lunes, noviembre 12, 2018

Constantino (y 10: game over)

Ya hemos corrido por:

El hijo del césar de Occidente.
Augusto, o tal vez no
La conferencia de Carnutum
Puente Milvio
El Edicto de Milán
La polémica donatista
Arrio


Tiro

En octubre del 335, Atanasio, que la verdad no tenía nada mejor que hacer, se presentó en Constantinopla y pidió ver al Boss. Constantino no estaba allí, pero llegó un par de semanas después. En escena que fue muy conocida y revivida en sermones y libros durante siglos, Atanasio, rodeado de curas de su reata, bloqueó el paso del emperador a su entrada en la ciudad a caballo y le dijo aquello tan hispano de ¿qué hay de lo mío, man? Constantino, quien al principio no reconoció al tipo ése de las barbas (todos le debían de parecer iguales), lo recibió en audiencia, le escuchó, y decretó juego revuelto. El emperador, que no es que no tuviese ningún cargo en la Iglesia sino que ni siquiera era propiamente cristiano, anuló [sic] las conclusiones del concilio de Tiro, y convocó [sic] uno nuevo.


La mayor parte de los historiadores coincide al apoyar la idea de que, de alguna manera, Atanasio se las arregló para atraer a Constantino. Teológicamente no lo creo, pues los signos son varios de que al emperador toda aquella polémica de si Dios es Uno, Trino o canario flauta, se la sudaba bastante. Tuvo que ser algún tipo de exhibición de poder real, sobre todo en Occidente, la que convenció al emperador de que le convenía hacer algo de caso a aquel brasas.

Sin embargo, los arrianos contraatacaron con las acusaciones que ya habían esgrimido contra él, más una adicional que preocupó mucho al emperador: según los arrianos, Atanasio, muy fuerte en Egipto, que era y seguiría siendo el granero del Imperio europeo, pretendía forzar un bloqueo de la exportación de cereales desde el país, dejando literalmente a los romanos sin pan. Acojonado, el emperador volvió a dar la razón a los arrianos, y decretó el destierro de Atanasio en Tréveris. En el año 336, los eusebianos (es decir, los viejos arrianos) celebraron un concilio en Constantinopla en el que se pasaron por la piedra a los restos del poder episcopal atanasiano en Oriente.

El concilio de Constantinopla sirvió también para rehabilitar totalmente las prerrogativas episcopales de Arrio en Constantinopla, que estaban encontrando serios obstáculos a causa de la obstrucción de los atanasianos. Pero poco después de dicho concilio, nos dicen los relatos, Arrio sintió fuertes deseos de cagar, se metió en una letrina, y allí murió. Una muerte que te cagas para un tipo que había colocado a la Iglesia en la senda de los cismas que, con el tiempo, se harían tan frecuentes en sus pasillos.

Durante todos estos años tan convulsos para la Iglesia cristiana, los asuntos de la familia real tampoco habían sido ninguna cosa tranquila, la verdad. Ya os he dado noticia de Crispo, que era hijo de Constantino en su primer matrimonio, con Minervina. Crispo fue elevado a la condición de césar por su padre, pero en la tercera década del siglo murió ejecutado en Istria. Sabemos que fue ejecutado, sabemos que la ejecución fue ordenada por Constantino pero, en realidad, no sabemos nada más. Los porqués se los guardó el emperador, aunque algunos testimonios nos dicen que le causaron graves problemas de conciencia. Si hemos de fiarnos del clásico análisis qui prodest, esto es, a quién benefició esta muerte, el dedo apunta a Fausta, la segunda mujer de Constantino, que con la muerte de Crispo consiguió el monopolio para sus propios hijos en la sucesión imperial.

En mi opinión, de lo que cuentan las crónicas sobre este tema cabe concluir que Fausta tuvo algo que ver en la ejecución de Crispo, consiguiendo que Constantino la ordenase. A Constantino, sin embargo, con posterioridad le vinieron los remordimientos, sobre todo a causa de que su madre Helena, cada vez más cristianizada por cierto, le comió la oreja con la culpa y todo eso. Parece claro que Constantino, efectivamente, llegó a la conclusión de que la había cagado matando a Crispo y, en una estrategia curiosa, debió pensar que penas de amor con amor se quitan, puesto que tapó la culpa de un asesinato cometiendo otro, pues se cargó a Fausta escaldándola en el baño.

