Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)
Los miembros del Consejo, que tampoco es que fuesen fieros y ciegos capitalistas, montaron en cólera. Argumentaron, con razón, que la norma de abril podía ser un decreto reservado; pero no para ellos, puesto que afectaba a sus autorizaciones.
Las siglas que se forraron con
esto son éstas: BCEN. El Banque Commerciale pour l'Europe du Nord, con
sede en la oscura ciudad de la Luz. Una institución capitalista bajo el
estricto control de la URSS. Que ser comunista no quiere decir,
necesariamente, ser gilipollas. Viñas reconoce que el BCEN hizo las operaciones
que hizo enterrado en su sexto sótano; aunque él, claro, lo ve de otra manera,
pues considera que mediante esos sigilo y opacidad se consiguió permanecer
ajeno al escrutinio de las potencias fascistas.
Se cursaron un total de 19
órdenes de venta del oro de Moscú entre el 19 de febrero de 1937 y el 28 de
abril de 1938; fecha en la que no es que se acabase la guerra, sino que se
acabó, mutatis mutandis, el oro. Estas operaciones afectaron a 490
toneladas de oro amonedado.
El Comisariado del Pueblo de la
Hacienda, es decir Petisú Monteroskaya, recibía la orden de venta. Esto quiere
decir que, en realidad, lo recibía, según las fechas, o bien Grigori
Fedorovitch Grinko, que fue comisario hasta que lo trincaron en una purga y le
dieron pasaporte (qué casualidad); o Vlas Yakolevitch Chubar (personaje que, oh
casualidad, también fue purgado; casualidades estas dos que no parecen haber
despertado la curiosidad de muchos historiadores de ésos que citan muchas
fuentes).
Una vez recibida la orden, el
Comisariado (no la embajada española en Moscú) apartaba el oro necesario para
hacer frente a la operación y generar los dólares necesarios. El oro amonedado
se fundía (ojo, que el dato tiene su importancia) y refinaba. Una vez conseguidas las divisas, se transferían al BCEN
en París.
En total, la URSS generó 397
toneladas de oro refinado, de las que 132 se quedaron en Moscú para saldar
cuentas por servicios realizados por los departamentos soviéticos (un
porcentaje que a mí me parece elevadísimo, casi cerdanesco; pero tampoco soy un
experto).
En estas transacciones se respetó
en todo momento, aparentemente, la relación de cambio internacional de cada
momento entre libra esterlina y dólar, así como el valor del oro en el primer
mercado mundial, que era Londres. Pero eso no esconde que, como recuerda
Howson, no dejase de quedar en manos de Stalin definir el valor de cada bala. A
eso hay que añadir que otras fuentes, como Justo Martínez Amutio, echan
gasolina a la hoguera. Amutio era gobernador civil de Albacete cuando en dicha
provincia se residenció el comité encargado de recepcionar el armamento enviado
desde la URSS y distribuirlo por unidades; un comité en el que tuvo un papel
importante el sindicalista Ángel Pestaña, otro que tal. Amutio, en su libro de
memorias, echa pestes contra la calidad del armamento vendido por los
soviéticos. Con la vitola de estar enviando lo último de lo último, nos dice,
se enviaron fusiles de principios de siglo y aviones desmontados que luego no
encajaban al montar. Por no mencionar que a veces enviaban medio fuselaje a
Cartagena y el otro medio a Bilbao.
Como ya sabemos, el oro de Moscú
no es el único oro español que no estaba en España. Nos queda el que Prieto
había conseguido enviar a Mont de Marsan, como garantía de un crédito por valor
de nueve millones de libras esterlinas. El crédito se cubrió con 22 toneladas
de oro que el Banco de España tenía en un depósito en el Banco de Inglaterra;
más las 52,6 toneladas que se enviaron a Mont de Marsan.
En junio de 1937, los franceses,
un tanto mosqueados con la marcha de la guerra, le enviaron un Whatsapp a
Negrín el que decían: show me the money. En otras palabras: exigieron la
devolución del préstamo un día formulado por Prieto. El gobierno español le
adjudicó al Banco de Francia, que había sido el prestamista, el oro
correspondiente. Sin embargo, puesto que el oro se había disparado esos años,
de las 74,6 toneladas totales del depósito, sólo se tuvieron que vender 34,4,
quedando el resto libre como el sol de la mañana, libre como el mar.
El gobierno español, que para
entonces andaba canino de oro para comprar balas, pidió que ese excedente se
vendiera y que el producto se ingresara en el Banco de España republicano. Sin
embargo, el Banco de Francia contestó que no haría eso hasta que los tribunales
hubiesen dictaminado quién era el legítimo propietario de aquel oro.
