viernes, mayo 24, 2013

A la muerte de El Hechizado

Que en los comienzos del siglo XVIII en España se montó la marimorena, no hace falta ser catalán para saberlo y entenderlo. Nuestra guerra de sucesión es un hecho de capital importancia para el país por muchos motivos, algunos de ellos tan duraderos como la filiación de la dinastía que reina en nuestro país a día de hoy. Tal vez por ello, todo el mundo más o menos cultivado conoce el tema y sabe algo sobre él.
Hoy, sin embargo, me gustaría hacer algunas notas sobre el aspecto inicial, y más intrincado, del problema; un aspecto sobre el que se suele saber algo menos. Es decir: la guerra fue entre dos pretendientes a la corona de España: Felipe de Anjou y el archiduque Carlos. Pero, ¿por qué eran pretendientes?

La cosa es bastante intrincada. Y comienza, obviamente, con la ruptura de lo que podríamos denominar la línea sucesoria normal, o lógica. España era un país gobernado por los Austrias, y así debía seguir siendo. Para bien, y sobre todo para mal, porque los últimos Austrias no fueron precisamente buenos reyes. Especialmente con Felipe IV, España pierde todo lo que de poder autónomo le quedaba, comienza a ver cómo sus posesiones europeas, que eran en buena parte la garantía de su importante poder en el continente, se van perdiendo. El imperio se deshace y para gestionar esa situación llega al frente del Estado el más incapacitado de los reyes, Carlos II, llamado El Hechizado como forma elegante de no llamarlo El Tonto'l'Culo, o algo parecido.

Carlos II, es cosa bien sabida, era un señor retarded. Tardó muchísimo tiempo en hablar con cierta propiedad y, probablemente, tenía serios problemas de desarrollo. A su muerte, los médicos que le practicaron la autopsia encontraron, dentro del escroto, dos minúsculas bolitas negras, atrofiadas, que no se parecían demasiado a unos testículos normales. Era, pues, una persona infradesarrollada en muchos sentidos y, como no podía ser de otra manera, murió sin descendencia, convirtiéndose en el callejón sin salida de una de las grandes dinastías reinantes en la Historia de Europa.

En el momento en que murió el Hechizado, la monarquía española se regía por reglas sucesorias consuetudinarias que eran bien claras (aunque Filip, una vez rey, las renovaría en 1713). A la muerte de un monarca sin descendencia, pasaban a heredar sus derechos de reinar sus hermanos, con preferencia de los hombres sobre las mujeres, y los antes nacidos sobre los más tardíos. Esto es, si, por ejemplo, muriere el rey dejando, por orden de nacimiento: hermana, hermana y hermano, los derechos dinásticos recaerían en el tercero de ellos. Se siente, ladies.

Carlos II sólo había tenido dos hermanas: María Teresa y Margarita Teresa, pero ninguna de ellas le supervivió; las dos estaban muertas cuando los médicos le encontraron los chamizos en el escroto al rey.

¿Qué preveía el derecho sucesorio español para un caso tan jodido? Pues, concretamente, señalaba que el derecho sucesorio pasaría a los descendientes de las hermanas ya muertas (con las reglas conocidas: primero los que tenían cojoncillos, segundo los que habían nacido antes); si no aparecieren de éstos, sería el derecho sucesorio para los tíos carnales del rey difunto; y, finalmente, si éstos hubiesen fallecido, se seguiría la línea de éstos.

Con estas reglas en la mano, había que darle el trono de España al hijo de María Teresa, la mayor de las hermanas de Carlos II. Y ahí, precisamente, estaba el problema. Porque el hijo de María Teresa, mujer que había sido de Luis XIV de Francia, era el Delfín de la corona del Louvre, Luis.

Entendámoslo: dos de las naciones más potentes de Europa (otrosí, del mundo) se encontraban en una situación teórica de fusión, por correr la suerte de que quien ostentaba los derechos a recibir la corona de un país, ostentaba, también, los de recibir la del otro. Y esto ocurría en el vestíbulo del siglo XVIII, en el momento en el que afloraban las tensiones entre Francia, como principal potencia mundial del momento, e Inglaterra y los estados centroeuropeos. A París le acababa de tocar el cuponazo español.

No tan rápido, sin embargo. En una cláusula de la denominada Paz de los Pirineos, en 1659, María Teresa había renunciado a sus derechos sobre la corona española, lo cual, como siempre en estos temas de testas coronadas,  descendía y goteaba sobre su hijo. De esta manera, el teórico sucesor de Carlos II debía de ser la hija de la otra hermana del rey, María Antonia de Baviera, producto de las guarreridas hispano-teutóticas cometidas por Margarita Teresa y su marido, Leopoldo I de Austria.

La situación, sin embargo, era más enrevesada, porque la famosa cláusula de los Pirineos contemplaba el pago por parte de España de una dote como compensación a María Teresa de la renuncia para sí y para sus herederos; pero esta dote, ya veis que nunca hemos sido los mejores pagadores de la Tierra, nunca se satisfizo, con lo que los jurisconsultos de París consideraban que la citada renuncia era nula.

