Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)
A pesar de las aceptaciones formales, los síntomas son claros de que a principios de septiembre había bullebulle en el Consejo del Banco de España. Cada vez más, hay consejeros que empiezan a ser conscientes de que no están interviniendo en el mercado de cambios, sino financiando la compra de armas. Pero, claro, en un momento en que hay consejeros que no están acudiendo porque los están amenazando de muerte, son lógicamente poco proclives a protestar.
Aunque no tengo pruebas, ni desde
luego creo que las tenga ya nadie, yo tengo por mí que el Consejo del día 7 de
septiembre debió de ser tormentoso. Tan tormentoso como que es posible que
alguno de los consejeros llegase a decir que él no iba a estar eternamente
firmando operaciones de “préstamo y compra” sabiendo que no se hacían para lo
que se decía, sino para otra cosa. Lo digo porque sólo mediando una
eventual negativa el día 7, quizás individual, quizás grupal, quizás colectiva,
se entiende que cinco días después, el 13, que además era domingo, el
presidente Manuel Azaña estampase su firma en el famosérrimo decreto reservado
en el que se autorizaba el movimiento de las reservas de oro.
El Consejo del Banco de España se
reunió el lunes 14; es decir, con el decreto de “Azaña el Valiente” todavía
calentito. Sin embargo, si nos atenemos al acta, hablaron sólo de polladas, y
no se dieron por enterados del decreto. El 16 se volvieron a reunir, pero, que
diría Cervantes, no hubo nada. Bueno, algo así. En dicho consejo, el consejero
Lorenzo Martínez Fresneda cuela un ruego de que se le proponga un encuentro de
dicho Consejo con el ministro de Hacienda, para hablar, dice, de los graves
asuntos del momento presente. Para mí está claro que ya conocen el texto del
decreto, y que les inquieta.
Según Amaro del Rosal, que era
director de la Caja General de Reparaciones, Negrín le convocó a él y al
director general del Tesoro, Francisco Méndez Aspe (uno de los notas
secundarios de ese teatro llamado GCEXX), para explicarles la salida del oro.
El plan, tal y como lo describe del Rosal, fue: ese mismo día, se seleccionó a
un grupo de empleados del Sindicato de Banca de Madrid, y os aseguro que no
fueron seleccionados por su capacidad para el cálculo diferencial. A este grupo
de elegidos se lo encerró en los sótanos del Banco de España, donde
permanecieron hasta que todo el oro hubo salido. Amaro del Rosal se permite la
humorada de decir que aquello se hizo “bajo el más riguroso control y
formalidad administrativa”. Pues sí: poner el oro en manos de un grupo de
ugetistas seleccionados por la frecuencia con la que levantaban el puño en casa
es de una formalidad administrativa que asusta.
Carpinteros de confianza
fabricaron “día y noche” las cajas necesarias, cerca de 8.000. El grupo de
eremitas socialistas del Banco de España fue colocando el oro en cajas, cajas
que se fueron despachando con destino en los polvorines de La Algameca en la
base naval de Cartagena.
Fueron finalmente remitidas
10.000 cajas, con un primer convoy que partió el 15 de septiembre por la noche
(el martes después del domingo de la firma del decreto; un día antes de que
Martínez Fresneda intimase la entrevista con Negrín). De estas 10.000 cajas,
7.800 acabaron en Odesa, 2.200 se fueron a Marsella.
Según el subgobernador Carabias,
y es más que probablemente verdad, una de las razones de que los nacionales
empujasen hacia Madrid era hacerse con el oro del Banco de España; y una de las
razones de que cediesen en la presión fue que se enterasen de que ya no estaba
ahí. Ciertamente, el sábado 12 de septiembre, cuando el gobierno Largo
Caballero tomó la decisión de trasladar el oro, las noticias eran muy negativas
para la supervivencia del Madrid republicano. Negrín le comunicó el mismo
domingo 13 a Lluis Nicolau D'Olwer, el gobernador, la firma del decreto por
Azaña. Al parecer, el catalán no estaba muy convencido; pero Negrín estaba
convencido, en ese momento, de que quien tuviese el oro ganaría la guerra.
La clave de todo está, en todo
caso, en que la colección, digamos, oficial, de actas del Consejo de Banco de
España está incompleta. Existe un acta reservada, correspondiente a una sesión
celebrada el lunes 14 por la tarde. Ya os he dicho que en la oficial, por la
mañana, los consejeros del Banco de España apenas resolvieron asuntos de
trámite. En el acta reservada, sin embargo, cambian las cosas. Nos sirve para
saber todo lo que sabían, que era mucho.
