilipillo colorao de sindicalistas encerrados en el sótano de Alcalá, conteniendo 510 toneladas de oro, se embarcaron rumbo a Odesa; desde donde Stalin se las chupó, las metió en un tren y las llevó a Moscú.

El oro español quedó depositado en el Depósito de Metales Preciosos del Comisariado del Pueblo de Hacienda. El 7 de noviembre, se firmó un acta de recepción. El día 20, tras haber hecho el análisis del contenido de una muestra de 372 cajas, del que se asumió la composición de todas las demás, se levantó el acta de depósito. El 24 de enero de 1937, los soviéticos terminaron el inventario, y el 5 de febrero se firmó el acta de recepción definitiva.

Hay toda una corriente historiográfica que defiende la idea de que la decisión de enviar el oro a la URSS fue una decisión española, en modo alguna impuesta por Stalin a cambio de su ayuda militar. Puede ser. Es cierto que existen indicios en ese sentido, como la carta que Largo Caballero le escribe el 15 de octubre al embajador Marcel Rosemberg anunciándole el traslado. Pero hay otras cosas que no cuadran; por ejemplo, que en dicha fecha, cuando se supone que Largo estaba escribiendo a Moscú para sorprenderlos con la noticia de que el oro iba para allá, estaba llegando a Cartagena el Komsomol, es decir, el primer barco soviético cargado de material bélico para la república. Es evidente que se puede pensar que Stalin pudo dar algo regalado. Yo, la verdad, después de años conociéndolo, tiendo a pensar que no.

Todos los hombres de la república, sobre todo en sus escritos en el exilio, hicieron grandes y positivos esfuerzos para justificar que el oro se marchase a Moscú. Argumentaron, con eficacia en mi opinión, que la mayoría de los países europeos, y aún los Estados Unidos, eran muy mal destino, puesto que su vinculación con los acuerdos de no intervención habría bloqueado la monetización del oro, necesaria para comprar armas. Esto, sin embargo, tiene varios comentarios posibles. El primero de ellos es que, como la posguerra civil demostraría con claridad, el mejor amigo de la república no era la URSS; la URSS era el mejor amigo de algunos republicanos. El mejor amigo de la república era México; un país que, sin embargo, no suele aparecer en las quinielas del posible traslado, cuando sí aparece Nueva York, que está igual de lejos. Segunda apreciación: en el mundo siempre ha habido, y siempre habrá, emplazamientos negros como la noche. Suiza, por ejemplo; aunque, eso sí, Suiza presentaba el problema obvio de que no se puede llegar al país directamente por mar. Había que cruzar Francia, y eso se reputaba un peligro; lo cual es cierto, aunque no deja de ser cierto que se hicieron todas las ventas que hemos visto en dicho país. Y, por último, está una apreciación de la que yo creo que se habla poco: ¿y España? Los hechos demuestran que, aun perdiendo la guerra, Cataluña no cayó hasta 1939, y localidades como Alicante no cayeron nunca. Para colmo, el oro de Moscú se gastó entero en la guerra; Franco habría entrado en cámaras vacías.

Autores que se han introducido en este tema con poco o ningún aprioprismo ideológico, como Martín Aceña, han opinado antes que yo que la base naval de Cartagena era un lugar perfectamente seguro para mantener el oro en España y en control de la república; sobre todo porque, teniendo en cuenta el control de la misma y de la flota que la república tuvo durante casi toda la guerra, podía haber sacado el oro en cualquier momento de peligro. De hecho, califica la decisión de enviar el oro a la URSS de “verdaderamente extravagante”, puesto que supuso poner el oro en manos de una “burocracia impenetrable” situada a más de 4.500 kilómetros. A la opinión de Martín Aceña hay que oponer la del equipo historiográfico sincronizado, liderado en esto por Ángel Viñas, el hombre que fue encomendado por el Instituto de Estudios Fiscales para estudiar la movida. Viñas sostiene que la república no tenía otra alternativa que hacer lo que hizo. Descarta Suiza, porque Suiza había prohibido la exportación de material de guerra (argumento que no acabo de entender pues el oro, estuviera donde estuviera, por lo común se vendía en París). Según él, Negrín concluyó que no había posibilidad de hacer grandes compras de armas fuera de la URSS. En esto le doy la razón, pero, sin embargo, entiendo que tampoco quiere decir necesariamente que hubiese que llevar el oro a Moscú. Quiere decir que el oro se tenía que gastar en comprarle armas a la URSS, y nada más. Son cosas distintas. Estamos ante un caso en el que hay un comprador y un vendedor que, de forma un tanto extraña, no sólo deciden que habrá una serie de operaciones de compraventa durante muchos meses; sino que, además, deciden que el comprador va a ser, además, custodio desde el principio de todo el dinero que el vendedor va a dedicar a dichas compras. No sólo eso, sino que, como nos recuerda Gerald Howson en su libro, incluso se le entregó a la URSS la potestad de fijar el precio al que vendía; en otras palabras: el vendedor fijó, en cada momento, el precio que le salió del ciruelo. 

