lunes, febrero 19, 2018

Yalta (9: la URSS y Japón)

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Hemos llegado, en nuestro repaso de la reunión de Yalta, a la jornada del jueves, 8 de febrero, que es el día considerado como más importante o, si no más importante, sí por lo menos más denso, de la conferencia de Yalta. Fue un día, en efecto, en el que se produjo un número inusitadamente elevado de reuniones: los jefes de Estado mayor británicos y estadounidenses se reunieron dos veces; los ministros de Exteriores tuvieron su encuentro diario; los jefes de Estado mayor estadounidenses y soviéticos se reunieron una vez; Stalin y Roosevelt tuvieron una entrevista particular; se produjo la reunión plenaria; y, finalmente, Stalin invitó a sus colegas a una cena en el palacio Yusupov.
En la primera mañana, antes incluso de empezar la reunión de ministros de Exteriores, Harry Hopkins llamó a sus aposentos a Stettinius, y le conminó a elaborar un borrador de documento anunciando la futura reunión para el diseño del nuevo sistema de seguridad mundial. La gran preocupación de Hopkins era que, si os estadounidenses se quedaban quietos demasiado tiempo, Churchill apareciese con una redacción propia; y en ese caso, decía, ya toda la discusión sería sobre el texto británico, no se podría presentar uno alternativo.

A mediodía, en la reunión de ministros propiamente dicha, Stettinius presentó una invitación de los EEUU al resto de países para la primera reunión de las Naciones Unidas; gesto con el que iba buscando, claramente, que dicha primera reunión, como poco, se celebrase en su país (como hecho lo fue: en San Francisco). Estando marzo muy cercano, propuso la fecha del miércoles, 25 de abril, que fue aceptada.

Anthony Eden tomó entonces la palabra para expresar que Gran Bretaña estaba dispuesta a aceptar la propuesta de Stalin de que dos o tres repúblicas soviéticas fueran incluidas como tales en la lista de países de las Naciones Unidas, algo que, añadió, anunciarían oportunamente. Molotov apostilló que lo antes que lo hicieran, mejor.

A partir de ahí, los ministros de Exteriores se ocuparon de analizar los planes para Irán, las fronteras yugoslavas, la comisión de control de Hungría y Bulgaria y, de nuevo, la cuestión de las reparaciones bélicas.

Eden, muy consciente de la fuerte presencia que tenía Gran Bretaña en Irán, y la amenaza que suponía el incipiente interés estadounidense por el país y sus pozos, tiró de esa típica jugada diplomática de defender el “libre derecho de los iraníes a elegir” cuando piensas o estas convencido de que te van a elegir a ti de una manera o de otra. En realidad, Eden no estaba sólo intentando parar a los estadounidenses; también a los rusos, quienes durante toda la guerra habían ambicionado el petróleo del Irán septentrional, y ahora, que la paz se veía venir, más todavía. Así las cosas, el británico propuso la retirada de todas las tropas extranjeras del país, cosa a la que se resistió Molotov, aduciendo la dureza del gobierno persa a la hora de dar concesiones petrolíferas a su país. Británicos y estadounidenses afirmaron no tener ningún problema con que el gobierno iraní otorgase esas concesiones a la URSS en el norte del país; pero eso lo dijeron, probablemente, porque estaban algo más que convencidos de que el gobierno de Irán no iba a hacer cosa tal.

Sobre Yugoslavia, Eden presentó una nota que, sucintamente, proponía que Austria fuese repartida como Alemania en zonas de ocupación, pero de tal manera que los británicos tuviesen el control sobre la frontera del país con Yugoslavia. Asimismo, se mostraba claramente contrario a algunas reivindicaciones territoriales del país balcánico (una parte de Estiria, Klagenfurt y parte de Carintia). En suma, Londres esperaba mantener la frontera austro-yugoslava de 1937, y que los tres grandes obligarían a Belgrado a reconocerla.

El tema de las reparaciones quedó en paso, dado que británicos y estadounidenses afirmaron que todavía no tenían una posición consolidada sobre la materia.

Por su parte, los jefes de Estado Mayor angloparlantes se reunieron a las 10 de la mañana en Livadia, y una segunda vez a mediodía. Trataron sobre el uso de misiles guiados contra objetivos alemanes y japoneses, los recursos petrolíferos disponibles en todos los teatros de operaciones, el traslado de flotas de transporte desde Europa hacia el Pacífico, los problemas generados por los prisioneros de guerra y, finalmente, el rearme del ejército griego.

Los británicos estaban especialmente interesados en el último punto, y por eso Alan Brooke presentó un informe muy meticuloso, destinado a convencer a los estadounidenses de que rearmar al ejército heleno no comportaba problema alguno para el aprovisionamiento de armas en el frente noroccidental europeo.

A las tres de la tarde, por su parte, Leahy, Marshall, King y Kuter se encontraron en el palacio Yusupov con Antonov, Khyudanov y Kuznekov. Leahy aportó la primera justificación de la reunión en el interés estadounidense de disponer de la opinión de los soviéticos sobre diversas cuestiones tácticas que se planteaban en la guerra contra Japón. El tema iba mucho más allá de un simple dime qué opinas, tú que sabes; tenía que ver con la intención estadounidense de plantar algunas bases de operaciones en territorio soviético. El informe de Leahy, que dirigió a Antonov, demandaba la plena colaboración de las autoridades soviéticas locales hacia las acciones llevadas a cabo por los estadounidenses. Algo que se podría considerar incluso normal entre aliados en una guerra; pero aquéllos, la verdad, eran unos aliados poco comunes.

