El hijo del césar de Occidente.
Augusto, o tal vez no
La conferencia de Carnutum
Puente Milvio
El Edicto de Milán
Como ya hemos insinuado algunos párrafos más
arriba, las persecuciones de que fueron objeto los cristianos por el
poder imperial establecido supusieron grandes problemas para ellos y,
de hecho, plantaron entre ellos el germen de un cisma. Como siempre
cuando se produce una represión, hay muchas historias diferentes
entre quienes la sufren; historias que, básicamente, se pueden
dividir entre los que tragan, y los que no. Los cristianos, a pesar
de los inventos de la literatura martirológica y de Hollywood, no
fueron una excepción. Entre ellos hubo muchos que permanecieron
firmes en su fe, desobedecieron los decretos imperiales y arrostraron
las consecuencias, en casos terribles; pero hubo otros muchos que,
ante la oferta que no pudieron rechazar de las autoridades, se
echaron para atrás y, como mínimo, colaboraron con la represión.
De ahí, por cierto, viene la palabra traidor. Un traidor y es
alguien que trae; y lo que traía, en el origen de la palabra, era
las escrituras cristianas a la policía romana; les entregaba los
textos cristianos para que los destruyesen.
¿Alcanza el perdón de Dios como para comprender al que es débil y, consecuentemente, readmitirlo en el seno de la Iglesia ahora que no hay persecuciones? ¿Quién juzgará a los traidores y a los acojonados: el Dios que, por boca de su hijo, cuenta la parábola del hijo pródigo; o el Dios de Moisés, que condenó a su pueblo a estar puteado cuarenta años por dos o tres dudillas tontas? Son los problemas que tiene tener una religión tan be water, que lo mismo sirve para proteger a los indios de la baja California como para expulsar a los judíos del país. En mi opinión, ésta fue una polémica en la que obraron muchos argumentos de orden pragmático. La Iglesia, probablemente, sabía que entre sus miembros más inteligentes estaban también los menos fanáticos (suele pasar; es evidente que quien todo lo que hace es declamar de memoria los tuits de Pablo Iglesias mucho, mucho, lo que se dice mucho, no se dedica a pensar por sí mismo). Tras las persecuciones, la Iglesia cristiana tenía una oportunidad de oro (literalmente) de hacerse con el poder económico, y quién sabe si político, del mundo mundial (literalmente hablando); pero para desplegar medios y personas necesitaba toda la ayuda que necesitare, y eso incluía a los que una vez habían dudado, a los que una vez habían negado. Tengo por mí, de hecho, que es en esa época cuando se consolida en la mitología cristiana la cosa ésa de Pedro y el gallo cantando y él diciendo yo no conozco al tipo ése que habéis crucificado. Lejos de ser un relato verídico y mucho menos histórico (tiene más agujeros que los bolsillos de Carpanta), más parece una parábola quizás ya existente pero fomentada durante esos años en los que el principal debate entre los cristianos era qué hacer con los que un día les habían negado.
Cuando una organización emerge de años oscuros, sin embargo, siempre lo hace albergando en su interior un núcleo duro de luchadores impenitentes, que se han llevado todas las hostias, y que son renuentes a aceptar en el seno de su organización a novatos sin historial represivo. También en los partidos comunista y socialista de la Transición española, los luchadores antifranquistas de toda la vida, los (poquísimos) que habían sufrido cárceles y palizas por sus creencias políticas, se opusieron a la llegada de políticos de no se sabía dónde (recuérdese que esta dinámica provocó incluso en el PSOE una escisión, hoy olvidada). En la Iglesia del siglo IV, este partido se nucleó alrededor de un obispo del norte de África llamado Donato, y es por eso que los seguidores de estas ideas son denominados donatistas.
Constantino se encontró con la querella donatista en plena sazón cuando alcanzó el poder sobre la mitad occidental del Imperio y, automáticamente, lo vio como una oportunidad para alcanzar el poder que ambicionaba sobre la Iglesia. Rápidamente se percató de la tendencia natural de los obispos y feligreses cristianos a dividirse en sucesivas mitosis, como los nacionalistas palestinos de Life of Brian; y se dio cuenta de que sólo un poder exterior podría sacudir esa alfombra.
