Antes hemos dicho
que Breznev se guardó de no designar un sucesor como un medio
para evitar que así surgiese una figura que le hiciese sombra,
amén de la competencia. Sin embargo, sus intenciones
personales tampoco cuadraban necesariamente con la realidad, puesto
que los «segundos» la gente los busca. Nikolai Podgorny, tras la caída
de Kruschev, se había convertido en una especie de segundo secretario del
Partido o, si se prefiere, el segundo en la línea de poder en
la URSS. Esto era así, se pusiera Breznev en el decúbito
que le cupiese, porque una estructura burocrática tan grande
como el Partido Comunista de la Unión Soviética, con
tantas esquinas de poder y una interrelación tan extraña
y cambiante con las estructuras de gobierno propiamente dichas, no
podía ser dominada por un solo hombre. Bueno, en realidad, sí;
esta fue la gran lección histórica de Iosif Stalin: con
una policía secreta a tu servicio, un ejército
acojonado por tus purgas, y una clase política acostumbrada a
la idea de que el que se mueva acaba en Siberia, se puede llegar a
dominar una estructura así. Yo, personalmente, no albergo ni
la menor duda de que Breznev, si hubiese podido, habría
aplicado las enseñanzas de su maestro real (Kruschev fue más
su mentor, y luego su enemigo). Pero los tiempos habían
cambiado.
Nikolai Podgorny,
en este ámbito, jugaba sus cartas. Cuando hubo que hacerle un
recibiendo en la Plaza Roja a una nueva tribulación de
cosmonautas victoriosos, fue él quien presidió los
actos. Después, fue él, también, quien participó
en unas conversaciones de algo nivel con Chou en Lai. En los
plenarios del Comité Central, comenzó a asumir la
misión de rapporteur principal. Para colmo, cuando se
acordó eliminar la medida kruschevita de dividir de las
estructuras de partido en una para la industria y otra para la
agricultura, hubo que convocar elecciones locales (ejem) para los
nuevos órganos unificados, y Podgorny, asistido por su protegé
Valery Titov, fue quien hizo las candidaturas (ganadoras, claro).
El error de
Nicolás, sin embargo, fue equivocarse de aliado.
Probablemente, siempre había pensado, y es que es cierto, que
la mejor manera de ganarse el apoyo de la gente es mejorar la oferta de productos y servicios que puede poner en la mesa cada día. Consecuentemente, abrazó,
cuando menos en parte, las teorías de Kosigyn, y planteó
un auténtico eje entre ambos. Fue un error porque, en
realidad, el poder soviético no iba, nunca fue, incluso de
podría decir que ni siquiera va ahora mismo, de caerle bien a
a la gente. El poder soviético era un juego de tronos.
El contraataque de
Breznev empezó por Titov, que fue transferido a Kazajstán
para que dejase de dar por saco. El siguiente paso fue la sólida
estructura de poder que había establecido Podgorny en Ucrania.
Estamos en mayo de 1965 y Podgorny, presionado por los movimientos
del primer secretario, tiene que jugar la baza reformista a fondo.
Así pues, coincidiendo con el artículo de Stepanov en
Pravda, se marca un discurso público en Bakú en
el que defiende ardientemente la idea de la reforma. Demostrando
una vez más que él, como Kosigyn, había considerado que aquello era una guerra de opinión pública (en un país en el que, propiamente hablando, la opinión pública no existía),
afirmó, sucintamente, que, si bien había habido un
tiempo en el que el pueblo soviético había tenido que
sacrificar su bienestar por el desarrollo de la industria pesada y la
defensa, ese tiempo había pasado (y bien cierto es que había
pasado), así pues ahora tocaba hacer esfuerzos por colmar «las
necesidades culturales y domésticas de la población
trabajadora» (que, no es por nada, pero son el objetivo primero del marxismo). Más allá, abogó, gran
anatema, por introducir nada más y nada menos que el concepto
de rentabilidad en las actividades económicas.
Breznev actuó
con pleno dominio de las sutilezas florentinas del sistema soviético;
entendiendo, pues, muy bien el signo de los tiempos. Quince o veinte
años antes, Stalin habría creado, en connivencia con la
KGB, un supuesto caso de alta traición, que Podgorny habría
terminado por confesar tras dos o tres manos de hostias y de
descargas, luego fusilamiento, y todo resuelto. Como esto ya no se
podía hacer, y por lo tanto el enfrentamiento directo estaba
descartado, tocaba buscar un buen perro que mordiese en su lugar.
Ese perro fue
Suslov.
El dirigente
soviético viajó a Sofía, donde se marcó
un discurso que, sin decirlo, era una contestación, punto por
punto, a las tesis de Podgorny. Pero, claro, también es verdad
que os he engañado, lectores. Os he llevado a la impresión
de que los tiempos de estalinismo habían pasado; lo cual es
cierto, pero no del todo.