Antonov, por su parte, abordó directamente la eventualidad de que la URSS entrase en guerra con Japón. En esa eventualidad, dijo, los japoneses, pensaban en Moscú, podrían estar en condiciones de dificultar, cuando no cortocircuitar, la vía del ferrocarril transiberiano. Por lo tanto, los soviéticos querían saber si Estados Unidos estaría en condiciones de mantener las vías de comunicación terrestres y marítimas del Pacífico; y, muy particularmente, si estaría en condiciones de abastecer al ejército siberiano con petróleo e intendencia. Marshall y King respondieron casi sobrados.

Dicho esto, Antonov desplegó las mayores alabanzas hacia los planes estadounidenses en la guerra del Pacífico, no sin terminar recordando que no podía dar la aquiescencia de la URSS sin el conocimiento y la aprobación del camarada primer secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, mariscal del Ejército Rojo y comandante de todos los teatros de operaciones de la guerra.

Media hora después de haber comenzado esta reunión militar, en el despacho de Roosevelt en Livadia, tuvo lugar el acto central de Yalta, esto es: la entrevista personal entre el presidente de los Estados Unidos y el camarada primer secretario general del Comité Central del PCUS. Eran seis; los dos citados, Molotov, Harriman, Pavlov y Bohlen.

Roosevelt comenzó explicando la situación de la guerra del Pacífico que, dijo, había tomado otro cariz tras la caída de Manila. EEUU esperaba establecer pronto bases en las islas de Bonin y Formosa. Su plan, ahora, era intensificar el bombardeo de las ciudades japonesas, para tratar de evitar una invasión de la isla por tierra, acción que precisaría de muchos efectivos y que con seguridad generaría enormes bajas. En ese entorno, dijo el presidente, lo fundamental era que la URSS entrase en guerra lo antes posible.

Ambos líderes lo discutieron algo, y llegaron al acuerdo de que la URSS declararía la guerra al Japón tres meses después de que cayese Alemania, y de que el ejército estadounidense prestaría una intensa asistencia al soviético (como se puede ver, en ambas reuniones se estaba hablando un poco de lo mismo). El mando sería para Vassilievsky, sobre todo en lo tocante a la defensa de Kamtchatka. Y que los estadounidenses podrían establecer bases aéreas en Komsomolsk y Nikolaevsk, y también en el río Amour; pero todo eso bajo la condición de que los topógrafos estadounidenses que tendrían que hacer el trabajo previo para el establecimiento de las bases llevasen unos uniformes que les harían en el Ejército Rojo, destinados a hacerlos parecer miembros del mismo.

Sin embargo, Stalin quería saber qué recibiría él a cambio de someterse al riesgo de ser atacado por los japoneses.

Ahí comenzaron las promesas que FDR había preparado con Hopkins y Stettinius: al final de la guerra, la URSS recibiría la mitad meridional de la isla de Sajalin y de las Kuriles. Asimismo, se acordaría cuando menos el acceso soviético a un puerto de mar en el extremo de la línea férrea meridional de Manchukuo, probablemente Dairen, en la península de Kwantung. Eso sí, para que Chang Kai Chek tragase con aquello, sería necesario que Stalin aceptase para Dairen el estatus de puerto internacional. Si esto fuese así, razonaba el Departamento de Estado, sería más posible arrancarle a Churchill una declaración parecida para Hong Kong, y Chang sería proclive a apoyar un acuerdo en el que ganaba mucho más de lo que perdía. Como se ve, en la discusión se habló de un esquema en el que ambos interlocutores ganaban, a base de hacer perder al tercero que no estaba presente. Así era Roosevelt: un personaje que se creía lo más de lo más del internacionalismo pero que, en el fondo, seguía creyendo en ese exclusivismo sobrado, imperialismo lo llaman algunos de forma un tanto tosca, del que habían hecho gala muchos de sus antecesores, entre otros el que había portado su mismo apellido.

Stalin contestó afirmando que para la URSS era de la máxima importancia controlar las líneas férreas de Manchukuo. Recordó, en este sentido, que la cosa no era nueva pues la Rusia de los zares había controlado líneas como Manchuli-Harbin, Harbin-Dairen-Port Arthur, Harbin-Nikkolsk-Ussurik, o Khabarovsk-Vladivostok. Sin unas ventajas similares, continuó, tanto a él como a Molotov les sería imposible presentarle al pueblo ruso la entrada de la URSS en guerra (por segunda vez, por lo tanto, Stalin se escudaba en un pueblo soviético que, en realidad, no estaba en condiciones de cuestionar sus decisiones).

En realidad, continuó el camarada primer secretario general del Comité Central del PCUS, es que el pueblo soviético no entendía (como si tuviera que entender algo) por qué entrar en guerra con Japón. Alemania, sí, claro, porque les había puesto en peligro (después de pactar con ellos); pero, Japón, ¿qué les había hecho Japón?

En otras palabras: como Richard Gere, Stalin dijo: “quiero que me hagan más la pelota”.

Roosevelt preguntó, en ese punto, si Stalin se conformaría con un acuerdo de las tres potencias, esto es, sin consultarlo con Chang Kai Chek. El georgiano, repantingado en su sillón, aceptó magnánimamente la oferta, siempre y cuando, dijo, se expresase por escrito.

Y así fue como Roosevelt le firmó a Stalin un acuerdo por el que éste se llevaba la mejor parte de Sajalín, de las Kuriles, la totalidad de los ferrocarriles de Manchukuo y el puerto de Dairen... a cambio de declararle la guerra a un país vencido que, según ya le estaban informando los servicios de inteligencia al presidente, estaba poco menos que deseando deponer las armas.

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