Sea como sea, al emperador ya sólo le quedaba la salida de confiar en los hijos de sí mismo con Fausta para que lo sucedieran. O eso, o aliarse con algún general poderoso, que era una estrategia que solía conducir a traiciones, como bien sabía él, que las había perpetrado. Así las cosas, en sucesivos años el emperador fue nombrando césares a Constantino II, a Constancio II y a Constante, todos ellos hijos suyos.

El resto de la familia real se completa tal que así. Entre hermanos y hermanastros, el emperador tenía seis: tres buitres y tres palomis. Entre las hermanas, conocemos a Constancia, la mujer de Licinio; y luego tenemos a Anastasia y Eutropia, ambas casadas con aristócratas romanos. Entre los hermanos, Anibaliano tuvo el detalle de quitarse de en medio muriendo joven, y los otros dos: Dalmacio y Julio Constancio, vivían ambos en una situación que podemos denominar de libertad vigilada, el primero en Toulouse y el segundo en Corinto. Constantino tenía, por lo tanto, un razonable control de la situación tendente a consolidar una legitimidad dinástica en la persona de sus hijos. Sin embargo, tenía que andarse con cuidado porque las ramas del tronco de Constancio eran más que la suya. Esto explica, por cierto, una parte de su apuesta decidida por la Iglesia, pues el cristianismo, ya lo hemos contado, lo proveía de una legitimidad adicional, proveniente del concepto de que era emperador por deseo divino.

En el año 335, Constantino parece ser que diseñó un reparto territorial entre sus césares. El origen inicial del poder del emperador: Hispania, Britania y la Galia, serían para Constantino II. Constante dominaría Italia y el norte de África; Dalmacio hijo, que era por lo tanto el de Dalmacio el hermano de Constantino y que había sido declarado césar, tendría los Balcanes; finalmente, Constancio II tendría los territorios orientales. Tras haber diseñado este equilibrio de fuerzas, el emperador decidió realizar una expedición contra Sapor, el rey persa. Pero en su desplazamiento murió cerca de Nicomedia, en mayo del 337, a causa de una enfermedad que lo atacó con celeridad.

Es probable que el emperador se sintiese morir; sabemos que desde la misma Constantinopla de donde salió en expedición fue recibiendo tratamientos termales para mitigar su dolencia. Cerca de Nicomedia, sin embargo, debió de sentir que el final estaba cerca, momento en el que se hizo rodear de clérigos, dirigidos por el obispo local, Eusebio, quien lo bautizó a pelo puta.

Resulta paradójico, pero es muy posible, a la luz de estos datos, que Constantino, si es que recibió aquel bautismo con consciencia, murió arriano y convencido de que esta creencia era el futuro de la Iglesia que él había ayudado a construir. El tiempo, sin embargo, serviría para dejar bien claro que, en el ámbito occidental del Imperio, las medidas derivadas del primer concilio de Nicea habían prendido muy hasta el fondo.

Con la muerte de Constantino, sus tres hijos y Dalmacio se repartieron las responsabilidades territoriales de forma parecida a como había sido diseñado y, además, iniciaron, al parecer según prescripción del emperador muerto, la típica acción de alianzas matrimoniales. Constantina, hija del emperador, se casó con Anibaliano, hermano de Dalmacio y por lo tanto hijo de Dalmacio padre, que fue designado rey de Armenia. Constancio II, asimismo, se casó con una hija de Julio Constancio, el otro hermano del emperador.

Resulta muy difícil de explicar que una persona con la evidente agudeza analítica de Constantino, que había visto con claridad la necesidad de acabar con el sistema tetrárquico diocleciano, albergase en los últimos años de su vida la ilusión de diseñar algo muy parecido para su numerosa prole. Él tenía que saber, por lógica, que estaba abocando a sus hijos a pelear entre ellos hasta que sólo quedase uno. Parece ser, porque los vectores no son siempre fáciles de establecer, que Constancio II se cargó a Dalmacio mientras que Constantino II atacaba a Constante en Italia, para encontrarse con que éste último se lo llevaba por delante. Quedaban, pues, Constancio y Constante, pero éste último fue asesinado. Quedó, pues, Constancio II como emperador único, tras lo cual practicó una operación de limpieza dinástica en las ramas colaterales de la familia de su padre, de la que sin embargo se le quedó un elemento por apiolar, Juliano, hijo de Julio Constancio, quien lo sucedería al frente del Imperio para regresar brevemente a los viejos ritos romanos.