La querella donatista precedió en apenas un año
a Puente Milvio. En el 311 la cascó el obispo de Cartago, que era la
metrópoli de la Roma africana, y se hizo necesario elegir uno nuevo.
El elegido, Ceciliano, era partidario de ser blando y comprensivo con
lo hermanos débiles y contemporizadores ante las persecuciones,
postura que no era, ni de lejos, la del clero de la zona. Al parecer
una tía pija de la zona, llamada Lucila y muy beata, atizó todavía
más a los rigoristas, quienes se envalentonaron de tal manera que
decidieron elegir a su propio obispo. Los curas, como los comunistas, siempre están con el cisma flojo.
Cuando Constantino se hubo consolidado en el
poder, se fijó en este problema y resolvió zanjarlo. Para hacerlo,
lo que hizo fue hacer público y notorio su apoyo, y por lo tanto el de la estructura de poder del Imperio, a Ceciliano. Sin embargo,
los donatistas contraatacaron elaborando una especie de Libro Blanco
contra Ceciliano, que enviaron al gobernador del área, Anulino.
Constantino, puesto que con unas cosas y otras ya estamos en el 313 y
por lo tanto está totalmente consolidado en el poder y con el Edicto
de Milán ya emitido, se dio cuenta de que había que montar una
especie de arbitraje. Para el dicho arbitraje nombró (porque los
nombró él, que ni siquiera era cristiano) al obispo de Roma,
Milcíades; y a los prelados Reticio de Autún, Marino de Arlés y
Materno de Colonia. Todos ellos se establecerían en Roma, a donde
debían desplazarse tanto cecilianistas como donatistas para deponer
ante ellos.
Milcíades, en realidad, llegó más lejos, y
convocó en Roma a unos cuantos obispos de la península itálica y de
la Galia, en algo que, con la distancia del tiempo, se puede
considerar una especie de concilio. El llamado por ello concilio de
Roma se cerró con el apoyo claro a Ceciliano y la condena de los
donatistas. Sin embargo, en el norte de África aparecieron nuevos
datos favorables a los condenados.
Ante esta situación tan compleja, Constantino,
que ni era cristiano ni era el jefe de la Iglesia cristiana,
tomó la decisión de convocar un concilio, concretamente en Arlés,
en la Galia, lejos del merdé. Allí se presentaron obispos de
prácticamente todo el orbe occidental, amén de Ceciliano y Donato
con sus partidarios; de nuevo, las conclusiones dieron la razón a
los antidonatistas.
El fondo de la cuestión es el mismo que el de la
mayoría de los conflictos intraeclesiales: la pela. En el
norte de África, desde la desaparición de las persecuciones, un
patrimonio brutal estaba volviendo a manos de los cristianos y,
precisamente por eso, la cuestión de a las manos de qué
cristianos tenía mucha, muchísima, importancia. Donatistas y
cecilianistas se embargaron mutuamente y en diferentes momentos territorios,
predios, monasterios e iglesias. Mientras algunos de ellos discutían
sobre sutilezas teológicas, en el terreno real lo que se producía
era una pelea a verdaderas dentelladas en torno a quién se iba a
hacer rico con la permisividad del cristianismo. Por eso mismo la
pelea tardó mucho en cerrarse y el propio Constantino, que nunca
escondió su preferencia por Ceciliano, todavía en el 321 tuvo que
decretar que los donatistas, si bien errados en sus planteamientos
teológicos, tenían derecho a operar y poseer patrimonio.
Sin embargo, como no todo va a ser religión en la
vida, en paralelo con su mediación en estos asuntos (mediación que
se hizo, debemos recordarlo, como si Constantino fuese el jefe de una
Iglesia a la que no pertenecía), el emperador occidental
estaba embarcado en otro proceso superior, un proceso de cuyo éxito
dependió, en buena medida, el propio éxito histórico de la Iglesia
cristiana: la toma del poder omnímodo en el ámbito del Imperio.
Recordemos algo que ya hemos dicho con
anterioridad: en apenas unos años, y merced sobre todo al acierto
militar de Constantino, las tornas habían cambiado radicalmente en
las dos grandes mitades del Imperio romano. Las victorias
constantinianas en Occidente se habían desecho de Maximiano y de
Majencio, creando un poder unificado en una zona que se había
caracterizado por ser un puto caos; mientras que, en el muy estable
Oriente que había sido gobernado sin grandes problemas por
Diocleciano y por Galerio, ahora el tema estaba jodido entre Licinio
y Maximino Daya.