Al día
siguiente, el discurso de Suslov se conoció en la URSS porque
lo publicó el Pravda. Pero también paso otra
cosa esa mañana. Nikolai Podgorny quedó confinado en su
casa por motivos de salud. Estuvo casi dos meses «enfermo».
No hace falta
explicar que nunca supimos, y nunca sabremos, cuál fue la
dolencia de Podgorny; o, más en concreto, si alguna vez tuvo
algo que estuviera por encima del resfriado. Lo que sí sabemos
es que el hombre al que se permidió salir de su casa era un
perdedor, y lo sabía. En diciembre de aquel año,
sustituyó a Anastas Mikoyan en la Presidencia de la URSS; un
cargo que, como ya hemos explicado, era un florero donde meter la
basurilla. Cuatro meses después, en el XXIII congreso del
PCUS, perdió su secretaría del Comité Central. A
partir de ese momento, Luis Aguilé mandaba más en la URSS que él.
En el mismo acto de
nombrar a Podgorny presidente, Breznev asestó otra puñalada:
Alexander Shelepin era relevado de su puesto en el muy influyente
Comité para el Control del Partido y del Estado.
Como ya hemos
dicho, Shelepin era la joven estrella del régimen soviético.
En 1954 se había puesto su primera medalla cuando había
dirigido el proceso por el cual miles de agricultores «voluntarios»
viajaron para roturar las tierras vírgenes. Su éxito en
aquella labor le valió que Kruschev lo nombrase en 1958 jefe
del KGB. En 1961, todavía en el periodo de poder del
ucraniano, se le otorgó una secretaría del partido y,
al año siguiente, un puesto de viceprimer ministro. También sabemos
que, tras la caída de Kruschev, había sido promovido al
Presidium.
Con todo, el Comité
para el Control del Partido y el Estado era su principal fuente de
poder. Este órgano había sido creado en 1962, y tenía,
cuando menos en teoría, incluso el poder de cesar cargos,
tanto en el Partido como en el Estado.
Este tipo de
capacidad de control convertía a quien mecía la cuna en una
especie de policía de todo lo que pasaba en la URSS; y
Breznev, pese a haberle promovido para garantizarse la amistad de sus
conocidos en la policía secreta, comenzó a recelar del
excesivo poder que tenía en sus manos. A Shelepin, obviamente,
no le favorecía nada que la prensa occidental le considerase
una persona muy adecuada para sustituir algún día a
Breznev.
En diciembre de
1965, Breznev comenzó la lucha contra Shelepin, al abolir el
Comité para el Control del Partido y el Estado. Temeroso sin
embargo de que la cobra pudiera encabronarse y decidirse a morder,
Breznev tascó ahí el freno, dando la sensación
de mantener la confianza en el joven burócrata. Alexander
Shelepin fue convertido, de la noche a la mañana, en un
experto en Asuntos Exteriores, y enviado en misiones diplomáticas.
Estuvo, así, en Hanoi con Ho Chi Mihn, y en Egipto con Gamal
Abdel Nasser.
El 29 de marzo de
1966 se abrió el XXIII congreso del PCUS, que habría de
ser el obvio teatro escogido por Breznev para dar el golpe de poder
que necesitaba. En realidad, aquella reunión se convocó
por la sola y simple razón de que los estatutos lo exigían.
Hacía ya mucho tiempo (hay expertos que sostienen
que había sido así siempre desde el I Congreso de
Minsk, en 1898) que los congresos del PCUS no trataban nada
importante.
Leónidas
Breznev se descolgó con un informe al congreso de ocho horas
(quedando, con ello, por debajo de las marcas de Kruschev) en el que,
aunque parezca increíble, no dijo nada ni medio interesante.
Sé que es difícil estar horas hablando sin decir nada
en realidad, pero eso es algo que pasaba en la URSS con cierta
frecuencia. El único pequeño signo de lo que
normalmente conocemos como un discurso programático fue el
anuncio de un paquete social que incluía una subida del
salario mínimo, de las pensiones, una baja de impuestos y la
posible introducción de la semana laboral de cinco días.
El Congreso eligió
un Comité Central enorme (195 miembros) realmente manejado por cerca de 25 amigos de Breznev. Los nombramientos no ofrecieron
grandes novedades, con la única excepción de que Andrei
Kirilenko fue promovido a secretario del Comité y miembro de
pleno derecho del Presidium.
El único
cambio real fue el nombramiento de Breznev como secretario general.
Con seguridad, el líder soviético diseñó
este nombramiento para ser definitivo en la expresión de sus
ambiciones; un gambito final. En el especial lenguaje de la política
y la sociedad soviéticas, pretender que alguien fuese
secretario general del PCUS venía a suponer elevar
reminiscencias sobre los tiempos de Stalin. Con ese movimiento,
Breznev estaba poniendo en peligro las costuras del régimen.
Que aguantaron, pero no sin problemas.
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