De hecho, la operación del oro de Moscú plantea la siguiente ucronía: suponiendo que los futuros aliados de la II guerra mundial hubiesen decidido, qué se yo, en la Navidad de 1937, abrir el mercado mundial de armas a la guerra civil española, ¿con qué dinero habría podido la república cotizar compras en mercados como el estadounidense; con los cartoncitos que emitía la CNT?

A todo ello hay que incluir el complejo problema jurídico que presentó la movilización del oro. En 1936, el Banco de España era una entidad privada que disponía de privilegios públicos, como el de emisión. Pero era privada, tenía accionistas; y esos accionistas eran los propietarios del oro. De ahí que la oposición de Fresneda, representante de los accionistas en el Consejo, tuviese la importancia que tuvo. Jurídicamente hablando, pues, el oro se movió:

1)     Con la oposición de un representante de los accionistas.

2)     Bajo la condición, clara y diáfana, de que se movía para intervenir en los mercados internacionales de cambio.

Se podrá decir: bueno, la guerra es la guerra. Pero es que da la casualidad de que, en el bando republicano, no hubo guerra hasta entrado el año 1939. Es decir: para cuando el gobierno de la república se dotó del instrumento jurídico que, mal que bien, le habría podido servir para justificar la disposición del oro, el oro ya estaba gastado.

La disposición del oro, por otra parte, no fue la primera que se intentó. Antes que Negrín lo intentaron los ministros José Calvo Sotelo, Julio Wais e Indalecio Prieto; y sólo uno de ellos lo consiguió. A Calvo y a Wais se les devolvió el toro al corral cada vez que lo pasearon por la arena. Prieto, sin embargo, sí que se llevó el gato al agua (bueno, al agua, no; a Mont de Marsan, Francia, en septiembre de 1931) porque reformó la Ley de Ordenación Bancaria, incrementando el papel y el peso del Estado en el banco incorporando tres consejeros en representación de los intereses generales. En términos generales, pues, se hizo un Conde Pumpido.

Los historiadores del Sendero de la Mano Izquierda recuerdan, por otra parte, que Francia mandó su oro a Canadá y a Indochina cuando vio venir a los alemanes por las Ardenas; que los polacos enviaron el suyo al África francófona; y que Noruega, Dinamarca, Letonia y Lituania hicieron cosas parecidas. Pero parecen olvidar que en todos estos ejemplos estamos hablando de invasiones extranjeras del país; no de guerras civiles.

A partir del momento en que el oro llegó a Moscú, la república y la URSS entraron en una dinámica muy de Goodfellas. Es decir: fuck you, pay me. Porque eso de que la URSS se convirtió en soporte y ayuda de la república es un meconio de la hostia que hay que haber pasado por la lobotomía a cámara lenta de un grado en Políticas (o venir idiota de casa) para creérselo. Pasaron a ser cliente y proveedor, simplemente. Algo que, por cierto, en una parte no desdeñable, también es predicable de la España nacional y Alemania. En mi opinión, el único asistente dizque solidario que hubo en la guerra civil española del siglo XX o GCEXX fueron la Italia de Mussolini y la proporción de brigadistas internacionales que no se enteraron de nada; pues Mussolini fue un poco el Mao europeo de su tiempo: le gustaba comprometer ayuda a cambio de nada, tan sólo por demostrar lo mucho que molaba el fascismo italiano.

El oro de Moscú financió las armas soviéticas, algunos suministros desde terceros países, inversiones de industria bélica, salarios del personal que estaba en España (de generosos colaboradores, una gallinácea como una pieza de menaje), pensiones a los caídos y el adiestramiento en la URSS. Los soviéticos cobraron hasta los sobrecitos de azúcar de cada café. Qué digo; hasta el chorrito de agua con el que se repasaba la cucharilla una vez usada.