Tanto como que la sesión comenzó con la lectura del decreto que se había aprobado el día anterior. Por parte del gobernador, se señaló que ya el anterior gobierno (Giral el listillo) había manejado la misma idea (lo cual, por cierto, introduce cierta duda sobre la interpretación de que la única razón de trasladar el oro fue la urgencia por la inminente entrada nacional en Madrid); así como que el gobernador había intentado explicar al ministro de Hacienda y al primer ministro las seguridades que ofrecían las cámaras del Banco; argumento éste que sugiere que, tal vez, el gobierno no sólo consideraba el riesgo de que los nacionales se hiciesen con el oro; sino también el riesgo de que, perdido Madrid, las turbas arramblasen con él.
Asimismo, argumenta que llevarse el oro
generaría otras consecuencias “de carácter político”, además de “alarma”. De
alguna manera, pues, venía a decir que, de conocerse que el gobierno se había
llevado el oro de España, esto sería aprovechado por sus adversarios (que lo
fue); y podría llevar a pensar a la gente que se estaban largando con la pasta
y dejándoles con el marrón (que no podemos saber hasta qué punto lo pensaron, y
cuántos lo pensaron). Y se apostilla en el acta: “el gobierno actual, sin duda con otros
elementos de juicio, insiste en la necesidad del transporte”.
Y continua: “la situación que
plantea el decreto leído es grave, pero se trata de una disposición dictada por
un gobierno en virtud de los plenos poderes de que la inviste una situación
como la actual”. Añade el acta que, ya en el momento de la reunión, el gobierno
es consciente de que el banco es contrario al traslado, y que “alguno de los
asistentes a la sesión ha hecho conocer su pensamiento al gobierno sobre el
asunto”; frase que abona mi tesis de que, con posterioridad al día 7, hubo
miembros del Banco de España que amenazaron a Negrín con poner pie en pared,
razón por la cuál éste decidió sacar adelante el decreto.
A continuación, el gobernador, en
una muestra más de moralidad líquida, de la que darían cumplidas pruebas muchos
mandatarios republicanos antes, durante, y no digamos después de la GCEXX,
dice: “[este asunto] debe quedar a salvo la responsabilidad moral de los
presentes”, pero que todo aquél que esté en contra del traslado debe entender
que es “una orden del gobierno que se ha de cumplir lealmente”.
A continuación, intervinieron
todos los presentes, prolongando la reunión hasta la madrugada.
Agustín Viñuales, representante
de los intereses generales, quien básicamente apoyó al gobernador, y
simplemente matizó si no vendría bien que las consideraciones en pro de la
seguridad de los sótanos del Banco de España se pusieran por escrito. José Suárez
Figueroa, subgobernador, fue más incisivo. Se quejó de que el banco no hubiese
sido formal y jurídicamente consultado; le recordó a sus compañeros que el
gobierno ni se había molestado en informarles de a dónde iban a enviar la
pasta. Que todo eso era importante a la hora de fijar responsabilidades en un
futuro. Y que las cosas había que hacerlas bien, anotando la operación en
concepto de depósito en la cuenta del Tesoro.
Enrique Rodríguez Mata, a pesar
de ser representante de los intereses generales, apenas puso problemas. Sin
embargo, los representantes de los accionistas: José Álvarez Guerra y Lorenzo
Martínez Fresneda, estuvieron en total desacuerdo. Consideraban que la medida
era muy lesiva para los accionistas a los que representaban. Anunciaron su voto
en contra y su inmediata dimisión, además de proponer un escrito al ministro de
Hacienda para que desistiese del traslado. Ambos dijeron que, puesto que la
operación se hacía contra los derechos de los accionistas, si ellos la aprobaban, dichos accionistas podrían ir contra ellos, y con razón, en el futuro. El gobernador les
pidió que se quedasen, pero Álvarez Guerra le contestó que no mamase. De hecho,
ni siquiera le quebró la voluntad una intervención de Viñuales, en la que éste
le recordó a Álvarez Guerra que era consejero en representación de una compañía
pública, lo que le obligaba a defender el bien público.
Martínez Fresneda, además de
solidarizarse con su compañero consejero, intervino para decir que tampoco
había mucho que hablar, puesto que sabía de buena tinta que el oro ya lo
estaban trasladando (lo cual es lógico, pues una serie de sindicalistas metidos
en el sótano clavando miles de cajas tampoco es que pudieran aspirar a no hacer
ruido). Dejó claro, por lo tanto, que su protesta tenía como función salvar su
responsabilidad. Y también dimitió.