Lo que había pasado, claro, era
que en Burgos se habían coscado de la operación, y habían comenzado a reclamar
la propiedad del oro. Los burgaleses amenazaron al Banco de Francia con que si
le pagaban ahora a la república y luego ésta perdía la guerra, el Estado
franquista les reclamaría dicho pago y lo tendrían que hacer dos veces. Los
franceses, lógicamente, se encastillaron.
Aquello comenzó una guerra
judicial larga y tediosa. En abril de 1938, el gobierno republicano interpuso
una demanda en el Tribunal del Sena contra el Banco de Francia. Buscaban
obtener con rapidez las 40 toneladas de oro, calculando que eso les permitiría
resistir hasta el estallido de la segunda guerra mundial.
Las fechas, sin embargo, no
cuadraron. El Banco de Francia decidió, efectivamente, devolver el oro. Pero lo
hizo el 25 de febrero de 1939; y lo hizo, detallito importante, al gobierno de
Burgos.
Como es bien conocido, una vez
acabada la guerra, comenzó otra guerra civil, la guerra civil bis, que fue la
que se produjo en el exilio entre los perdedores. En realidad, fue una especie
de florilegio de pequeñas guerras, entre las cuales, quizás, la más importante
fue la que estalló entre los que se sentían con derecho para ser la legítima
representación de la república en el exilio. Como ya os he dicho muchas veces,
detrás de esta idea había mucho más que una pelea ideológica o moral; se
peleaba también, yo diría que fundamentalmente, por el dinero. Porque el
exilio, aunque poco a poco se fue diluyendo y es lo cierto que, a partir de
final de los años cuarenta, los presidentes de la república en el exilio
pasaron a ser personajes fantasmagóricos que a veces no tenían ni para taxi; el
exilio, digo, sobre todo en sus inicios, manejaba mucha pasta; y tenía la
capacidad de manejar mucha más.
Aquello fue, básicamente, una
pelea entre dos socialistas: Juan Negrín e Indalecio Prieto. Negrín había sido
el gran dominador de las finanzas de la república durante la guerra; y para
serlo, y serlo en soledad monopolística, había tenido, precisamente, que
desplazar a Prieto, que era un señor con quien los comunistas, verdaderos
avalistas de Negrín, no querían ir ni a rellenar un boleto del Euromillones.
Prieto fue emasculado del poder republicano, en parte porque era un señor de
capacidades intelectuales perfectibles (pero, vaya, que sus
compañeros/competidores tiraban a gañanes también); en parte por su natural
depresivo, pues se convenció muy pronto de que la guerra se perdería; en parte
porque ni aguantaba a los comunistas ni los comunistas le aguantaban a él; en
parte porque era un gestor relativamente aseado, y Negrín no quería aseo en el
cubo bastante maloliente que fueron las finanzas de la república.
Esa pelea personal, Negrín la
quiso convertir en una pelea jurídico-constitucional. Perdida la guerra, se
empeñó en defender la idea de que la continuidad republicana la garantizaba su
figura, es decir el presidente del consejo de ministros; mientras que Prieto,
con la ayuda del resto de republicanos que habían salido de España convencidos de
que la culpa de aquella desgracia era fifty de Franco, fifty de
los comunistas, sostenía que esa continuidad la garantizaban las Cortes. En la
práctica, esta confrontación, y el nivel de emputecimiento que alcanzó, generó
una total desconexión entre las dizque instituciones republicanas. En corto:
Negrín no se sintió en la obligación de informar a las Cortes, ni de lo que
hacía, ni de lo que había hecho durante unos años en los que, como hemos visto,
se había investido de poderes omnímodos para hacer lo que le saliese del
ciruelo sin confesarse a nadie.
Esta desconexión afectó de lleno
al tema del oro. Pues, como hemos visto que dijo Pascua el nota, Negrín era
quien tenía toda la información; y no la compartió con nadie. Tan grande y tan
amargo llegó a ser el enfrentamiento, expulsión del PSOE mediante, que cuando
Negrín se sintió morir, tomó la decisión increíble de poner la documentación
que tenía en manos de Franco. El tono de enfrentamiento del exilio queda
bien adverado en este detalle. Negrín consideraba que la documentación
demostraba que su gestión del oro había sido impoluta; pero, en 1956, confiaba
más en Franco que en sus conmilitones a la hora de establecer esa verdad.