Al final de la guerra, Marcelino Pascua, un nota de cojones en mi modesta opinión, confesó, con esa inocencia que da pensar que ya lo has perdido todo, que la única persona que tenía información contable precisa sobre los intercambios financiados con el oro y el valor usado en los mismos, era Juan Negrín. Sí, colegas. Porque con la disculpa (porque a estos efectos, es una puta disculpa) de que se estaba en guerra, la república aceptó que una sola persona controlase la absoluta totalidad de las compraventas de armas y servicios bélicos del ejército republicano. Una guerra no es motivo para que un gobierno o un Tribunal de Cuentas no deban funcionar.

Que el gobierno republicano siempre fue consciente de eso lo demuestra la emisión (que no publicación) de su decreto de 30 de agosto de 1936. Este decreto, que pretendía dar cobertura legal a unas operaciones que Negrín y Largo sabían que eran de dudosa legalidad (aunque lo más probable es que a Largo eso se le diese una higa), autorizaba la colocación de francos en el extranjero a disposición de las legaciones españolas “para financiar los gastos que las necesidades de la campaña impongan”.

Este decreto fue un pasito; pero no el paso. El decreto se refería a la compra de armas; pero, como hemos visto, las operaciones de venta del oro seguían refiriéndose a la intervención en los mercados de cambio. El gobierno, sin embargo, no encontró otra manera de hacer las cosas bien hasta abril de 1938, cuando en Moscú ya quedaban las raspas. En esta fecha, aprobó un decreto que autorizaba al gobierno a disponer sin limitación alguna de las reservas de oro y plata para pagar la guerra. Eso sí, “sin perjuicio de la obligación de reembolso por el Estado español”, lo cual no deja de ser una coña marinera.

Este decreto, aprobado a pelo puta por un gobierno republicano que ya sabía que iba a perder la guerra, que se veía exiliado en el futuro, y no quería estar exiliado y, además, entrando y saliendo de los juzgados; aprobado, pues, para dar cobertura legal a todo lo que los gobernantes republicanos ya habían hecho, sin embargo, fue un decreto prácticamente secreto. La Gaceta de la República no lo publicó y, de hecho, el Consejo del Banco de España no lo conoció hasta el 6 de enero de 1939. En aquella sesión se informó del tema por la única razón de que dos días después había convocada junta de accionistas del Banco (junta que se convocó porque los de Burgos habían convocado la suya), y Nicolau d'Olwer sabía que el Consejo tenía que estar enterado de la norma antes de ello.

Lluis Nicolau d'Olwer no era banquero. Ni siquiera era economista. Era historiador y, además, receptor de la Legión de Honor francesa. En otras palabras: lo tenía todo para creerse la polla de Montoya y vivir convencido de que, con demostrar en la sección de bibliografía que se ha leído (presuntamente) un montón de libros, ya se alcanza el Nirvana. Por sobre esto, políticamente se había criado en la Lliga Regionalista; una formación en la que no te exigían ser muy inteligente, tan sólo ser muy catalán. Este pollo, que quizás no debería haber pasado de profesor auxiliar (aunque, por supuesto, fue catedrático) era el gestor del balance de la economía española. Y lo hacía con los notables niveles de estulticia que acabamos de leer. Porque, efectivamente, Lluis Nicolau d'Olwer se presentó, el 6 de enero de 1939, pretendiendo explicarle a sus compañeros de Consejo que:

1)     Las disposiciones del oro del Banco de España no se habían hecho para defender la peseta, sino para comprar armas.

2)     Que dichas disposiciones se habían producido mediando la exportación física de la práctica totalidad de las reservas, algo a lo que el Banco de España se había negado siempre.

3)     Que todo eso había sido hecho en aras de unas necesidades bélicas que sólo habían sido jurídicamente estatuidas en abril de 1938, cuando la práctica totalidad de dicho oro había sido ya dispuesto.

4)     Que, consecuentemente, los consejeros habían estado toda la guerra dando su nihil obstat a operaciones que se justificaban jurídicamente en un objetivo falso; y que el verdadero, en realidad, tener, tener, sólo tenía efectividad jurídica más o menos desde el momento en que todo ese oro había quedado extinto.

¿Hay, o no hay, que ser historiador para creer que le puedes colocar un meconio así a alguien con dos dedos de frente?

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