Suárez Figueroa volvió a tomar la
palabra para decir que más banquero que él no había nadie; pero que era la hora
de obedecer al gobierno. Viñuales intervino también de nuevo, dejando claro que
lo que más le molestaba, tal vez le preocupaba, era la dimisión de Álvarez
Guerra y Martínez Fresneda. Rodríguez Mata intervino para decir que,
evidentemente, la decisión analizada la había tomado el gobierno por
“poderosísimas razones de orden político o militar, o cualquier otra
potentísima razón de Estado”; y que, por lo tanto, en lo que a él le tocaba,
punto en boca “salvando expresamente su conciencia y responsabilidad”. En otras
palabras: basta que un gobierno te diga que tiene “una potentísima razón de
Estado” para que, sin consultar con el parlamento, sin contarte dicha razón,
sin nada de nada, le tengas que obedecer.
Y luego nos extrañamos de que
aprobemos la constitucionalidad de las amnistías.
Julio Carabias y Rodríguez Mata
se unieron a la presión a los consejeros dimisionarios para que se quedasen.
Pero no cedieron.
Lo cierto es que no fueron dos,
sino cuatro, los consejeros presentes en aquella sesión que hicieron mutis por
el foro. Álvarez Guerra, que se había comprometido a seguir actuando en tanto
la dimisión tomaba fuerza, alegó problemas de seguridad, y ya no regresó a una
reunión. Permaneció en su domicilio madrileño toda la guerra, y no volvió a
pisar el banco. Viñuales dejo de ir el 21 de septiembre. Rodríguez Mata se jiñó
el 16 de octubre. Martínez Fresneda, dimisionario y todo, permaneció en su
puesto hasta el 6 de noviembre. En dicha fecha, se negó a votar a favor de una
venta de 151.320.000 pesetas oro, y ya no volvió; se refugió en la embajada de
Cuba.
Tras sacar el oro de Madrid, el
gobierno siguió con la misma mecánica que había seguido antes, es decir:
aprobar ventas de dicho oro. Sin embargo, era en el Banco de España donde
habían cambiado las cosas.
El 20 de septiembre, los
nacionales recibieron en Marruecos doce aviones alemanes que les garantizaban
el traslado a la península de sus tropas más eficientes. Esto puso de los
nervios al gobierno de la república que, al día siguiente, ordena al Banco de
España situar en Francia 25.200.000 pesetas oro. Como hemos visto, hasta ese
momento el ritmo era regular, de 25 millones en 25 millones. Pero eso iba a
cambiar.
El 28 de septiembre se presentó
una nueva solicitud por los famosos 25.200.000 pesetas. Pero dos días después
se presenta una nueva petición de venta por el doble: 50.440.000 pesetas oro, a
lo que se suma un préstamo de 25.200.000. El 5 de octubre, nueva petición de
venta por valor de 25.200.000 pesetas.
Si las declaraciones oficiales
marcan la evolución real de los hechos, que es algo que puede ser o puede que
no, todo este dinero el gobierno de la república lo estaba movilizando para
comprar armas en el mercado libre, por así decirlo. Es así porque no es hasta
el 7 de octubre que el encargado de negocios soviético en Londres hace la
primera declaración oficial en la que la URSS viene a decir que si el bando
nacional tiene a los alemanes y a los italianos, entonces la URSS está
dispuesta a ayudar a la república. En ese momento, el rumor de moda es que a
Sevilla había llegado un tren con varios vagones en los que iban 14 aviones
desmontados, procedentes de Lisboa.
Con estas noticias de por medio,
el ritmo de absorción de dinero por parte del gobierno alcanza el paroxismo: 13
de octubre, nueva venta de oro por valor de 25.200.000 pesetas; el 16, la misma
cantidad, esta vez en préstamo; el 19, nueva venta, por el doble (54.440.000);
el 23, nuevo préstamo de 25.200.000; 26, venta por 52.440.000; el día 30 de
octubre, préstamo por valor de 75.660.000 pesetas. El 6 de noviembre, orden de
venta por valor de 151.320.000 millones de pesetas (la que, como ya habéis
leído, provocó la dimisión definitiva de Martínez Fresneda).
Con esta venta a principios de
noviembre, da la impresión de que ya todo se centró en la defensa de Madrid, y
todo quedó tranquilo hasta el 4 de enero de 1937. En dicha fecha, se requiere
un nuevo préstamo de 50.440.000 pesetas y, acto seguido, una orden de venta por
valor de 100.880.000 pesetas.
En total, desde el estallido de
la guerra y hasta enero de 1937, el Banco de España y el gobierno suscribieron
nueve convenios de préstamo por un total de 290 millones de pesetas. Estos
convenios habían supuesto la venta de oro en 12 operaciones diferentes, siempre
con el objeto oficial de defender la peseta, por valor de 580 millones, o 168,4
toneladas de vil metal, todas ellas con destino en el Banco de Francia. Al
final de la guerra, el Banco de España franquista calculó que entre enero y
marzo de 1937 se vendieron 18 millones nominales más. Esto viene a suponer que
el oro vendido en los nueve primeros meses de la guerra alcanzó aproximadamente
un cuarto de las reservas totales.
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