Y hasta aquí llega la historia de este emperador romano, Constantino, que sin ser cristiano fue crucial en el crecimiento de la Iglesia cristiana y en el éxito que tuvo en la realización de su proyecto más querido, que era estructurar la moral social del Imperio romano incluso más allá del momento en que dicho Imperio existió propiamente hablando.

A Constantino, yo esto lo tengo por bien seguro, todo lo que le animó durante su vida fue la pragmática. En el curso de las peleas eclesiales, lo vemos a menudo cambiar de bando sin ningún problema; para él no había más argumento que barruntar quién tenía más poder, quién podía ayudarle mejor en su objetivo de consolidarse como emperador de los romanos. Todo lo demás se la sudaba. De hecho, se conservan cartas del emperador a los obispos en las que les confiesa que todas esas sutilezas de la naturaleza, engendrado, creado o mediopensionista, a él le parecen conachadas líricas de poca importancia. Constantino se apoyó en los cristianos, pero no existen demasiados indicios de que los entendiese, mucho menos de que compartiese buena parte de sus postulados. El emperador, sólo o en compañía de su señora madre, coleccionó reliquias, embelleció lugares santos y edificios sagrados; pero esa es una actividad que, de haber nacido doscientos o trescientos años antes, habría hecho también por Júpiter o Marte sin problema alguno. Eso no quiere decir que fuese ni sincera ni profundamente cristiano.

Constantino fue el gran aval del cristianismo y también su gran problema. Digo su gran problema porque, al fin y al cabo, fue el jefe de la Iglesia in pectore, lo cual es un tanto raro porque no era miembro de la misma. Ya sé que la teoría dice que en un cónclave se puede elegir Papa a cualquiera, incluso a un mayorista que no limpie pescado; pero los hechos son tercos al demostrar que la Iglesia, el Espíritu Santo en el caso de los creyentes, siempre deja sus asuntos en manos de los que llevan mucho tiempo mandando en su cuerda. Si algo he aprendido en mis años de polemista amateur sobre asuntos de la creencia es que a los sacerdotes les pone muy nerviosos que les recuerdes que el montaje teológico en el que creen fue, en una parte, creado por asambleas que fueron convocadas, controladas y en buena parte intervenidas en sus conclusiones por este emperador, que todo, además, lo hizo por puras conveniencias de poder político terrenal. Porque a Constantino, digámoslo claro, la salvación en el otro mundo de las almas de grey de los gentiles le importaba el huevo. Los intereses de Constantino empezaban y terminaban en el propio Constantino, y todo lo que hizo fue presionar y utilizar a la curia de su época para que le bailase el agua a esos intereses.

Por todo esto, Constantino es la segunda persona, después del propio Jesús, que ha sido objeto de un mayor proceso de deconstrucción por parte de la relectura histórica realizada por el cristianismo. La versión creyente de la vida y obra de este emperador lo convirtió en lo que no fue, y en lo que no hizo, con consecuencias probablemente insalvables. Muchos siglos después, con la imprenta ya inventada, la Iglesia le puso la proa a obras como las de Miguel Servet, y hoy es el día que las ediciones originales de esos libros de que se dispone se cuentan con los dedos de una mano. Si en el siglo XVI la Iglesia tenía esa capacidad para cerrar todas las cuentas de Twitter que le molestaban, ¿qué no haría en siglos como el IV, el V o el VI? La mayoría de las fuentes con que contamos sobre la vida de Constantino son cristianas, así pues nos ofrecen los hechos con el molesto tufo de la interpolación, cuando no la invención pura y dura. Nosotros estamos en un extremo de la terraza, luego hay varias filas de sábanas colgadas, y en el otro extremo está la figura de Constantino. La entrevemos, la imaginamos. Poco más.

Constantino fue, en la Edad Media, el sustento de la legitimidad del poder temporal de la Iglesia. Si él hubiera podido contemplar ese resultado, a buen seguro estallaría en cólera; porque todo lo que hizo él, en realidad, fue para exactamente lo contrario; lo que él buscó, en todo momento, fue que la Iglesia legitimase su poder temporal.

Lo cual demuestra, claramente, una cosa que siempre me decía mi padre: cuando haces un negocio con un cura, siempre te separas convencido de que lo has engañado. Pero, la verdad, es justo al contrario.

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