Disfrazó su gesto, eso sí, de patriotismo: según él, la documentación que
custodiaba venía a sugerir que España tenía derechos económicos que ejercitar
en el asunto del oro; y quería que su país pudiera ejercerlos. Yo, la verdad,
nunca he creído esto. Mi particular opinión es que Negrín hizo lo que hizo como
el gallego del chiste: por joder.
Negrín murió en noviembre de 1956
sin haber llegado a ningún acuerdo. Pero dejó la orden a su hijo Rómulo para
que le entregase los papeles a las autoridades españolas. El 18 de diciembre,
Rómulo Negrín hizo esa entrega en París.
Esta muestra de debilidad y de
división del exilio republicano hizo que Franco se viniese arriba. Medio año
después, en mayo de 1957, Franco le dijo a Francisco Franco Salgado-Araujo, su
ayudante y confidente, que estaba convencido de que la URSS devolvería el oro.
Esto, sin embargo, no pasó. España y la URSS siguieron en las antípodas. En
1963, con ocasión de la detención y condena a muerte de Julián
Grimau, hubo un inesperado gesto de deshielo cuando Nikita Khruschev, en la
misiva que le envió a Franco para interceder por la vida del dirigente
comunista, lo apelaba de jefe del Estado, es decir, aceptaba plenamente su
legitimidad. Meses después, el 20 de enero de 1964, Franco Salgado-Araujo le
pregunta a Franco por las noticias de Prensa que hablan de negociaciones con
Moscú; a lo que el general contesta que si no devuelven el oro, no hay nada que
hacer.
El problema para la tesis de
Franco es que desde la llegada de los papeles de Negrín a España quedó claro
que el oro se había gastado en compra de armas; no había sido, por lo tanto,
“robado” por los soviéticos. Así lo estableció Juan Sardá, director del
Servicio de Estudios del Banco de España, que fue la primera persona que
analizó la documentación. Posteriores investigaciones sobre esos papeles han
confirmado este hecho. El gobierno de Franco, de hecho, secuestró el libro de
Sardá, porque no podía admitir su tesis central.
La documentación demuestra, por
lo tanto, que la muy querida reivindicación franquista de que el oro de Moscú
debería “regresar” es falsa; no se puede devolver lo que efectivamente se
gastó. Sin embargo, eso no quiere decir que todo quede limpio de polvo y paja. En
todo esto hay una segunda y una tercera cuestiones. La segunda cuestión es si el
dinero se gastó bien. Y aquí es donde adquiere importancia la investigación de
Gerald Howson, según la cual la URSS, manipulando los precios de aquello que
vendía (es decir: haciendo un poco lo que hace Antonio Recio cuando pone la
mano en la báscula al pesar el pescado), así como manipulando la cotización
peseta/rublo, estafó a la república unos 51 millones dólares, según sus
estimaciones. Viñas no es de esta opinión, basándose, sobre todo, en que todo
envío se hacía previa conformidad de los españoles; ignorando, en mi opinión,
que cuando tienes Barbarians at the gates, no tienes demasiado margen de
maniobra para discutir según qué cosas.
La cosa es que tanto Negrín,
según algunos testimonios; como Prieto, que lo dejó por escrito, parecían estar
convencidos de que en la guerra no se gastó todo el oro y que, por lo
tanto, en Moscú quedó un remanente que algún día Putin debería devolverle a
Pedro Sánchez. La versión oficial publicada en Pravda, sin embargo,
sostuvo que, en realidad, España había dejado a deber 50 millones de dólares.
Y luego está la tercera cuestión.
Entre las riquezas que la república decidió transportar a Odesa había oro que,
además de su valor como oro, tenía un interesante valor añadido de carácter
numismático. Hablamos de monedas específicas que, por su escasez como tales,
superaban su puro valor aurífero. Como ya os he contado, lo que la URSS hacía
cada vez que había una orden de venta era fundir el oro y refinarlo.
Pero aquí hay dos hipótesis. La primera (que yo considero poco creíble) es que
los soviéticos fuesen unos gañanes que no comprendiesen el concepto de valor
numismático y, consecuentemente, fundiesen las monedas sin más; y la segunda es
que sí entendiesen dicho valor y, consecuentemente, diesen un cambiazo.
Ellos tenían sus propias reservas de oro. ¿Y si sustituyeron las monedas por
sus lingotes, fundieron éstos, los vendieron al precio del oro, y se quedaron
las monedas? Lo único que sabemos es que, al documentar el precio del oro
fundido y refinado por los soviéticos, éstos nunca añadieron prima alguna debida
al valor numismático superior de algunas monedas; lo cual nos vuelve a sugerir
que, o bien las fundieron sin enterarse, o bien se las quedaron.
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