También sabemos que en febrero del 313 Licinio y
Constantino se encontraron en Milán. Con toda probabilidad, cuando
menos en mi opinión, en dicho encuentro Licinio le vino a preguntar a
Constantino qué necesitaba para apoyarle. Constantino exigió el
Edicto de Milán, plenamente compatible con su proyecto de sustentar
su legitimidad en su alianza con Cristo; y a cambio Licinio consiguió
cosas como compartir consulado con Constantino, y la mano de
Constancia, hermanastra de Constantino; una forma, bien que endeble,
de consolidar una alianza política entre ambos augustos. Licinio
estaba en ese momento en una posición bastante jodida, dado que
Maximino, quien basaba su fuerza en los emplazamientos asiáticos del
Imperio, había pasado el Bósforo con buena parte de sus tropas,
amenazando los strongholds balcánicos de Licinio.
Semanas después del encuentro de Milán, Licinio
le presentó batalla a Maximino. La ganó, aunque no hasta el punto
de deshacerse de su oponente, puesto que pudo escapar y pasar a Asia.
Sin embargo, ese mismo año los gérmenes y virus decidieron la
Historia, puesto que Maximino falleció en Tarso.
Tras la muerte de Maximino, la lógica tetrárquica
llamaba a una restitución del poder de cuatro: tanto Constantino
como Licinio nombrarían sus césares, y todo volvería a ser como
había sido. Sin embargo, las cosas estaban muy lejos de ir por ese
camino. En realidad, ambos emperadores estaban ya para entonces
pensando en lo mismo, es decir: la anulación del otro para la
consolidación propia en el poder absoluto: el fin de la tetrarquía,
pues, y aun de la diarquía.
En el año 316, la situación alcanzó el punto de
enfrentamiento. Cómo, no lo sabemos a ciencia cierta. Hay varias
versiones de ello. Hay quien dice que fue Licinio quien lo provocó
todo, sobre todo por oponerse a la propuesta de Constantino de
nombrar césar a Bassiano (un militar que se había casado con
Anastasia, hermanastra del emperador); hay quien dice que, en
realidad, fue Constantino quien expandió sus posesiones occidentales
más allá de lo que Milán había acordado. El caso es que
Constantino quedaron para darse de hostias en Cybalae, que viene a
ser la actual Vincovci, en Croacia. Constantino consiguió una
resonante victoria que provocó la huida de Licinio. Éste, ya
fuertemente presionado, nombró césar a uno de sus generales,
Valente, quien comenzó a reunir un ejército para plantarle batalla
a Constantino, que estaba en Filipópolis (Plovdiv). La batalla
terminó como muchas del mundo antiguo, esto es: con ambos
contendientes pactando tablas antes de que las bajas fuesen
insoportables para cada bando. No se olvide que los ejércitos
antiguos eran mercenarios y peleaban por algo más que la patria y
esas cosas. La función de los soldados era sobrevivir en lo posible.
Constantino, sin embargo, retuvo su capacidad de
acometida, y siguió avanzando hacia el Bósforo y la ciudad de
Bizancio. Licinio, ante esta presión, decidió pactar. Retiró del
ámbito político a Valente, un general relativamente joven que con
su presencia amenazaba los planes de Constantino, y pactó con éste
una nueva división de ámbitos de poder en la que, básicamente,
éste se quedaba con casi todos los territorio europeos del Imperio.
Licinio y Constantino, asimismo, se designaron césares
recíprocamente, lo cual equivale a decir que cada uno de ellos
reconocía que, a su muerte, sería el otro que le sucediese;
pactaron, pues, una reunificación del poder imperial con cuenta
atrás. Eso, sin embargo, no les impidió tratar de consolidar sus
dinastías nombrando césares cada uno en sus ámbitos. Constantino
lo hizo con Crispo, su hijo mayor fruto de su unión con Minervina;
así como a Constantino II, entonces un bebé puesto que era el
producto de su unión con Fausta. Licinio hizo lo propio con su hijo
Liciniano, que también era un niño apenas destetado.
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