¿Os estáis liando? Pues no hemos hecho más que empezar. Porque lo cierto es que, ante la imposibilidad de ser, a la vez, rey de dos Estados, el Gran Delfín de Francia, Luis, había decidido ceder sus derechos en su segundo hijo, Felipe de Anjou (futuro Felipe V); mientras que María Antonia de Baviera hizo lo propio para que recayesen en un hombre joven y capaz: su hijo José Fernando de Baviera.

Todo este embrollo político, que en general puede resumirse si nos hacemos la imagen de toda la Unión Europea presionando al unísono para que Francia no se llevase el control de España y con ello desequilibrase el frágil status quo continental, ya había estado presente en las relaciones exteriores españolas en vida de Carlos II, y es por ello que el rey apollardao había testado por dos veces (1696 y 1698) la corona en favor José Fernando.

Resumiendo, pues: tenemos un heredero legítimo, hijo de la hermana mayor del rey muerto y varón él mismo, que asimismo cedía sus derechos en otro varón; frente a un pretendiente bávaro que recibía el derecho de una cesión de su madre, la cual, además, apenas era la hija (mujer, pues) de la hermana menor del rey de quien "irradiaba" el derecho sucesorio... pero que, sin embargo, había expresado, por dos veces, y presionado por las cancillerías, su derecho de que la corona fuese para este pretendiente Oktoberfest de baja intensidad.

Aunque París estaba muy mosqueado con este acuerdo, finalmente el hecho de que toda Europa estaba enfrente de ellos les convenció de aceptar el fait accompli de que la voluntad del rey difunto era la que era. Acabó aceptando, a regañadientes, que José Fernando de Baviera fuese rey de España.

Lamentablemente, José Fernando decidió mantener el pollo sucesorio español a base de tener el mal detalle de morirse.

Cuando José Fernando la espichó (además, sin haber sido proclamado rey; si lo hubiera sido, la cuestión sucesoria habría sido otra), la rama bávara quedó seca y, por lo tanto, a Felipe de Anjou no le quedaron rivales. Pero las potencias no francesas no estaban dispuestas a claudicar.

Dado que, hasta que descubrieron a los plebeyos, los miembros de casas reales se casaban entre ellos, siempre había vinculaciones. Leopoldo I de Austria, que ya hemos dicho era el padre de José Fernando, era, asimismo, hijo de María Ana, tía de Carlos II. ¿Os acordáis de lo que os dije de lo que pasa cuando los hermanos del rey han muerto? ¿Recordáis que, en ese caso, la línea sucesoria sigue en los sucesores de dichos hermanos y, si no los hubiere, en los tíos carnales del rey muerto? A este clavo ardiendo se agarraron las potencias centroeuropeas para sostener que Leopoldo era el destinatario de los derechos sucesorios dimanantes de Carlos II; que era un verdadero truño pues, como hemos visto, los descendientes de María Teresa existían, estaban vivitos, y uno de ellos quería ser rey de España.

Leopoldo, sabiendo que no podía ser rey de Austria y España, cedió sus supuestos derechos en el archiduque Carlos, hijo de su segundo matrimonio con Leonor de Neoburgo. Jurídicamente, aquello no tenía pase. De hecho, las potencias europeas acabaron por aceptar, en 1700, que el orden de derechos sucesorios a la corona de España era:

1) Felipe de Anjou.
2) Si muriere éste, su hermano, Carlos, duque de Berry.
3) Carlos de Austria.
4) El duque de Saboya.

Con la ley en la mano, pues, Francia tenía, no una, sino dos, cartas a su favor para designar el rey de España. ¿Por qué hubo guerra de sucesión? Pues por la sola razón de que Luis XIV, en gesto un tanto miope, se negó a que su hijo, en un gesto especular al de María Teresa en la paz de los Pirineos, renunciase a sus derechos de la corona de Francia. Aquello puso al resto de la UE de los nervios y les movió a apoyar los extremadamente tenues derechos de Carlos de Austria.

Es, a mi modo de ver, importante conocer y entender esto, porque sólo de esta forma se puede entender las escasísimas ligaduras con España y con su sociedad (sobre todo sus clases dirigentes) que tenía Carlos de Austria cuando llegó a España a defender sus derechos; situación que condicionó enormemente, es mi opinión, su operativa.

2 comentarios:

  1. Magnífico. Es una de mis partes favoritas de la Historia de España porque supone ese punto de inflexión en el que podríamos haber sido (coronadamente hablando) lo mismo franceses que bávaros. Y entonces igual nuestra historia habría sido muy distinta.

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  2. Bueno, es que con mala leche, cualquier noble habría sido heredero. Recuerdo que había un árbol genealógico que mostraba cómo se extendía por la realeza europea la hemofilia.

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